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Crimen robado
Héctor Galmés

SUBIÓ AL tranvía sin importarle qué destino llevaba, y se bajó en cualquier parte. Sintió bajo las suelas gastadas las turgencias de los adoquines calientes aún, después de aquel día bochornoso de diciembre. Se sentó en el cordón de la vereda para aflojarse las cintas de los zapatos y se quedó un rato allí, mirando las copas de los plátanos iluminadas por los altos faroles de la avenida. Nadie transitaba por las aceras sombrías. Puertas y ventanas estaban cerradas. Era casi medianoche. Pero esta vez vencería al insomnio; caminaría hasta el agotamiento, y cuando se tirara sobre la cama no lo incomodaría tanto el calor del colchón de lana ni los olores ácidos que subían de la cocina. No pedía más que poder dormir un par de horas de corrido. Nada más que un par de horas, hasta que algún anciano lo llamara para que le alcanzara el orinal, otro, para que le cambiara las sábanas empapadas, aquél, para que le diera la primera toma de su medicina, éste, ¿.ara que le masajeara la espalda. Le inspiraban aversión y también envidia, porque consideraba que era más llevadera que la suya, la existencia de aquellos desgraciados que no acababan de morirse (y cuando alguno expiraba, venía otro a reemplazarlo de inmediato).

Pasó un tranvía sin pasajeros, con el motorman tieso y el guarda adormilado. Tal vez fuera el último. Mejor así. Eso lo obligaba a caminar y a distenderse. Cuando el golpeteo de los hierros aún no se había ahogado en la distancia, oyó voces y risas medio contenidas. No logró averiguar de dónde procedían.

Posiblemente de alguna habitación a oscuras, con las ventanas abiertas de par en par y las celosías cerradas, o acaso de algún balcón donde trasnochaba gente sin sueño y agobiada por el calor. Se reían de él: un hombre sin perro. A esa hora no se podía salir sin perro, sin llamar la atención. El no tenía. Sólo un gato medio ciego que lo esperaba estirado sobre la colcha. Se arrimó a la pared y apuró el paso para escapar a las miradas curiosas.

 

Pasó junto a las verjas del Parque Central. Los grandes portones de hierro abiertos, como siempre. Contuvo el impulso de internarse por la avenida de plátanos y caminar hasta el monte de pinos junto al viejo estadio de madera. El lugar le traía recuerdos gratos: allí había ganado sus primeros reales ayudando a despachar naranjada durante los partidos de fútbol. Pero ahora estaba oscuro, demasiado oscuro. Aún se veía a ambos lados del portal restos de carteles de toros impresos en azul. Las últimas corridas se habían realizado el verano anterior, en el ruedo adyacente, pero esas lidias no tenían ningún interés para él porque se respetaba la vida del toro.

 

Siguió caminando. Ahora se aproximaba a las luces del Hospital Militar.

 

Más allá de la avenida Larrañaga, se espesaban las sombras y el silencio parecía definitivo. La mayor parte de los faroles estaban apagados o habían sido destrozados por pedradas certeras. Se le ocurrió que podría ser atacado por patoteros; pero quien podía adivinar que un caminante solitario se desplazaba en la tiniebla. Además no llevaba reloj y tenía poco dinero. Esas carencias lo ayudaban a sentirse seguro. Caminaba por la zona de mansiones rodeadas de jardines. El perfume de las plantas, confundido con el de la tierra húmeda, le hacía bien, lo reconciliaba momentáneamente con el mundo, pero más adelante, después de cruzar el camino Propios, volvió a sentir la sensación sofocante. Se desplazaba por veredas desniveladas; los jardines eran más pequeños, hasta que ya no hubo jardines sino series de casas de una planta. El mismo frente repetido, idénticas puertas, de doble hoja, altas y angostas y con llamador de bronce; el escalón de mármol, gastado en el medio, las rejillas de los respiraderos de los sótanos, todas iguales. Había más luz que en el sector de las mansiones, pero sólo servía para mostrar la fealdad de las casas de clase media. En una esquina acababan de cerrar un bar; por debajo de la cortina metálica salía un torrente de

agua jabonosa con creolina.

 

Tenía la boca reseca. Buscó un caramelo de menta en el bolsillo del pantalón, le quitó la envoltura de celofán, se lo llevó a la boca y lo chupó lentamente. Se sucedían puertas cerradas. No todas. A media cuadra de distancia, la luz de un zaguán proyectaba un rectángulo amarillo sobre la vereda. Quiso mirar, por curiosidad, por tratarse de la única puerta abierta. Un novio se estaría despidiendo, o visitas de última hora; tal vez hubiera enfermos y esperaban al médico... Quedó inmóvil en medio del rectángulo amarillo, fascinado por aquel cuadro. Tuvo intención de llamar a los de adentro. A través de los vidrios de la puerta cancel vio dos mujeres, al final de un largo pasillo. Escuchaban por la radio un vals de Canaro. Una de ellas hacía tejido de ganchillo y la otra, con un codo apoyado en el borde de la mesa leía una revista. No supo qué hacer: si golpear el llamador, o abrir la cancel y gritarles, o huir antes de que alguien lo viera.

 

Imposible huir. Lo retenía una atracción irresistible. Se atrevió a trasponer el umbral. No cabía duda de que el hombre estaba muerto. Tenía la serenidad de los mártires de las estampas. No presentaba señales de lucha. El asesino lo había tomado de sorpresa. Conservaba los anteojos en su lugar; bajo los cristales de aumento, montados en armazón de metal plateado, brillaban unos ojos muy claros, como esferas de agua.

 

La herida en el costado izquierdo sangraba poco, tal vez la impresión y no la herida había puesto fin a la vida del anciano, sobre cuya calva se posaba una mosca.

 

El arma homicida, una sevillana de hoja labrada y mango de hueso, había sido abandonada sobre el escalón, junto al marco de la puerta, por el criminal, acaso involuntario; se trataría de un rapiñero inexperto, o simplemente de un loco.

 

Se agachó para recoger el arma; sintió deleite al empuñarla, y la acercó al pecho del muerto para probar el filo en uno de los tiradores que levantó hasta que el elástico se cortó y sonó como un latigazo.

 

Cuando alzó la cabeza vio la cara desfigurada por el espanto tras los cristales de la cancel. Mientras la mujer gritaba como loca, él se incorporó pesadamente, cerró la sevillana, la guardó en el bolsillo y se retiró sin prisa. Dobló la primera esquina y anduvo hasta dar con un boliche abierto en el que dos parroquianos comentaban con el dueño la persecución y entrada a puerto del acorazado alemán. Se hizo servir una cerveza y la bebió de a sorbitos. Se sentía reanimado, con el convencimiento de que a él tampoco le hubiera faltado coraje para ultimar al hombre. Y de haberlo hecho, hubiera confesado lisa y llanamente y aun inventado agravantes, aunque más no fuera para mortificar a los ancianos que se horrorizarían de pensar que habían convivido tanto tiempo con un criminal; y ya no podrían dormir, y si lo lograban tendrían pesadillas en las que él los visitaría noche a noche empuñando una gran navaja. Pero, pensándolo bien, en la cárcel la pasaría mejor, mucho mejor. Podría dormir largas siestas, comería siempre a la misma hora, y se haría de amigos, por qué no. Además le darían la oportunidad de aprender un oficio. La cocinera, era seguro, iría a visitarlo los domingos y le llevaría golosinas y cigarrillos.

 

Estaba decidido: se haría cargo de esa muerte.

Héctor Galmés
El País Cultural Nº 235
6 de mayo de 1994

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