Los anteojos
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Invitaría a una mujer cualquiera de las que ejercen su “profesión” en la calle. No a una mujer mal vestida o de aspecto desagradable; más bien a una mujer que pudiera pasar inadvertida y podría llevarla a un restaurante de primera clase. La mujer se asustaría seguramente, y él ya comenzaría la noche divirtiéndose. Tenía que divertirse, pero no como de costumbre y con las personas de costumbre. Quería sacar un poco a la superficie, algo “popular”, lo poco que él podía tener todavía de popular. Y recordar también alguna otra noche de su primera juventud. Una de esas mujeres podría traerle ese “airecillo” del pueblo. Estaba un poco cansado de las mujeres de su “grupo”. Quería un ejemplar diferente, algo débil a quien asustar, y hacerle ver hasta dónde él era fuerte, importante, con una parte del mundo a su disposición, etc. Otro ser débil, su mujer, su esposa, ya no podía divertirlo. Estaba siempre encerrada en la casa; animal enfermo que vivía tomando productos para sus varias enfermedades. Ya había cumplido su misión de entregarle el dinero, el primer dinero para que él pudiera llegar adonde había llegado. Y, además, quería ser de nuevo por unas horas el joven “alocado” de otra época. Entraron en uno de los mejores restaurantes de la ciudad, tal vez el mejor, donde él era cliente habitual, distinguido, etc. Ocuparon una de sus mesas preferidas, y el hombre del servicio se aproximó para recibir los pedidos. Estudiaría primero el asunto de los vinos: blancos, rojos, de acuerdo a las diferentes comidas. Para él todo eso era muy fácil. Le parecía que la mujer estaba un poco asustada y comenzaba a divertirse. El pedido estuvo pronto, y el hombre pudo traer el primer plato. Estaban sobre la mesa unos pequeños animales marinos, rodeados por unas hojas verdes y una salsa espesa (Unas horas antes —diez, doce, catorce— los pequeños animales todavía se movían en su elemento líquido. Habían dado otra vuelta —era un pequeño grupo ágil— pero algo los aprisionó y fueron retirados del agua.) Los hombres hablaban: tendrían que cobrar más, no podían vender en los restaurantes, hoteles, o lo que fueran: les pedían precios elevados a los clientes, y solamente los hervían, y eran ellos los que hacían el trabajo duro. El más joven decía que no podían continuar así, que aquello no les alcanzaba ni para comprar unos pantalones de los más baratos. La mujer no era hábil para quitarle la caparazón a los animalejos. Algunos resbalaban junto a la salsa, y casi salían del plato. El hombre, o ‘"señor”, le decía que lo mirara comer a él, que se mantuviera serena, que tomara el tenedor de tal manera, y el cuchillo de tal otra, y que imitara hasta donde le fuera posible sus movimientos. Que si seguía sus indicaciones podía llegar a ser una bella “personita”. Una de las hojas verdes, de un color verde acuoso, quedó fuera del plato, y la mujer utilizó los dedos para colocarla de nuevo en su sitio. (El hombre, el patrón, le había dicho que así no se regaba, que estropearía o que estaba estropeando las hojas que tenían que ir a uno de los mejores restaurantes, que el agua no debía tocar las hojas, y eme él necesitaba personas expertas y que estaba despedido. Y el empleado le había dicho eme no tenía donde ir, que no había trabajo en ningún lugar. Y el hombre, el patrón, le había respondido que eso a él no le importaba, que a él sólo le importaba que las hojas llegaran a su destino en las mejores condiciones posibles, y que su prestigio dependía de aquellos vegetales, que eran hasta ese momento, los mejores que entraban a la ciudad, que únicamente dos restaurantes, o tal vez tres, podían disponer de un producto de esa calidad. Las hojas, con ese tipo de riego, ya no serían de un verde perfecto y etc. etc. Y que podía irse enseguida, que no quería verlo más. Y el empleado, o ya ex-empleado, había abandonado el trabajo para preparar sus pocas cosas y dejar la “casa”.) El “señor” volvió a estudiar la lista y le preguntó al hombre que los atendía, si el “pastel de hígado” era de buena calidad. La calidad era excelente, como todo lo de la casa. Apareció la pasta de hígado con su aditamento. (Se encontró clavado en el piso de la jaula, y desde ese momento ya no estuvo lúcido. Lo obligaban a beber un líquido que lo mantenía mareado, y que también le estropeaba el hígado, y seguramente se lo inflamaba o se lo hinchaba. ) En los platos, el “señor” y la mujer estaban cortando el hígado enfermo convertido en pasta y condimentado, en pedazos pequeños que metían en la boca. El tercer plato estaba constituido por filetes de lomo con “salsa de la casa”, una salsa especial que la casa mantenía en secreto. (Unos días antes, el animal joven al que pertenecían los trozos de lomo, había sido separado de su madre y de sus congéneres, y sus carreras habían quedado interrumpidas. Y otro animal joven, pero con plumas, fue la parte central del cuarto plato o servicio. Unas hortalizas estaban colocadas a su alrededor. Después de un tiempo de infancia bastante corto, había sido despojado de sus órganos de reproducción y encerrado con otros en una jaula estrecha, donde apenas podían moverse y donde tenían que comer continuamente lo más rápido posible.) El “señor” le dijo al hombre que los atendía, que aquello no estaba como otras veces, lo encontraba flaco y con los muslos con poca carne. ¿Era un animal castrado? El jefe de comedor, o gerente, fue llamado, y le aseguró que el animal había sido desposeído de sus órganos sexuales, pero que se trataba de un ejemplar muy joven. Tomarían el postre preferido por el “señor”. El hombre ya sabía cuál era. Tenía que ser hecho con huevos muy frescos, a ser posible, puestos ese mismo día. (Cuando tuviera unos cuantos huevos —diez, doce o catorce, no sabía contar— se echaría sobre ellos y empollaría y tendría descendientes. Pero todos los días sus huevos eran retirados, y no tenía dónde esconderlos en aquel local súper vigilado. Y no sabía tampoco que sus huevos no eran fértiles, y que aun cuando estuviera echada sobre ellos todo el tiempo necesario, tampoco podría empollar.) El vino especial que requería el postre, fue llevado a las cocinas por el jefe o gerente. (El jovenzuelo trataba de mover los utensilios con rapidez. Aquello tenía que ser hecho de ese modo, sin utilizar ningún aparato mecánico. Eran órdenes del cocinero principal o cocinero-jefe, y había que cumplirlas. Le dolían los brazos y las manos, pero tenía que continuar. Los clientes eran “distinguidos” y había que servirles lo mejor posible. El hombre que atendía la mesa ya había hecho tres viajes a las cocinas. Esperaba que todo aquello terminara y encontrarse en su casa con los pies bien metidos en un tacho con agua tibia.) Una pasta cremosa de color amarillento, servida en copas de metal, fue colocada en la mesa. Era el postre favorito del “señor”. La mujer no lo había comido nunca. El café y algún licor, ios tomarían en otro sitio. La calidad de la mujer no era indudablemente la misma que la de la comida. Como pieza “sexual”, no resultaba muy valiosa. Pero, cuando caminara por el parque, en la oscuridad, algún resto de su empuje juvenil, aparecería. Quería caminar por aquel parque, un parque público al eme hacía mucho tiempo que no iba. Una luna, no muy grande, daba algo de luz, y los árboles hacían sombra sobre el pedregullo blancuzco de los senderos. La mujer hubiera deseado ir enseguida a su casa, pero él no quería perder aquel espec-tácuío que le hacía recordar otros tiempos. Tenía también deseos cíe recitar ateo; un poema. No recordaba ningún poema. Toda una vida en sus negocios; había descuidado eso ele ios poemas. Hasta se oía algún silbido de pájaro. Caminar por esc parque resultaba muy agradable. Le decía a la mujer “que aquel silbido parecía un reclamo de amor, y que el pobre animal tenía que silbar y tal vez no encontraba a su compañera, y que él no necesitaba silbar para tenerla junto a él”. Se ovó un silbido más fuerte. Al pasar junto a un árbol corpulento, aparecieron varios individuos. Se pusieron junto a él y comenzaron a golpearlo. Cayó, pero pudo levantarse. No sabía qué hacer para defenderse. Nadie lo había tocado nunca, nadie se había atrevido. Y lo tocaban, o algo más. Mientras los otros, los atacantes, se movían con agilidad, con sus estómagos tal vez vacíos, o casi vacíos, él tenía que soportar el peso de los alimentos que había ingerido. Otras dos o tres veces fue derribado y le resultaba difícil volver a ponerse de pie. (La lucha exterior quedaba anulada por la lucha interna que se producía dentro de las paredes del estómago.) Cuando llegó al parque todos esos elementos tendrían que haber sido incorporados ya a su persona. No podía indudablemente adivinar, lo que sucedería. (Recibía un golpe, y tal vez un trozo de ave, o de carne, pasaba desde la parte inferior de la cavidad estomacal, a la parte superior, o se colocaba sobre unas hojas de lo que había sido una ensalada, y ya empezaba a no serlo, y unas ex-yemas trataban de salir al exterior y otros pedazos de carne o de alguna hortaliza, daban una vuelta o dos, alrededor de las paredes estomacales. Y las salsas, más ágiles, se metían seguramente por todos los huecos. La cara del hombre, o “señor”, había recibido tal vez, seis, siete, ocho o nueve golpes. Otros cayeron sobre el estómago, y alguno en la parte de atrás.) ¿Eran cuatro, cinco, o seis los asaltantes?, en ningún momento pudo contarles: “que era el Presidente de tal cosa o de tal cosa o de tal otra”; había comenzado a decir, o quizá ni pudo comenzar a decir. Ni sus ropas, ni sus cabellos cortados, ni sus anteojos de la mejor calidad, impresionaron a aquellos individuos. Tampoco se habían mostrado respetuosos con la salsa de fórmula secreta, ni con el cocinero conveniente. (No había además, luz suficiente para poder apreciar el corte del traje, ni la calidad de la tela, ni lo que podía haber costado la corbata, ni el sombrero, ni los zapatos, y menos aún, las prendas que integraban el conjunto de ropa interior. Y tampoco, seguramente, aquellos individuos entendían algo de trajes y de ropas, y estaban también ajenos a la complicada operación que se cumplía en el interior de su estómago. No conocían ni io conocerían, el precio de los productos que se habían necesitado para preparar la comida que había ingerido, ni tampoco estaban informados del tiempo que había necesitado el cocinero, o los cocineros, para preparar esos alimentos en forma adecuada, al nivel del restaurante y al nivel de los dientes que lo frecuentaban.) Recibió otro golpe, el último, abrió la boca y salieron al exterior los trozos —trozos pequeños— de los ex-animales y de las ex-hojas verdes, y etc., etc...ya un tanto transformados que cubrieron la superficie del cantero. Casi no veía. No tenía los anteojos. Le habían quitado los anteojos o se le habían caído. Arrojó tal vez, casi todo lo que comiera. Los anteojos no aparecían. ¿Estarían metidos en aquella masa? Buscó en los alrededores, pero tampoco los encontró. Tendría que haber llamado a la mujer para que le ayudara, pero la mujer había desaparecido. No recordaba el nombre de la mujer, y no podía gritar, por ejemplo ‘mujer’' “mujer'. Veía cada vez menos. No era tan sólo la falta de los anteojos. Ya casi no utilizaba nada más que un solo ojo. El otro se perdía seguramente dentro de los tejidos inflamados. Tendría que moverse con rapidez si quería tomar un vehículo en la avenida próxima, para dirigirse a su casa. Después vería muy poco, o casi nada. Estuvo caminando o moviéndose apoyado en ios pies y también en las manos. Los anteojos no aparecían. (Estaban sobre el césped del cantero, un trozo, o dos, o tres, del animal que unos días antes fuera separado de la madre, y unas hojas que fueron verdes, pero que ya no lo eran, y los restos de unos pequeños animales marinos que. dando sus vueltas dentro del agua, habían sido atrapados en una red, y pedazos de aves y yemas de huevos y vinos especiales, que ya eran otra cosa. Y también estaban sobre el césped del cantero, los elementos que componían la estructura del hombre “importante” y la del hombre “respetable” y la del “señor de las altas esferas”, y la del gran “financista" y etc., etc. Sólo quedaba un hombre vacío o ex-“señor”, que buscaba sus anteojos moviéndose apoyado sobre sus cuatro extremidades y acompañado por unos perros eme comenzaban a comer con voracidad los materiales de la ex-comida de precio elevado. Y los materiales pasaron a los estómagos de los animales para sufrir una nueva transformación. Otros jugos empezarían a actuar sobre los restos alimenticios.) Pudo haberse defendido. No había usado su arma. Recién se daba cuenta de que el arma estaba en el bolsillo de atrás de su pantalón. Cada vez veía menos y no encontraba los anteojos, los anteojos para ver de cerca y de lejos y con los mejores cristales; con los que no había visto ni de cerca ni de lejos. Se habían caído o se los habían quitado, y no les servirían para nada a esos individuos. Su cara se hinchaba, seguramente. Había perdido también, o lo habían despojado del sombrero. El sombrero no era tan importante como los anteojos, a pesar de que era uno de los sombreros más caros que llegaban a la ciudad, y aun uno de los que usaban unas pocas personas “elegantes” en casi todo el mundo. Y le faltaba el abrigo liviano. Podía tener algún hueso de la cara roto. Una de las mandíbulas no funcionaba bien, y además estaba rengo. Tocó su pie y notó que le faltaba un zapato. El hombre "'fuerte” estaba desapareciendo. En muy poco tiempo su estructura general caía. Un hombre “importante” con un solo zapato y un hueso de la cara roto, y con las ropas deshechas y sucias, ya no era un hombre importante. También le dolía el pecho. Colocó la mano en el lugar dolorido y pudo notar que le faltaba la cartera del dinero. (Ya no era en esos momentos, el hombre de las “altas capas” o de los "planos elevados”. Era más bien otro perro moviéndose dentro del grupo de animales. O, tampoco eso. Estaba aún, en una escala inferior a la de aquellos perros hambrientos. De un bípedo muy dueño de sí mismo se había transformado en un cuadrúpedo que marchaba con dificultad, y de una especie no clasificada. Apoyándose sobre las cuatro extremidades se movía por entre los restos de lo que fuera una comida. Iba de un sitio a otro y tal vez molestaba a los animales. ) Los anteojos no aparecían. Pero, ¿buscaba sus anteojos, o trataba de encontrar su personalidad respetable, o su posición de hombre importante, para introducirlas nuevamente dentro de él? Tendría que volver a la casa donde estaba metido el pobre ser enfermo, etc., etc. Era el único lugar posible para él en esos momentos. Muy cerca, en un pequeño lago o fuente, unos animalejos emitían sonidos no del todo armoniosos, indudablemente indiferentes a lo que sucedía en las proximidades. Se oían también los ruidos que hacían los perros para comer, y y otros producidos por el hombre —quejidos, lamentos, y algunas palabras no muy claras— que continuaba moviéndose apoyado en sus cuatro extremidades. Lo poco, o muy poco de los restos, los jugos de la ex-comida, servirían, tal vez, para nutrir las plantas del cantero. |
cuento de L. S. Garini
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