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El
puente romano Héctor Galmés |
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Supieron
que andaban cerca del Itapebí, porque de vez en cuando oían el rumor de
la creciente que comenzaba a ceder luego de dos jornadas sin lluvia.
Hombres y cabalgaduras se encontraban extenuados a causa de una marcha sin
tregua por los barrizales de los bajíos, al amparo de la niebla
persistente. Las brújulas eran ahora tan inútiles como los mapas,
guardados en las maletas, y que sólo habían sido examinados por mera
curiosidad en Buenos Aires, antes de la salida del tren.
Ninguno sabía con exactitud dónde se hallaban, sino el baqueano que habían conchavado tan pronto cruzaron el río Uruguay con los restos de la fracasada expedición de Juan Smith. Al que capitaneaba el grupo no le inspiraba mayor confianza ese tape de pocas palabras y mirada esquiva; tal vez era un espía. Pero llevaban prisa y no había tiempo de procurarse otro. Era preciso arriesgarse y mantenerse alerta. Los aguardaba una larga marcha antes de poder reunirse con el |
grueso del ejército rebelde que se
concentraba en la frontera norte. Pero el capitán disimuló sus
preocupaciones para no desalentar el fervor que mantenía firme la moral
de sus hombres. Ya habían tenido bastante con cruzar el río Uruguay
acosados por los barcos argentinos. Eran ocho voluntarios, jóvenes, sin
experiencia en la guerra, salvo uno que había peleado en la revolución
del Quebracho y servía como instructor. En las
inmediaciones del Salto, un correligionario les había suministrado las
armas: dos escopetas, un máuser y tres pistolas, que con el Colt del
capitán, un sable y algunos cuchillos, constituían el reducido arsenal.
Supieron
que andaban cerca del Itapebí, porque de vez en cuando oían el rumor de
la creciente que comenzaba a ceder luego de dos jornadas sin lluvia.
Hombres y cabalgaduras se encontraban extenuados a causa de una marcha sin
tregua por los barrizales de los bajíos, al amparo de la niebla
persistente. Las brújulas eran ahora tan inútiles como los mapas,
guardados en las maletas, y que sólo habían sido examinados por mera
curiosidad en Buenos Aires, antes de la salida del tren.
Ninguno
sabía con exactitud dónde se hallaban, sino el baqueano que habían
conchavado tan pronto cruzaron el río Uruguay con los restos de la
fracasada expedición de Juan Smith. Al que capitaneaba el grupo no le
inspiraba mayor confianza ese tape de pocas palabras y mirada esquiva; tal
vez era un espía. Pero llevaban prisa y no había tiempo de procurarse
otro. Era preciso arriesgarse y mantenerse alerta.
Los aguardaba una larga marcha antes de poder reunirse con el
grueso del ejército rebelde que se concentraba en la frontera norte. Pero
el capitán disimuló sus preocupaciones para no desalentar el fervor que
mantenía firme la moral de sus hombres. Ya habían tenido bastante con
cruzar el río Uruguay acosados por los barcos argentinos. Eran ocho
voluntarios, jóvenes, sin experiencia en la guerra, salvo uno que había
peleado en la revolución del Quebracho y servía como instructor. En las
inmediaciones del Salto, un correligionario les había suministrado las
armas: dos escopetas, un máuser y tres pistolas, que con el Colt del
capitán, un sable y algunos cuchillos, constituían el reducido arsenal.
El
ruido de la correntada y la pendiente, ahora más pronunciada, indicaban
que estaban más cerca de la orilla; pero para llegar al agua debían
internarse en el monte feraz, de modo que lo fueron bordeando a la espera
de que aclarara. Pisaban terreno más firme, cubierto por apretada
gramilla, pero a cada paso tropezaban con raigones y piedras. La marcha se
hacía tan lenta como en los bajíos. Iban muy cerca unos de otros,
siguiendo puntualmente las indicaciones del guía que aseguraba que en una
hora alcanzarían el vado.
-¡Cómo
por el vado! -protestó el capitán-, si no debemos estar lejos de un
puente. Recuerdo que en el mapa figuraba un puente.
-Por
ese puente no se puede, patrón -aseguró el guía-, nunca se pudo. No hay
más remedio que cruzar por el vado.
-¡Pero
en el mapa figura un puente! -insistió el capitán, casi convencido de
que el baqueano estaba al servicio del gobierno.
-Usted
me contrató para esto. Si no
le sirvo, lo dice y me vuelvo a mi rancho.
-No,
ahora no te podés ir. Antes hay que aclarar este asunto.
El
capitán detuvo el caballo y hurgó en las maletas, buscando el mapa al
tanteo. Estaba húmedo como todo lo demás, pero el papel era
suficientemente grueso para resistir los rigores de la intemperie. Lo
desplegó con cuidado, encendió lumbre y siguió con el índice la línea
sinuosa del Itapebí. En efecto, una legua antes del vado había un
puente. Pero recién ahora descubría algo en que no había reparado la
primera vez: una tachadura algo borrosa trazada con lápiz de punta fina y
también una anotación que no logró descifrar ni con el auxilio de la
lupa.
Reanudaron
la marcha. El capitán trató
de develar el misterio.
-Decime,
indio, ¿por qué no se puede utilizar el puente?
-Porque no se puede, nadie pudo.
-¿Está
roto?
-No,
no está roto. Está tan entero como el día que lo terminaron. Eso dicen,
y también dicen que por más que uno camine sobre él, nunca se puede
ganar la otra orilla.
-¿Vos
intentaste alguna vez?
-Nunca
bajé al río por ese lugar, pero conocí a algunos que lo intentaron, y
juran que jamás pudieron. Hasta cuentan de un pobre tropero que se volvió
loco. Lo que puedo afirmar es que el puente está engualichado. Hay
quienes aseguran que un día anduvo el mismo Diablo por el pago, montado
en un azulejo y que al otro día apareció el puente por donde se fue
rumbo al norte una noche de tormenta. Unos guapos intentaron seguirlo pero
apenitas aclaró se encontraron con que iban rumbo al sur.
-¿Y
a vos nunca te picaron las ganas de curiosear? -No señor, porque a mí
esas historias ni me van ni me vienen. Cuando tengo que cruzar el Itapebí,
me arrimo al vado. Además la otra orilla es como ésta, puro monte y nada
de camino. El puente no sirve para un cuerno. El único que conoce la
historia y se la cuenta a quien se anime a interpretarla, es un cura viejo
que vive en el Salto. Cuando termine esta guerra, Dios le dé salud, patrón,
para que pueda ir a averiguar, si le interesa[1].
Los
otros iban callados. Algunos
dormitaban. Parecía que
siempre volvían al mismo sitio, que esa palmera insinuada entre los
vapores fríos era la misma que habían dejado atrás hacía media hora.
Al
disiparse un poco la niebla, el baqueano señaló una picada y dijo que si
bajaban por ahí no demorarían en llegar al puente, pero que era inútil
tomarse el trabajo, pues no podrían cruzarlo.
-Vamos
a investigar-ordenó el capitán.
-No
me queda más remedio que acompañarlos, porque si los dejo ir solos, es
una fija que se me pierden en el monte -agregó el baqueano con
arrogancia.
El
capitán no lograba disipar sus temores. Cada vez le gustaba menos aquel
hombre que se había adueñado de la situación y que tal vez los hiciera
caer en una celada en la que serían degollados sin piedad. Pero sobre
todo lo ofendía su obstinación en pretender hacerles creer las fábulas
del puente encantado.
A
poco de entrar en el monte fue necesario echar mano al sable para cortar
las ramas espinosas que se enganchaban en los ponchos. Llevaban los
caballos del cabestro; el baqueano había dejado el suyo fuera del monte y
se movía como un reptil entre la maraña, señalándoles la ruta.
Los
muchachos, jadeantes y con los rostros cruzados por numerosos rasguños
hubieran preferido que el capitán aceptase las recomendaciones del guía
respecto a la conveniencia de utilizar el vado, pero no se atrevieron a
terciar en la conversación, considerando que les esperaban circunstancias
todavía más ingratas. Era mejor endurecerse de a poco.
De
pronto, el capitán ordenó detener la marcha; el guía había
desaparecido. El ruido de la correntada y el que hacían las botas y los
cascos al ser succionados por el lodo maloliente y al desprenderse con
dificultad, para hundirse nuevamente, no evitaba que se sintiesen como
atrapados en un silencio de muerte. Instintivamente se acercaron unos a
otros, sin decirse nada, con el oído atento. El capitán amartilló el
revólver y, como si hubiesen interpretado una orden, los jóvenes
voluntarios aprontaron sus armas. Algunas manos temblaban, tal vez por el
frío intenso del interior del monte.
Pasaron largos minutos antes de que se oyera la voz ronca del
baqueano:
-¡Por
aquí!, ¡sigan derecho!
Sin
bajar la guardia se pusieron en movimiento y no tardaron en dar con un
claro cubierto de paja brava; un poco más adelante, luego de ascender por
una pequeña elevación descubrieron la silueta del puente romano, en
medio de la neblina dorada por la luz del amanecer, con sus bases amplias,
los tres arcos y la calzada elevándose hacia la mitad de la construcción.
El capitán consideró que si cruzaban por ahí se ahorrarían un buen
trecho por más dificultades que opusieran el monte y los bañados que,
según el mapa, quedaban un poco más al norte. Atrajo
la atención de todos la fuerza del remolino que se formaba bajo el arco
central. El capitán estaba
seguro de que el vado no daría paso aún. Sería insensato desaprovechar
la posibilidad de cruzar por el puente, pero primero había que explorar.
Ordenó a cuatro de sus hombres que lo acompañaran. Los otros
cuatro quedarían atrás en previsión de cualquier emergencia. Le gritó
al guía que marchara adelante.
-Yo
no voy, patroncito; prefiero volverme al Salto, aunque no me paguen. Ya no
me necesitan.
-No
te me retobes, indio; tendrás que ir aunque te duela. Sin duda nos querés
embromar.
-Nada
de eso, se lo juro por mi madre.
-¡Andando!
-gritó el capitán, empuñando el revólver para intimidar al baqueano
que entró en el puente de mala gana. Estaba asustado. Los que quedaban en
la retaguardia cerraron filas para evitar todo intento de fuga.
Marchaban
muy lentamente porque la niebla volvía a cerrarse. El capitán iba a
caballo apuntando a la cabeza del guía; los otros los seguían de a pie,
con las armas listas y ansiosos porque aquello terminara de una vez por
todas.
Por
entre las piedras de la calzada crecían variedades de matas cubriéndolas
de una alfombra que amortiguaba los pasos. Uno de los muchachos se detuvo
un instante al descubrir sobre una losa un número arábigo. Más adelante
apartó con la punta de la bota la maleza y encontró tallados en la
piedra algunos signos algebraicos. Comprobó también que la calzada tenía
una ligera curvatura hacia la derecha, pero al descender por la otra mitad
notó que se curvaba hacia la izquierda. No había tiempo para sacar
conclusiones.
El
guía tenía miedo. Se resistía
a seguir.
-Por
Dios, patrón, ¡déjeme volver!
-No
seas maula y seguí, si no querés que te reviente el cráneo.
Se
acercaban a la orilla opuesta. El curioso seguía investigando; ahora
entre unas matas holladas alcanzó a ver los mismos signos, pero
invertidos. Iba a decirle algo al capitán, cuando éste sujetó las
riendas y les dijo en voz baja que tuvieran cuidado.
En efecto, al final del puente se distinguían siluetas humanas. Tres o cuatro, tal vez cinco.
El
capitán increpó duramente al guía:
-¿Y esos quiénes son? ¡Vas a decirme que no sabés!
-Parecen
fantasmas, patrón.
Indignado
por la burla de que era objeto, apenas pudo contener la cólera.
-Vas
a ser el primero en morir, ¿oíste?
El
baqueano avanzó otro poco, y cuando sus ojos avizores descubrieron a los
otros se heló de terror.
-¡Son
los mismos, patrón! -¿Los mismos, quiénes?
El
infeliz ya no pudo articular palabra y echó a correr despavorido.
Seguro
de la traición el capitán disparó dos veces sobre las espaldas del
baqueano que emitió un grito ahogado. Pero no cayó enseguida; llevado
por el impulso fue a desplomarse bañado en sangre, cerca de los hombres
de la orilla, quienes, al reconocerlo, buscaron dónde guarecerse para
repeler el ataque del grupo que se movía entre los vapores que flotaban
sobre el puente.
El
capitán ordenó a sus hombres que abrieran fuego graneado, y comenzó un
tiroteo que se prolongó por diez minutos y que cesó abruptamente. Cuando
el capitán se lanzó a todo galope sobre sus enemigos mal resguardados,
una bala de máuser se incrustó en el pecho de su caballo. Mientras el
jinete se incorporaba trabajosamente en medio del lodazal, el único
sobreviviente de los contrarios, aprovechando el momento de confusión
para abandonar su posición y huir a refugiarse en el monte.
Fuera
de sí, el capitán echaba maldiciones a todos los vientos. Maldijo a la
niebla cómplice, al baqueano que los había traicionado, sin recordar sus
advertencias de que por el puente no se podía cruzar. Lo vio agitarse a
sus pies, presa de las últimas convulsiones. Escupió sobre el moribundo,
y luego se acercó lentamente al lugar donde yacían los tres enemigos
abatidos, para descubrir con estupor que eran los mismos muchachos que habían
quedado en la retaguardia. La cabeza comenzó a darle vueltas en un vértigo
acelerado. Imposible intentar comprender aquello. Volvió al puente y cayó
sin sentido sobre la calzada antes de reunirse con quienes lo habían
acompañado: dos se desangraban, ante la desesperación de los otros dos
que no sabían qué hacer.
Cuando
volvió en sí le pareció que había tenido una pesadilla, pero al
incorporarse comprobó con amargura que la pesadilla continuaba. El sol
estaba alto y la niebla se había disipado. Sobre la calzada yacían dos
cadáveres. Los sobrevivientes no estaban ahí. Tal vez estuvieran en la
orilla lavando sus heridas. Se puso de pie y recorrió el contorno con la
vista, pero no los halló. Lo habían abandonado.
Lo
mejor seria marcharse de ese paraje maldito lo antes posible. Subió por
el ribazo en dirección al monte donde esperaba encontrar alguno de los
caballos, pero antes de internarse en la maraña volvió la cabeza para
echar un último vistazo. Contempló la otra orilla y la mitad de la
calzada cubierta de carquejas que no habían sido pisadas ni teñidas de
sangre.
Volvió
sobre sus pasos. Ahora que todo se veía nítido bajo un cielo sin nubes,
ahora que no tenía prisa, podía dirigirse, lentamente, a la otra orilla.
Entró
de nuevo en el puente. Avanzaba despacio, muy despacio; pasó junto a los
dos cadáveres que estaban a su derecha, y cuando traspuso la mitad del
puente sintió como un ligero vaivén, un mareo fugaz; y ahora tenía los
dos cadáveres delante de sí, pero a la izquierda; y, más abajo: el
baqueano, su propio caballo rígido como una estatua derribada, los tres
voluntarios contra quienes había disparado sin piedad. Sin perder la
calma, giró cautelosamente la cabeza, y vio a sus espaldas las carquejas
intactas y la otra orilla.
Después
probó hacer el recorrido atendiendo únicamente a su propia sombra, que
al pasar el punto medio de la calzada se proyectó bruscamente sobre el
parapeto opuesto. Luego repitió la operación mirando hacia el sol; y al
sentir el vaivén, cerró los ojos y en su retina perduró un semicírculo
de fuego. Sin desanimarse, volvía a comenzar, y siempre retornaba, sin
percibir cómo, al punto de partida. Lo intentó diez veces, veinte veces
(veía que su sombra se alargaba), cuarenta veces (se fijaba en las
estrellas), sesenta veces... hasta que se olvidó de sí mismo. [1] Lo que el cura viejo contaba no todos podían entenderlo: el puente había sido construido a fines del siglo XVIII por un ingeniero excéntrico especialista en construcciones militares, al servicio de Carlos III, que buscó un lugar apartado para reproducir un modelo de puente como aquel que el astrónomo Al Muzewa mandó erigir sobre el Guadiana en el siglo XIV, aplicando a sus cálculos la ecuación del movimiento retrógrado del planeta Marte, y que la Inquisición ordenó destruir por considerarlo obra del demonio por arte de brujería. La escasa utilidad de una construcción semejante y la complejidad de los cálculos que exige su ejecución, determinaron que no fuese emulada hasta que el ingeniero Leoncio Arolas, hombre ilustrado, se propuso demostrar que se trataba de un problema matemático y que sólo la ignorancia del vulgo y el fanatismo dogmático habían dado lugar a creencias supersticiosas. Fueron pocos los que prestaron atención a la obra, en parte por lo aislado del lugar, y principalmente por las repetidas guerras del pasado siglo. Sin caminos de acceso, y en medio de una estancia cimarrona, finalmente fue olvidado. A principios de siglo aún se mantenía en pie gran parte de la estructura. Todavía pueden verse algunos restos que pronto desaparecerán bajo las aguas del lago de la represa.
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Héctor Galmés
32 narradores del Sur
Editorial Don Bosco
Asunción, 1998.
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