Molinillo, de café... y bar |
Con su paso cansino lo veíamos, casi
todas las tardes, ponerse al hombro el repecho de la calle del Cementerio
y transitarla con una mirada de otoño sin regreso. Nunca quiso que lo llamáramos con otro nombre; él se había autobautizado "Molinillo", al parecer porque ése fue el título de un dibujo que había hecho en su infancia y con el que obtuvo el segundo puesto en su escuela del barrio El Abrojal, en un concurso que le había reportado, como premio, un cuadro con una obra de Molina Campos, de aquéllas que aparecían en los almanaques de Alpargatas. Y así lo contaba, repetidamente, mezcla
de entusiasmo vanidoso y de orgullo extrovertido. Su apellido no importaba. Ni de qué se
había jubilado, tampoco. Las diez o doce cuadras que separaban su
modesta casa del boliche de Carriego, las hacía entre muchos
-“buenas tardes”- , y un silbidito, casi vergonzoso, de un
trayecto semi-arbolado, pero sin veredas. Llevaba con él su "arma de
combate" más preciada, una vieja guitarra, rayada y polvorienta, de
la que extraía, para los parroquianos del boliche, los rasguidos que atraían
a unos y aburrían a otros. Carriego lo cobijaba, estaba convencido
que Molinillo le daba un sabor especial a la cazuela de lentejas que servía
en su comercio los martes a la noche, o a la buseca de los viernes,
prestigiando el boliche con esa "música en vivo", como se dice
ahora. Molinillo se definía como
"folklorista latinoamericano". Cuando se le daba por confesarse
decía: - igual que los famosos, yo toco de oído, viejo! -, y agregaba: -
fijate, Atahualpa Yupanqui tiene una milonga que la música la hice yo,
como veinte años antes que él - (...). Su lugar en lo de Carriego era un viejo
banco que el bolichero le había puesto especialmente para Molinillo, al
final del mostrador, donde hacía de "cortina musical" para
acompañar también las grapitas y ginebras, el copetín y la caña
quemada. La rueda se formaba al atardecer.
Justiniano Mendoza, Ernestino Cuevas y los hermanos Paredes eran de los
primeros. Solían jugar un truco "de ésos", mientras el
ambiente se llenaba de tabaco y, junto al viejo musiquero, el Sultán de
los Carriego movía la cola al influjo de un rasgueo de valsecito criollo. -Molinillo, por qué no tocás la
vidalita?- , le decía el menor de los Paredes. -Si no tenés muchas
copas, a veces te sale bien...-, le acotaba, socarronamente. En el café y bar de Carriego había
tiempo y lugar para todo. Cuando algún viernes, después del día de pago
de sueldos en la Barraca de Domínguez, la buseca convocaba más que de
costumbre, la mesa de política y actualidad se instalaba, debajo de la
ventana que daba a la calle, donde, sobre todo, Reinoso, Fagúndez y el
Manco Alberti eran protagonistas de debates y ademanes, compartiendo la última
porción de la semana. Nunca faltaba alguien "entrado en
copas". Carriego era el encargado de vigilar la situación y estar
atento... Es que, de lo contrario, después eran frecuentes explicaciones
como éstas - y vio cómo son
las cosas, no?, una palabra
trajo la otra, y... -. Así eran los habituales mensajes
escuchados para justificar el exceso de alcohol, que algún dolor de
cabeza, más de una vez, le acarreó al dueño del boliche, responsable de
reponer los vasos y envases rotos... Cuando Molinillo tenía algún par de
tintos encima, - que el propio Carriego le servía, luego de varias
"piezas" -, también le daba por cantar. Las letras, entre
trozos auténticos y otros improvisados, eran generalmente de "guaranias",
que el intérprete ofrecía, haciendo una breve introducción verbal. En
ella exponía que las había recibido de su hermano, residente en las
tierras de Caaguazú, lugar que ninguno de los presentes identificaba
claramente. Y a pesar de que no era muy afinado,
Molinillo conquistaba los aplausos de los presentes al final de cada
interpretación. Tanto las repetía en sus "recitales" que
muchos de los parroquianos habían aprendido algunos tramos de las
canciones y se sumaban a Molinillo en un coro que subía al aire místico
del boliche que inundaba de telúrica bohemia las paredes de todo el
barrio. El fútbol no estaba ausente del boliche
de Carriego. El día que llegaban "por tomar un vermucito" los
hijos del Negro Esteche, El Julián y El Bernardino, junto a otros compañeros
de trabajo, que venían especialmente a pie desde el barrio Monasterio,
- porque allá al vermú le ponen agua - , la polémica se desataba
en torno al partido del sábado pasado entre Frigorífico y Ferrocarril,
los dos clásicos rivales, la revancha que vendrá, aquel penal mal
cobrado, y hasta el precio de las entradas que la Comisión había fijado
últimamente. La verborragia se hacía tan ardorosa, por momentos, que
Ernestino Cuevas, desde la mesa del fondo juraba haber cantado
"envido", pero culpa de los gritos del Bernardino no se le había
podido escuchar, y prometía vengarse en la próxima mano... Aunque la asistencia era toda masculina,
Molinillo se levantó una noche, de pronto, sin dejar de lado su guitarra,
y conservándola en su mano derecha se dirigió a los presentes: -Señoras y señores. A continuación
quien les habla, Molinillo, para servirles, interpretará, a modo de
estreno exclusivo para tan distinguida audiencia, una obra que ha
incorporado recientemente a su selecto repertorio. Se trata de un tema del
compositor peruano Chabú Cagrande intitulado La Flor de la Candela, que
espero que sea de vuestro agrado. Muchas gracias-. Aplausos y vítores siguieron a las
palabras del emocionado guitarrista. En el momento en que Molinillo
comenzaba con unos breves acordes de rasgueo, a manera de vínculo
introductorio con la letra cantada, la guitarra se rebeló en su contra. Con estupor mayúsculo el ejecutante
escuchó un ruido sordo que provenía de su falda y vio como la cuarta
cuerda se transformaba en dos trozos, unidos al instrumento en sus
extremos y separados en el centro, cayendo sobre sus propias rodillas... La escena era patética. El boliche de
Carriego se vistió, en sólo un instante, de un silencio aterrador. Los rostros enmudecidos dirigieron su
mirada hacia el viejo banco donde Molinillo sentado cabizbajo dejaba
escapar, - sin repuesto - una primera lágrima en mucho tiempo. En similar postura a la de un rato antes,
Molinillo, de pie, con la guitarra en sus manos pareció que iba a
comenzar ahora, -a diferencia de lo vivido en pleno jolgorio del boliche-
una alocución fúnebre. Respiró hondo, insuflando aire a su ánimo y a
sus pulmones y en ese momento un -Bravo !-, embebido de ginebras, de
Justiniano Mendoza, dio por tierra con el frío de la noche. Fue el punto de partida para una ovación
que ganó los rincones del boliche, trepándose por los muros y baldíos
del pueblo todo, y envolviendo a Molinillo en abrazos transpirantes de
solidaridad y grapa. Sultán ladraba más que nunca y,
seguramente, Chabuca Granda nunca se enteró de lo ocurrido... Tiempo después, una tarde, al verlo pasar
rumbo a lo de Carriego por la misma calle de siempre, Molinillo llevaba su
guitarra encerrada en el cada vez más gastado estuche de cartón
prensado. Iba silbando un valsecito y saludando, como de costumbre a
quienes lo conocían de tantos años. En el trayecto se encontró con el mayor
de los Paredes que al reconocerlo apuró su paso y acercándose al viejo
guitarrista le dijo: -Hola, Molinillo!. Cómo te va?. Te acompaño. Voy
hasta el boliche por una cañita. Qué silbabas?. Alguna cosa nueva?-. Molinillo se encogió de hombros y le respondió: - Hola, Pocho!. Aquí me tenés. Sabés?, tengo un tema nuevo. Me estoy haciendo "internacional"... Es de un gringo. Voy a ver si lo estreno hoy. Es un vals. Pero con los peruanos no quiero saber más nada... El autor de éste es un tal Trauss... y se llama Diluvio Azul -. |
Ing. Teodoro R. Frejtman
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