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Judit
Paola Carolina Gericke Falcón

...“¡Vive el Señor!, que me ha guardado en el camino que emprendí, que Holofernes fue seducido, para perdición suya, por mi rostro, pero no ha cometido conmigo ningún pecado que me manche o me deshonre.”...

Libro de Judit, A.T.

 

Sus pies descalzos marcan el ritmo sobre la tierra seca, acercándose al fuego en cada vuelta mientras el pelo despliega miles de rayos oscuros. Apenas se escuchan Los brazaletes cuando golpean sus caderas y canta dulcemente. Dos copas descansan a un costado, cada tanto Judit toma una y bebe.

 

Me dijo que esperara al pie del olivo y que le avisara cuando alguien se acercara. No quiere testigos. A mí no me tiene en cuenta. Hace mucho olvidó que le salvé la vida. Cuando regresamos a Betulia trayendo la bolsa, quemó todo recuerdo. Al ver a los ancianos besándole los pies algo se le rompió por dentro oscureciendo su memoria.

Al morir Manases, Judit había llorado a su marido, convirtiéndose en la más piadosa de las mujeres. A medida que el tiempo pasaba, el tedio se instaló en su vida, sin encontrar un color que cambiara la dura rutina auto impuesta.

 

En la soledad de las calurosas noches, Judit solía quitarse la pesada túnica de viuda y con tan sólo su collar y una copa de vino se tendía desnuda, esperando al amante que nunca se atrevería a poseer. Borracha y doliente rozaba levemente su cuerpo con los dedos hasta volverse caricia urgente, mientras se sacudía en sollozos y espasmos que la hacían caer rendida de cansancio y frustración. 

 

Me daba lástima esta hermosa mujer que perdía sus mejores años tras un destino de piedad y ascetismo. Nadie sospechaba el tormento del cual yo era cómplice como una sombra, escondiendo toda señal de los ojos inquisidores de las mujeres y los hombres del pueblo.

La tarde que Anjior fue traído a Betulia desfalleciente y contó que Holofernes con su magnífico ejército planeaba tomar la ciudad, un pequeño fuego encendió su corazón.

 

Al comienzo del sitio Judit convirtió la casa en un hospital, decenas de personas casi muertas de sed caían frente a sus puertas. Se dedicó a ellos ejemplarmente, en un vano intento de ahogar su deseo a marchas forzadas.

 

Tal vez en esos días comenzó a planear la huida. 

La noche que habló con los ancianos sus ojos negros brillaban cual ojos de gato. 

 

- ¡Los convencí! ¡Me creyeron! Decía mientras embriagada de felicidad girábamos abrazadas. - ¡Vamos, tenemos prisa! ¡Busca mis mejores joyas!

 

Un estremecimiento cruzó mi nuca cuando entendí que iríamos al campamento sirio. La excusa para los ancianos fue un plan secreto que libraría a Betulia del invasor. Pero yo sabía que Judit sólo quería escapar de allí, irse con el poderoso general que calmaría su deseo de mujer largamente sola y la llevaría a un lugar desconocido donde no hubiera que cuidarse de la gente del pueblo.

 

¡Qué hermosa estaba! Osías y los demás ancianos apenas la reconocieron. Cuando nos abrieron la puerta de la ciudadela, Judit temblaba de gozo y miedo, tanto que temí se desmayara en ese momento. Una vez que salimos de la muralla se sintió libre y se calmó.

El resto de la historia fue sencilla Con los sirios descubrimos que todos los hombres son igualmente previsibles, y Holofernes...

 

Ah Holofernes... Un aire salino atravesó la tienda cuando se vieron. Con sus artes de mujer Judit se mostró inaccesible. Decidida a conquistarlo desplegó todas sus armas para volverlo loco; hasta que arribamos a la cuarta noche.

 

Holofernes realizó una cena de homenaje. La belleza de Judit opacaba cualquier otra y todos bebían animadamente. La noche se hizo eterna hasta que por fin los invitados comenzaron a retirarse. Judit y Holofernes se quedaron casi solos: yo me quedé en un rincón, ninguno de los dos registró mi presencia. Holofernes se hallaba semi embriagado cuando Judit se acercó y lo besó. Fui testigo de su furioso encuentro, una violenta danza los sacudió hasta que abruptamente un fuerte ronquido indicó que el Gran General, el Jefe del Ejército Sirio, se había dormido antes de tiempo.

 

Judit se tendió y una lágrima corrió por su mejilla; con movimientos apenas perceptibles tomó la cimitarra de Holofernes con la intención de quitarse la vida. Salté de mi escondite y le arrebaté el arma de las manos. Judit me dejó hacer con el cuerpo humillado, parecía en trance. 

 

Tomé el arma, me acerqué, la levanté y le asesté un corte. Un chorro caliente manchó mis brazos cuando di un segundo golpe para terminar de seccionar su cabeza, luego la envolví en unas cortinas y la puse en el costal de la comida. El cuerpo de Holofernes dormía placidamente su siesta eterna.

 

Mojé el rostro de Judit con agua fresca, quité los rastros de sangre y con calma la empujé hacia la salida de la tienda. Ambas temblábamos al pasar frente a los guardias. Judit, conmocionada, no atinaba a entender qué había pasado. Mientras nos acercábamos a la ciudad le decía: todo la gente de Betulia te alabará, alégrate. ¡Has matado al invencible guerrero! El pueblo va a adorarte y tu nombre se repetirá por generaciones.

 

Judit, por primera y única vez, me miró a los ojos y dijo: Gracias.

Continúo bajo el olivo mientras la veo danzar alrededor del fuego. Escucho unas ramas moverse y un tintinear de cascabeles me alerta. Una silueta sale de las sombras y toma la otra copa, luego se acerca a Judit y la abraza. Lejos de ojos acusadores se besan con pasión, bailan y beben. Judit y Miriam se aman bajo la luna nueva.

 

Paola Carolina Gericke Falcón
25/03/2004

 

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