|
Después
de un largo día en la vertiginosa ciudad,
que se apoya sobre un gran plato llamado mundo
y que es decorada por una cantidad de condimentos llamados sociedad,
me siento frente a el portal al mundo exterior, la televisión.
Con
el único motivo de satisfacer mis necesidades fisiológicas me dispongo a
comer,
abro el ataúd que contiene los alimentos para tales carestías
y
no encuentro nada más que: leche, huevos y otra cosa que no puedo
distinguir,
supongo por los adornos verdes que posee dicho organismo.
Sin
pensar en si alguien me acompañara hoy o no entro al baño,
dejo la puerta abierta y ahí me desnudo frente a otro igual a mi,
sin hacer más que dos movimientos logro largar la catarata,
en cuestión de minutos la pulcritud se adueña de mi ser.
Otra
vez, como si tuviera poderes, esa caja se apodera de mis sentidos,
la causante de mi sustracción, noticias, que son más llamativas mientras
más sangre hay.
Después
del buffet de guerras, robos, accidentes y políticos; pestañeo,
y como saliendo de un trance reacciono con un gesto de desacierto, el cual
me asusta.
Me visto con la mejor ropa, sin intención de salir solo para ver si aun
me queda,
dos minutos más tarde estoy caminando al balcón en shorts y si más
abrigo que mi piel,
salgo, como si fuera a encontrar algo nuevo en el paisaje cotidiano
y entro, con la misma desilusión que invade a el niño que no le regalan
lo deseado.
En la comodidad de mi cama me dormito por pequeños lapsos,
como queriendo salir por un segundo de la rutinaria vida que llevo
e intentando llegar al mundo que pintores como Dalí o Picasso crearon en
sus obras;
pero como un castigo, suena el timbre y me levanto a atender la puerta.
Agotado
y ya repetido el acto por el cual ingiero los alimentos, intento dormir;
siempre con la televisión prendida como una guardiana o una compañía.
Doy mil vueltas en la cama sin poder alcázar eso que tanto espero,
y como si fuera mágico, llega, pero no sin que antes piense en que pasara
mañana. |