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Una conferencia sobre el sentimiento hispano – americanista en la literatura uruguaya
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I
Al pronunciar la palabra hispano-americanismo, tema
central de esta disertación, quiero precaverme contra torcidas
interpretaciones. Incalculable es el poder de las fórmulas. Las palabras
ejercen potentísimo, maravilloso influjo sobre los hombres. La ilusión
verbal, la seducción engañosa de un verbo sonoro, con harta frecuencia
sirven para propagar falsos y nocivos conceptos, ideas que caen como
simientes en las almas de los hombres y en las almas colectivas de los
pueblos. Ellas difunden sentimientos y pasiones que luego son causas
secretas o manifiestas de hechos de proyecciones incalculables; hacen un
camino escondido y subterráneo y luego aparecen de pronto, surgen a la
luz, estallan en las misteriosas acciones y reacciones de la historia.
"En el principio era el verbo", dice el sagrado texto. En el
principio era la fuerza, en el principio era la acción, traduce en las
filosóficas meditaciones de su gabinete de alquimista, el personaje
eterno en cuyos labios puso Goethe numerosas sentencias de hondo e
imperecedero sentido. La palabra es fuerza y acción, está en el
principio de toda humana obra. No son fórmulas áridas y secas de
notaciones matemáticas esos signos convencionales del lenguaje; no tienen
el valor inmutable de las cifras
algebraicas. Palabras idénticas, despiertan
resonancias múltiples, infinitas, ecos lejanos y diversos, al caer en las
conciencias de hombres distintos, y más aún, al derrumbarse en esas
simas insondables de la subconciencia, llenas de temerosos silencios y de
profundos misterios. Palabras hay que al través de nuestra vida psíquica,
hemos cargado de recuerdos; al pronunciarlas, sentimos que suben en
bandadas a la luz de nuestro espíritu, memorias que parecían
desvanecidas para siempre en los limbos del olvido donde más se espesa la
penumbra. Otras hay que nos basta decir mentalmente para que llenen
nuestra conciencia las ondas de una prolongada vibración musical, como si
dedos intangibles tañeran las cuerdas del arpa íntima. Las hay, que
hacen revivir en nosotros un mundo de sutilísimas correspondencias en el
que los sones se trasmutan en recuerdos, los perfumes se truecan en
visiones, las voces evocan paisajes o figuras. La palabra, condensación
del aliento del alma, surge tibia, cuando es sincera, del calor más hondo
de nuestro ser. Es formidable instrumento de goce o de dolor que pulsa
sabiamente la mano del artista. Guarda en sí posibilidades inagotables.
De alianzas inconsútiles, de palabras que pueden hacer melodías jamás oídas,
trémolos suavísimos, austeras, y prodigiosas sinfonías. En sus
virtualidades pictóricas hay colores para emular las orgías, de los
maestros venecianos, claridades y sombras como las que lucen en las
evocaciones trágicas y visionarias de Rembrandt, matices tenuísimos,
brillos triunfales, florecimientos esplendorosos, rompientes de luces,
tales como jamás se extendió el pincel sobre el lienzo. La palabra
destella y fulgura como una gema o salpica y ensucia como el lodo; provoca
exaltaciones de férvida espiritualidad, o prodiga caricias sensuales y
enervantes; es filtro que rinde voluntades, venda de piedad sobre la
herida, hoja tajante que blande un brazo heroico... Pensamiento,
sentimiento, música, idea, color, perfume, el verbo está en la raíz de
todo humano impulso.
Épocas hay del espíritu humano que son abiertas por
una inesperada insurrección verbal. Recordad los manifiestos del
romanticismo en su período de ataque. El arte clásico puro mataría la
belleza por cristalización. El puro espíritu romántico lo disolvería.
Chateaubriand descubre la palabra "con gusto a carne" según la
frase de Maurras; Hugo desata sus torrenciales orquestaciones verbales;
Gauthier enriquece la frase como el pintor carga de colores la paleta...
El romanticismo es una grande renovación verbal. Es también todas las
otras cosas que sabéis y cuya importancia histórica no necesito explicar
ahora. Un escritor de España, cuyo nombre poco se conoce y se pronuncia
en nuestras tierras de América, Juan Maragall, patriarca de las letras
del renacimiento catalán, el que escribió el "Cántico
Espiritual", una de las inspiraciones perdurables de la moderna
literatura peninsular, ha escrito un delicado elogio de la palabra,
"la maravilla mayor del mundo porque en ella se abraza
*y
confunde toda la maravilla espiritual de nuestra naturaleza.
Parece,
concluye, que la tierra
use de todas sus fuerzas en llegar a producir al hombre como al más alto
sentido de sí misma y que el hombre use toda la fuerza de su ser en
producir la palabra". Aladas las llama Homero, con primoroso epíteto.
Y hoy leemos las suyas, inmortales, y pensamos que casi nada más que
palabras, palabras aladas y mármoles rotos, quedan de una de las más
hacendosas colmenas humanas que hayan fabricado su miel en las ramas del
tiempo. Todo lo demás se derritió como cera blanda...
Pesemos, pues, las palabras a las que
hemos de atar nuestro pensamiento. Si amamos la verdad, hablemos con
palabras veraces, no manchadas de falsedad o de insinceridad.
Entre las palabras, las hay que son cordiales y simpáticas,
y suenan como lemas de nobles cosas y de altos efectos, porque evocan férvidos
ideales de la conciencia colectiva: patriotismo, nacionalismo... A la par
de ellas, otras análogas: hispano-americanismo... Ellas han de ser
definidas con claridad antes de servirse de ellas. Por eso dije al
comenzar que quería precaverme desde luego contra interpretaciones
equivocadas. Tienen esas palabras, una faz de simpatía; pero como
medallas que ostentaran en una de sus caras el laurel pacífico y en el
reverso la efigie agresiva y bélica, sirven también de consignas de la
discordia y el odio. Las buenas palabras generosas se trasmutan fácilmente
en leyendas de la pasión agria, se cargan de sentido negativo; el espíritu
del mal les infunde un aliento ponzoñoso. Así suelen sonar a cosas
inicuas las palabras patriotismo, nacionalismo, cuyo germen está en un
santo amor. Cuidemos, pues, el precisar nuestras palabras. Crear la fórmula
es forjar el grillete del pensamiento.
Mal entendida, esta voz
"hispano-americanismo", puede revestir sentido indeseable. Nace
entonces la oposición con aquella otra que he pronunciado,
panamericanismo, se pronuncia la hostilidad de los diversos conceptos de
"la patria, magna". Frente a la unidad labrada por la raza o el
idioma, la vinculación de la unidad territorial o continental; el lazo
atado por la geografía frente al anudado por la historia o la estirpe o
la política. Entonces la palabra que significaba unidad buena de familia
dentro de la comunidad de los pueblos, se torna en verbo negativo, erizado
de incomprensiones, signo de pasión, entrañado como activa levadura en
un grupo humano, fórmula de contradicción y de lucha.
Insisto, pues, en mi afirmación inicial,
de que, fervoroso hispano-americanista, si ello dice amor al vínculo de
la tradición, no profeso tal palabra como fórmula de doctrina, antes
bien expresamente quiero despojarla de sentido político. El
hispano-americanismo de que hablo es de cristalina sencillez: pero tiene
primordialmente, valor sentimental. Por eso escribí el título publicado
de esta disertación: el sentimiento de hispano-americanismo en la
literatura uruguaya. No por eso le atribuyo valor ínfimo. El sentimiento
es una fuerza invalorable. No sólo los artistas, los poetas, también los
hombres de Estado, los que manejan humanos intereses, deben calcular el
poder de irradiación y expansivo del sentimiento. Sus proyectos serán
errados, cuando en ellos no pese como algo real, eficiente, ese factor del
sentimiento, que puede llegar a ser todopoderoso; el sentimiento es magnética
corriente que galvaniza a un pueblo entero y lo alza pronto para viriles
empresas o que pasa de uno en otro pueblo, salvando las fronteras
materiales, revela profundas afinidades y toca y exalta las almas para
gestas que tuercen el curso de la historia y hacen violencia al destino.
Hispano-americanismo, en intención de esta conferencia, es vínculo de
simpatía y afinidad entre España y América. Lo estudiaré reflejado en
nuestra literatura uruguaya. El tema, demasiado vasto para una lectura,
podría tener fases múltiples. Aún concretado a su mera expresión
literaria, desbordaría de los límites fatales en los que debo
encerrarme. Podría comprender el estudio, aún no realizado en forma
aceptable, del influjo de la mentalidad española en las diversas épocas
de la literatura patria. Se podría, por ejemplo, escribir un ensayo sobre
el paralelismo de ambas literaturas, sus diferencias y simpatías. Cabría
medir la influencia de los escritores españoles en nuestra producción.
Algunos de ellos — Larra, Zorrilla, Bécquer — darían materia para
interesantes notas. Podríamos sentirnos tentados a trazar las semblanzas
de los españoles de origen, incorporados como nativos a nuestra historia
literaria, símbolos vivos que revelan hondísima afinidad y compenetración
intelectual y sentimental. Citemos sólo un nombre, y muy reciente:
"El Viejo Pancho", el poeta criollo por excelencia de nuestro
tiempo, el más genuino de los modernos payadores, cantor del pago y del
terruño, fue español de nacimiento. Si quisierais saber cómo y por qué
el más penetrante intérprete actual del alma de nuestros hombres de
campo, el que infundió más emoción al habla característica de nuestros
"gauchos" de ahora, acertó a hacerlo sin haber visto la luz de
nuestros pagos, tendríais que descender a ese oscuro fondo étnico, a ese
secular depósito de sentimientos que pasa de padres a hijos y donde yacen
adormidas, pero siempre vivas, profundas simpatías, impulsos capaces de
abrirse en los corazones como florecimientos espontáneos de lo más íntimo
de nuestro propio ser. Así se abrió un día de pronto en el corazón de
"El Viejo Pancho", amasado con tierra española, la flor de la
nativa poesía que pensamos que sólo podría germinar en barro de América.
No es ese grupo de semblanzas el que voy a tratar ahora.
He circunscrito más mi tema. Al comenzar mi escrito, suspensa sobre el
papel la pluma, pensé que el título pudiera ser éste o parecido: De cómo
se refleja el sentimiento de amor a España en algunos de los escritores
uruguayos representativos de nuestras diversas épocas literarias. Estamos
en el presente empeñados en una tarea de vinculación espiritual y
material. Colaboran en ella instituciones tan beneméritas como este
"Centro Gallego" que hoy me honra con la hospitalidad de la
tribuna. La tarea es más fácil y fecunda hoy que ayer, y también más
necesaria. La renaciente cultura de España, en plena expansión, en rico
y copioso fructificar, nos brinda cátedras, universidades, centros de
estudio y laboratorios. Rumores de taller en actividad llegan a
instituciones como esa admirable Junta de Ampliación de Estudios que
congrega en su seno a algunos de los hombres cumbres de la intelectualidad
de España, que irradia su pensamiento, en el interior y en el exterior y
ofrece un vasto campo de estudio y de labor a los jóvenes estudiosos.
Pero si la organización universitaria cuenta hoy con eficaces
instrumentos de trabajo intelectual, la propaganda siempre ha tenido apóstoles.
Esto es lo que pondré de relieve. Diré cómo trabajaron por esa
vinculación algunos de los más prestigiosos escritores uruguayos; cómo
la sintieron y sirvieron. Presumo que no habrá más grata manera de hacer
discurrir con amenidad y deleite esta hora, que la de ceder con frecuencia
la palabra a esos escritores compatriotas. Leeremos, pues, juntos y en
alta voz, algunas de las páginas más bellas que les inspiró el amor al
genio materno de España, reanimando los acentos de algunas voces amigas y
elocuentes que siempre nos será grato oír, a nosotros y a vosotros.
II
Podríamos pasar por alto los escritos de la primera
generación. Tiene ella nombre que plenamente la encarna. Francisco Acuña
de Figueroa personifica el espíritu del Montevideo colonial y luego,
durante largos años, ocupa la desierta escena literaria de nuestro país.
Por un sino curioso, pero revelador de un estado social, este hijo de
Montevideo no se alistó en las filas revolucionarias al estallar el
movimiento emancipador. Permaneció fiel al rey Fernando VII y a las
banderas españolas ¡Traición!, gritarán los eternos incomprensivos, o
cuando menos señalarán al poeta como una excepción vituperable. Hay
quienes creen aún que nuestra historia está partida netamente en dos por
la revolución: del lado de allá el pasado en sombras; hacia acá el
resplandor de la nueva era. Por fortuna, ya hace muchos años que el
progreso de los estudios históricos ha hecho saber que es necesario
sepultar bajo siete llaves esos conceptos declamatorios.
La situación personal de Figueroa, que coincide con la
de muchos de sus contemporáneos nacidos en nuestra tierra, está
explicada sin subterfugios en el prólogo del "Diario Histórico",
libro apelmazado y soporífero para quien pretenda hallar en él méritos
literarios, pero lleno de interés para quien aspire sólo a rastrear
datos y pormenores curiosos de los últimos años de la dominación española
en nuestro suelo. Estuvo el poeta, junto con sus hermanos, entre los muros
de la plaza, durante los años de la encarnizada resistencia que opuso a
las armas de la revolución; quiso, aprovechando sus forzados ocios,
trazar la crónica del sitio. Como muchos otros americanos, escribe
Figueroa, que después se han hecho recomendables por las letras o por las
armas, en honor y defensa de la patria, él, en los primeros años de la
Revolución, y muy joven todavía, cedió a las simpatías de familia, a
las preocupaciones de su educación y antecedentes y no comprendió a
primera vista lo grande del movimiento, ni su impulso regenerador que
debería fructificar en las generaciones del porvenir; asustado por el áspero
sacudimiento y convulsión que aquél hacía experimentar a todo el
antiguo orden social, se encontró colocado entre aquellos que
pretendieron poner un dique con sus pechos al torrente que se desbordaba,
sin dejar por eso de amar mucho a su tierra natal... Fácil le hubiera
sido borrar actualmente hasta los vestigios de sus antiguas opiniones,
pero esto sería mentir a la patria y mentir sin utilidad para ella. La
guerra de la independencia es para Figueroa una guerra civil. El
sentimiento patriótico no late en su espíritu en esta primera época de
su labor. España es la patria, grande. Montevideo la aldea nativa querida
con íntimo afecto. Nutre su pecho un vivo sentimiento localista. Más
tarde, el narrador en verso del sitio de 1812 se trueca en el "poeta
civil", — si cabe prodigarle tal sonoro título — de la república
recién constituida. Con tal tiesura, requerida por tan empingorotado
oficio, pulsa la lira de hierro. Maldice a España en versos que son ecos
de la poesía española del siglo XVIII y principios del XIX. Prodiga sus
versificados anatemas, aunque no tanto como los sahumerios a los próceres
del nuevo régimen. Así vive medio siglo reflejando en su producción las
variaciones políticas del medio en que vive. Escéptico y despreocupado,
se consuela de sus errores con la liviana sátira horaciana. Nacido para
la vida plácida y cortesana, tocóle en suerte capear las tormentas de
los años más turbulentos y borrascosos de nuestra historia. Abrid
algunos de los tres gruesos volúmenes que en la famosa "Biblioteca
de Autores Españoles" de Rivadeneyra conservan una nutrida compilación.
Os llamará de inmediato la atención la semejanza espiritual de Figueroa
con estos escritores. Allí cabría un sitio para su producción. Fue
siempre entre nosotros el poeta del buen tiempo pasado. Fluctuó sin
convicción, arrastrado por las opuestas corrientes políticas que
atravesaron su época, desde los días de la colonia hasta los de la
formación constitucional. Acompañó en sus cambios y mutaciones a
nuestro Montevideo, desde que la ciudad comenzó a removerse en la celda
de la crisálida colonial.
No cabe hablar con propiedad del sentimiento
hispano-americanista en Figueroa. Espiritualmente es todavía más español
que americano. Es natural que fuera así. Los cambios intelectuales son
siempre más pausados y lentos que los políticos. Las fechas de la
historia política no marcan los jalones de la historia literaria. Acuña
de Figueroa "sobrevive" medio siglo a su época y es la
encarnación de la tradición española en los primeros tiempos de la
patria nueva. Si fuera necesario demostrar esto, que es la evidencia
misma, bastaría su nombre para probar cuan falso y deleznable
es
el concepto que pretende, existe un abismo cavado por la revolución
emancipadora, que separa al presente del pasado. La historia es
continuidad, sucesión de hombres y pueblos, tradición, es decir,
trasmisión, de unas en otras generaciones, de la llama sagrada de la
vida. Cada generación, antes de disiparse para siempre, lega lo mejor de
sí misma a la que viene tras ella. Cada generación es el eslabón de una
cadena que sostienen las manos de Dios.
III
Acuña de Figueroa, sumergido a medias todavía en el
pasado colonial, no goza aún de autonomía mental; es una prolongación
de la vieja y empobrecida cultura española del siglo XVIII. Pero he aquí
que la alborada romántica destella sobre los pueblos del Plata. El
romanticismo mira por una de sus fases al pasado. Pero es al mismo tiempo
un movimiento de libertad espiritual. Los corifeos del romanticismo
americano aspiran con justicia a conquistar la independencia intelectual,
que es para ellos complemento de la independencia política. Publicistas
de aquella generación que removió tan hondos problemas literarios, políticos
y sociológicos, sin acertar casi nunca con su solución, acuñan su
pensamiento en una frase lapidaria: civilización y barbarie. Civilización,
es decir, europeísmo, en el sentir de Sarmiento; barbarie es decir,
soledad de los desiertos, restos y resabios de la cultura colonial, todo
lo que se opone al cambio de los espíritus. Buscad en Sarmiento, buscad
en Alberdi, buscad en Andrés Lamas o Juan María Gutiérrez los
testimonios de esa guerra sin cuartel: los
hallaréis
repetidos hasta la saciedad. Sarmiento, para citar un solo nombre, pasa
por Montevideo en tiempos de la Guerra Grande. La ciudad, guarnecida por
numerosas legiones de extranjeros, mezclados con hijos del país, lucha
contra el ejército de Oribe. Nuestro viajero queda deslumbrado. Su famosa
frase paradójica, cuya paternidad alguien ha discutido, parécele
justificada y concretada en un ejemplo histórico: civilización contra
barbarie. En la carta en la que describe, con su natural verba
incontinente, improvisadora y pintoresca, el ambiente cosmopolita del
Montevideo de la Defensa, está estampada la jubilosa impresión que le
causa el cambio profundo que nota, que él interpreta como un rompimiento
a muerte con el pasado histórico español. "Buenos Aires (el Buenos
Aires de la tiranía) España exclusiva; Montevideo, Norte América
cosmopolita. ¿Cómo han de estar en paz el fuego y el agua?" Y luego
formula, contra los encastillados en el espíritu de España, un anatema
iracundo: "¡Raza infeliz, mátate como el escorpión, con el veneno
mismo que circula en tus venas!" "¡Oh Montevideo, exclama
dirigiéndose a la ciudad europeizada, yo te saludo, reina regenerada del
Plata! Tu porvenir está asegurado; el incendio de los pajonales del
desierto ha pasado ya sobre tu superficie; la yerba que nazca será fresca
y blanda para todos. Proscrito de mi raza, un día vendré a buscar debajo
de tus muros las condiciones completas de hombre que las tradiciones españolas
me niegan en todas partes". Un tema muy sugestivo acude a los puntos
de la pluma al comentar estas apasionadas frases de Sarmiento. Hay que
vencer un impulso espontáneo para resistirse a insinuarlo siquiera.
Porque no creo que podría demostrarse cumplidamente que este batallador y
encrespado espíritu de Sarmiento, alzado en recio gesto de rebeldía
contra la tradición española, es, sin embargo, para quien sepa calar
hasta lo íntimo de su espíritu, el más genuinamente castizo de los
escritores de América.
Releed "Recuerdos de Provincia" y decidme si
se ha escrito en América libro que, con más frescura que éste, conserve
el aroma de los tiempos idos, en el que se evoque con una vivida emoción
el ambiente claustral de nuestras viejas ciudades, señaladas todavía por
el austero sello de la España vieja.
Dejemos de lado ese comentario tentador y vayamos a lo
pertinente. Cuando el romanticismo erigió su enseña libertadora, pareció
que bajo las oleadas de gloriosas novedades desaparecían sepultadas para
siempre las reliquias de la tradición española. Concretémonos a los
escritores uruguayos. Andrés Lamas pregona un ideal combativo: "Dos
cadenas nos ligaban a España: una material, visible, ominosa; otra no
menos ominosa, no menos pesada, pero invisible, incorpórea, que, como
aquellos gases incomprensibles que por su sutileza lo penetran todo, está
en nuestra legislación, en nuestras letras, en nuestras costumbres, en
nuestros hábitos y todo lo ata, a todo le imprime el sello de la
esclavitud y desmiente nuestra emancipación absoluta. Aquélla pudimos y
supimos hacerla pedazos con el vigor de nuestros brazos y el hierro de
nuestras lanzas; ésta es preciso que desaparezca también si nuestra
personalidad nacional ha de ser una realidad; aquélla fue la misión
gloriosa de nuestros padres; ésta es la nuestra". Tal, el confesado,
propósito de Andrés Lamas. La realización, esto seria claro para quien
analizara su obra historial, es menos absoluta de lo que dicen estas
palabras. En su labor de historiógrafo, versado en la ciencia de explorar
los arcanos del pasado, abundan las declaraciones respetuosas de la obra
civilizadora de España en América. Suyas son estas otras palabras, sólo
en la apariencia contradictorias de las anteriores: "Es justo
abandonar las preocupaciones y el idioma de los campos de batalla. No hay
nación alguna que haya puesto menos trabas al desarrollo intelectual de
sus colonias; sólo en las españolas se encuentran rastros de la enseñanza
superior. Si lo que entonces se enseñaba casi no merece los honores de la
ciencia, era, al menos, cuanto ella poseía".
Andrés Lamas coincide en ideas, como muchos escritores
americanos, con los partidos avanzados de la España de su época. Su
repudio de la tradición se refiere a la parte muerta, caduca, del pasado;
no a lo afirmativo y perenne. La posición espiritual de los publicistas
como él, se acerca a la que ocupan los publicistas liberales de la España
misma, tal como los revolucionarios de América simpatizaban con los
rebeldes constitucionales de la España de Fernando VII. Atacan al
absolutismo, a las instituciones retrasadas, no al genio mismo de España.
El sentimiento hispano-americanista tiene en las
generaciones románticas un representante calificado, un propagandista
infatigable cuya pluma jamás enmohecida sirvió esta obra de vinculación
mental: es Alejandro Magariños Cervantes. Muchos años ejerció el
patriarcado de las letras uruguayas. Se han borrado y desvanecido los
perfiles de su silueta de escritor. El tiempo ha marchitado sus obras, robándoles
frescura y color. Pero en la crónica de nuestra sociabilidad, aparecerá
siempre como una figura simpática.
Es un iniciador, aunque no siempre o nunca, afortunado
en la realización. Quien hable de nuestra novela cometerá injusticia si
olvida a "Caramurú", el ensayo de romance de ambiente nacional,
en su tiempo prestigioso, que marcó huellas útiles a los rastreadores
del terruño. Quien diga del desarrollo histórico de nuestras letras no
podrá pasar en silencio las leyendas en las que Magariños tentó
escribir poesía genuinamente americana y columbró horizontes
desconocidos. El echó a la circulación entre nosotros, siguiendo la
inspiración de los primeros románticos, los nombres, las cosas, los
recuerdos patrios. Cierto que, en definitiva, el historiador literario
mencionará estos libros en calidad de antecedentes, no de obras
duraderas. Pero en la historia hay también glorificador recuerdo para los
iniciadores, los precursores. Magariños Cervantes lo fue entre nosotros
en campos varios de la actividad intelectual. Hay escritores secundarios,
para quien juzgue sólo la calidad de la obra escrita, que fueron
personalidades de primera fila en su tiempo, y cuyos nombres sobrevivirán
largo espacio al naufragio de su labor literaria. Así valió Magariños
por su acción, por su influjo, por la irradiación de su personalidad.
Cultor y pontífice en su tiempo del americanismo literario, es decir del
propósito de infundir color y sabor locales a la literatura, completó su
amor a las cosas americanas con el amor que profesó a las cosas de España.
Vivió, muy joven, en España. Granjeó allí fama, renombre apreciable.
Anudó amistades con los más preclaros escritores y políticos. Poned
ahora los nombres más insignes de España en la primera mitad del siglo
XIX; raro sería que alguno de ellos no haya estado vinculado a Magariños
Cervantes. Fue éste un hispanista ferviente. Su libro "Estudios históricos
sobre el Río de la Plata", interesante boceto de estudio sociológico,
a pesar de ser obra improvisada de diarista y por muchos aspectos un
panfleto político, contiene una interpretación no por completo
despreciable del significado histórico de la tiranía resista. Obedece a
una tendencia de acentuado hispanismo. Predica la unión espiritual de
España con sus antiguas colonias. Pide que los gobernantes fomenten con
predilección la inmigración española, a su juicio la más asimilable,
la más benéfica para estos países, que deben afirmar su civilización y
su carácter propios de sello ibérico, frente al preponderante coloso
yankee, cuya nación "pasmosa por sus progresos materiales, no ha
cultivado los progresos morales..." (Asoma el cargo que tiene
elocuente expresión en el Ariel...) Rechaza indignado Magariños
Cervantes la pretensión de superioridad anglo-sajona. "Nosotros,
escribe en el citado libro a mediados del siglo, apreciamos en mucho
nuestra nacionalidad de raza; nosotros creemos que ese hidalgo pueblo español
tan calumniado no cede a ninguno en virilidad, ni carece de aptitud para
nada cuando saben dirigirlo. ¿Por qué, pues, se le muestra tanto desvío?
Las provincias vascongadas, Aragón, Cataluña, las dos Castillas pueden
enviarnos colonos tan buenos o mejores como los ingleses y franceses.
Estos acudirán siempre en sobrado número para inclinar la balanza a su
favor, al paso que los primeros nos son indispensables para mantener el
equilibrio y para que haya siempre entre nosotros un plantel de raza
hispana, cuyos vigorosos retoños salven la nacionalidad, la religión y
demás gloriosas tradiciones españolas. Mezclemos nuestra sangre con la
extranjera, ya que ésa es la ley constante de la humanidad, pero no
reneguemos de nuestro origen primitivo..." Así, refutando juicios de
Alberdi, escribía Magariños Cervantes en años en que el prestigio español
en la intelectualidad de América padecía eclipse. No fue únicamente
entonces, ni principalmente, cuando don Alejandro rompió lanzas, desde su
campo conservador, en pro del hispano-americanismo.
Acometió y llevó a feliz término una
empresa que, considerada la distancia en el tiempo y el estado de la
cultura de entonces, puede ser alabada en calidad de meritísimo ensayo de
irradiación intelectual por Hispano-América. Publicó la "Revista
Española de Ambos Mundos", dotada de amplio programa
hispano-americanista. Salió a luz la Revista en 1853; su colección tiene
lugar en la historia de la cultura de América. "Esta publicación,
estampó Magariños Cervantes en el prospecto, está destinada a América
y a España; pondremos particular esmero en estrechar relaciones. La
Providencia no une a los pueblos con los lazos de un mismo origen, religión,
costumbres e idioma para que se miren con desvío y se vuelvan las
espaldas, así en la próspera como en la adversa fortuna. Felizmente, han
desaparecido las causas que nos llevaron a la arena del combate y hoy el
pueblo americano y el ibero no son ni pueden ser más que miembros de una
misma familia, la gran familia española que Dios arrojó del otro lado
del océano para que
con la
sangre de sus venas, con su valor e inteligencia conquistase a la
civilización un nuevo mundo. Los nietos de los conquistadores nacidos en
España pueden y deben ayudar a sus hermanos nacidos en América a llevar
a cabo la grande obra que iniciaron sus gloriosos ascendientes al clavar
la cruz y el victorioso estandarte de Castilla en las vírgenes playas del
continente indiano. La Revista consagrará artículos especiales al examen
y solución de varias cuestiones en que están empeñados el porvenir y
los más caros intereses de España y América. Así se establecerá una
noble emulación y alianza entre los escritores españoles y americanos.
Así se estrecharán por vez primera la mano al través de los mares y de
la universidad. Los últimos tendrán además la ventaja de darse a
conocer en Europa y de que su nombre desconocido aquí, y tal vez en el
resto de América, pase las fronteras de su natal región. Nadie ignora
que, por motivos que sería muy extenso enumerar, es más fácil la
comunicación entre París y las nuevas repúblicas que la de éstas entre
sí. La Revista impresa a la vez en la capital de Francia y en la de España
podrá esparcirse fácilmente y con regularidad por todo el hemisferio
americano. París y Madrid, sarán el centro en el cual convergerán para
reflejarse enseguida en las dos Américas y en la península, como los
rayos de un disco luminoso, las ideas confiadas a la Revista".
Ambicioso fue el programa; la ejecución hizo honor a Magariños
Cervantes. La "Revista Española de Ambos Mundos" albergó en
sus números colaboraciones de reputados escritores de España. Allí
disertaron de historia, de sociología, de literatura, allí escribieron
en prosa y en verso José Joaquín de Mora, Amador de los Ríos, José
Zorrilla, Bretón de los Herreros, Antonio Cánovas del Castillo, Castelar...
Al pie de composiciones literarias o de estudios sobre el pasado o el
presente de nuestros países, lucen allí las firmas de celebrados
escritores de América: Lamas, Alberdi, Frías, Abigail Lozano, Eduardo
Acevedo y muchos otros. Publicó también en la Revista, Magariños
Cervantes, varios ensayos históricos. No eran sino prosas de divulgación
y de segundo orden, pero traían alguna estimable novedad que justifica su
interés de momento, comparándolos con los escritos de su época. Ensayos
sobre la obra histórica de Torrente, el furibundo detractor de la
revolución emancipándolos con los escritos de su época. Ensayos sobre
los primitivos historiadores americanos... Defiende Magariños el nombre
americano contra las diatribas que fructifican copiosamente y en
apariencia son justificadas por la anarquía de estas jóvenes naciones.
Defiende también la obra colonizadora de España en tierra americana, con
un conocimiento no vulgar de los hechos y un criterio que fue una reacción
contra la constante diatriba que todavía predominaba entre nuestros
publicistas, ya que aún no se habían apagado del todo las brasas del
odio encendido por las luchas de la independencia. Claro es que, junto a
la vasta obra de reconstrucción del pasado de España en América que se
ha ido erigiendo a lo largo del siglo XIX y del siglo XX,
cimentada en los materiales exhumados de los archivos y bibliotecas de
Europa y de América española y en la que han colaborado intensamente los
obradores de ciencia de los Estados Unidos, obra que realza la significación
humana y el contenido heroico de aquella gesta prodigiosa, en que la
historia rivaliza en grandiosidad épica con la leyenda, nada valen ya,
nada cuentan los modestísimos ensayos de nuestro Magariños Cervantes. No
fue sin embargo inútil en su hora esa tarea de divulgación, ni cayó en
el vacío. "Un pueblo sin historia, escribió al iniciar el ensayo
sobre los primitivos historiadores de América, carece de la primera
condición de la nacionalidad, es un expósito entre los demás pueblos de
la tierra. ¿Ignoran esto los que se empeñan en repudiar en todos los
terrenos la tradición ibérica, que eslabona su pasado a nuestro
presente, su vida a nuestra vida? No podemos menos, agrega, que confesar
con íntima satisfacción, con la noble arrogancia de un hijo que lleva un
nombre ilustre y se ve en el caso de hacer valer los antecedentes de su
padre que, a pesar de todo, sean cuales fueren nuestros mutuos errores y
desaciertos, jamás como hombres de progreso y de corazón, como
americanos hijos de Europa y no de los infelices indios, debemos renegar
nuestra nacionalidad de raza, ni olvidar nunca que es española la sangre
que corre por nuestras venas. La razón de ese sentimiento (si es que los
sentimientos se explican) ya la hemos dado en otra parte. Aun cuando
nuestros ascendientes no fuesen españoles, parécenos que siempre España
tendría nuestras simpatías, porque España es el país clásico en
grandes acontecimientos y el pueblo en cuyo suelo privilegiado se han
resuelto desde remotos tiempos todas las grandes cuestiones políticas de
Europa, disputándose en su recinto el imperio del mundo Roma y Cartago,
Julio César y Pompeyo, la cruz y la media luna, la reina de los mares y
el capitán del siglo... y el pueblo que con el descubrimiento y conquista
de América ¡abrió una nueva era a la humanidad y legó otro mundo
virgen al cristianismo, a la política, a la filosofía, a la historia, al
comercio, a la industria, a todas las profesiones, ciencias y artes, el
pueblo que elegido entre cientos por la mano invisible del Altísimo tuvo
la indisputable imperecedera gloria de iniciar ese gran movimiento
socialista y humanitario, para marchar a su frente y empujar al viejo y
nuevo mundo en una senda tan dilatada e inmensa, tan superior a todo cálculo
y previsión como la perfectibilidad y el progreso de que es susceptible
la humanidad en el girar de los siglos, ese pueblo ha hecho más por la
civilización y el porvenir de la Europa y del mundo que todos los que se
han enriquecido con sus despojos, su oro, con su sangre y su
inteligencia." Con ese espíritu de simpatía, en medio de su exuberante
bambolla declamatoria, pero que contrasta crudamente con el violento
antiespañolismo de que se hacía gala entonces en muchos círculos
intelectuales de América, escribió Magariños Cervantes sus juveniles
ensayos históricos; ellos no tuvieron continuación en su posterior
labor, pero fueron un esfuerzo loable por la reivindicación de la
grandeza histórica española. La obra de acercamiento hispano-americano a
la que consagró su laboriosa pluma no fue perdida. Tuvo en su época
dilatada resonancia. Saludemos, pues, la memoria de aquel don Alejandro
Magariños Cervantes de las largas barbas patriarcales; reconozcámosle el
mérito no despreciable de haber sido su pensamiento una fuerza
orientadora, una fuerza desinteresada y generosa, puesta al servicio de
nobles causas. Aun disipada la aureola de escritor y de poeta que vieron
brillar en torno a su frente los contemporáneos, basta ese mérito para
que su nombre merezca durante largo tiempo el respeto acendrado y sincero
las generaciones uruguayas.
IV
En esta rápida sucesión de nombres, saltando muchos
dignos de recuerdo, llegamos a nuestra época y a los escritores contemporáneos.
No intento siquiera abordar el estudio de la influencia española en la última
etapa de nuestras letras. Quedan, pues, de lado, numerosos escritores que
no podrían ser omitidos en un estudio, a poco que éste fuese serio, y
que aun en una somera reseña sería justo mencionar. Mi programa de esta
lectura, lo dije al comenzar, me exime de compromisos. Para ser fiel a mi
propósito me bastará elegir tres nombres de entre los publicistas que
entre nosotros han propagado con verdadera unción el sentimiento de
hispano-americanismo.
El primero, maestro de la novela, fuerte, viril artista
creador, de vasta cultura y armónica personalidad. Este ilustre novelador
fue, en la aurora del siglo, de los jóvenes artistas ávidos de cosas
nuevas que abrieron una etapa fecunda para nuestras letras. Enemigo jurado
del hueco idealismo, ha formulado un programa de acción —programa
irrealizado— en folletos y discursos; ha sido iniciador de una política
rural positiva; ha expresado sus filosofías de nietzscheneano valor en
"La Muerte del Cisne" y en los "Diálogos Olímpicos"
obras que, a pesar de hermosas páginas sueltas, son en mi entender mucho
menos intensas y vivideras que sus novelas. Es el novelista nuestro más
dueño de los secretos de su arte, más maduro y rico en savia cultural.
"La Raza de Caín" dice lo agrio de un alma torva y tiene capítulos
de penetrante y cruel análisis. "El Terruño" desenvuelve, no
sin algunas escenas demasiado lentas y algunos
caracteres
artificiosos, un hermoso cuadro de la vida nacional.
Por un azar feliz, este artista de cultura cosmopolita,
este viajero infatigable al través del mundo y de los libros, fijó los
ojos en la tierra española; de esa honda mirada de amor nació "El
Embrujo de Sevilla", magistral interpretación del carácter español.
El alma andaluza, late con latido ardiente y voluptuoso en ese libro. No
comentaré ahora las teorías sociológicas, que no comparto, entretejidas
por el autor en la trama de su novelesco relato. Exalta Reyles el amor al
riesgo, signo de las razas fuertes, que perdura en la afición a los
toros; ve condensadas en él las ásperas virtudes de los pueblos
dominadores, capaces de ser señores de sí mismos y del mundo. Esas
virtudes, refugiadas hoy en un rincón del alma de España, podrían
despertar un día renovando las proezas de antaño...
La evocación, vivida y luminosa, de la ciudad andaluza,
vale por lo menos tanto como la más elocuente profesión de
hispano-americanismo. ¿Qué mejor homenaje puede rendir un artista a un
pueblo que el de consagrarle la flor de su obra, la más egregia de sus
producciones? Sevilla se vislumbra, en el libro de Reyles, con sus encajes
de piedra dorados al sol, sus jardines florentísimos y sus brillantes
arabescos, con sus recuerdos milenarios y el fastuoso enjoyamiento de sus
riquezas de historia y de arte, cristiana y morisca, mística y sensual,
uno de los sitios más propicios para embellecer la vida que el hombre
haya creado. "En Sevilla, escribe el autor, donde la sangre corre por
las venas rápida y sube al cerebro brincando, el poder de encantamiento
es más general y visible que en otras partes. Todos somos artistas, todos
sabemos fabricar ilusiones, todos vivimos soñando. Quien lo posee en alto
grado lleva dentro de sí el manantial de las supremas embriagueces".
¡Con qué fruición, con qué deleite ha hundido el alma el artista
uruguayo en la fuente de encantamientos de Sevilla! Ha quedado con el alma
hechizada, embrujada, empapada de hermosura.
Recordad sólo la página final en la que los
protagonistas de la novela, desde lo alto de la Giralda, miran tenderse la
ciudad a sus pies. "Guardaron silencio. Los dos contemplaron la
ciudad ávidamente como si quisieran apresarla con los garfios del espíritu
y chuparle los tuétanos. En lontananza, destacándose sobre un fondo de
oro, Coria, Gelves, San Juan de Aznalfarache, Castilleja de la Cuesta...
Cerca, el Alcázar, la Lonja, la Fábrica de Tabacos, el puente de Triana...
Las palabras de Rico, que tantas veces se habían repetido, acudieron a la
memoria de la Pura. Le salían del alma como una oración y removían el
limo dulce y también el sedimento amargo de sus amores, de aquellos
amores que, él, lo sabía, habían de ser la cosa más salada del mundo,
porque olerían a Jerez amontillado, a claveles reventones y a sangre de
toros... Tierra alegre y triste, tierra de hechizos incomparables y de
realidades sórdidas. ¡Cuántas cosas, cuántas cosas! Los sultanes, los
Reyes, los Conquistadores, la manzanilla, las soleares, don Pedro, don
Juan... ¡Aquí oró Colón, allí murió Hernán Cortés, allí está
enterrado Guzmán el Bueno, en aquel sitio escribió Cervantes el Quijote,
en ese otro habitó Santa Teresa! ¡Vaya canela y venga gloria! En Sevilla
todo es hechizo, sortilegio, encantamiento. Muere un bandido y el escultor
Gijón hace del criminal un Cristo maravilloso; las niñas ponen unas
macetas y unas jaulas en los balcones y como arte de magia truecan en
alegría la miseria de la ciudad; los vinos de oro convierten la pena en
fiesta, el lloro en canto, el canto en lloro. Sí ¡aquí todos son círculos
mágicos!; el sol, las calles embrujadas, los patios soñadores, las
quejas quejumbrosas, las procesiones trágicas, los tablaos dislocadores,
tierra gorda en la que florecen todo el año los claveles rojos de la pasión
y del salero. Y el más grande de todos, la plaza de toros, el redondel
divino. La arena amarilla parece un topacio luminoso y ese topacio es un
duro crisol donde se funden y aparecen, limpias de escorias, las broncas
virtudes de la raza; un misterioso espejo, un espejo brujo, en el cual los
españoles nos vemos como quisiéramos ser"... Así aparece Sevilla,
iluminada de sol, de hermosura y de ensueño en el libro apasionado de
Carlos Reyles.
V
Después del novelista, el crítico, el
prosador cuyo nombre se difunde en alas de la fama por todos los países
de habla española.
Escritor de América, no tan sólo del Uruguay, José
Enrique Rodó unifica en su alma los sentimientos del coro de naciones de
origen ibérico de América. Para él la magna patria cuyas fronteras
circunscriben un continente entero fue una viva realidad moral. Quiso
imprimir a su obra lo que llamó sello de "internacionalidad
americana". Su característica es el sentido de los matices. Su arte
es todo mesura, equilibrio, ponderación. En los escritos de este apóstol
del americanismo literario, hallaremos la persistente afirmación de un
ideal de raza. No acepta este ideal como una limitación de perspectivas,
un estrechamiento de horizontes; está muy lejos en su culto a la tradición
del cerrado y declamatorio espíritu conservador de Magariños Cervantes.
La aspiración de americanismo, surgida en la alborada de su juventud, fue
mantenida hasta el declinar de su existencia y cierra con indeleble cifra
su obra integral. Siempre, como obsesionado por la idea del falseamiento
posible de su concepción, junto a la afirmación de americanismo, estampa
frases que lo definen conciliándolo con la legítima aspiración a la
cultura y al arte humanos y universales. Los pueblos de América, para
reconocerse unidos, piensa Rodó, para sentir su vinculación eterna, su
unidad moral, superior a las divisiones políticas, necesitan descender
hasta el tronco común de que derivan, cavar en la tierra del presente,
para poner en descubrimiento la raíz, profundamente hundida en el
subsuelo histórico. En una palabra: americanismo, como símbolo de unidad
espiritual, no tiene significado claro si no se arranca de la noción de
raza y de tradición. Aspirar a formar en el futuro la conciencia de la América
democrática y una, es un noble sueño, un ideal, y como todo ideal, una
fuerza callada, silenciosa, que tiende a realizarse por su propia
virtualidad. Si el porvenir ha de vincularnos en una suerte de confederación
moral, reconozcamos que ella está prefigurada en nuestro pasado. Volvamos
los ojos a los tiempos idos y proclamemos con orgullo la unidad de nuestra
estirpe. "Los pueblos americanos, dijo Rodó al celebrar el
centenario de Chile, en un discurso cuyos ecos resonaron por todos los ámbitos
de América, comienzan a tener conciencia, clara y firme, de la unidad de
sus destinos, de la inquebrantable solidaridad que radica en lo
fundamental de su pasado y se extiende a lo infinito de su porvenir".
La expresión hispano-americanismo, vuelve una y otra vez a los puntos de
su pluma. "No necesitamos los sudamericanos, escribe en 1910, cuando
se trata de abonar la unidad nuestra, hablar de Latino-América, para
levantarnos a un nombre general que nos comprenda a todos. Podemos
llamarnos algo que significa una unidad mucho más interna y concreta:
podemos llamarnos ibero-americanos, nietos de la heroica y civilizadora
raza que solo políticamente se ha fragmentado en dos naciones europeas. Y
aún podríamos ir más allá y decir que el mismo nombre de
hispano-americanos conviene también a los nativos del Brasil"... El
intento de restauración de la tradición histórica, en lo que tiene de
viva y estimulante para el progreso, despojada de sentido netamente
conservador, es uno de los propósitos cardinales de Rodó. "Quien
siga con atención el movimiento de ideas que orienta y rige, en el
presente, la producción intelectual
de
la América española, dice en uno de sus más medulosos escritos,
percibirá, en parte de esa producción, por lo menos, ciertos rasgos
característicos que parecen converger a una obra de conciliación, de
armonía, de síntesis de enseñanzas adquiridas y adelantos realizados,
con viejos sentimientos que recobran su imperio e ideas generales que
reaparecen a nueva luz tras prolongado eclipse. Uno de estos sentimientos
e ideas es la idea y el sentimiento de la raza. Aquel género de amor
propio colectivo que, como el amor de la patria en la comunidad de la
tierra, toma su fundamento en la comunidad del origen, de la casta, del
abolengo histórico y que, como el mismo amor patrio es natural instinto y
eficaz y noble energía, pasó durante largo tiempo en los pueblos
hispano-americanos por un profundo abatimiento. Los agravios de la lucha
por la emancipación, y el dolorido recuerdo de las limitaciones y
ruindades de la educación colonial, movieron en la conciencia de las
primeras generaciones de la América independiente un impulso de desvío
respecto de todo sentimiento de tradición y de raza. Parecía buscarse
una absoluta desvinculación con el pasado y pretenderse que con la
independencia surgiese de pronto una nueva personalidad colectiva, sin el
lazo de continuidad que mantienen, a través de todo proceso de regeneración
o reforma personal, la memoria y el fondo del carácter... Pero hoy,
concluye, diríase que del misterioso fondo sin conciencia donde se
retraen y aguardan las cosas adormidas que parecen haber pasado para
siempre en alma de los hombres y los pueblos, se levantan, a un conjuro,
las voces ancestrales, los reclamos de la tradición, los alardes de
orgullo de linaje y preludian y conciertan un canto de alborada". ..
Así pues, el sentimiento de la tradición histórica colora de vivo
sentido hispano-americanista el pensamiento de Rodó; es uno de los
elementos que forman el idealismo que predicó por América, desde su cátedra
de mármol, bajo el propicio numen del Ariel.
VI
Réstame tan sólo hablar del hispano-americanismo de
Zorrilla de San Martín. Una duda me asalta. Siendo como es, el poeta por
excelencia de la tradición nacional, la tarea parece superflua. Mejor que
yo puedo hacerlo, lo pregonan sus discursos; levantándose sobre todos
ellos, aquel que en un día de gloria pronunció ante el monasterio de la
Rábida, frente al paisaje de mar sobre el que palpitaron un día, un día
del Señor, las velas de las naves de Colón como grandes aves de
esperanza que tendieran el vuelo hacia el horizonte radioso del porvenir.
Lo pregonan sus discursos memorables y sus trabajos históricos. Lo cantan
en musicales estrofas los versos de Tabaré, en cuyas páginas suenan
plegarias de amor y de dolor para el indio desventurado, pero se alza
también un himno cordial y fraternal para exaltar las legiones
civilizadoras de España, al conquistador y al misionero que bautizaron
con su sangre, la tierra gentil y virgen de América. Hablar del
sentimiento de hispano-americanismo en la obra de Zorrilla de San Martín
es tocar lo central de ella, la médula. En todos sus escritos palpita,
por todos ellos se ramifica la profesión de fe tradicionalista. Pienso
que la página de Zorrilla que hemos de leer juntos esta noche podemos
buscarla en uno de sus libros menos difundidos, en "Resonancias del
Camino". Acaso tenga para muchos oyentes el encanto de la novedad, o
porque nunca la leyeron, o porque de largos años la olvidaron. Hay, por
lo demás, en ese libro, bastante deshilvanado, fragmentos encantadores,
impresiones de viaje, acuarelas, meditaciones escritas al recorrer tierras
de España, de Francia, de Italia. España le inspiró algunas breves
impresiones. Separo esta página inolvidable, que no fue concebida y
escrita frente a ningún solemne monumento, que no da voz a ninguna
meditación sobre insigne obra de arte o lugar de grandiosa historia, página
intensa, mojada de emoción y rebosante de transparente poesía. Está
escrita en el valle de Soba, el rincón en que vivieron los abuelos
campesinos de Zorrilla antes de que partiera su padre para trasplantar la
estirpe a tierra uruguaya. El cuadro, descripción de la llegada del poeta
a la aldea familiar, está lleno de ternura. Comienza contándonos la ascensión
a caballo por un abrupto camino de montaña. "Tres caballos están
prontos para trepar. ¡Y eche usted cerros y peñas y lajas resbaladizas y
escalones toscos, lavados y removidos por las lluvias, y senderos
estrechos y empinados y ásperos!... La tarde va cayendo. Las montañas
comienzan a envolverse en sus vapores grises en primer término y casi
violetas más allá. Parece que la naturaleza cierra lentamente los ojos
con una sonrisa triste. Los arbustos del borde del camino y las rocas van
apareciendo casi repentinamente al llegar a ellos, como si les interrumpiéramos
el sueño. Todos seguimos silenciosos uno tras otro; el atajo es muy
estrecho. Hasta mis muchachos se han callado y ya nada preguntan sobre lo
que ven a un lado y a otro medio esfumado. Un eco dulce salido de entre
los cerros inmediatos llega a mis oídos; pocas veces una campana me ha
producido un efecto semejante. No había duda: aquella era una campana
echada a vuelo. No era la lenta melodía del Ángelus; su sonido era
prolongado, alegre; no tenía la melancolía de la campana aislada, que
parece deleitarse en dejar morir el eco con agonía larga, y en sentirlo
hundirse en la distancia como en un sepulcro. Aquellas campanas reían.
Sus notas se atropellaban como las de una carcajada. Me pareció sentirlas
en medio de aquella tristeza azulada de las montañas dormidas, la risa de
un niño en medio del silencio de una familia de luto. ¿Eran aquéllas
las campanas de San Pedro, el pueblecito paterno? ¿Por qué reían así
en vez de rezar, si era la hora del Ángelus? ¿Reían acaso conmigo las
buenas campanas de la montaña? Yo empecé a presumirlo. Más aún; estaba
seguro. Las entendía, Sin embargo lo pregunté al guía interrumpiendo el
silencio:
—¿Qué campana es ésa?
—Son las de San Pedro.
—¿Y a qué tocan?
—¡Oh! los pobres de la aldea no tienen otro modo de
manifestar su alegría al recibir a las personas que quieren. Esas
campanas lo reciben a usted. Mire además hacia adelante. El pueblo sale a
su encuentro.
Como de sorpresa, efectivamente, pues no lo había visto
a causa del gris crepuscular que todo lo envolvía, me encontré con un
grupo de hombres casi a mi lado. Era un grupo de labradores que, con el
dalle al hombro, bajaban entre los riscos a mi encuentro, de vuelta de la
faena del día. Un momento después, yo me arrojaba entre ellos de mi
caballo, y estrechaba sus manos callosas entre las mías, sintiendo en los
ojos el agrio de lágrimas.
Más allá estaba otro grupo: el cura párroco, los vecinos, las mujeres, los niños. Estos últimos, al verme abrazar por sus padres que me saludaban a gritos, pronunciando su apellido, el mismo mío, prorrumpían en ¡vivas! clamorosos, cuyas notas unidas a las de la campana que seguía volteando como loca, formaban un acorde infantil y sagrado...
¡La canción del regreso! Yo no llegaba por primera vez
a aquel valle que por primera vez pisaba. Yo regresaba a él. Mi padre había
salido de allí casi niño, hacía sesenta años. Yo regresaba con sus
nietos, con los nietos uruguayos del noble viejo montañés de larga barba
blanca como la nieve de estas montañas, no más blanca por cierto que su
conciencia de hombre de bien. ¡Bendita sea su memoria! Todos sabían que
yo pensaba entonces en mi padre, y, aunque ya era casi de noche, y no se
veían bien las caras, todos sabían que no hablaba porque tenía que
llorar.
Besé a algunas niñas que salieron tímidamente a mi
encuentro, mientras que los demás seguían aclamando como grillos, al son
de las campanas. Tomé a una de aquéllas de la mano, a uno de mis hijos
de la otra y subí la cuesta pedregosa en cuya cima blanqueaban entre los
árboles las casitas de la aldea, y se proyectaba, sobre un fondo de altísimas
montañas, la sonora torrecilla cuadrada de la iglesia"...
"... ¡Patria hermosa de mi padre a quien ayer no más
dejé en su sepulcro en nuestra tierra! Esta fue tan suya como hoy siento
que es mía la que piso, en que el buen viejo querido vio la primera luz:
allí, en aquella antiquísima y casi ruinosa casa de piedra que estoy
mirando como un santuario!"...
VII
Aquí señores, con esta página de nuestro Zorrilla de
San Martín, nuestro y vuestro poeta de América con ideas de hidalgo español,
aquí pongo punto final a este comentario y lectura de fragmentos de
prosistas uruguayos. El amor al genio de la España materna, habéis
podido comprobarlo oyéndolos, nunca
se
ha apagado entre nosotros. En todas las épocas, lo mismo cuando aún
persistían los ecos de la guerra de la independencia, que en los modernos
tiempos, cuando rodaban sobre nosotros los aluviones cosmopolitas, en
todas las épocas, ha corrido como un agua subterránea y espiritualmente
fecundadora la rica, la generosa tradición española. Los más excelsos
espíritus que nuestra sociedad ha engendrado bebieron en ella nobilísimas
inspiraciones. Aun los blasones de la estirpe lucen en la portada de
nuestra casa, democrática y hospitalaria, abierta a todos los hombres de
la tierra y a todas las corrientes espirituales del universo. La labor del
porvenir no importa la ciega y funesta destrucción del legado de las
generaciones extinguidas. Antes bien, en las jornadas futuras por el
progreso y por la civilización humana, esperamos encontrarnos de nuevo
juntos, americanos y españoles, en torno a la enseña idealista que
siempre tremoló sobre los hombres de nuestra sangre hispánica, sangre
que hoy corre, canta, florece en las venas de veinte pueblos de la tierra
nacidos del vuestro.
1926. |