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Uno más |
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Espero
en el bar luego de pedir un café. Atmósfera tranquila guardando respeto
al señor de seria mirada tras una registradora arcana. Sentado entre
grises amarronadas paredes veo desde la segunda ventana de calle Río
Negro. Sonrío al pensamiento deslizando los ojos en las piernas de una
secretaria dedicando andares de una quimera que engaña a la mente
aburrida. Horacio, mi jefe, el tipo que me había
llamado por teléfono sin que lo percibiera se sienta a mi mesa dando
espaldas a la puerta que da sobre calle Canelones. Lo miro extrañado.
Hizo seña al mozo y sin saludar comenzó… – Esta es tu nota pibe, tú
historia, tu prueba. Tu relato viejo. - Para.
Ponte un freno. ¿De qué me hablas Horacio? Horacio abre sus brazos fastidiado; los deja
caer aletargadamente para seguir explicando
– No querías una nota. Bueno, tu primer informe para la revista
es el bar viejo. La bohemia. Por fin los muy cabrones se habían decidido a darme una nota desde
aquella reunión. Parecía que nunca me iban a dar laburo. Era un
semanario que repartía; le escribía de vez en cuando en su columna
libre. Algo así como aficionado era lo mío, como free lance dijera algún
agringado; pero, mis bolsillos no estaban muy llenos así que les había
hablado a ver si me tiraban unos mangos, pues mis artículos parecían
tener buena repercusión. Decían necesitar un periodista y yo quería artículos.
En mi cabeza sonaba la reflexión, la frase que escuché de un escritor
“el periodista mata al escritor”. Miré
al borracho sentado en la mesa contigua levantar su mirada dormida, tomar
un trago de vino y volver la cabeza a su ventana. El mozo trajo el café.
Ya no quise café y pedí un nacional con soda. El mozo; hombre poco más alto que un metro
setenta, delgado, como de unos cuarenta años. Pelo corto con lo justo
para marcar la raya hacia la derecha. Plumosas canas sobre sus patillas.
Ojos y cabellos negros. Sombría barba en cancina cara. Su camisa justa
deja caer las gotas de la humedad que vaga en el aire. Lo imagino viviendo
en un cuarto pequeño, divorciado, extranjero, con todo su cuerpo exiliado
del sol, es decir, un hombre oscuro y pálido. Cuando el señor de cancina cara se desliza entre las cuadradas
mesas de madera semivacías un joven delgado y de apariencia hiperactiva
se aproxima en dirección nuestra – Perdón – le prestamos atención
– ¿El auto verde de enfrente es de ustedes? Horacio mira por la ventana a los agentes de
auto parque que llegaban a su auto y recuerda que no había puesto el
tique – ¡La puta madre que lo parió, estos chanchos me van a cagar!
– sale sin percatarse del tique que tiene el muchacho. El varilla quedó mirándome – Viejo, yo
auto nunca tuve – salió tras Horacio a ver que podía hacer. Horacio
suplica al inspector envuelto en la desesperación que le corre siempre, y
más aún cuando se trata de algo material. Fuma y habla, habla y fuma. El
varilla intervino con su papelito tal cual número ganador. Lo deja
lentamente en el parabrisas del auto verde. El mozo acercó el whisky ansia palabras. La
grabadora prendió su luz roja. El mozo la miró con cierto desprecio
levantando su ceja izquierda atinando una postura desconfiada que fue
prefacio de una pregunta – ¿Estás en busca de historias muchacho? –
Al decirle que sí, el hombre en un tono grave e intimidatorio respondió. – Estás lejos para ser
parte de esta hoguera – tras sus declaraciones hostigadoras le pregunté
de dónde era – Soy de aquí, de allá. Del lugar que me acoja. Soy un
sobreviviente igual que quien está sentado frente la otra ventana, la
momia detrás de la caja, el joven cantinero y tú mismo. Tú mismo hijo. El
señor de la mesa contigua lo llama. Horacio volvió a la mesa ya no tan
agitado. El mozo le hace tirar el pucho – Estas leyes… – Se toma la
pausa entre fastidio y alivio – Si no fuera por el muchacho me comía
terrible garrón – respira profundo – Yo me las tomo. Este asunto es
todo tuyo. Nos vemos mañana guacho. Horacio
se toma el whisky de una, deja el dinero en la mesa y se va no sin antes
casi chocar al mozo cuando dio vuelta a decir algo que no entendí. Veinte minutos después voy por mi
segundo whisky y sigo buscando la redacción del vaso. Levanto los ojos al
tránsito ciudad de la ventana. Un ejecutivo. Eso creo. Mira su reloj para
luego detener un tacho. Escribo unas líneas en la libreta de almacén
“Tiempo a la vida para pasos apurados cuando aquí dentro es un suspiro
de discordia buscando un camino”. La
vista aburrida descartó la calle internándose en corriente bohemia casi
arrabalera. Encontré, redescubrí un hombre frente a mí cuya atención
había prestado en efímeros gestos. Observa al mundo desde la ventana. Su
puño derecho encierra al izquierdo dejando reposar su mentón. Aquel
hombre de negra gorra de cuero dejaba asomar algunas canas. Vestía un
traje negro, camisa bordó bajo buzo escote en ve negro y mocasines
desgatados desde hacía varios días. No pasaba inadvertido, era saludo de
transeúntes y casi todo el que entrara al bar. Parecía un viejo mago
mesiánico. Cuando quise acordar había guardado la grabadora y la libreta
para caminar hipnótico hacia esa figura. El hombre de mocasines
desgastados intuyó una sombra e irguió su cabeza decaída, cansada. Me
miró y dijo. – No te ahogues en la incógnita. – Pidió que tomara
asiento. Una pausa preámbulo de su sonrisa volcó la mirada a la ventana
internándolo en un nuevo discurso – ¿Los ves? ¿Los estás viendo? Eso
es el mundo de la ciudad, o, la ciudad del mundo. O en la ciudad… O,
mejor son hormigas de nuestra película. Sí, eso es. Esto es una gran
pantalla que aísla una ficción bastante absurda y la ventana es el
cuadro de mi expresión. Yo
lo miraba azorado en esa brillante fantasía iluminada por sus ojos. El
joven varilla pasó como actor invitado, saludó y se sentó a nuestra
mesa. Cierta impaciencia de niño transmitía este personaje cuando
descubrió al señor de gorra.
– ¿Cómo anda don Diego? ¿Encontró algo nuevo en su pantalla? Y
el ya no anónimo caballero respondió – Sólo mismas caras, Germán.
Pero aquí en el ghetto hay un nuevo compañero. –Sí, ya lo conozco don Diego. Le salvé una multa a su amigo que
ahora no veo. Aparte viejo. ¿Cómo te llamas? Don
Diego interpuso – Para nosotros será Animo. Sentí alegre confusión en esta dinámica,
simpática entendible. Germán siguió interrogando en busca de qué
andaba. A lo que contesté de una historia y el replicó… – Llegaste al lugar
equivocado. Acá hay muchas historias. Saqué nuevamente la grabadora de la mochila. - Acaso
grabaste lo de recién. – Interrogó don Diego.
- No.
- Bueno
ahora podés hacerlo. – don Diego sonrió.
- Don
Diego, este hombre parece ser culto. – Germán ubica su mirada
deliberando en mí.
- Yo
diría más bien educado y dentro de un rato ebrio. – sentenció don
Diego Yo estaba risueño escuchando una dupla de
charlatanes bien complementada. Don Diego explotando palabras como
maestro. Germán el alumno pródigo. El maestro tuvo un arranque prosaico
en provecho de la cinta. Corrían las dieciocho treinta y ocho de un
jueves de mayo – Mira muchacho, aunque tenga apariencia de pasear
delirios por una botella nunca lo haría sin un amor, sin una condena, sin
una desgracia que avive las fugas de mi persona y el mundo herido. Así
busco ese parche e imagino una vida sin goteras ni fisuras. Ahora mis ojos
iluminados como soles asoman por columnas poéticas aunque todo sea flotar
en la marea a su merced. Entonces saltó el alumno mirando a don Diego
invadido por una postura placentera, satisfecha. Sus brazos sobre la mesa
entrelazaban las ideas atadas por el nudo de sus dedos. – Usted
es un fecundador de ideas don Diego. – Me miró y extendió su criterio
– ¿Entiendes Ánimo? Sus oraciones componen sutiles manantiales de
creación y así son palabras al viento que el sentimiento esboza como
simple sueño. Llama nuestra atención y nos remonta en su cometa.
- Toma
nota Ánimo que de varilla a Germán le queda poco; ya es de los que ve
distinto y tan parecido. – Resolvió don Diego como atenuante maestro. Quedó una pausa en el tintero mientras se
bebían los tragos. Pero el maestro descolgó – Hoy, hijo, cuando viajes
en el tren indescifrable y llegues al sector de incógnitas sin solución,
observa el desierto, encuentra voces solitarias luchando contra la
desesperanza. Acuérdate de tu ilusión, da de beber a quien tiene sed.
Juega e ilusiona al deseo. Vuelve al tren, ponlo en marcha y no olvides lo
que no entiendas. Ánimo hazme un favor. - ¿Qué
don Diego?
- Para
un taxi, estoy exhausto y debo sucumbir al sueño. Mientras el hombre exhausto paga en la barra
paré un barbudo taxista de exuberante panza. Don Diego subió al taxi
colocándose su gran saco de paño negro enmarcado en el aura gris azulada
de aquel cielo parecido al mameluco de un mecánico. Ya sentado en el taxi
estiró su mano derecha. Sus ojos ayudaron una leve sonrisa y repitió –
No olvides lo que no entiendas. Quedé parado en la esquina junto al frío
vacío urbano unido a un alucinógeno film donde el personaje central era
yo. Ese mambo me acompañó a la mesa. Germán se había ido a rescatar
unas monedas de los autos. Sentado cual estaba con don Diego pedí otro
whisky y salí por la ventana. La grabadora parada en el silencio. Ciudad
transcurriendo en una pantalla sin oídos. Motores haciendo estragos al
vacío. Germán se apegó al vidrio escarchando su boca como sopapa,
robando una sonrisa a este otario. Gritó – ¡Tengo una historia! – y
se fue a aparcar un auto. El whisky no llegaba, el hombre de la caja
miraba parcamente. Un guacho entró sangrando su nariz directo al baño.
Dos adolescentes ingresaron al bar. Hubo un semisilencio al verlas pasar.
Respiros, murmullos y oligofrenias. Liviano andar de blue jean
despreocupados dejaban gracia por largos cabellos al ritmo que sus caderas
movían formadas colas de piel de durazno. Eran picaros ángeles bajo
lupas que quieren sentir sus frescas vidas. Se sentaron tras de mí.
Pidieron una cerveza que las chocó en un brindis íntimo, libertario.
Alguien bajó mi viaje cuando famélico, posesivo, observo el vaso. Es el
mozo. – Lo noto… – El hombre de rostro cansino hizo una pausa
frunciendo su seño y alejando el rostro – en las nubes. Tome. – Sacó
el whisky de la bandeja – Este es de la casa. – Cuando le di las
gracias dijo – Quién lo manda guarda los gastos que usted hace en el baúl
de teclas. Levanté el vaso y el señor guarda respeto
asentó su cabeza. Pensé en la particular vida de aquel regente faro
empachado de viajes interminables. En su comunicado del orden tutor; de su
jubilación de dinosaurio empachada de historias de café y copas. De
tardes y noches en algún pasado cada vez más lejano e inhóspito.
Cuantas felicidades y desdichas habrán desfilado bajo su semblanza.
Encuentros, compañías y soledades. Especialmente soledades buscando su
copa de truco, conga, guitarras o hastío. ¿Sabrá caminar por otro
lugar? La tarde enmarañaba a la noche. Germán entró frenético a
sentarse donde don Diego. Lo invité a tomar una cerveza y comer una
muzzarella. – Más bien. La plata
de la pensión ya está, y ahora me voy comido. De más. Llamo al mozo y Germán ojea el lugar. Un señor
próximo a los cuarenta años lee su libro sentado tomando café en la
mesa más alejada junto los baños. Sale el barman y el pibe con un algodón
en la nariz que ya no sangra. Sobre un taburete en el codo izquierdo de la
barra un hombre pachorramente recostado en la pared mira por sobre su mentón
como menospreciando algo. Al frente del mostrador el jubilado riñe con el
peón de taxi despidiendo injusticias sociopolíticas del país entre
grapas con limón. - Ánimo.
- ¿Qué
Germán?
- ¿Por
qué en vez de invitarme a mí no invitaste a las minitas? ¿No será
usted?
- No
seas zapallo.
- Bueno.
Yo que sé, da que hablar.
- Esto
es así; tú salvaste a mi amigo de la multa. Luego nos encontramos con el
nexo don Diego. Pareces ser un buen tipo, sincero. Creo estar enamorado de
ti. Germán frunció su ceño. Le guiñé. Pareció
perturbado. Reí. El mozo trajo la cerveza. Yo serví. El mozo se retiró.
– No os preocupéis Germán, que no serás mi amante. Brindemos por el
libre pensar. - Que
no se pierda – replicó en su calma el varilla perturbado. Quedamos meditando con cierta sensación
absorta. Pero la enérgica simpleza de Germán cortó el hielo – Ánimo.
Veamos si el apagado karma eleva su gracia. Se
levantó tal cual pícaro a punto de concebir. Me palmeó el hombro
derecho. Se dirigió a la mesa de la segunda ventana. Plasmó tres o
cuatro palabras que no escuché. Observé al mozo parado en la puerta
mirando la leve garúa. Mi cabeza sugirió que serían sueños descolgados
encontrando su vida. O sea, la vida que habría deseado en un lugar que ya
no existe. Entonces llegó Germán – Mariela, Gabriela, les presento
a… – Recordó que no sabía mi nombre. - Soy
Ánimo.
- Que
estimulante, espero no seas una mala droga.
- Cuán
sorpresiva comparación tiene tu intriga… señorita Gabriela.
- Bueno,
creo que estamos frente un caballero. – respondió.
- Nos
podremos sentar ¿Supongo? – Mariela
- Claro
que sí. – El pícaro varilla corrió la silla a su izquierda haciendo
cortesía a Mariela. Gabriela se sentó a mi derecha.
- ¿Así
que escribes historias? – interrogó Mariela – O, al menos eso fue lo
que nos han dicho.
- No,
sólo interpreto mis fantasías. O argumento la realidad.
- ¿Pero
con quién? – dijo Mariela.
- Eso
nunca se sabe. Debe quedar en el secreto del autor. ¿No? – Gabriela
interponía sus palabras esperando mi aseveración. Mariela rió tímidamente
cuando intentaba tomar un trago de cerveza.
- Tal
vez sus picardías eróticas en este momento puedan ser tuyas. – Germán
no pudo aguantar su fervor. Y Gabriela paseó ese encanto tranquilo que
alquila la picardía – No te desboques ante dos jóvenes que no conoces.
Germán encalló su capricho
– Ya mismo podríamos conocernos. Gabriela interpuso una confiada sonrisa
abusadora – Niño, no te olvides que son fantasías. Mariela corrió su bufanda de izquierda a
derecha y levantó su jarra – Porque las charlas no se pierdan. - Y
porque la pizza no se enfríe – Acotó el mozo al llegar. Hubo un ocaso de diálogo entre bocas llenas.
Les pregunté a las chicas en qué andaban, y Gabriela marcó lógicas
realidades – Somos un par de jóvenes más que intentan pasar la vida lo
mejor posible. O sea, poder mudarse de la casa de sus viejos y encontrar
nuestro propio lugar en el mundo. - ¿Y
ahora en qué andan? – Germán.
- Estuvimos
repartiendo volantes para una de esas tantas academias de computación.
Nos pagaron y salimos a tomar una birra. ¿Está mal señor escritor?–
Mariela miró a su cómplice, brindaron y rieron como niñas.
- No,
es parte de las libertades que buscan. Nadie tiene que decirte qué hacer.
- Y
en un rato al liceo nocturno. Al treinta y cuatro. Va, no sé –
dijo Gabriela.
- ¿Cuántos
años tienen?
- Vo,
loco. Escribís historias o sos cana.
- No,
soy medio boludo de vez en cuando. Gabriela increpó nuevamente su sarcasmo –
Bueno, disculpa, andas buscando historias y querrás encontrar la tuya. Otra vez en el juego de la demagogia. Otra
vez disuadir algo que me seducía como esa personalidad arrabalera y
aguerrida. Germán saltó – Vo, loca, bajá un cambio. ¿Eh?. Ponete
media pila. Yo no quería hablar. Esto era absurdo. Corrieron en mi cabeza
frases que volaron en silencio
“Alcohol estimulando hormonas, palabras escapan. Sexo abriendo puertas y
caprichos de contemplar. Seducción. La guerra y la paz. Hombre y mujer.
Viva la conciencia inconsciente de la atracción.” Mariela
acercó su resignación – Está todo bien gente. Vamo arriba. – se paró
un tanto incomoda en dirección al baño hacia donde inmediatamente fue
Gabriela. - Ánimo,
me tienen un poco las bolas por el suelo estas dos. Hey, Ánimo. ¿Qué
estás mirando? Indiferente al comentario huía por la
ventana. Un niño de unos ocho años y su compañera un poco más grande
cruzaban calle Canelones en dirección al bar. Él, con tarjetas de
esperanza, ella, llevando rosas casi marchitas. Ambos con frío. Germán
observó lo que yo y se dio vuelta a su entrada – Son Claudio y Patricia
– se colocó frente a mí nuevamente – son hermanos. El padre los dejó
para ir a laburar al Brasil. Hace ya como tres temporadas que se fue junto
con su madre y un bebé que ahora tendrá cuatro años. Colgado en sus imágenes los seguí cuando
repartían sobre vivencia mesa a mesa hasta llegar a la nuestra. – ¿Como andas Germán?
– ella saludó con ojos luminosos. Con una ternura cansada. - Bien.
¿Y ustedes como están?
- ¿Qué
acaso no nos ves? – Claudio apeló a su resentimiento. La niña de pelo castaño claro y ojos grises
suavizó la situación – Acá estamos como siempre, luchando – tenían
la clara presencia de la realidad interrumpiendo la virgen niñez. Le
pedí al niño – Hey, pibe. ¿Me mostrás las tarjetas? - Sí,
es mi trabajo.
- ¿A
ti cual te gusta?
- Espera
que la busco – El niño floreció en su ansiedad – Ésta: “Al
amigo no lo busques perfecto búscalo amigo”
- ¿Cuánto
es?
- A
voluntad amigo. Saqué siete pesos en monedas y Germán me
dio dos más. Levantaron las demás tarjetas. Un joven que compraba
cigarros le compró una rosa a su novia, y el mozo los sentó a darles un
cocoa caliente. Mi vejiga no aguantó más. Crucé a las damas saliendo
del baño. Quise entrar al reducto del water que estaba ocupado. Comencé
a mear en la canaleta del fondo. Me pareció escuchar tres aspiradas
nariguetonas. Salió del reducto el señor barbudo que miraba tras su mentón
robótica mente hinchado. Enjuagó sus manos y se dio vuelta frente a mi
– ¿Tengo blanco en la nariz?
– yo entreverado en el absurdo de borrachera no vi nada. – Gracias –
concluyó. Colocado se fue mandibuleando bien estoqueado sin convidar.
Enjuagué mis manos y al salir noté un leve desentendimiento entre la
cabeza y los pies. Íntimamente les rezongué un poco. Me di cuenta que no
iba a chocarme nada, y salí lo mas derecho posible. Al llegar a la mesa el mozo trajo otra
cerveza – La manda el señor que acaba de irse. El hombre que miraba
tras su mentón ya no estaba. Mientras Germán sirve por la ventana sigo
la película, la ráfaga que sigue su curso. Por calle Río Negro baja un
puesto ambulante desensamblado arriba de un carro a rulemanes. Madera de
corto espesor, caballetes, un taburete, tres bolsas a reventar y alguna
caja semicubierta por una impermeable tela verde. El laburante de unos
cincuenta años y el pibe rumbean a la rambla. El señor tira la palanca
del carro, el joven aguanta que nada caiga y empuja. Sentí la voz de
Gabriela – Está dura la vida por la calle. – Miré sus ojos negros cómplices
de una sonrisa dulce, sensual e innata. Germán y Mariela peleaban entre
manoteos de gatos jugueteando introvertidos. Se veían como niños y eso
me alegraba. La dama a mi lado hacia llegar su sexo en el silencio. Dos
pibes por la vereda pasaban vino en mano, guitarra al hombro. El hombre
del libro termina el capítulo de hoy, pide en la barra una amarga con
vermut y se va. Los dos hombres de las grapas hablan al fútbol. Las
palabras son las mismas que al país – Así no vamos a ningún lado y
somos un chiste. Somos un abarrotamiento de pensamientos que no concretan
nada. Audacia criolla donde calló el avión. Pero a este gobierno le
tengo un poco más de confianza. Pero un poco, no más. – El jubilado
subió su tono pidiendo carnaval, murga y candombe. Luego levantó su
copa. – ¡“Que el letrista no se
olvide”! – miraron al público, al ambiente, y brindaron esperando
carnaval. El señor de la caja sonríe, les sirve otra copa y brinda con
ellos. Gabriela me mira, Mariela baja la mano de Germán entre sus piernas
y le da un sopapo. Ya no hay más cerveza ni dinero. La tinta inquieta se
hace borrador y el lugar afila la hoja del adiós maniatando hervores de
aura bohemia. Las pausas del tiempo dan su anonimato al esfumarse el
celuloide. La noche trasluce el brillo de calles húmedas. La nota se
transforma en cuento. Ya somos lo inquieto del olvido paseando la simpatía
del perdedor. Somos almas sin dominador. No será una nota, será un
cuento que vuelve a empezar. Serán carnavales de Dionisio. Seremos ángeles
y demonios. Gabriela toma mi mano deteniendo mis letras
– ¿Nos vamos? El caos del poeta se deja llevar por ese
mimar, por esas vidas de vidas a diario. El bar, quedó atrás dando
tiempo al tiempo de otro comensal. |
Maximiliano
García
De "Cuentos; Bohemios, Damas, Solos,
Urbanos"
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