Equilibrio
cuento de L. S. Garini

                                                                                                                                                                                                                    a Iris Malán de Ricci

He vuelto a traer flores. ¡Qué sensación tan agradable experimenté al entrar en la florería! No atinaba a elegir ningún ramo. Uno de los momentos malos que pasé, fue también éste. Nunca más entraré aquí, me decía. Pero, todo ha terminado. Todo está tranquilo. Algunas pequeñas cosas que haré lo posible por olvidar, y volveremos a nuestra vida de antes.

Joaquinita está sentada al piano. Hace dos días que tiene su piano. Creo que le ha agradado este regalo. He comprado uno de los mejores instrumentos que había en la casa de música.

Mientras ella va sacando con suavidad las notas de una cancioncilla melancólica, yo leo. No, mejor dicho, no leo. Observo a mi mujer y esto me resulta agradable. Todo vuelve a su lugar. Estoy un poco amodorrado; un sopor ligero. Soy casi feliz. Pero, he pasado días muy malos. Creí no sobrevivir a esos días. El mundo había desaparecido bajo mis pies. Sí, caminé en el vacío, todos esos días. Joaquinita no me era fiel. No quise creerlo al principio. Hacía ya un tiempo que llegaban cartas. No las tomé en cuenta. He oído decir que mucha gente es envidiosa.

Sé que los hombres en general desean a Joaquinita. Joaquinita es muy linda y es elegante. Yo me tengo por un hombre feo y creo que siempre he pasado desapercibido. He vivido muchos años solitario; casi desde niño. He tenido muy pocas relaciones, las de mis padres, y alguna otra accidental. Desde que conocí a Joaquinita todo ha cambiado. Hallé un sentido en todas las cosas, aun en las pequeñas. Antes yo me movía sin saber como. O, mejor dicho, daba vueltas inútiles. Joaquinita puso un orden en todas mis cosas, en todos mis actos.

Con el dinero que me dejaron mis padres, podemos vivir muy bien, Joaquinita y yo. El departamento que ocupamos en esta casa tranquila, es muy cómodo. Lo hemos puesto con esmero. Yo mismo he pintado el armario de la cocina y las maderas del cuarto de baño. Lo he hecho con gusto, pensando en Joaquinita.

Entre otras cosas, tengo un sillón tapizado de tela gris-verdosa, para leer. Es agradable sentarse en él con una revista o un libro, ponerse bien cómodo, y oír cantar a Joaquinita. Lo hace muy bien.

Después de las cartas, una vecina, la del piso inferior, me habló una tarde. Pero me lo dijo de una manera muy velada. Fue un rasgo delicado, que me hizo bien. En cambio el peluquero de la planta baja, donde me sirvo, no debió haber utilizado las palabras con que me lo dijo. Creo que fue él quien me aconsejó que espiara y los sorprendiera.

Dos o tres de las cartas decían lo mismo. Sin saber cómo hasta ahora, llegué a hacerlo. Lo repitieron tanto que me obligaron a ello. Ese acto no está dentro de mi modo de ser.

El único sitio donde podía espiar sin ser visto, era la pequeña ventana por la que se retiran los desperdicios y se atiende a algunos proveedores. Me agaché hasta colocar mis ojos a la altura de la cortina. Quedaba una franja angosta. Se veía con claridad. La luz estaba encendida, seguramente. Lo vi. Pensé no mirar más y huir y meterme en algún sitio. Continué mirando. Veía las piernas solamente. La cortina de tela gruesa no me permitía observar el resto del cuerpo.

Supongo que son unas piernas hermosas. Yo no sé como deben ser las piernas de un hombre. Las mías son flacas, muy blancas y sin vello. Creo que en toda mi vida no he visto otras piernas que las mías y las de Joaquinita. Y en las mías no he reparado mucho.

El las tenía muy fuertes y un tanto morenas. Un pelo corto y suave las cubría. Las pantorrillas eran muy gruesas. Joaquinita debe haber admirado esas piernas. Tal vez estuviese cansada de ver siempre mis extremidades.

Volví a sentir deseos de escapar. A pesar de todo, permanecí sin moverme. En ese momento se aproximó aún más a la ventana. Sus piernas estaban casi sobre mi cara. Parecía aquello una provocación.

Lucía unos calzoncillos de tela gastada y me pareció ver un remiendo. Sin embargo, a él le iban bien. Nunca imaginé que una prenda así, tan sin gracia, pudiera caer de ese modo. La tela estaba muy ajustada sobre la piel. Por cierto que no hacían esos pliegues que se producen en los míos.

Apareció Joaquinita. Pude oír su voz, pero no distinguía las palabras. De la calle llegaba un rumor confuso. Oí también cuando se acostaron.

Se produjo el ruido corriente de los muebles, pero esta vez más fuerte, debido puede ser, al peso del hombre. Debe tener 10 o 15 quilos más que yo, a juzgar por las piernas.

No pude aguantar más. Ese ruido me hizo un daño muy grande en alguna parte de mi persona. Estuve a punto de perder el sentido. Ese ruido era algo mío, muy personal. Yo y Joaquinita éramos los únicos con derecho a hacerlo. Ahora, aquel extraño se atrevía.

Me deslicé tambaleándome hasta el ascensor. Apreté mal los botones de contacto seguramente, y fui a dar al último piso. Salí del ascensor y bajé por la escalera.

No me hallaba en condiciones de manejar aquel aparato. Me vi obligado a descansar en algunos pisos. No hallé a nadie, ni en las escaleras, ni en la puerta de salida. A esa hora de la tarde, felizmente, la casa suele estar tranquila. No me habría gustado que me viesen.

Tenía que hacer algo y no se me ocurrió otra cosa que meterme en el café más próximo. No soy persona de esta clase de locales, pero ese día me importaba lo mismo esa clase de local, que un teatro, o un cinematógrafo. Me senté junto a la ventana. No recuerdo qué pedí. Creo que bebí dos o tres tazas de café y varios vasos de agua.

El mozo se hallaba muy próximo y no me quitaba la vista de encima. Dijo algo como  "usted no se siente bien, hace mucho calor, la gente anda mal. Pero todo se arregla. Voy a hacer funcionar el ventilador".

Yo no respondí, no podía hablar. Puso el ventilador casi sobre mi cabeza. Como tengo el pelo muy fino y lacio, el aire del aparato me despeinaba. Debo de haber estado con un aspecto muy raro. El color de mi cara y los ojos revueltos y todavía el pelo caído sobre la frente, tiene que haberme dado un aspecto muy raro.

"Ahora sí", volvió a decir, y se reía.

No podía explicarle lo que me sucedía. Cómo iba a entenderme, que me faltaba el aire, pero dentro de mi, que mi cabeza ya no se sostenía como creo que debe sostenerse una cabeza.

Tendré que salir de la ciudad, pensé. De lo contrario voy a ahogarme. En esos momentos me pareció que no podría respirar. Era ya también una sensación física de falta de aire. Corrí hasta el primer tranvía que se dirigía hacía los alrededores. Llegué hasta el final del recorrido. Caminé un trecho por la carretera y me interné en los prados. Di vueltas en varias direcciones. Creo que hice el camino varias veces.

Recuerdo que estuve bastante tiempo contemplando unas vacas, o lo que me parecieran unas vacas. Qué tranquilos comían estos animales! Llegué a envidiarlos.

Me introduje en unos terrenos bajos, llenos de agua y ensucié los zapatos y los bajos de los pantalones. Caminé en varias direcciones y volví a meterme en los terrenos bajos. Sudaba de una manera rara. La camisa, por la parte de la espalda, sobre todo, se hallaba pegada al cuerpo; y entre las piernas notaba con claridad la caída de las gotas de sudor. La comezón en las partes, se hacía más intensa. Tres o cuatro días atrás ya había sentido esa comezón. Llegué junto a un barranco. Estuve a punto de resbalar. No se veía otra cosa que tierra reseca por todos lados.

El sol ese día, me pareció más grande y más fuerte que el de otros veranos. Sus rayos caían sobre mi cabeza con una fuerza exagerada. Atravesé de nuevo el mismo prado. Después, pensando en esa tarde, me he dado cuenta, de que pasé muchas veces por los mismos lugares. Recuerdo una mata grande de hortalizas. No sé qué era. Entiendo muy poco de estas cosas.

Experimenté entonces una sensación muy rara. Me pareció que iba a seguir viviendo en el aire y que no podría apoyarme más en la tierra.

No puede ser, me dije, tengo que intentar algo. Voy a llorar. Siempre he tenido dificultad para llorar, aun cuando niño. Tal vez mi clase de vida pueda ser la causa.

Cuando hacía los mayores esfuerzos para desahogarme, oí los gritos de un hombre —vaquero, pastor, o lo que fuese— y me dispuse a dejar el lugar. Apareció por detrás de un cerco espinoso y se colocó muy cerca. Me llamó inoportuno y creo que estúpido también. Decía a gritos que, con mi presencia allí, sus animales no bebían a gusto y que me fuera en seguida, pues de lo contrario me sacaría él a patadas. Miré en todas

direcciones y ví un abrevadero a bastante distancia. ¿Qué podía yo haber hecho de malo? Alguno que otro suspiro hondo es lo que más pudo habérseme escapado. Me asombra aún hoy, la actitud de aquel hombre. Parecía ofendido profundamente y que yo lo hubiese insultado. En cuanto a impedir que sus animales bebieran, me pareció algo muy injusto.

Muchas veces he pensado que debo tener un cierto aire apocado o de persona miedosa y que eso entusiasma a la gente para molestarme, o tratarme con dureza.

Cuando me alejaba alcancé a oír todavía, algunas palabras gruesas. Con todo esto me había olvidado orinar. Era ya casi de noche. Me dolía la vejiga. Creo que estaba muy llena. No recuerdo haber tenido la vejiga, así, tan llena, en todos los días de mi vida.

Oriné junto a un muro o cerco y ensucié aun más, mis zapatos y los bajos de mis pantalones. Está de más decir que no poseo ninguna práctica en estos menesteres. Tal vez de chico lo hice al aire libre. Siempre he tenido necesidad de entrar en los retretes. Pero esa tarde no pensaba en los retretes, ni en los cuartos de baño. ¿Por que la parte física de uno no tiene más respeto por la otra, me decía. ¿No sería irónico que hoy no experimentara ningún deseo? ¿Por qué precisamente en estos momentos en que me hallo desesperado, tengo que realizar esta necesidad?. En estos momentos en que llego hasta el fondo de esta pena tan grande, he de ocuparme de mi vejiga.

Debía regresar, ya era de noche. No estoy acostumbrado a andar a estas horas por el campo. Notaba además que algo muy desagradable iba a sucederme, si continuaba solo. Llegué a pensar en los ataques de locura.

Caminé con rapidez hasta la estación terminal de los tranvías. El coche no salía hasta dentro de una media hora. Entré en el café del lugar. Me pareció que me miraban con insistencia. Verán algo raro en mí, pensé. Con todo esto que me sucede debo tener un aspecto muy particular. O ¿habrá acaso alguna señal especial quo distinga a los maridos engañados? Creí oír risitas disimuladas.

Ocupé una mesa en un rincón oscuro y pedí cualquier cosa y una jarra grande de agua. Me trajeron una copa, con un líquido amarillo que ni siquiera probé. Despedía un olor desagradable. Bebí varios vasos de agua. Mi garganta estaba reseca.

Regresé a la ciudad. La gente en el tranvía iba leyendo diarios o conversaba. Me sentía en un mundo extraño. Yo no tenía ninguna relación con aquellas personas.

Creo que mo adormecí, o mejor dicho viajé atontado. En la ciudad volví a dar vueltas sin objeto. Entré y salí varias veces de mi casa. Alrededor de la media noche me acosté. Necesitaba dormir.

Recuerdo que no puse mí ropa en el armario. Esto lo hago desde chico. Doblo con cuidado las prendas interiores y las coloco en una percha. Después en otra, cuelgo los pantalones, bien doblados para que no formen pliegues, después el chaleco, y el saco encima. En el botinero, los zapatos y las medias.

Arrojé todo revuelto en una silla y tal vez alguna prenda en el suelo. Fue por esto desorden que Joaquina se dio cuenta de que algo grave me sucedía.

Dormí mal. Pasé todo el tiempo soñando. Eran sueños con detalles precisos, llenos de barrancos y precipicios, de grietas en la tierra. Eso me sucedía mientras caminaba en el campo; de pronto me hallaba en la calle frente a nuestra casa. Joaquinita había arrojado mis valijas llenas de ropa al medio de la calle. Todas las cosas aparecían revueltas; los pañuelos eran llevados por el viento: había viento. Las medias se enredaban en las ruedas de los automóviles y los pantalones y las corbatas colgaban de los árboles. Aparecieron unas piernas gruesas y muy morenas con cuchillos en el sitio de las uñas, saltando sobre las camisas y las otras prendas. Todo quedaba deshecho al golpe de los cuchillos. Yo corría de un lado a otro, sin conseguir poner orden. Las valijas yacían despanzurradas y una sombrerera de cuero claro, corría por en medio de la calle en dirección al mar.

Imploré la ayuda de los transeúntes. Nadie reparaba en mí. "Estoy solo, estoy solo", creo que gritaba: "necesito que me auxilien". Todos continuaban su marcha con una gran indiferencia. Joaquinita desde el balcón sonreía. Su sonrisa era burlona, muy desagradable. Me puso muy triste.

Me desesperaba por meter las ropas en las valijas. Levanté la vista al cielo; tal vez alguna fuerza superior me ayudase. En ese momento descendió un caballo enorme y sin ojos y nos cubrió a mí y a las ropas, con sus excrementos, una gran torre de excrementos. Semi-asfixiado dentro de esa masa, lancé algunos gritos. Al despertar me hallaba envuelto y ceñido en una sábana. Ya de día pude dormir algo. No tomé mi baño esa mañana. Hice mi equipaje. Joaquinita no estaba en casa. Salió mientras yo dormía, seguramente.

El deber me obliga a dejar esta casa, pensaba; ya no es mi casa. No sé a punto cierto en qué consiste el deber, pero algo en mi interior me dice que no debo quedarme. La actitud de Joaquinita, con ese airo ausente y sin hablarme, indican también que debo irme.

Tendré que ir a un hotel, o buscar una habitación. Aquí estoy de más.

Ahora, al salir, compraré dos o tres periódicos y buscaré un sitio para vivir. Es triste continuar en esta casa. Eso fue, más o menos lo que se me ocurrió esa mañana.

Tenía la cabeza muy pesada, no me hallaba en condiciones de dar más vueltas y hablar con encargados de piezas o con gerentes de hoteles desconocidos. Decidí alojarme en uno en que viví un tiempo antes de casarme. Ahí me conocían y evitaba todos esos trámites que me ponen siempre nervioso.

Conseguí una habitación a la calle; en una interior me hubiera sido imposible permanecer un minuto.

Arrojé casi, mis cosas en un rincón y desabroché los pantalones. La comezón que sintiera días atrás, era en esos momentos, muy intensa. Tal vez el movimiento, el calor, o alguna otra causa. Observé el lugar de la parte afectada junto a la ventana. Vi que estaba cubierto de unos pequeños insectos o lo que fueran; los retiré, desprendiéndolos con las uñas y los aplasté. Pero eran muchos, y de ese modo no concluiría con todos. Fui a la casa de un farmacéutico conocido, de la época de mis padres, y me informé sobre estos animalejos y sus costumbres.

Yo quería afeitarme las partes cubiertas por los animales. Me dijo que no lo hiciera, que no era necesario, que no haría otra cosa que aumentar las molestias. Me dio un polvillo blanco. Al día siguiente desaparecieron. Era otra prueba de la infidelidad de Joaquinita.

Me pareció además, que aquellos animales eran una parte del individuo que me perseguía y se adhería a mi persona, para que yo viera con más claridad todavía, mi desventura y me pusiera más triste aún.

A pesar de todo, a eso de las siete de la tarde aproveché una de sus ausencias y coloqué la otra cajilla —el farmacéutico me había dado dos— en su mesa de noche. Me pareció mejor no dejar ninguna indicación. Ella se daría cuenta por sí misma.

Pero, ¿cómo ha podido llegar a esto?, pensaba. Joaquinita que es tan limpia, ¿como admite a este hombre en su intimidad?, no salgo de mi asombro.

Muchas veces tomaba un segundo baño por la tarde. Lo hago todos los días al levantarme y lo he hecho siempre. Pero tomaba ese baño de la tarde para resultarle más agradable. Cuando pienso en todo esto me pongo más triste aún. Veo a ese hombre en el cuarto de aseo, metiendo sus manos en todo. Supongo que no usará mis cepillos de dientes, ni mi peiné. Sería demasiado. No creo tampoco que Joaquinita se lo permita. No puede llegar a esos extremos.

Permanecí sentado junto a la ventana, en mi pieza del hotel. No podré sobrevivir a este estado de tristeza, me dije.

Serían las diez o las once. Ya no era hora de comer, pero no sentía ningún deseo. Jamás llegué a pensar que pudiera estar tan triste. ¿Soy yo el que está triste?, me preguntaba. ¿No es otro?, y era yo, indudablemente. Hubiera deseado ser otro, sí, en esos momentos. Pero no debe ser fácil salir de uno mismo. Yo no lo conseguí. Lo que sentía, ¿era realmente tristeza o desesperación? ¿O las dos cosas? y, lo que más me afligía, era que no tenía con quien hablar de todo aquello. No voy a decírselo al primero que encuentre en la calle, pensaba. Ni voy a ir a contárselo al portero de nuestra casa, por ejemplo. Hace cuatro años que lo trato y no he podido intimar con él. Lo cierto es que no intimo con nadie. No tengo, en eso estoy seguro, facilidad para hacer relaciones. Mi única confidente ha sido hasta hoy, Joaquinita. Todas mis cuitas eran conocidas por ella, y sentía un placer muy grande en contárselas. Podría matar a Joaquinita, matarme yo, matar al individuo. Creo que en esos momentos el marido ofendido mata a la mujer y al amante, o, a uno de ellos solamente. Matarlos a tiros. Eso no es para mí. Una escopeta de juguete que me regalaron siendo niño, no llegué a usarla. Las pistolas de explosión de mis primos me ponían nervioso y ellos se reían. Darles de puñaladas, menos aún. No sabría tomar ni un puñal ni un cuchillo. No, yo no soy capaz de matar a nadie. Ni siquiera podría causarle a alguien un daño insignificante. Pensó también detener a aquel individuo y pedirle una explicación de sus actos con mi mujer. Pero, ¿qué iba a decirle? ¿Qué palabras usaría? Me d¡ cuenta de que tampoco eso, era posible.

En los días siguientes busqué otras soluciones. No hallé nada. Bebí muchas tazas de café y de té. Comía muy poco o casi nada. No pude comer en el hotel. La vista de las familias felices y de las parejas, me resultaba insoportable y abandoné el comedor desde el primer día. Ocupaba una mesa en el café, en un lugar apartado, o la silla junto a la ventana en mi pieza y me ponía a pensar: ¿no hay acaso otras mujeres por ahí?; mujeres libres. Tenía que ser la mía y en mi casa y utilizar nuestro cuarto de baño, en el que no entramos más que Joaquinita y yo. No se preocupó siquiera ese

individuo, en ir a otro sitio: a una casa de huéspedes, por ejemplo. He leído, ya no sé dónde, pero he leído, que lo corriente es ir a estas casas. ¿Por qué no lo hicieron?

¿Habrá tenido él la idea de ofenderme más profundamente de ese modo, o de burlarse? ¿Me consideran muy poca cosa, un "pobre hombre"?

Que lo piense él, no me importa, no me duele. ¡Pero Joaquinita! Que Joaquinita me tenga a mi por un pobre hombre! Es para desesperar. No tengo ninguna duda ahora, él ha estado riéndose de mi.

Ahora veo con claridad el motivo de ciertas manchas en mis toallas, no ya en la pequeña para las manos, sino también en la grande de baño. Esas manchas grises-castañas, esas manchas son las de una persona que no se lava como es debido.

Mis toallas, al cabo de una semana, se hallan en buen estado de limpieza. Jabono bien mis manos dos veces, y las enjuago utilizando mucha agua, Joaquinita reconoce este mérito mío.

Estoy sentado en el café y la silla me resulta un aparato de tortura, cuando pienso cómo se comporta este hombre dentro de mi casa.

Y, ¡cuando recuerdo mis trabajos de pintura! Puse hasta cuatro manos finas sobre las maderas de la cocina y del cuarto de aseo. Todo tomó el aspecto del esmalte. Con que amor di cada una de aquellas pinceladas!

Una parte de mí mismo quedó allí. Con igual amor y con la misma pintura, cubrí las cañerías y el marco del espejo y las tapas del retrete.

Siempre que entraba en esos sitios, experimentaba un placer muy grande. Tengo la sospecha de que ese individuo no ha reparado en nada de esto; y después los muebles, las cortinas. Yo mismo tomé las medidas para las cortinas y elegí las telas. Los muebles ocuparon muchos de mis días. Quería que cada silla, cada mesita, entonara con el conjunto. Di vueltas y más vueltas por las casas de muebles. A veces, después de caminar algunas cuadras, regresaba a la mueblería. No me parecía acertada la primera elección. Recorría todas las instalaciones nuevamente, y pedía otra cosa.

El color de los pisos me dio algún trabajo, pero quedaron muy bien. Joaquinita me dejaba hacer.

Todas estas cosas tan cuidadas y tan en armonía, son manoseadas por un desconocido y yo tenía que moverme en ese hotel lleno de incomodidades. En muchos momentos volvió la sensación de asfixia o de opresión al pecho. Me sucedían cosas raras, y que a mí, que soy tan cuidadoso de los detalles, jamás pensé que podrían sucederme.

En una de mis idas y venidas, vi sobre la cama mi sombrero completamente abollado. Me costó trabajo reconocerlo. Me hallaba contemplándolo y pensaba que aquel sombrero era una imagen de mí vida. Yo también había sido aplastado.

Apareció la mucama con un cepillo y se puso a darle forma nuevamente. "No quedará mal", dijo "pero usted deberá cuidarse, esto no es de buen augurio, algo malo va a sucederle".

Era el sombrero que usé el día de mi casamiento.

Es un sombrero de calidad muy buena, una de las mejores marcas. No creo que me sirva en lo futuro. Esto del sombrero tenía muy poca importancia.

Pasaban los días y era cada vez más necesario hablar con alguien, relacionarme. ¿No sería conveniente tratar a alguna mujer? Podría tal vez así olvidar un poco a Joaquinita. El mozo del café me indicó ciertos sitios. No tuve mucho que andar. Una mujer gorda me tomó del brazo y me llamó "querido". Quería que pasáramos un rato juntos. "Conozco una casa tranquila", dijo. "Pareces un poco tímido y allí estarás bien".

Entramos en una de esas casas llamadas de huéspedes. Todo se hallaba en penumbras y olía mal. Todavía conservo ese olor en mi nariz.

Se quitó las ropas con rapidez y se echó en la cama. Me pareció bien que no encendiera la luz. Me desnudé y me puse a su lado. "Convendría andar rápido", creo que fueron sus palabras. No dejaba de fumar y, en cierto momento me arrojó el humo a la cara y me hizo toser. Se refirió a mi delicadeza y volvió a decirme que me apresurara. Me di cuenta de que no me sería posible continuar con aquello. Sentía correr el sudor entre mi cuerpo y el de la mujer. Mi nerviosidad era muy grande. Me agitaba y hacia esfuerzos desesperados para conseguir el resultado final. Pero todo resultó inútil. Se me ocurrió evocar la imagen de Joaquinita. Fue peor aún. Sentí deseos de llorar. Es lo que me faltaba, pensé.

"Esto no puede seguir, es demasiado", creo que fueron las palabras de la mujer, y después con mayor claridad: "buena querido, se acabó, ya no doy más" y me empujó hacia un costado, se puso de pie y comenzó a vestirse en silencio.

Al día siguiente tuve tratos con otra mujer y desde el primer momento noté que era más audaz que la primera. No quiso ir directamente a la habitación. Me pidió que la invitara a comer. Entramos en un restaurante muy lleno de gente. Yo prefería un sitio apartado. Ella se empeñó en ocupar una mesa en el centro del local. Estuve a punto de derribar una silla y caer. Tenía la impresión muy precisa de que todos me miraban. Comió mucho, creo que demasiado. Eligió un vino de cierta calidad y después del café, bebió varias copas de un licor dulce.

Tuve que ir a un cinematógrafo con ella. En la habitación no se quitó la ropa interior. Dijo que tenía frió.

Estuvo más distraída aún que la primera. Yo no experimentaba ya ningún deseo. Cuando estuve desnudo, noté que me miraba y que sonreía de una manera particular.

¿Ofreceré un aspecto ridículo?, pensé. Me di cuenta de que no me había quitado mi reloj pulsera. Lo puse sobre mi mesilla cerca del lavabo.

Tampoco esta vez tuve éxito. Aquella mujer no me producía ningún entusiasmo. Hizo algunas alusiones ofensivas a mí virilidad. La habitación me resultaba cada vez más fea. Y volví a pensar en Joaquinita y en nuestro dormitorio, tan alegre y tan bien puesto.

Y distinguí con mucha claridad los muebles y las alfombras y los visillos y el sol sobre el lecho, por las mañanas y los frascos del tocador de Joaquinita, con el brillo de sus cristales y de sus tapones de metal.

La mujer pronunció algunas palabras que no entendí y se levantó. Se puso el vestido y tomó su cartera. "Venga mi dinero" dijo, y le entregué dos billetes. Necesito dos más", agregó. Se los di, y esperé a que se fuera para vestirme. Me daba vergüenza hacerlo ante sus ojos.

En ese momento, el olor de la habitación se hacía insoportable. Creí percibir en ese tufillo, algo inamistoso. Ese olor me ponía triste. A pesar de que usaban perfumes, prevalecía en ellas ese olor especial. Es probable que tomen sus baños, pero qué diferencia con el olor de Joaquinita.

Qué deseos de salir corriendo, tal cual estaba; y ya dentro de mi casa tomar cualquier prenda interior de Joaquinita y meter allí bien hondo, mi nariz! Cuánto ansiaba en esos momentos volver a sentir ese olor!

Cuando terminé de vestirme noté que me faltaba el reloj. Era un regalo de Joaquinita. La tarde del día siguiente, la pasé en el café vecino al hotel. Me hallaba muy cansado. Mis caminatas, los encuentros con las mujeres, habían creado en mi un estado de abatimiento y de somnolencia. Me adormecí tal vez y comencé a pensar en ciertas épocas de mi niñez, en la casa de mis padres, en los juegos.

Si pudiera volver a esos días, llegué a pensar. Que todo esto desapareciera y me hallara de nuevo en aquel tiempo. Y vi muy claros los días del colegio con su aire desagradable. Apareció también muy fresca la sensación de soledad que yo experimentaba muy a menudo y el aspecto hosco de los maestros y de la mayoría de mis compañeros de clase.

En seguida pensé en mi vida junto a Joaquinita y esos recuerdos me resultaron mas feos todavía, y más insoportables.

Tenia una necesidad imperiosa de hallar un refugio, pero me di cuenta que hurgando en esos recuerdos no lo conseguiría. Todos eran recuerdos malos. El de mis primos por ejemplo. Venían a la casa de mis padres. Comentaron a espaciar las visitas. Un día le dijeron a mi madre que se aburrían conmigo, que yo no sabía jugar. Mi juguete preferido consistía en fabricar casas de cartón con cajas viejas y trozos de madera. Les colocaba muebles hechos por mí y pintaba las puertas y las ventanas con lápices de colores o con pinturas al agua. Unos muñecos pequeños que yo mismo vestía, eran los ocupantes de las casas. Después, se realizaban visitas y comidas. Pero mis primos, tanto el varón como la mujer, preferían el juego de los ladrones y los policías, o salir a pasear en bicicleta.

Me sentía muy incómodo sobre esa clase de vehículo. Otro de los entretenimientos de esos años fue el de los enfermos y los médicos. Uno de nosotros hacía de enfermo, el otro de médico. Tampoco este juego era del gusto de mis primos. Siempre andaban corriendo y agitados. Yo era ya muy tranquilo. Una tía afirmaba que yo no era sano.

Alrededor de los 15 años llegué a estar enamorado de mi prima. Le hacía regalos; flores, pequeñas cosas hechas por mí, algún libro. Un día quise arreglarle las uñas para estar más cerca de ella. Se rió y me dijo que yo no le gustaba. Los muchachos fuertes y morenos sí, eran de su agrado. Esto me tuvo apenado un tiempo.

Salí muy tarde del local. Con los recuerdos, el humo del cigarro y el estómago lleno de agua y de café; me hallaba un tanto mareado. Me acosté enseguida. Si no tuviera en mis manos, ahora, la cuenta del hotel, no sabría cuantos días anduve después, dando vueltas, o sentado junto a la vidriera, en mi pieza, hecho un tonto. Estaba volviéndome tonto.

La mucama, el mozo del café, el sereno del hotel, todos creo, que me miraban con extrañeza Si, andaba convertido en una "sombra", y cada vez iba peor.

También pasé muchas horas echado en la cama, con la vista perdida en el techo. A veces no tenía voluntad ni para vestirme. No tomaba mi baño. Estoy seguro de que comenzaba a oler mal.

Una mañana la mucama entró con el desayuno. Reparó que la comida de la noche, estaba sin tocar y me dijo: "Es el asunto del sombrero, señor. Lo que a Ud. le sucede, ya se lo anunció el sombrero aplastado".

Todas las tardes, desde mi llegada al hotel, a la entrada de la noche, había llegado hasta el departamento. No pasaba más allá del pasillo. Oía la voz de Joaquinita y regresaba. Solamente entré, la vez de los polvos insecticidas. Dejé de ir después del encuentro con las mujeres.

Llegó el domingo. La noche había estado llena de ensueños y sobresaltos. Me quedaré solo para siempre, no tendré con quien hablar de las cosas que a mí me interesan, pensé. Sentí que me hundía del todo. Si no realizaba un esfuerzo muy grande, estaría perdido. Experimenté un miedo muy raro. No puedo saber de qué tenía miedo. No era miedo de ninguna cosa determinada.

Serían las once de la mañana y el hotel se hallaba en silencio. Desde la calle subía un rumor suave.

Me vestí lo más rápido que pude y entré en el café. Pedí un aperitivo o algo semejante. Hasta ese momento no había bebido una gota de alcohol. Tenía que hacerlo.

El mozo trajo primeramente un platillo con aceitunas, las últimas aceitunas me las había servido Joaquinita. Fui a tomar una y no pude contener las lágrimas. Algunas cayeron sobre las aceitunas. No pude evitarlo. Miré a donde estaba el mozo y me pareció que reía. No me importa, me dije, que se ría. Si supiera lo que sucede dentro de mí, quien sabe si podría reír. Las lágrimas que no cayeron el primer día de mi desdicha, caían ahora. Me produjeron un alivio muy grande.

Comenzó un desfile de escenas domésticas. Eran las escenas que se producían más o menos a esa hora.

A las doce en punto, o a las doce y cinco minutos, aparecía Joaquinita con los vasos para el aperitivo, un platillo con aceitunas y dos o tres más, con pequeños bocados. Un rayo de sol caía sobre la mesa a esa hora. Las aceitunas tomaban un color especial que me ponía alegre. De este modo alargaba en lo posible aquellos momentos. Yo bebía mí aperitivo a sorbos muy pequeños.

Me sentía muy feliz. Un poco antes de la una, la muchacha ponía la mesa. Siempre un mantel blanco, muy bien planchado cubría la madera; las copas, los platos, los cubiertos, las tazas, todo relucía; nuestra vajilla es una buena vajilla. Servía la sopa Joaquinita y un humillo perfumado se elevaba del plato. ¡Cuánta belleza! Después, el momento de! café, resultaba delicioso. Lo preparaba la misma Joaquinita en la mesa. Yo bebía hasta dos tazas. los jueves y los domingos, agregábamos una copita de licor. Yo una, nada más. Joaquinita dos o tres; a veces cuatro. Ella podía hacerlo. Su cabeza es muy superior a la mía, las resiste bien.

Se hicieron visibles, después, las habitaciones y los muebles a los que me hallo tan acostumbrado. El cuarto de aseo, tan cómodo y tan alegre, las pequeñas carpetas, las cortinillas que hiciera Joaquinita para la ventana, la cisterna silenciosa del retrete. Rodeado por todas esas cosas puedo respirar a mis anchas; y, no oír más a Joaquinita, ni verla; vivir solo en una pieza fea, comer de nuevo en los restaurantes, como cuando era soltero, caminar solitario por las calles no: no podría, me sería imposible. No estoy hecho para eso, lo sé muy bien. Podrán decir que soy flojo, que no tengo un carácter bien templado. No me importa. Yo no soy además un hombre para la calle. No puedo pasar mucho rato yendo de un sitio a otro. No sé estar en un café, ni en ningún otro lugar público. La gente reunida me atemoriza. Siempre me ha atemorizado la gente. El momento de entrar a mi casa es un momento muy agradable, para mí. Allí, resguardado por las paredes y por mis cosas, me hallo a gusto. Experimento una sensación de seguridad y bienestar. Sí, jamás tendré una vida así, tan bien organizada. Si Joaquinita me admite nuevamente, si vuelve a ser la misma de antes, yo no diré una palabra, no la ofenderé siquiera con cosas pasadas.

Comencé a empaquetar mis ropas. Un cierto entusiasmo suave, todavía, empegaba a invadirme. Me hallaba ocupado con las valijas, pero interrumpí mi trabajo. Sentía deseos de observar mi cuerpo con detención. He sido poco curioso en este sentido. Ahora no tengo la menor duda; mi cuerpo no es agradable; está lleno de defectos. A Joaquinita no puede causarle entusiasmo un cuerpo así. Soy demasiado blanco, mis hombros caen sin gracia, y mis rodillas son grandes, en relación con los muslos y las pantorrillas. Mi pecho es feo, un tanto hundido. Tengo una barriga puntiaguda y caída. Los brazos son delgados y las manos parecen muy grandes en los extremos.

Se me ocurrió dar unos saltos. Lo que vi en el espejo me llenó de vergüenza y me puse las ropas en seguida. Tal vez comience a practicar algún juego al aire libre, y este verano voy a tomar baños de sol. Tengo que tostar mi piel. Joaquinita será la primera en asombrarse de mi transformación.

No, yo no podía gustarle a Joaquinita, ni a ninguna otra mujer. Y no es la parte física tan solo la que debo reformar. Tendré que mejorar mi conversación. De vez en cuando inventaré alguna cosa que haga reír a Joaquinita. Hasta ahora no se me ocurrió que esto puede ser muy importante.

Hablar siempre de lo mismo ha de resultar abrumador al cabo de unos años. Cierta variedad en los temas no viene mal. Yo no salía de cuatro o cinco asuntos: el arreglo de la casa; las comidas, el estado del tiempo; y tengo que haber resultado muy pesado.

Decidí volver a mi casa esa misma tarde. Dejé las valijas para un segundo viaje. Quería estar seguro de la desaparición del intruso.

Los pasillos se hallaban oscuros a esa hora y no se veía a nadie, igual que la tarde de mi salida. No se oía ninguna voz. El silencio era perfecto. No recuerdo otro lugar tan silencioso, como el departamento aquella tarde. Después he pensado que las tumbas han de tener un silencio semejante.

Con gran rapidez para no arrepentirme, metí la llave en la cerradura y entré de golpe. Joaquinita estaba sentada en mi sillón. Inclinada hacia adelante, tenía la actitud de una persona con el estómago revuelto y que se dispone a vomitar. Me alarmé. Ella apenas levantó la cabeza. La saludé lo mejor que pude. No sabía qué decirle. Di unas vueltas por toda la casa y me detuve un momento en cada uno de los sitios queridos. Permanecí un rato apoyado en el marco de la puerta del cuarto de aseo y desde allí le dirigí la palabra; la penumbra del ambiente me volvía audaz y la invité para ir al cinematógrafo esa noche.

La tristeza de Joaquinita era muy profunda, tal vez era superior a la mía de los primeros días. Haría lo posible para distraerla.

Volví al hotel y traje mis cosas. Al día siguiente las acomodaría en los armarios. Compré un pastel, unas empanadas de carne, frutas, queso, dos botellas de vino y abrí una lata grande de pescado en conserva. Tuve que salir de nuevo a causa del pan. Encontré algunos en la despensa, ya muy duros, tal vez de tres o cuatro días.

Hicimos una comida improvisada. Yo tenía apetito. Joaquinita, apenas comió. Preparé el café. Mientras lo tomaba, pude mirarla. Su palidez era muy visible. Los ojos habían perdido el brillo habitual y no se fijaban en ninguna parte. Llevaba un vestido muy arrugado. Esto era raro en ella, siempre tan cuidadosa de su presencia. No le había dado esmalte a las uñas y en sus zapatos me pareció ver restos de polvo.

Un aire de sufrimiento se desprendía de su persona. Le insinué con mucha suavidad que cambiara de vestido. Lo hizo y fuimos al cinematógrafo.

En cierto momento, uno de los actores resbalaba y caían las copas, las botellas, y una torta, encima de una mujer gorda, Joaquinita rió. Fue una risa apenas acusada, pero para mí, aquella risa representaba mucho. Era el primer indicio de que la tristeza desaparecía. Volvimos a nuestra casa. Caminábamos despacio. Yo procuraba alargar aquellos momentos. Era la primera vez, en mucho tiempo, para mí al menos, que íbamos a entrar junios en nuestro hogar.

Me había quitado ya la ropa y me disponía a acostarme, cuando Joaquinita me miró con fijeza la muñeca derecha y me hizo notar que no llevaba el reloj.

Por fin hablaba. La emoción casi me impedía responderle. Le contesté cualquier cosa, no recuerdo qué. Por la mañana era yo otro hombre. Mi cabeza empezó a trabajar con gran actividad. Se sucedieron varios proyectos de reforma en el apartamento. Tendría, además, que hacerle un obsequio valioso a Joaquinita. Reconozco, aun cuando me duela mucho pensarlo, que todo esto ha sido una válvula de escape para ella. Lo necesitaba tal vez. Un hombre como yo, siempre a su lado. Hay una diferencia en nuestras vidas. Lo veo con claridad. Es una diferencia muy grande. Joaquinita llena mi vida por completo. En cambio, yo creo estar muy lejos de satisfacer todas sus aspiraciones. Lo quedan muchas horas libres durante el día y piensa mucho. Lo he notado. Debe ser una mujer con mucha imaginación. Hay que llenar esas horas, hay que buscar algo para que se entusiasme, me dije: hay que espantar los malos pensamientos.

Y fue entonces que se me ocurrió lo del piano. No me cabe la menor duda; esa mañana mi cabeza trabajaba tal vez como nunca.

Corría casi hasta la casa de música y compre el mejor instrumento que tenían.

Con este regalo, le daba a entender, además, que lo olvidaba todo. Sé que no llegará a actuar en conciertos, que no será una pianista notable, pero no importa. Este instrumento llenará las horas que yo no pueda llenar.

De la casa de música me encaminé a una tienda. Lo que necesitaba antes que ninguna otra cosa, eran unos calzoncillos novedosos. Los que usara hasta entonces, no me gustaban ya.

El empleado que me atendió, se mostró muy amable. Me aconsejó unos de hilo y seda, modernos. Los probé allí mismo. Y lo curioso es que eran muy semejantes a los del intruso.

—"Los que usted lleva, me dijo, a pesar de ser de muy buena calidad, lo van muy largos y muy amplios y le dan un aire anticuado. Ahora, con estos, aparecerá usted muy seductor". Sé que no es cierto lo que dice, pero esa mentira me alegra, y pienso que Joaquinita tendrá dos sorpresas seguidas: la primera, por la tarde, cuando reciba el piano, y la segunda, por la noche, al ver mis calzoncillos nuevos. Tengo que resultarle agradable a Joaquinita. Haré esfuerzos para conseguirlo.

Todo ha vuelto a ser como antes. Hay momentos en que parece que nada hubiese sucedido. Un recuerdo tan sólo, no quiere desaparecer: es la imagen de las piernas de ese hombre. No debí espiar. Fue una ocurrencia desgraciada. No, no debí hacerlo.

¿Qué hace este hombre agachado ahí?, me dije. No tendrá la misma manía que yo. Se hallaba junto a un cubo de desperdicios, ¿Buscaba algo? No, no era posible. Su aspecto, sus ropas, no correspondían a los de una persona que se ocupara de esas faenas, pensé que fuera un inspector de limpieza.

Lo observé con más atención y pude ver que espiaba por la pequeña ventana que se usa en estas casas para retirar las basuras y atender a algunos proveedores. Permanecí arrimado a la pared. Al cabo de unos minutos se incorporó y pude ver que era mi vecino del piso superior. Dio unos pasos en la dirección de la caja del ascensor. Caminaba tambaleándose. Estuve a punto de ayudarlo a tomar el aparato. Pero, si lo hacía, dejaba de observar. Subió hasta el último piso. Aproveché esos instantes para bajar la escalera y apostarme en la puerta de entrada. El también utilizó las escaleras. Apareció con un aire muy particular de enfermo, sudoroso y con los ojos raros. Lo seguí y entré detrás de él en el café cercano. Se tumbó en una silla y le trajeron un vaso grande de agua. ¿Qué había visto en su domicilio, para hallarse en ese estado?

Tendría que volver a la casa de departamentos y observar. Pero ¿y si perdía a este primer personaje? Era necesario arriesgarse. Todo hacía pensar que se hallaba agotado y que no se movería de allí en un buen rato.

Volví a la casa. Me veía obligado a volver, si quería realizar mis observaciones con cierto orden. No hubiese podido decirle al mozo del café que detuviera a aquel hombre hasta mi regreso. Debo trabajar solo; esa es una de las dificultades de mi trabajo. No lo hago en un laboratorio, acompañado por una cuadrilla de ayudantes.

Volví a la casa y me puse a espiar en el mismo sitio. Sé muy bien que esto de espiar a los semejantes, es una costumbre fea; por lo menos, la gente así lo considera. Pero a mi no me importa. Es en mí una pasión verdadera. No creo que un biólogo, o un naturalista, pongan mayor entusiasmo en sus investigaciones, que yo en las mías. Y, además, mis observaciones son tan puras como las de ellos. Carecen de los elementos que podrían afearlas; la mala intención, el afán de traer y llevar chismes.

Ellos van detrás de los microbios, o de las plantas, o de los animales; yo voy detrás de las personas. Me aburriría con los animales o con las plantas. Los gatos y los perros, por ejemplo, me resultan insoportables; y los pájaros más aún.

Adopté la misma posición de mi vecino. Una cortinilla de tejido espeso, seguramente me permitía ver tan solo una parte de la habitación. Oí unas voces apagadas y después pude ver las piernas de un hombre que se calzaba los zapatos. Los zapatos estaban muy usados y su color era indefinido. Los pantalones eran también de color indefinido, y muy arrugados, me pareció ver algunas hilachas en la parte baja. Esto último creo que es una observación muy poco interesante, o de poco valor. Pero, me he propuesto ser lo más objetivo posible y lo anoto. Después el hombre, o lo que yo veía del hombre, se dirigió hacia la puerta de salida.

Cambié mi posición y pude ver una mano sobre el cierre de la puerta, por la que al ser abierta, el hombre saldría seguramente.

Corrí y bajé las escaleras. No quería ser visto y deseaba además llegar al café lo antes posible, para no perder los movimientos del marido. Se hallaba en el mismo sitio, pero muy despeinado. Le habían colocado casi encima de la cabeza, un ventilador. Él permanecía allí, con aire ausente. Pude observarle con toda comodidad. Este hombrecillo, me conviene, pensé. Por su exterior es un ser vulgar. Hasta ahora no han sido útiles para mis observaciones, los ejemplares raros por fuera. Ropas en desorden, o sucias, corbatas al aire, sombreros de alas amplias, cabelleras demasiado largas y tal vez llenas de caspa, uñas descuidadas, zapatos gastados y de tacones torcidos, camisas de colores llamativos, me han hecho caer sobre personas con muy pocos materiales aprovechables y ya estoy un tanto escamado. Este, en cambio, era interesante. Sufría. Eso podía verse con facilidad. Un mal observador lo hubiese visto. Su camisa y su cuello no podían estar más limpios ni mejor planchados. El traje, de tela muy buena, lucía el corte que realizaban los maestros de ese arte, únicamente. Era de un color gris de tonalidad apagada. Los zapatos estaban relucientes. Puedo afirmar que la corbata era incolora; una prenda para un hombre que desea pasar desapercibido. Llevaba el sombrero en la mano. Creo que ya he dicho que hacia calor ese día. El sombrero era gris asimismo; de un gris oscuro, que entonaba con el traje y con el resto de las prendas. Algún entendido en "arte suntuaria" le llamaría a este conjunto: "elegancia discreta". Yo agregaría: extremadamente discreta.

Su ficha personal podría haber sido, mas o menos, la siguiente: un metro setenta y tres centímetros, o setenta y cuatro, o setenta y cinco de estatura; sesenta y nueve, setenta o setenta y un kilogramos de peso. Eso no se puede calcular con mucha justeza. No eran tal vez las medidas exactas, no podía acercarme a su mesa, pedirle que se pusiera de pie y tomar las medidas de su cintura, y de su espalda, su altura, etc., y después llevarlo hasta una casa de comercio y pesarlo en una máquina. Solamente habría conseguido asustarlo aún más y empeorar su estado ya muy malo. Además mis observaciones ya no hubiesen sido buenas, y hasta podrían estropearse con ese procedimiento. Tenía que observar sin ser visto.

El cutis es blanco-pálido. Va bien afeitado. Peina cabellos castaño claro, lacio y no muy abundante. En ese momento se halla revuelto a causa del ventilador, pero se percibe una raya al costado. Los ojos son pequeños y de color indefinido: unos ojos que podrían llamarse de tipo "asiático", siempre que exista ese tipo de ojos. La nariz correcta, tan correcta que resulta difícil de recordar. La boca de tamaño mediano, de labios finos. El mentón, poco acusado. La frente alta, lisa; las manos y los pies, poco carnosos, alargados. Los tobillos son finos. El pie se mantiene suelto dentro del zapato. El cuero no desborda sobre la suela, como sucede con los pies gordos. Puse toda mi atención sobre sus manos; unos dedos largos y huesudos, recubiertos por una piel fina y bien ajustada, se movían nerviosos junto a la taza. Las uñas grandes y encanutadas, las lleva muy limpias. El reborde sobre las yemas, aparece blanco y con una curva muy bien hecha. Sin embargo son unas manos que no deben gustar a la mayoría de las mujeres; sobre todo cuando se deslizan sobre la piel del cuerpo. Tienen que ser frías y secas, seguramente.

Me había abstraído en la contemplación do las manos a tal extremo, que no le vi dejar la mesa. Se dirigía a la puerta de salida con un aire muy particular; ese aire que adoptan algunas personas cuando van a realizar algo definitivo.

Salió del café. Caminaba con dificultad. Recorrimos dos, o creo que tres cuadras. Se detuvo casi en la mitad de la calle y subió de nuevo a la acera. Desde un automóvil le gritaron algunas palabras. Llegó un tranvía y lo tomó. Yo hice lo mismo. No viajaba nadie. Cambié varias veces de asiento para observarlo mejor. El aire de desesperación persistía en su cara. Por momentos la piel adquiría una palidez muy grande. Pensé que terminaría desmayándose. Pero, resultaba más fuerte de lo que me pareciera al principio.

Atravesamos la ciudad y salimos al campo por una carretera amplia. La edificación era en esos sitios, muy espaciada y abundaban los jardines. Llegábamos al final del recorrido. Descendí del tranvía detrás de él. Dio un traspié y comenzó a caminar en zig zag. Me hallaba en un momento de duda. ¿Debo seguirlo, o no? me pregunté. Caminará un poco seguramente y regresará. Lo esperaré en ese café de ahí enfrente, me dije.

Podría haberlo detenido y hacerle algunas preguntas, ¿Se siente Ud. engañado? ¿Está muy triste? ¿Piensa matar a su mujer? ¿Piensa asimismo matar al amante? o ¿Se irá lejos, a un país desconocido a esconder su pena, y abandonará todo? o, ¿Piensa matarse usted solamente? ¿Tomará un veneno?, o ¿se pegará un tiro?

No podía hacerle semejantes preguntas. Soy un observador frío, objetivo sí se quiere. y de ese modo entraría en un terreno que no me corresponde. Perdería mis cualidades verdaderas de observador objetivo. No debía seguir sus pasos, ahora, por el campo. El terreno era muy abierto y podía verme. Me estaba prohibido conocer los límites de su desdicha, y la hondura de su sufrimiento. Todo su aspecto denotaba un sufrimiento de primera clase, podríamos decir. No tengo además, ni existen creo, aparatos para medir la hondura y la calidad del sufrimiento o de la desdicha. Como se comporta el corazón, de qué modo llega la sangre a la cabeza y en qué cantidad y cómo circula por las celdillas del cerebro y qué ideas salen de allí en esos momentos. Nada de eso lograría saber, y es lo que más me hubiera interesado.

¿Qué conseguiría pues, siguiendo sus pasos? Decidí esperar su regreso, sentado en el café, junto a la ventana. Además, ¿qué preguntas podría hacerle yo, a un hombre en ese estado de ánimo? No me tengo por una persona de sentimientos delicados, pero el aspecto de aquel individuo era lamentable. No he visto jamás a nadie con un aire tal de desesperación. Desde la puerta del café lo vi alejarse. Sus pasos, eran más vacilantes que los de un borracho. Mejor, dicho, eran diferentes. A veces se detenía. Pensé que tal vez volviese. Pero, después, continuaba su marcha. Dejó la carretera, y se internó en los campos. Tendría que regresar. No iba a permanecer toda la noche a la intemperie y el lugar obligado para su regreso era aquel. Únicamente en el caso de matarse, no lo haría. Pero esto no resultaba posible. El aspecto de ese hombre era más bien el de los que buscan una salida a sus males por otros lados.

Bebí varias tazas de té y muchos vasos de agua con jugo de limón. Son mis dos bebidas preferidas. Me ayudan a pensar. Podía haber realizado otras observaciones en aquel sitio, pero estaba lleno de gente bullanguera, sin ningún interés. Me hallaba impaciente. La tarde iba llegando a su término; dentro de media hora a lo sumo, sería de noche.

Salía a la carretera; ya lo había hecho seis o siete veces. Lo reconocí a la distancia. Volvía con un aspecto más lastimoso aún que el de la ida. Caminaba con dificultad, casi arrastrando los pies. Cuando ya se acercaba, se arrimó a un grupo de arbustos muv espesos. ¿Qué hará ahora? me pregunta- ¿Irá a matarse ahí dentro, casi ante mi vista? Se puso a orinar. A pesar de su aspecto, de su estado, de la tristeza y del adulterio, se ve obligado a orinar. Ni la desesperación, ni la pena, ni nada, pueden impedir que esto suceda. Esa vejiga llena es más fuerte que todo.

Lo hace mal. Salpica sus zapatos y los bajos de los pantalones. Se ve que no tiene el hábito de realizar este menester al aire libre. Es, no cabe ninguna duda, un hombre de lugares cerrados, lo que algunos llaman "un hombre de gabinete". Entró en el café muy aturdido. Sentado en un rincón, estuvo bebiendo, uno detrás de otro, varios vasos de agua. Su mirada me resultaba más rara que la de un animal acorralado, por ejemplo.

Tomamos el tranvía de regreso, ya de noche. El tranvía, se llenó con rapidez. Eran personas ruidosas y que se movían con maneras bruscas. Todos parecían alegres. ¡Qué indiferencia la de esta gente! Aun cuando conocieran el estado de ánimo en el que se hallaba este hombre, creo que continuarían en sus asientos, ajenos a lo que le sucede. Si viajara en un país extraño, con una pierna o un brazo rotos, despertaría tal vez

algunas simpatías. Aquí va solo, aislado, con su pena que nadie comparte. Le molestan; los que suben o los que bajan le rozan, se le echan encima. Ya por dos veces, le han hecho caer el sombrero al suelo, y una mujer con un niño, que viajan en el mismo asiento, le fastidian continuamente. El chico pone los pies sobre su pantalón, o le da pequeñas patadas en las piernas. Ni siquiera es un viaje tranquilo.

Tendría que haber llevado un cartel pecado a la espalda, o un letrero que dijera, por ejemplo: "Hombre apenado, no molestar" o, "Este señor sufre una pena muy grande" o, "Este hombre sufre un gran desequilibrio, o un desorden interno", etc. Pero eso no era posible, y el hombre se movía desamparado, o sin protecciones exteriores. Ha salido de sus costumbres. El no se hallaba dispuesto a dejar su casa y su mujer, sus muebles, el ambiente en el que se mueve desde hace varios años. Pero ciertas circunstancias especiales, —un hombre que va por la calle sin rumbo y ve a una mujer y se entienden, a ella le agrada, él necesita dinero, o quiere divertirse— y esto caballero de costumbres ordenadas, tiene que cambiarlo todo en pocos instantes. No creo que el animal que se ve obligado a abandonar su cueva o su guarida, a causa de una lluvia muy fuerte, o de un incendio, se halle tan extraviado como este hombre. Es probable que el animal no necesite mucho tiempo para reponerse. Está formado de un modo más elástico que el de este hombre y, a veces, unas cuantas horas le son suficientes para procurarse una vivienda nueva, tal vez más confortable que la que ha perdido. En cambio, este caballero anda extraviado v sin ninguna orientación.

El día siguiente mis tareas de la mañana no me permitieron realizar observaciones. Cuando volví al departamento en las primeras horas de la tarde, no pude ver nada. Me ubiqué en el mismo sitio junto a la pequeña ventana. Oí risas y algunas palabras solamente, o, el ruido de las palabras. Dos o tres días después, encontré al marido en el pasillo. Se movía, o se deslizaba, mejor dicho. Lo seguí después por la calle. Se metió en un hotel de la parte céntrica de la ciudad. En los días siguientes pude verle sentado, junto a la ventana de su pieza, inmóvil.

Transcurrieron seis o siete días más. No sé si hizo alguna salida. Pensé que ya no realizaría observaciones tan buenas como las primeras. Este hombre estaba transformándose en un muñeco, o algo semejante. En la mañana del décimo o del onceno día, lo vi salir y entrar en el café próximo al hotel.

Anoté lo siguiente: su aspecto es desaseado. Se ve que ya no toma su baño ni cambia sus ropas. Era un hombre limpio, sin embargo. Puedo agregar que muy limpio; un hombre que se baña una y hasta dos veces en el día. Su camisa, su cuello, sus pañuelos, relucían. ¿En qué momento partió desde su cabeza, la orden de no tomar más baños, de abandonar el cuidado de su cuerpo? ¿Qué modificaciones se operaron en el sitio desde donde partió esa orden? Creo que es difícil saberlo, aun cuando le interrogase y él me respondiera.

Le trajeron una sopa —no supe con qué estaba hecha— y ni la probó siquiera. Si este hombre no come hoy, me dije, se debilitará y tendrá que guardar cama. Mis observaciones quedarán interrumpidas o terminadas. Comió de muy mala gana unos trozos de jamón cocido y unas tajadas de pan. Una costilla y su correspondiente aderezo, no fueron tocados. Felizmente, después se animó un tanto y comió dos manzanas y un poco de queso. Ya no enfermaría. Con eso podía seguir viviendo. Si es que aquello era vivir. Se veía con claridad que lo faltaba lo principal: el aire propicio de su casa.

Este hombre, hallaba tal vez allí una segunda piel, más resistente que la suya. Su piel tiene que ser débil, sumamente delicada, hecha con tejidos demasiado sensibles al roce exterior.

En la casa, o en el hogar mejor dicho, encuentra esos elementos tan necesarios para él. Las paredes, el piso, el techo, la comida agradable, su mujer, los olores domésticos, los muebles, la manera de caer la luz y el sol sobre las cosas, las alfombras, los ruidos habituales, es probable que formen las diversas capas de esa otra piel tan necesaria o imprescindible. Cuando la pierde, debe experimentar una sensación de desamparo muy grande. Sufre con intensidad y, a pesar de todo, tiene más resistencia a la desdicha de lo que yo imaginé al principio. Al dejar el café vi que la barriguilla del primer día había desaparecido. El chaleco caía, ahora, con una línea vertical casi perfecta. Tal vez el comer muy poco y el estar de continuo pensando las mismas cosas, eran las que ocasionaban la desaparición de la curva del vientre. Se le veía más esbelto y las piernas no parecían tan delgadas.

A pesar de mi empeño no conseguí ver al amante. Permanecí bastante tiempo en los pasillos y a veces en la puerta general. Resultaba un ser misterioso. ¿A qué hora entraba? ¿Cuándo salía?

Una tarde, ya casi de noche, casi tropecé con un hombre al entrar en el edificio. Era un hombre joven, alto y me pareció fuerte. Pude ver que iba vestido con ropas bastante usadas. Pude ver también una camisa rojiza, o casi roja.

Cuando me disponía a seguirlo, ya había subido a un vehículo en la esquina. Podía ser el amante, pero también podía no serlo. Parecía que ese aspecto desordenado y cierta falta de limpieza, resultaran de una rara atracción para algunas mujeres. Un aire particular de virilidad se desprende de ese conjunto. Tal vez, muchas mujeres no conciben una virilidad perfecta, sin cierto desaseo, ¿Hasta dónde puede influir ese olorcillo, mezcla de sudor acumulado, y secreciones de algunas glándulas, como elemento de atracción sexual sobre la mujer?

Un hombre muy bañado, con sus ropas demasiado limpias, y que usa algún perfume ¿pierde sus atributos virils? ¿resulta poco hombre? ¿se transforma en un ser de mala calidad para las tenidas amorosas? Aquí, el amante v el marido, representaban a esos dos modelos con bastante justeza. Además, cierto desorden en las ropas, prendas de colores diferentes, y que a causa del uso se ajustan al cuerpo, ¿pueden darle a una persona un atractivo que no tiene el hombre vestido con esmero? ¿Todas esas cosas, crean una atmósfera propicia a esta clase de relaciones?

Algunos ensayistas sostienen que, en el mundo de los pájaros, la hembra prefiere al macho más vistoso, de plumaje más brillante. Tengo la impresión de que esta

mujer ha hecho algo semejante. El individuo que la visita, no cabe duda, tiene colores más brillantes que los del marido. No es que vaya cubierto con plumas de colores; es una manera de decir. Se trataría en este caso, de cierta calidad del cabello, de algo particular en la piel, de la forma y del color de los ojos, de la estructura del tronco y de la espalda, de las piernas. En fin, un ejemplar que se destaca en el conjunto. Esas cualidades que lo distinguen, ¿serán acaso, las que atraen a esta mujer? No creo que estuviera influenciada por los pájaros. Tendría que haberlos observado, y esas observaciones son difíciles de realizar y llevan mucho tiempo. ¡Es posible que se trate, tan solo, de cierto instinto común a los animales y a las personas. Ella ha elegido al pájaro más brillante, pero por un tiempo nada más. Después volverá al otro, que a pesar de su color apagado y sin gracia, es el más seguro y el que ha de procurar el

sustento hasta el fin de los días.

Mis anotaciones iban a terminar. Por dos o tres veces vi a mi observado salir de su departamento, ¿Habría llegado a un acuerdo con su mujer? Lo supe muy pronto. A los dos días de mi última observación, trajeron un piano. Me hallaba en la puerta general, cuando se disponían a entrarlo. Intenté ver la marca, pero no lo conseguí. Estuve a punto de ser apretado contra la pared de la escalera; no estoy seguro, pero creo que los cargadores no repararon en mí. Esa torpeza es muy corriente en ellos. Por cierto que no tienen ninguna semejanza con mi vecino del piso superior.

Intenté ubicarme en un buen sitio para observar mejor y uno de los hombres que cargaba el piano me empujó. Creo que resbalé y caí. Nadie me atendió. Cuando pude levantarme, noté que no conseguía afirmar un pie. Sentía un dolor muy fuerte en el tobillo. Casi arrastrándome, llegué hasta mi dormitorio.

Por la noche, en la cama, en un momento en que no me dolía el tobillo, pude anotar lo siguiente: Tal vez, hace ya quinientos o seiscientos años, estaban formándose los elementos que irían a integrar el carácter de este hombre: leyes misteriosas que, vaya uno a saberlo, a qué fines responden. Y heredó las cualidades de algunos de sus antepasados, solamente, los más indecisos y los apocados. Los fuertes, los emprendedores, los audaces, no se preocuparon en dotarlo.

No he podido anotar, tal vez lo más interesante, lo de mayor valor, lo único valioso. Ya he dicho que carezco de los instrumentos o utensilios necesarios para realizar esta tarea en forma debida.

Después de unos días, tres o cuatro, cuando pude caminar, volví al departamento de mis vecinos, la cortina de la pequeña ventana estaba totalmente corrida, y no se veía el interior. Pude oír unos sonidos que alguien producía en un piano. Era la mujer seguramente que ejecutaba, o trataba de ejecutar algo, en el instrumento. Esperé algún tiempo y no conseguí otra cosa que los sonidos.

Decidí volver a mi domicilio: el tobillo volvía a dolerme. Mis observaciones han resultado incompletas. El personaje aparece un tanto borroso o inacabado. He agregado algunas consideraciones, ocurrencias, o lo que sean. He perdido tal vez mi posición de observador frío, impasible.

Tendría que haber eliminado esas ocurrencias, o dejarlas para que alguien pueda, tal vez, utilizarlas.

cuento de L. S. Garini
Equilibrio y otros desequilibrios
Ediciones Géminis - Colección narradores de hoy 
Montevideo - junio 1979

Ver, además:

                      L. S. Garini en Letras Uruguay                                              

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