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Descartados tiempos |
“Reciclo cada elemento descartado socavando
desbastados tiempos pidiendo piedad y el telón sulfúrico de idilios cae
sobre la ciudad. Noche, tu presencia oculta indiferencia.” Escucho
respiros agitados llorar cerca de mí andar taciturno. A mitad de cuadra
por la vereda paralela la silueta de una niña lagrimea delatada por un
foco de luz. Su humanidad decorosa bajo la garuaba esconde un rostro
agotado entre húmedos cabellos. El holgado de su jean y buzo jogging
acusan delgadez. Trae a mí la visión de La Piedad de Miguel Ángel.
Cuestiono. ¿Las acciones del destino congeniando con voluntades
solidarias? Es decir, el destino desencadena mi intervención o yo era un
factor transcurriendo su necedad. Igual nada tenía que hacer esa noche más
de recorrer caminos a ningún lado. Tomé un caramelo del bolsillo de mi
vieja campera jean y me recosté al cuidado de un techo. Dos
mendigos envueltos en apolillados sacos de paño transitan acercándose a
la niña, cual sobre su hombro izquierdo los ve con cautela en ahíto acto
desconfiado. Los hombres pasaron arrastrando pasos y balbuceos haciendo
omiso interés por la pequeña. Se dispusieron rápidamente a revolver la
basura de la esquina tras alejar un par de perros. La prostituta despidió
al cliente y el contorno de su cuerpo vislumbra oferta en la entrada del
callejón por la siguiente calle. Directamente el pensamiento declinó al
paisaje arengando por mis adentros una encrucijada convencida magullando
paciente calma en vacíos indecisos. Allí caí al recuerdo de una noche
de ron junto la playa. Bordeando alegría un kiosco galantea antorchas
sintiendo “Buena Vista Social Club”. Despreocupado verano acercó
etílico ardor por los cuatros costados de aquel cuadrado. Su estimado
narrador baila entre ridículo y ácrata sobre los grandes toneles de vino
que se albergaban como mesas. Desposeído de toda opresión banal undula
la gracia de Dionisio. Al tiempo Sixto y Andreas carcajean con Camilo y el
Nico quienes son dueños del bar. Más
allá en otros lados del cuadrilátero dos hombres cancherean a las únicas
tres minas que toman una cerveza. Una barra de cinco guachos echa humo
sentados en la playa; reían luego de haber fumado mariguana o se reían
de mí; no lo sé. Las otras personas ni cuenta me di que estaban. La
calma costa paseaba sensaciones a nuestros estímulos enmarcando libre
albedrío. Sin querer la acumulada testosterona se convirtió en imán.
Desprejuiciada, casi como el flash del relámpago me sorprendió un
liberal cuerpo femenino bailando descalza con mi febril persona. Nunca la
había visto, no sabía quien era. No tenía porque saberlo. ¿Era el
descontento con los idilios cual llamó esta puerta? Nada de esto pensé.
Sino, solo baile disfrutando una lejana Cuba aparejando la intensidad de
la sonrisa con que mira el entusiasmo, la gozadera y satisfacción. La
reacción a un grito escuché. -
¡Vamos Lucíaaa! Un niño pasó corriendo llevando algo
atrapado en su brazo derecho y descubrió así el nombre de mi chamuscada
princesita. Al pasar junto a ella la tomó del brazo arrebatándole esa
aturdida postura que había consentido invitarme a su cuidado. Ella
trastabilló al brusco frenesí pero recuperó estabilidad en la carrera.
La desesperación entre arrebato y confusión vibró al vértigo de
ciudad. Un mozo ya exhausto gritó dos veces
“¡Alto!”
antes de descasar con las manos en sus rodillas agotadas; resignando la
posibilidad de atrapar aquel cachorro convertido en ladronzuelo. Los vagos se retiraron un minuto de sus
amados desperdicios para aprovechar esta oportunidad de mendigar. El
trabajador con pocos meritos de atleta se vio acosado empujándolos de
mala gana, albergando menosprecio, evacuando ira, desasiéndose de los débiles
hombres desconfiados de los sueños. Yo seguí atento en la corrida salvaje,
displicente que atravesó el bulevar internándose en la trasversal
subsiguiente. Lleno, interrogante, psicológicamente obsesionado caminé rápido
hasta un motivo, un incentivo de curiosidad cual cogió una curva, una
esquina, un albergue de esos pequeños prófugos escapados del
romanticismo. De aventuras tan miserablemente profundas. El pasaje se
adentro por la ventana de mi mente armando la remembranza interrumpida en
la oscilación de aquella joven carismática que en una luna blanca
convenció espacios convenidos en su salsa libertina. La despedí tras
agradecer su gracia. Decepcionada quedó allí en la arena. Arrogante
egocentrismo conjugó al magnético caballero creído en mi yo. Seguí
andando mi tiempo. Luego de la candela que torno eróticas las ardidas
sonrisas me convertí en ingrato. Solo pedí otra copa. La dama no postergó
su mueca a mis espaldas. Tomé mi vaso dándome vuelta al río, y la
disfruté esperando. Llegué pasando paciencia a esa esquina con
el apetito de encontrar nada. Los jóvenes se esfumaron, desaparecieron
complaciendo más mi ímpetu convencido, porfiado. Desmembrado por alguna
novela de suspenso arremetí despreocupado rastreando su última pista.
Estaba poco convencido en no dar con ellos, y escasamente controvertido
con la desgracia mundana cual desprejuiciada convive adecuando esta creación.
Cinco perros, pura raza fiel callejera cuidan placientes el cuerpo
entreverado en cartones y mantas de su amigo. Amo caballero de esta jauría
un señor duerme afablemente recostado a una cortina de metal antípoda de
sus huéspedes. Sobre ellos un cartel; “Joseph,
compra y venta de oro y plata”. Un
mediano perro mantiene guardia cubierto por hosco color pardo, grisáceo;
tan pardo y grisáceo como la humedad y mugre que lo rodea. Erizado acompaña
con sus pupilas mi transito job. Aires jocosos se suceden desde un
apartamento. Dos mujeres producidas para sus hombres aparecen por un zaguán.
Labios carnosos color púrpura, ojos enteramente intimidatorios avivan frívolas
búsquedas de bobos en los toc-toc despilfarrados por sus tacos. Placeres
convencidos en el trajinar de su sexo marcan provocaciones pronunciadas de
sus cuerpos. El pitúco lleva su mercancía hacia otro lugar en un
mitshubishi polarizado. Zapatos de charol y la gomina entumecida no le
dejan ver su alrededor. Pasando ya la siguiente calle, diviso la
dupla conjetura al mundo en pena. Sentados en la arcada de una casa de
fotos comen con desesperación la hurtada pechuga aun tibia. El pibe
percibió los pasos lentos de mi figura. Entre abiertos sus ojos especulan
cierta desconfianza. – Tranquilos,
tranquilos. – Sus actitudes eran tensas, enigmáticas. Depuestas al
escape. Al fastuoso arrebato que emblema las ardillas en un bosque
– Oigan no les voy hacer nada. Quiero que hoy salgan de la húmeda
calle.
- Pero
si aquí estamos bien – respondió el muchacho.
- Observé
tu intrépida corrida. Y esa pechuga no la compraste muchacho. – Se
quedaron entre asecho y defensa. Entre defensa y asecho – Vamos. Vamos a
un café cerca de aquí, son unas seis cuadras.
- Oye
Rubiño este señor estaba frente a mi, si nos quisiera joder ya lo
hubiera hecho.
- Pero
Lucía. – Trastabilló en sus palabras – Una comida y después qué?
- Después
nada. Os lo prometo y doy mi palabra en este mundo asqueado. Solo quiero
que coman algo caliente. Que no se mojen.
Suspiraron, se preguntaron que creían y el
niño no muy convencido con un movimiento de hombros casi de desprecio
concluyó – Bueno, antes que nada que más da. “Otro andar entre olas requiriendo augurios
deja opciones a la necesidad. Blasfemas palabras noble narrador. ¿Por qué
explicar?” –
Señor. ¿Quiere un pedazo de pollo? –
No pequeña. Gracias. –
No, este no come. Es medio gringo; no quiere ensuciarse las manos. La niña lo codeo cuando omití esas
palabras. Aquel niño estaba marcado por el carácter encrespado,
desconfiado y urbanamente natural. Las tres siguientes cuadras caminaron
sin diálogo dedicados a saborear el manjar sobre la incapacidad social
del eterno caos. Y la memoria se posó otra vez cabalgando
sobre mis hombros. Cuando Andreas descubrió que la bailarina
caminaba una cuadra tras nosotros con sus amigas; la necesidad de
sobrevenir al terremoto placer de su contacto nos detuvo. Bebíamos dos
petacas de vodka viendo aproximar sus enigmas. Sixto hizo una reverencia y
capituló – Magnas mujeres esmerando el vasto universo. Decid que mi
ocaso está cerca o acaso estoy en el limbo. – Ellas rieron. Sixto adoptó
un desprólijo personaje gay llamado Orquídea – Sí yo pudiera tener un
poco del encanto que corre por estas damas – Sus manos rogaban al cielo
– ¿Podría tener clemencia en mis amores no correspondidos? Lentamente quedé unos pasos atrás del grupo
sintiendo la madrugada, admirando como fluía aquella obra. Aquella
comedia bufonesca. Me divertía lo que hacia y ya a esta altura sabía que
no tendría más vuelta que ser un espectador de aquel acto.
La
lluvia se intensificó en nuestro trayecto al café Tucuta. Así que nos
reparamos al cuidado de un balcón. Lucía terminó de comer el ala del
pollo cual era la última presa. Miró a Rubiño riendo de esa cara que
había comido hasta por la nariz. - ¿De
que te ríes niña?
- Comes
por la nariz.
- ¿Por
qué no te miras al espejo? En un instante se acordaron de mí. Me
observaron en silencio. La lluvia se volvió garúa – ¿Seguimos el
viaje? – Pregunté - ¿Oye
como te llamas? – Rubiño
- Fausto.
Fausto es mi nombre – Mi nombre me sonaba a debacle, a fallos
imperfectos, a desconfianza, a intriga.
- ¿Fausto?
Que nombre raro. – Lucía
- Puede
que sí. En las cuatro cuadras que caminamos al Tucuta
podría decirse que avivamos a deformar el camino de ese muro que aun nos
separaba de desconocido a desconocido. Es más, a la entrada recuerdo sus
risas entre cortadas cachorreando, avivando, despertando hemorragias de
sincera dulce magia. Le pedí a Alberto un poco de jabón líquido y unos
repasadores para sacarles la grasa. Pasaron al único baño entretenidos
en su recreo. Podría hasta decir que su amor florecía en la inocencia
que posan los actos bárbaros de la ternura. Pedí un whisky y me senté
en una mesa al paralelismo. Caminaba con la petaca haciendo de bastón
mirando como sucedía el esquech sostenido por un público tan dispuesto.
La joven morocha se dio vuelta cuando la bailarina estaba distraída.
Sonrió, tomé otro trago y supuse que sería mi día de suerte. Pero
quien comandaba las acciones no era yo, si no Sixto. Hablaba y hablaba al
frente de la caravana espaldas al auditorio – Ingratas. ¿Saben por qué
me volví gay? - Noo…
( Respondieron las jóvenes)
- Por
que lo que brillaba en mí siendo oro arraigado entre los sentidos, cayó
ante las musas en umbrales opacos de sus desprecios. La dama de lacio pelo negro azulado lució un
andar lento, sagaz y oscuro – Ven pequeña flor marchita. Sixto al sentir su voz giró la cabeza sobre
su derecha. Sus parpados extasiados vieron unos labios enmarcados de
visibles pómulos llegar a su boca y expiró – Esta dama me a salvado
– Volvió a besarla y los espectadores aplaudieron – ¡Todos bebamos!
– se apoyo en sus pechos. La forma que había tomado su carácter lo
hacia ver como anfitrión de un precioso banquete. Estaba rebalsado de
figuras épicas remontado en la cresta de su ola. Así de distendidos nos
fuimos a la casa de Andreas. Andreas era nacido en Francia, de padre
uruguayo y madre francesa. Alquilaba un apartamento para no estar en casa
de sus tías quienes como su padre eran oriundas de esta ciudad. Sixto con la delgada mujer de ojos negros pasó
al cuarto del fondo dislocando sonrisas y franelas. Andreas trajo un poco
de vodka y marihuana. Yo serví los vasos. La morocha comenzó a morrugas.
La bailarina miraba una foto de Josefine Báker desnuda frente a la cámara.
Las rodillas arrolladas sostenían sus largos brazos, un collar de perlas
enmarcaban el peinado a la garçon dando la esencia de una postal
exquisita en la princesa ébano. Las aprecie un minuto antes de preguntar
si la conocía. III Rubiño devolvió los objetos de limpieza y
la niña se sentó junto a mí – Hey Fausto. - ¿Sí?
- ¿Ese
que está entre las botellas? Allá – Señaló con su dedo la foto en el
espejo tras la barra – ¿No es Zitarrosa?
- Sí
lo es. – Por dentro sentí al orgullo como remediando la excusa de
cuidarla.
- Viste
Rubiño te dije – Rubiño llegaba con una gaseosa y dos vasos.
- ¿Y
eso?
- Me
lo regaló el señor. Alberto. Tu amigo – Rubiño Agradecí a Alberto y volví sobre la
interesante conversación que tenía – Oye Lucía. ¿De donde lo
conoces? - ¿A
Rubiño?
- No.
A Zitarrosa.
- Mi
abuelo siempre lo escuchaba. Mi abuelo tocaba la guitarra y cantaba sus
canciones con mi madre. Siempre decía que Zitarrosa era algo así como la
identidad uruguaya.
- ¿Qué
canción te gustaba escuchar? – Luego que hice la pregunta pensé que
podría incomodarle. Que podría herirla. Pero su discurso fue rápido,
seguro.
- No
me acuerdo… había una que hablaba de una doña llamada Soledad, otra
Stefanía y otra de milicos.
- ¿Y
tu abuelo donde está?
- Murió
hace un año y medio. Rubiño le alcanzó su vaso. Bebió un trago
de coca. – Gracias Rubiño – con postura de dama y ternura siguió
nuestro diálogo – Oye Fausto. ¿Tu que haces? ¿De que trabajas? –
Tengo un pequeño alquiler de videos. Rubiño transfiguró su pasible postura
satirizando – Dicen que esa gente suele ser bastante degenerada. - No
es mi caso – Ambos se miraron en silencio.
- Lluvia
de mierda. – El pelado Francisco pasó junto la mesa con su molesta
voz… –
¿Qué tal Fausto? ¿Estás de niñero? Je, je, je. Este personaje salido de algún duende irlandés
no media más de un metro sesenta. Era ágil, rápido y lleno de nervios
como una mano de sapo. Tenía un don. Conseguía lo que quisieras como
rata de ciudad. Su risa rasposa e irónica parece la del Pingüino de
Batman y es igual de molesta. Hice omisión a sus preguntas y proseguí
con los niños quienes aun lo observaban – Oigan. ¿Tienen donde dormir?
– Ambos respondieron. Rubiño que sí y Lucía que no. – ¿Supongo no
dormirán en el mismo lugar, o alguno miente? – Hay
una casa vacía que pudimos entrar. Allí pasamos las últimas tres
noches. Mientras la niña hacia su relato Rubiño
tomaba con la palma de la mano su frente y apoyaba el codo en la mesa. – Bueno.
Les propongo algo. Son las nueve y cuarenta. Debo ir al video. Si ustedes
quieren me acompañan. Yo vivo atrás del local, se pueden dar un baño y
después ven que hacen.
- No
sé. ¿Tu que dices Rubiño? El chico levantó las cejas sin dejar de ver hacia abajo – No hay
mucho que perder. ¿No? Estamos en el baile – Me miró en la búsqueda
de la confianza. – Seguiremos bailando. - Bueno,
vamos entonces. Pagué el café y el petiso boquilló –
Tene cuidado con los nenes. - No
seas pelotudo Francisco – Alberto lo frenó con un tono seco, recio.
- Nos
vemos Alberto. Está todo bien. Los pibes me esperaban afuera. Rubiño había
desplegado una mirada fría directa al petiso – Ese enano es un nabo. Le
rompería la cabeza. Paré un taxi. –
Que bueno vamos en tacho – Lucía. - Tachos
son los que revolvemos – Rubiño Se sentaron en el asiento de atrás y yo
junto al conductor – ¿A dónde jefe? - Pablo
de Maria y Rodó. IV - ¿Conoces
a esa dama?
- Josefine
es algo así como la perla más enigmática, jovial, salvaje y
desfachatada. Para quién sabe de ella, sea hombre o mujer debe ser una
luz. Un ángel desprejuiciado. Su brillo encandiló a la ciudad luz. La
excentricidad que la consolidaba llevó a que París cayera a sus pies. Es
la emancipación, el arte de la magna mujer en los años locos. Es ella y
sólo ella recorriendo un carisma excepcional por un mundo feudal que no
la afectara. Pero el precio de la fama siempre se llena de desconcierto.
Dejémosla en un icono pródigo y femenino. La morocha y Andreas fueron a la cocina
dejando la morruga en la mesa. Yo tenía las hojillas y comencé armar. La
catarsis entusiasmaba su mirada introducida en un mundo empachado por el
misticismo de aquel símbolo tan basto para ella. Se dio la vuelta y caminó
satisfecha, liviana, excéntrica y sensual. Le alcance el porro. Me hizo
una reverencia mientras dejaba que la apreciara. Me pidió fuego. Volvió
a mirar la foto prendiendo aquel vinillo. Aspiró. Contuvo el humo y luego
lentamente deslizó la niebla por el espacio sísmico de sus íntimos
pensamientos. Pareció desmedida en un instante de reacción medida como
el reflejo de un gato. – Toma
– me alcanzó el cigarrete y se dirigió al equipo de música. Miraba su
buen trasero cuando revolvía los discos. – Oye
pequeña. ¿Cómo te llamas? Se dio la vuelta con sus grandes ojos negros
achinadamente iluminados. Caminó hacia el sillón con el andar elegante
que marcan los pasos de un tango. Agarró un cigarrillo del paquete que
había dejado su amiga. Lo prendió – ¿Crees que lo único que veo son
fantasías? Volví
a repetir – ¿Cómo te llamas? – Sorda a mis preguntas se dirigió a
la caja de discos. V Cuando
entramos en el local de videos el gordo Ariel reía impúdicamente mirando
los deliciosos senos que Silvia blandía bajo una remera rayada escote en
V. – Hola
Ariel. Se sorprendió e intentó disimular la
lasciva expresión que acompaña a este gordo lampiño, pálido, que con
sus grandes ojos celestes y prominentes dientes reclama siempre su dosis
de pornografía – Hola Fausto. - ¿Qué
llevamos hoy? – ya tenía en una bolsa blanca el video.
- Lo
de siempre. Chau. Chau bonita. – Saludó a Silvia. Silvia comentó que el gordo a veces le rompe
bastante las pelotas. Silvia debe medir un metro sesenta y cinco y con sus
diecinueve años tiene los bustos maduros, firmes, ociosos acompañados de
un tentador trasero cual nuestro cliente no deja de ver. – Este gordo
enfermo creo a veces que puede llegar a romperme las pelotas en serio. Hay
veces que me asusta – Los pibes jugaban entre las góndolas – Oye
Fausto no te ibas unos días. ¿Y estos dos hermosos niños? ¿No me digas
que son tuyos? – No,
son unos amigos. Son Lucía y Rubiño. Oigan niños vengan. – Me miraron
serios como si se hubieran enojado por lo de niños o por recibir una
orden. La verdad, la innata rebeldía con eterna desconfianza nunca parecía
dejarlos ser verdaderamente niños. Les presenté a Silvia; Rubiño tras
un displicente saludo preguntó donde era el baño y Lucía congenió rápidamente
a través del atrayente aro que Silvia tenía en su nariz. Llevé a Rubiño
al baño. – ¡Uu! Que bueno, un póster de los tres chiflados.
- ¿Te
gustan los tres chiflados?
- Síi…
más firme
- Por
acá – Le señalé la puerta del baño al fondo. Entonces recordé que en algún lugar debía
tener una foto más pequeña de los tres personajes. Buscaba y buscaba.
Parecía uno de esos botija sin amigos que desesperado dan todo sus
juguetes con razón de que alguien los recuerde y comparta su tiempo. Es
que en el pibe había aparecido la actitud, la expresión invocada al carácter
del niño Rubiño. La encontré. No estaba en optimas condiciones y en su
dorso una circunferencia de café marcaba cierto abandono. Era una foto
donde aparecían las tres caras en línea vertical con el fondo negro.
Rubiño salió del baño. –
Toma chifladito. - ¿Para
mí? ¿Me la reglas?
- Sí,
claro que sí.
- Uy,
gracias loco. El gordo Curli es un genio.
- Bueno
genio. Toma. – Le alcancé una toalla.
- Uy,
que bajón hermano.
- Vamos
dale. Pégate un baño.
- Bueno
hermano pareces mi viejo. Y eso que nunca lo tuve. El espacio de aquel despreocupado comentario
lo cubrió una pausa descalzando sus pies – Una ducha no va a venir mal.
Gracias loco. – con picardía acentuó su cabeza y cerró la puerta. La
desolación en una noche empachada de fantasmas podría ser la inundación
que me dejó parado inmóvil. La pregunta nuevamente en mi cabeza.
¿Las acciones del destino congeniando con voluntades solidarias? VI Puso
un disco del diario El País. Esos que sacaron cuando los cien años del
cine. Comenzó a sonar “Nobody
does it better” de la película
“La espía que me amó”. Según la niña la traducción del inglés
dice “Nadie puede hacerlo mejor”
a lo que ella agregó. – Que
yo. Andreas y su morocha seguían en la cocina. Volvió a la caja de
discos y puso una recopilación del Kinto donde sonó
“Mejor me voy”. Rodeó el sofá. Se sentó en la otra esquina
impostada en una actitud pícara, fresca, definitivamente sensual. Detrás
de ella Andreas y la flaca se
acercaban fumando muy colgados. – Cuéntame
un cuento interesante criatura – tomé un trago de vodka y esperé su
conducta. Se paró, agarró el vinillo de la mesa y fue nuevamente hacia
la foto. Yo me recosté y abrí mis piernas cruzadas. Allí dejó escapar
el relato enmarañada en su nube excéntrica. – Hace
algunos años una niña de doce años saltó de un balcón para escapar
con un artesano. Estaba harta la muy terca. Su familia era un desván de
locura. Padres separados. El uno analfabeto y la otra hipertensa. No digo
que no la querían sino que sin querer la habían aturdido – se dio
medio giro y caminó lento a la pared derecha, donde en otro cuadro un
mono tapaba sus oídos – Tal vez dentro de ese alboroto esta foto la
comprendiera… desinteresada en sentirse sola se aferró en chocar al
mundo cual ella creía debería ser otra cosa definida a los sentimientos
de alegría y satisfacción – me miró y meneo su cabeza – Ya no quería
estar muerta – volvió a caminar – En una comunidad le dieron el
nombre de Luna y se aferró a su brillo. Solo dos semanas estuvo
desaparecida fuera de su casa. Solo dos semanas de naturaleza bastaron
para perderse en la brisa que entrega el mundo – nuevamente paró y con
un tenue gesto paseo sus ojos donde estaba sentada y prosiguió – Sabes
eso la perturbó al seguir la mierda del mundo. – Se acercó rápidamente
a mí. Me pasó la tuca. Yo
ahora estaba con los codos en las rodillas y la petaca entre las manos.
Tomó un trago y siguió unos pasos – A los diecisiete años se encontró
con un soñador que quería llegar a París y vibró durante unos años en
ese otro mundo que crearon. Luego no lo sé. Alguien dijo que cantaba en
un cabaret, que se torno adicta o prostituta, artesana, actriz pero de una
u otra forma se fue por ahí. Yo creo que aún debe soñar entre la
independencia embelezada con la deliciosa paz.
- Tienes
un espíritu muy esperanzador… Levantó sus cejas y dispuso una actitud
campechana estirando el mentón – ¿Por qué no? Sin la gloria se puede
vivir pero la esperanza de solitarios austeros como tú a veces la
reniega, aunque atada lleven la carga del perdedor. La dama volaba con una personalidad esbozada
e intuitiva. Arrogante y sensual. Provocativa. Tanto que mi cómodo
letargo expiró – Sí, sí, sí… soledades, locos y percnotos abusando
su condición de perdedores para estimular al súper hombre eminente virus
del flagelo humano. Me paré del sillón caminando unos pasos
opuesto a ella en medio del asombro de Andreas y la flaca. Al levantar la
cabeza la bailarina tomaba un trago y esbozaba una madura sonrisa – Tu
eximia causa de palabras prepotentes sitúa a la gloria en un lugar escaso
que te hace bailar alrededor del fuego jugando en los perímetros de esa
frontera. Aun seguía allí esa sonrisa burlona. – Vo
loca. ¿Por qué no te vas a cagar? - Que
jodido chabón que sos… Andres y su pareja se miraron y volvieron a
la cocina. Esta vez cerraron la puerta llevando un colchón. Volví al
sillón y allí quedamos. Ella se sentó sobre mi cuando la tomé de su
firme trasero. Nos revolcamos en una pelea grata con los movimientos
torpes de nuestra borrachera. Las ropas se abatían con el frenesí
expuesto a esa calentura al instante que copuló en la furia de un largo
orgasmo. En una batalla deseosa irrigada por nuestra sangre, por nuestra
caliente sangre gozando la película de fricción. Se llamaba Sasha. Tras esa noche cuando todos dormían volví a la ciudad. Pero como un cazador cazado retorné a los quince días. Silvia haría unas horas extras el fin de semana. La hechicera bailarina se había esfumado en las expectativas de otra ilusión. Nadie sabía de quien hablaba y a mis amigos no los podía encontrar. ¿Estaba tan loco? ¿Que tendría que esperar? ¿El efecto de la causa? Estaba tan desesperado de buenas historias, tan hambriento de esa mujer. Supuse que no era para mí con el amargo gusto de una derrota, del engaño. Caminé en una opacidad desmedida. Tomé un ómnibus de vuelta a la ciudad con el sabor envuelto en la realidad sentida por esa bailarina invisible. Era un día gris. No podía ir a casa, necesitaba algo más, otra cosa. Pasé por un quiosco; compre unos caramelos. Y al doblar una esquina escucho respiros agitados llorar cerca de mí andar taciturno. |
Maximiliano
García
De "Cuentos; Bohemios, Damas, Solos,
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