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“Excursión de primavera” o “Las manchas de
salsa” |
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A veces había pensado realizar un ligero viaje de dos a tres días. Al volver de su trabajo deteníase casi siempre ante el escaparate de una agencia de viajes. Soñaba un poco contemplando las fotografías de paisajes agrestes o marinos, con un gran ómnibus en la parte baja de un monte, o sobre una playa extensa frente al mar. Algunos viajeros que descendían de automóviles cargados con valijas llenas de rótulos, mantas y otros implementos, fijaban su atención. Los imaginaba volviendo de lugares pintorescos, exóticos casi, o atravesando carreteras de pavimento reluciente, bordeadas por praderas muy verdes, donde se veían casas de dos pisos con techados de tejas rojas. Creía ver en sus ademanes, en sus voces, cierto aire de satisfacción, y de seguridad, como si llevaran existencias bien realizadas. Volvían a su memoria las palabras de la muchacha que cosía a su lado. “De tu casa a la tienda y de la tienda a tu casa, caminando como lo haces, con los ojos en el suelo, no creo que tu vida cambie, ni encuentres un hombre para casarte, ni nada. Ahora que tienes algún dinero junto y una semana de licencia, ¿por qué no sales? Un pequeño viaje... Por otro lado, eres sola”. Esa noche en su pieza de la pensión, hizo un balance de sus ahorros. Debía dos o tres cuotas de terreno que adquiría a plazos. Que esperasen. Además, después de aquel viaje, tal vez no tendría que ocuparse de terrenos ni de casas económicas. En la tienda donde trabajaba, hacía ya dos meses que le pagaban un pequeño suplemento por cada docena de camisas. Alcanzábale para comprar una valija y un sombrero nuevo. En la tarde del día siguiente hizo reservar un pasaje para una excursión de tres días. Eligió una valija de mediano tamaño, con punteras de cuero. Este detalle del cuero le parecía un toque de distinción. El cuero era, indudablemente, un material que le daba categoría al artefacto. Llevaría dos sombreros: el que tenía en uso y el que comprase. Un vestido oscuro para la noche y una falda con su blusa para la tarde, dos camisas de dormir, tres mudas completas de ropa interior, dos pares de zapatos. Los de tacón más alto, los reservaría para las noches o las tardes, en los hoteles. Cuando completó el equipaje, llevó a la muchacha del taller a su casa. Quería conocer su opinión. Trataron de meter toda la ropa en la valija, pero ésta resultaba estrecha. “Deberías devolverla y comprar una mayor”, le dijo la muchacha. Josefina no tuvo ánimos para hacerlo. Al día siguiente adquirió otra, más pequeña. Allí colocó la ropa interior. Los ahorros ya tocaban a su fin. Pero no importaba. El pasaje estaba asimismo pagado y no tendría más gastos. Un pequeño sombrero de fieltro que admiraba desde varios días atrás, completó el ajuar. Era un bonetillo castaño con dos flores amarillas. Se hallaba satisfecha. Las palabras de su compañera de trabajo, le resultaban casi ciertas. “Creo que lo pasarás bien y que lo que no has conseguido en todos estos años, lo tendrás al volver”. En la agencia habíanle dicho que se requería puntualidad para coordinar las llegadas y las salidas de los distintos lugares. A las 7 tendrían que estar todos los excursionistas en sus sitios. Josefina se movía desde las cuatro. Dio llave a las valijas. Bebió apresuradamente su café. Varias veces se contempló en el pequeño espejo del comedor de la pensión, para retocar una cosa, ya otra. Con paso ágil, a pesar de las dos valijas y la caja del sombrero de fieltro, recorrió el camino hasta la agencia. Fue la única en hacerlo. Los demás excursionistas fueron recogidos en sus domicilios. El conductor hacía sonar la bocina con suavidad. Seguramente, un cierto sentido de la alta calidad de los turistas no le permitía hacerlo de otro modo. Dentro de sus casas, las damas y los caballeros apuraban tranquilamente sus últimos trozos de pan con mermelada o con mantequilla y gustaban sin ningún apremio sus cafés con leche, o sus tazas de té, o de chocolate. Josefina había casi engullido el suyo, para no perder tiempo. Llevaba ya una hora o más sentada muy tiesa en su asiento. En su afán por pasar desapercibida, habíase arrinconado en el fondo del coche. Buscaba siempre los sitios poco iluminados. Su trajecillo de tonalidades pardas y todo su aspecto, hacíanla poco visible. Era Josefina, una mujer de treinta y cinco años, de fisonomía correcta y más bien alta. Sus ojos tenían un mirar tierno y melancólico. Las manos, de dedos largos y finos, eran tal vez, lo más expresivo del conjunto, y un aire de natural finura se desprendía de su persona. Contemplaba con mucha atención los suburbios de la ciudad. El ómnibus marchaba con rapidez. Dejaron los últimos barrios y atravesaron por entre grandes casaquintas con árboles de mucho follaje. Después apareció el campo raso con casas muy esparcidas. Un airecillo templado entraba por una de las ventanillas. La costurera no se cansaba de mirar. Los otros pasajeros dormían. Cruzaron dos o tres pequeños lugares poblados. El conductor los nombró. Veíanse construcciones sencillas donde una mujer ordeñaba una vaca, o un chicuelo corría tras un ternero. Más adelante, un hombre cubierto con un sombrero de paja, guiaba un arado tirado por un caballejo peludo, o, varios muchachos tostados por el sol recogían hortalizas. Los imaginaba felices, gozando de una felicidad perfecta; como ella no había conocido ni conocería seguramente. Al mediodía hicieron alto en un albergue o parador. Estaba lleno de turistas. A Josefina le malsirvieron una comida liviana en un extremo del salón, detrás de unas plantas de adorno. Por la tarde, visitaron tres o cuatro casas de “personajes históricos”, y a causa de las almohadas y del colchón, Josefina estuvo casi toda la noche dando vueltas en la cama. Al amanecer pudo conciliar el sueño. Ya en el camino, el aire de las primeras horas de la mañana la despabiló. Descendieron en un gran parque, con un jardín de plantas exóticas, una fortaleza y un observatorio. Pudo ver entonces que algunas de las mujeres que le parecieron elegantes al comienzo del viaje, no lo eran. Una, tenía gruesos tobillos, con adiposidades, que le restaban armonía a toda la pierna. Otra, una joven rubia, vestida con prendas costosas, era dueña de una gran nariz un tanto rojiza, a pesar del empaste y de los polvos con que la cubría de continuo. Ella, indudablemente, llevaba una ropa inadecuada para el viaje. Aún sus tacones eran demasiado altos. Casi todas usaban zapatos de colores claros. No se detuvieron en el observatorio. Todos los excursionistas querían comer lo antes posible. Así ganarían tiempo. Después del jardín con sus invernaderos y sus cultivos bajo techo, llegaron a la fortaleza. Era una fábrica de construcción reciente. Todo estaba reconstruido o construido de nuevo y en un muro orientado al sur, podían verse hasta siete piedras de la primera muralla. El resto era de cuatro o cinco años atrás. Una caja fuerte que dejaron los primeros conquistadores, fue casi asaltada por el grupo de excursionistas. Josefina no pudo ver nada, y oyó apenas la explicación del guía sobre el mueble. Ya en el jardín de las plantas raras, habíale sucedido algo semejante con las “orquídeas”. Visitaron las murallas fortificadas y los primitivos cañones. Una gallina de plumaje abigarrado tenía su nido dentro de uno de ellos. Empollaba allí plácidamente, unos diez o doce huevos. Una excursionista consideró aquel hecho como una “irreverencia” y dijo “qué podrían pensar los visitantes extranjeros de aquella falta de seriedad”. Intentaron hacer salir de su sitio al ave, pero esta encrespóse, y dio tres o cuatro picotazos amenazadores. Al salir, todos los turistas dejaban su firma en un álbum recordatorio. Josefina fue de las últimas. Vio allí estampados largos renglones con varios nombres y apellidos. Casi todos respondían a “gentes de rango” o “personas distinguidas” o de “postín”. Reconoció algunos por haberlos visto en las crónicas de los periódicos. Ella habíase movido pues, durante casi dos días dentro de aquel pequeño mundo de “gente bien”. No salía de su asombro. ¡Y no lo había notado! En ningún momento tuvo siquiera un ligero indicio de la calidad de aquellos seres. Siempre consideró a esas gentes como ejemplares de buen porte y de aspecto muy diferente al resto del “rebaño”. Si alguien le hubiese dicho que no hacían sus necesidades como los demás; que expelían, por ejemplo, píldoras doradas y aromáticas, o confituras, por las partes traseras, ¿cómo dudarlo? Codearse con ellos, parecióle siempre, imposible. Amedrentada, no puso su nombre en el álbum. Llegaron al albergue, a orillas del mar, la etapa final del viaje, ya de noche. En el centro de un amplio comedor estaba preparada la mesa para la comida. Después de un ligero arreglo todos ocuparon sus asientos. Daban muestra de un fuerte apetito. Para comenzar sirvieron una comida fría, que Josefina no tocó. Desconocía la manera de comerla y procuró no hacer un papel desairado. La sopa dióle oportunidad de lucir su natural finura. El caballero de enfrente la sorbía con gran ruido. Varios pollos con sus respectivos adornos, fueron el tercer plato. Una de las excursionistas, una mujer madura y cargada de joyas, tal vez la que más hablara durante el viaje, dijo que aquella no era una mesa elegante, y que no estaba dispuesta a mal comer tan hermosa ave. Tomó un grueso muslo con los dedos y asegurándolo bien, comenzó a roerlo con entusiasmo. Los demás la imitaron y se elevó entonces, desde la mesa, un sordo rumor, que por momentos cubría el del mar que llegaba por la gran ventana del fondo de la sala. El cuarto servicio era el postre. El camarero apareció con una gran fuente con naranjas. El momento ansiado por la costurera había llegado. Demostraría su distinción natural. Aquellas personas tendrían que notarlo. Latíale el corazón muy aprisa. Cuando estuvo la fruta en su plato, tomó los cubiertos con delicadeza. Tenía para este menester de mondar las naranjas, un estilo casi propio. Muchos años atrás, en la casa de su madre, hospedóse por un tiempo un señor misterioso, que mondaba las naranjas dividiéndolas en cuatro partes y desprendiendo después la piel con suavidad, llevábase los trozos a la boca con mucha desenvoltura. Josefina le observaba atentamente todos los días mientras servía la mesa. Así aprendió a comer la fruta de un modo que ella llamaba “chic”. Después, agregó algunos detalles de su invención. Observaba a los demás comensales. Ninguno comía. Respiró con hondura. Introdujo el tenedor con un suave pinchazo en la pulpa y de un corte certero del cuchillo, la dividió en dos partes casi iguales. La primera mitad fue a su vez dividida. Desprendió la corteza del primer cuarto y se lo llevó a la boca con un movimiento circular. Cerca suyo, un joven robusto chupaba su naranja sin molestarse siquiera en quitarle la piel. Un poco de jugo corríale por la palma de la mano hacia la muñeca. Ella apenas había manchado el fondo del plato al terminar su primera fruta. Pudo ver que nadie había prestado atención a su labor. Su vecina, sentada de soslayo, le volvía casi totalmente la espalda. Comió la segunda naranja oculta tras los gruesos lomos de la dama limítrofe. Cuando hubo llevado a la boca la última porción dejó los cubiertos en el plato, formando líneas paralelas perfectas. Después secóse los labios con un ademán ligero. El aire marino muy fuerte, o, tal vez las bebidas a las que no estaba acostumbrada, le ocasionó dolor de cabeza. Pasó la tarde echada en la cama. No pudo participar en la cabalgata ni tomar el té. Por la noche, ocupó su lugar en la mesa común, como lo hiciera a la hora del almuerzo. Muy discretamente tomó la silla y desplegó la servilleta sobre las rodillas. Estaba pensativa. Todavía no llegaban los otros excursionistas y pudo así observar a sus anchas, el aspecto de la mesa. Una ringla o hilera de panecillos, junto a varios ramilletes de flores diversas, alineábanse en el centro del mantel. Pensó que aquellas diminutas elevaciones de masa cocida, separaban por cierto mucho más que verdaderas montañas o mares de mil leguas, o bosques impenetrables, o aún que el hecho de hablar idiomas diferentes. Ella, se hallaba por cierto, mucho más alejada de sus compañeros de excursión que de un habitante del otro lado de la tierra, o de otro planeta. Un hombrecillo gordo, que desde el primer día se apartara del núcleo de turistas, comía solo en una pequeña mesa. Josefina envidiaba a aquel hombre que con sus largas orejas suplementarias, formadas por la tela blanca de la servilleta, anudada al cuello, muy inclinado sobre el plato, engullía tranquilamente las diversas viandas. Se notaba que vivía con toda libertad en un mundo sin clasificaciones ni impedimentos de ninguna clase. El núcleo de “turistas selectos” la sacó de sus meditaciones. Ocuparon rápidamente sus asientos. Comían con apetito. La costurera hallábase desganada. El tercer plato consistía en un pescado a la “marinera” o guisado. Le sirvieron un trozo de la cola y una partícula de patata. Disponíase a comer la pequeña partícula, cuando sintió en el brazo, un contacto tibio y húmedo. Eran tres manchas de salsa. Una grande, y de bordes desiguales, extendíase por extremo de la manga. La segunda, de forma triangular, veíase sobre un costado y la tercera, a la altura del pecho. La causante del desaguisado, su vecina, continuó hablando y comiendo, como si nada hubiese sucedido. La costurera quedó aturdida al principio. Fue reaccionando poco a poco. Con mucho disimulo tomó un trozo grande de miga y procurando no ser vista, trató de eliminar en lo posible la salsa derramada. Las manchas quedaron allí, tal vez más visibles que en el primer momento. Tuvo intenciones de levantarse de la mesa para limpiarlas, pero no se atrevió. Logró serenarse. Pensaba en todo lo que aquella blusa representaba para ella. El dinero ahorrado para adquirir la tela, una buena seda; las noches en que robara algunas horas al sueño para coserla; la elección de los botones, etc. Todos esos afanes quedaban destruidos en pocos segundos. Y la persona causante del desastre, seguía allí, a su lado, indiferente a todo. Después del postre, la costurera abandonó la mesa y ganó su habitación. Dio la llave a la puerta y se entregó a la tarea de quitar las manchas. Eran rebeldes y con el lavado en la palangana extendiéronse aún más. A la hora del almuerzo del tercer día, Josefina fue ubicada en una mesa junto a la ventana cerca del hombre gordo. La dama de las manchas de salsa, primero y después el resto de los turistas, habíanle solicitado aquel cambio al dueño del “hotel”. Decían que la costurera así como otra mujer modestamente vestida y su niño, no tenían el “toque aristocrático” para alternar con ellos. Se desprendió así de la “escoria”, el grupo selecto. Josefina decíase que debió tomar su pasaje en una excursión más barata, en la que viajaran gentes de su “condición”. Pero, aquello ya estaba hecho. Creía adivinar que el “toque” o “toquecillo aristocrático” consistía en llamar a gritos a los mozos del comedor, tomar casi por asalto los mejores sitios, comer con las manos, verter una que otra porción de salsa, etc., etc. Ella no tenía indudablemente ese “toquecillo”. Su timidez se lo impedía. Terminado el almuerzo iniciaron el regreso. Después de dos horas de viaje, el pesado ómnibus marchaba a buena velocidad. La carretera era ahora más amplia. Seis o siete turistas cantaban a “voz en cuello” y Josefina, en su rincón trataba de hacerse lo más pequeña posible. Por momentos creeríase que iba a incrustarse en el asiento. Hacía calor. Unas nubes grisáceas, de tonalidades oscuras, iban cubriendo el cielo. Al cabo de un rato, oyeron las primeras gotas y comenzó a llover. Oíanse las gotas de agua sobre el techo del vehículo. Los cantantes se adormecían. Fue un gran alivio para la costurera. Pudo así, contemplar el paisaje a su gusto. Al humedecerse la tierra y la vegetación, se desprendían olores pesados y penetrantes. Josefina los aspiraba con fruición. A través de la lluvia contemplaba los colores: verdes de distintas intensidades, castaños, amarillos, etc. Y de vez en cuando las manchas blanquecinas o rosáceas de los árboles florecidos. La lluvia les daba un brillo acuoso. Sería éste, a no dudarlo, el único recuerdo agradable de la excursión. Se hundió un poco más en el asiento y comenzó a hilvanar sueños y más sueños. Como lo hacía siempre, cuando volvía sola por las calles, de regreso del trabajo, o por las noches, en su pieza. El suave murmullo del agua al caer, el zumbido del coche, la serenidad de la tarde, la invadían. Pero, de pronto, pensó en la llegada. Tendría que preparar su café en el hornillo, ventilar la habitación... En la tarde del día siguiente deshizo las valijas. Colocó nuevamente la ropa en el armario. Algunas prendas estaban ajadas y un tanto sucias. Retiró el sombrero de las flores, que no usara en ningún momento. Trataría de venderlo. Tendría que coser ahora muchas camisas para equilibrar los gastos; pagos de cuotas del terreno, y la pensión, etc. Y todo eso, ¿para qué?. Para recorrer más de 600 kilómetros y mondar dos naranjas a la sombra de una mujer corpulenta, y, estropear, además, su única blusa de seda natural. |
cuento de L. S. Garini
Publicado, originalmente, en: Boletín de la Academia Nacional de Letras Tercera época - N° 3 - Enero Junio 1998
Boletín de la Academia Nacional de Letras es una publicación editada por la Academia Nacional de Letras
Link del texto: https://www.gub.uy/ministerio-educacion-cultura/academia-nacional-letras/tercera-epoca-3
Ver, además:
L. S. Garini en Letras Uruguay
Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
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