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El guerrero que vino del mar cuento de Eduardo Galeano Marcha Montevideo Año XXXIII Nº 1564 8 octubre de 1971 pdf |
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Era grande como un país. Los pescadores se habían juntado en la orilla para esperarlo. Los pescadores hablaban pocas palabras, por entre los dientes apretados, y no apartaban la mirada del bulto oscuro que las olas traían bajo la luna. Cuando estuvo más cerca, loa pescadores vieron que una gaviota de alas desplegadas acompañaba el viaje del gigante por el mar. Brillante como una lámpara, la gaviota navegaba sobre él, volaba suavemente, se detenía, flotaba en la oscuridad: lo esperaba y lo conducía. Él llegó, empujado por la marea alta, la mismo noche que yo vine. El mar, hecho una furia, estaba más vivo que nunca. Había fosforescencias, esa noche; las algas, arrancadas por la creciente, latinaban el mar con sus fuegos fríos. Yo había sentido el mar anunciarse, el olor a mar levantándose junto al viento que me golpeaba la cara y el rumor lejano del mar, luego sus voces fuertes, a medida que iba atravesando les palmares y los bosques rumbo a la costa. Cuando el mar arrojó al lobo muerto sobre la arena de la playa, los pescadores se quedaron curioseando un rato, sin moverse. Ninguno de ellos recordaba haber visto nunca otro ejemplar de aquel tamaño, en esta región ni en ninguna otra, pero luego se alejaron sin darle importancia. La gaviota blanca quedó montando guardia sobre el cadáver, casi fija en el aire con las alas abiertas, durante esa noche y todo a lo largo del día siguiente. Entonces, también ella se marchó. El lobo de mar se quedó solo. Unos días después, el viento me ardía en los ojos y en los labios. La arena se desprendía, en ráfagas, de los médanos revueltos por el viento, y yo sentía los pinchamos de la arena metiéndose por los poros y las quebraduras de la sal aprestándome ía piel y sentía la arena caliente bajo los píes. El sol, que había desgarrado todas las nubes del cielo, quemaba con ganas. Las gotas de transpiración me bajaban, lentas, por el cuello y por las costillas. El lobo olía a podrido. Yo iba caminando, en busca de huevos de caracol, y el olor crecía: me acostumbré. Los huevos de caracol brillaban, perlas enormes, entre las algas verdes y rojos, y cuando los levantaba eran como pequeños mundos y me gustaba ver flotar a los caracolitos en el agua transparente que los protegía y los alimentaba. El mar exhalaba vapores por la boca; desde las olas se alzaba, en altas crestas, un humo dorado. Encontré una madera quemada, con los bordes blancos de sal, y la arrojé, lejos, al agua. Al otro lado de la rompiente, los patos se los arreglaban para flotar muy serenos, y uno de ellos, un pato negro, exhibía un pez en el pico. Investigando la resaca, encontré una botella de brandy que no contenía ningún mensaje y una mandíbula de tiburón con tres hileras de dientes. Más allá, una lisa estaba agonizando. Movía, ansiosa, los labios. La lisa respira con los intestinos y es demorona para morir. Me di vuelta y vi al lobo de mar. Yo lo miraba y me preguntaba si habría estado todavía vivo cuando había emprendido este viaje desde la isla. ¿Y los tiburones? ¿Lo habrían atacado también los tiburones, atraídos por el olor de la sangre? Poro entonces no hubiera llegado a lo costa, pensé, ni siquiera en pedazos. Le medí la desgarradura. Lo habían abierto desde la aleta hasta la cola; se le había salido el relleno, como a un muñeco reventado. Los niños le habían arrancado los colmillos y los pájaros se habían aprovechado, le habían devorado los ojos, se habían hecho un festín con las tripas que se volcaban por la herida. Ya no tenía piel, sino apenas jirones de un tejido leproso, tiras rotas pegoteadas contra la caparazón de cuero duro. Pero él no señalaba al cielo con las aletas, como los demás lobos muertos o agonizantes que el mar arroja a la orilla. No había caído de espaldas, como los demás. Se había quedado aquí con el cuello erguido y la nariz bien alzada y las mandíbulas abiertas contra el cielo. Había peleado, en una de las islas, y había quedado herido de muerte. Yo lo miraba y era como escucharle la historia. Un día, el había descubierto que había crecido más que ningún otro, y que ya no se parecía a las hembras, y advirtió que ellas eran de color caoba y las quiso. El sultán, negro, estaba erguido sobre el peñón más alto de 1a isla. El sultán era el dueño de las hembras. Él lo desafió. Pero los otros lobos interrumpieron el duelo por !a mitad y ie jugaron sucio al lobo rebelde. Lo cercaron, lo atacaron por la espalda y por los flancos. Volví a sentir los lentos truenos de la guerra, los golpes de los cuerpos parsimoniosos contra las rocas, y los veía precipitándose al fondo del mar, pesados como derrumbamientos de montañas, y veía la sangre subiendo desde los abismos del mar: él había volteado a unos cuantos antes de que el monarca, también herido de muerte, le hundiera los colmillos en el vientre. Ahora era mediodía. Los peces saltaban alrededor de un barco encallado. El barco, que había sido derrotado por unas rocas que no se veían, estaba siempre allí cerca de la costa. Había naufragado veinte años atrás y ahora no era más que un montón de fierros rojizos erizados de puntas. El viento empujaba mar adentro a una mariposa qua batía, desesperada, las alas. El mar, con sus movimientos de pistón, iba y venia, y el sol continuaba su tranquila ruta por el cielo y el lobo seguía pudriéndose y yo quise decir algo, pero las palabras se me murieron antes de nacer en la boca. |
cuento de Eduardo Galeano
Publicado, originalmente, en: Marcha Montevideo Año XXXIII Nº 1564 8 octubre de 1971 pdf
Gentileza de Biblioteca Nacional de Uruguay
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Eduardo Galeano en Letras Uruguay
Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
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