El objeto desprestigiado |
Cuando iban a bajar por la escalera para salir, habían sido encendidas las luces. El joven, o jovenzuelo se detuvo, y el otro, el acompañante, desapareció con rapidez. La dueña de casa y el marido no le permitían bajar. Habían salido desde atrás de una de las plantas de adorno y, casi junto al marido, o el hombre de la casa, aparecían tres o cuatro personas cubiertas con ropas oscuras, que podían ser vestimentas de "jueces", o "ropa para juzgar". Eran seguramente los otros ocupantes de la casa. Pero, la mujer, la dueña de la casa, no le permitió actuar al posible jurado. Actuó ella sola. Ninguna palabra de otra persona hubiese podido entrar y ubicarse dentro de su discurso. Comenzó a hablar, o a gritar: "La moral, las buenas costumbres, la familia, la pobre niña ultrajada, su hija, su hija, ya a los seis o siete meses presenciando todas aquellas "porquerías" y viviendo bajo el mismo techo que aquel "monstruo" (los techos no eran precisamente los mismos. El del aposento o dormitorio de la niña, estaba colocado a un nivel inferior que el de la habitación del joven, y estaba además construido con materiales diferentes), "y el pudor, las normas, y la legalidad, la policía ineficaz y poco vigilante, y el juez, un juez para intervenir y castigar, o un dios, o varios dioses, porque un solo dios podía no ser suficiente para juzgar todo aquello, y si "papito viviera" (el padre de ella, que si no hubiese muerto podría tener noventa y siete, noventa y ocho, o cien años en estos momentos). Tenía que abandonar la casa en seguida. El joven lucía sus ropas interiores solamente. Hubo una pequeña transacción; se vestiría, o se le daría el tiempo suficiente para vestirse, y saldría después. Al tomar la escalera para bajar, la mujer volvió a aparecer y repitió algunas de las palabras de su primer discurso. Su disgusto desbordaba los límites de la casa, y se extendía por las casas vecinas, y quizás, por todo el barrio, y aún por toda la ciudad. Era, tal vez, en esos momentos la "depositaria" , o la "encargada" de las buenas costumbres de la ciudad entera. "Jueces, dioses, policías, jueces dioses y más policías, y dioses y jueces", lo persiguieron al joven hasta la puerta de la calle. Caminó un tiempo sin saber a dónde dirigirse. Le hubiese gustado encontrar en algún sitio a su compañero ocasiona. Tal vez era la persona que le traería la felicidad, y a la que había estado esperando. Estaba cansado de los contactos rápidos en lugares oscuros y peligrosos. Por eso había dejado encendida la luz en la habitación, para contemplarlo con detención, y así habían podido verlo. Fue a retirar sus ropas y sus útiles en cuanto la casa estuvo abierta. La mujer le dijo que no podía llevar nada, todavía; que primero tendría que hacer cambiar la tela del forro del colchón y pintar, o barnizar los muebles, que estaban contaminados, o "desprestigiados". Ella no los quería en ese estado. Tuvo que salir, y buscar a las personas que se encargaran de esos trabajos. La mujer no dijo nada de la almohada, y quedaría como estaba (y, la almohada, tal vez, estaba más contaminada. Había recibido el contacto de las cabezas; y los besos, y las caricias, podían haberla afectado, y también estar allí, las órdenes que partían de las cabezas y que habían hecho actuar a los cuerpos). (No se acordó tampoco de los animales, o de los vegetales, que habían producido el material para el relleno del colchón, o colchoneta). El desprestigio del colchón, parecía extenderse a los muebles, a las personas, a las plantas, y tal vez llegaba hasta las jaulas donde vivían dos o tres pájaros de color amarillo pálido. Y la palabra "desprestigio", o "desprestigiado", o la idea que se escondía dentro de la palabra, iba ocupando toda la casa, y y llegaba hasta los rincones menos visibles. La mujer había comenzado a usarla, y tal vez le resultaba agradable. El colchón, el "objeto desprestigiado", tenía que ser llevado a la casa o taller del hombre que lo arreglaría, o lo volvería a su estado anterior de pureza. El forro, o la tela del forro, era casi única en la ciudad. La había elegido con mucho cuidado y su precio era uno de los más elevados, y ahora estaba echada a perder, o estropeada. No quería verlo allí, hasta que no estuviera reformado, y purificado, y, estaba dispuesta a perder el forro original. El hombre dijo que a él le convendría trabajar allí, etc. ; pero la mujer no le permitió. El "objeto" tenía que salir en seguida. (Al tomar la habitación, el joven había sostenido que aquel colchón le parecía un tanto delgado, no muy cómodo, y la mujer le había respondido que era una prenda excelente, muy bien hecha, y que hasta ese momento nadie se había quejado de él). Llegó hasta donde se hallaban estacionados unos vehículos de carga. No se movían, o no se molestaban por un viaje de esa clase. Un hombre de un "camión" grande, reluciente, ni respondió siquiera a su pregunta. Le pareció que tal vez sabían lo que le había sucedido, y no querían atenderlo. Un poco más adelante encontró un carro pequeño, o carricoche, tirado por un caballejo flaco. El hombre, el dueño, podía transportar el colchón. Desde el balcón o terraza, la mujer dijo todavía algunas palabras. Le hablaba al hombre de los colchones; tenía que lavar el relleno, no lo quería si no quedaba bien limpio, etc. El pequeño carro con el caballo, o lo que había sido un caballo, y el hombre gordo que lo guiaba, partieron, y también, caminando junto al vehículo iba el jovenzuelo. Algunas personas estaban en sus puertas, contemplando el espectáculo. El jovenzuelo hubiese deseado tal vez, caminar por un conducto subterráneo oscuro, por debajo de la acera; pero eso no era posible, indudablemente. El caballo, o el ex-caballo, subía por la calle empinada con dificultad. (El desprestigio que afectaba al "objeto", era tal vez lo que producía un peso excesivo. El colchón, o la colchoneta -era muy delgado- no podía pesar mucho). Antes de llegar a la primer calle transversal, el animal resbaló y cayó. El pavimento estaba húmedo y muy pulimentado. El hombre-guía pudo levantarlo con bastante facilidad, y volvió a colocarlo en su sitio. La cola, o el resto de cerdas duras y manchadas, aparecían en la parte de atrás (lo que tal vez había sido una cola bien poblada de hilas largos) y también aparecían unas orejas hechas de un tejido por el que pasaba la luz con facilidad, y más adelante unos ojos de color indefinido, que no se fijaban en ningún punto determinado. El carricoche se puso en movimiento con su hombre voluminoso y el bulto pequeño que formaba el colchón, o colchoneta. El joven caminaba muy cerca del caballo, y por momentos le parecía que era él, que resbalaba y caía y no tenía donde apoyarse. El animal era una representación de su "estado". (El hombre guía estaba hecho con líneas curvas casi en todas sus partes. No aparecían rectas en ningún sitio del cuerpo. El caballo, o ex-caballo, aparecía cubierto en cambio, con líneas rectas que se unían formando ángulos agudos casi perfectos; o más bien, lo que aparecía era piel, cubriendo la estructura de los huesos. El relleno entre la piel y los huesos, ya hacía bastante tiempo, tal vez, que había desaparecido). Y las líneas curvas, y las rectas, con la forma aplastada y poco visible del "objeto", se alejaron, y después fueron desapareciendo. El joven había caminado siempre muy cerca del carricoche. (Y tal vez, dentro de la cabeza del joven, o jovenzuelo, se movían líneas quebradas, o líneas curvas y líneas rectas mal ajustadas, y que él no conseguía combinar). El colchón volvía a la casa. El material exterior había sido reemplazado por otro, y aparecía más grande, o más esponjoso, quizás por el trabajo del hombre. La mujer observó el colchón, después lo hizo colocar en la cama, y lo tocó con cuidado. Seguramente ya estaba purificado. La tela nueva, y el lavado del relleno -siempre que hubiese sido lavado- y la estada en la casa del colchonero, y el viaje, etc., lo habían limpiado, y el desprestigio había desaparecido. (La mujer no pensó seguramente, que los elementos que formaban el "pecado", o la "lujuria", o cualquier otra cosa semejante, no se detenían en el forro, sino que podían estar también moviéndose por entre las fibras del relleno, y aún, que podían permanecer allí, y contaminar a otras personas en el tiempo futuro). El joven intentó entrar en la casa para retirar sus ropas. Llegaba hasta él, un olor muy fuerte. Seguramente que era el olor de un líquido desinfectante. La mujer apareció dentro de la nube de vapores que producía el líquido, y envuelta en unas ropas muy amplias, con un aspecto no del todo real. No le permitió entrar; sus "cosas" le serían entregadas enseguida. Tuvo que recoger sus valijas y sus ropas en la acera. La mujer las arrojaba desde el balcón, o terraza. Una valija no resistió el golpe; los cierres cedieron, y las ropas salieron al exterior. Tuvo que hacer un envoltorio de cualquier modo. Sus dedos largos y muy delgados, no estaban ejercitados para atar una cuerda, o la cuerda no era lo bastante larga para que el tamaño del paquete, y las ataduras se rompían. Le agregó otro pedazo, pero se volvió a romper. Cuando consiguió atar el paquete, estaba cansado. Habría deseado echarse en cualquier sitio y dormir, o intentar dormir. Pero, tenía que continuar. Trataría de meter todo aquello en algún sitio, una puerta vecina, o en algún "negocio" próximo, y después buscaría un vehículo que lo llevara hasta un nuevo alojamiento; el alojamiento que esperaba encontrar. |
cuento de L. S. Garini
Antología del cuento Uruguayo, Los Nuevos
Arturo S. Visca, Tomo VI
Ediciones de la Banda Oriental, 1968
Ver, además:
L. S. Garini en Letras Uruguay
Editado por el editor de Letras Uruguay
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