Los martes, a eso de las cinco y poco de la tarde, solía bajar del tren en la estación Virrey, donde yo supe tener un quiosco de venta de revistas, allá por los años 70.
Siempre parecía sin demasiado apuro. Se acercaba al quiosco para darle un vistazo a las tapas de las publicaciones y a los titulares de los vespertinos, mientras encendía su cigarrillo, entre vicio y rito, luego del viaje.
Su mirada era fresca y, aunque no vestía demasiado prolijamente, tenía un aire intelectual que le subía por su barba bien cuidada. Yo le daba unos 50 años, o poco más.
Aquel martes de setiembre descendió, como de costumbre, del segundo de los vagones del tren, y llegándose hasta mí me dijo: -Buenas tardes, sería mucha molestia para Ud. que yo le dejara por un momento mi portafolios por aquí en su comercio?-. Y agregó: - No tiene nada importante, ni comprometedor, pero hoy parece estar más pesado que otros días y debo retirar de la ferretería de enfrente, antes de que cierren ahora a las seis, dos latas de pintura, de cuatro litros cada una, y creo que no me alcanzarán las manos, ni las fuerzas, así que vendré con ellas y luego tomaré un taxi de los que paran aquí en su puerta, llevándome todo. Le parece mal ?- .
Creo que no llegué a responderle cuando él ya estaba cruzando la calzada.
Pasaron como cuarenta minutos y el hombre no retornaba. Yo comenzaba a sentirme un tanto preocupado. Tenía conmigo un portafolios ajeno, sin saber lo que contenía, y hasta había empezado a pensar si no sería comprometedor, de alguna manera.
Como una hora después cerré el quiosco, crucé hasta la ferretería hallándola ya cerrada.
Retorné nuevamente al quiosco, tomé el portafolios tal como lo había dejado su dueño, y me dirigí a la Seccional Policial más cercana, a unas ocho cuadras, trayecto que recorrí entre nervios y apuro, entre incertidumbre y ansiedad.
Luego de aguardar sentado en un viejo banco de madera de la Seccional más de media hora hasta ser atendido, y con el portafolios a cuestas, un oficial de policía recibió la denuncia que escribió a máquina y que yo firmé al pie.
El portafolios quedó en poder de la policía, no fue abierto en mi presencia y recibí instrucciones de retirarme, con la advertencia que de requerirse nuevamente mi comparecencia sería citado por las autoridades policiales en algún otro momento.
Volví con intenciones de reabrir el comercio, pero siendo casi las ocho de la noche decidí no hacerlo y retornar a casa, luego de una jornada diferente para mí.
Mientras esperaba el ómnibus en la parada en que lo hacía a diario, entablé conversación con un joven de unos 28 años, que también aguardaba el transporte, que tardaba en llegar.
El joven me decía: -A esta hora las frecuencias no son buenas, si yo hubiera sabido que uno de mis alumnos no vendría hoy, habría tomado el ómnibus más temprano; ahora tengo que ir hasta el Barrio Centenario a darle clases de inglés, a la casa, a un par de hermanitos, hasta las nueve y media, más o menos- .
Yo le pregunté, entonces: - Tenés muchos alumnos ?-.
Y el joven me respondió: -No, tengo nueve niños, una señora que es maestra y un señor de 53 años, que viene los martes desde la estación La Vanguardia en tren, once en total- .
No alcancé a preguntarle nada más. En ese momento llegó a la parada el 233, ómnibus que el joven estaba esperando, de modo que con un simple -Adiós- se despidió ascendiendo raudamente al transporte colectivo, mientras yo seguía aguardando el 311, que parecía empecinado en no pasar nunca.
Y ahora lo hacía con una cosa que me subía por todo el cuerpo. Sería mucha casualidad que el alumno de los martes fuese el hombre del portafolios y de las latas de pintura.
Cuando vino el 311, lo abordamos unas siete personas que estábamos en la parada. Me tocó ir de pie varias cuadras hasta que al levantarse de su asiento un hombre mayor, yo tomé su lugar junto a una dama que había ascendido en la misma parada que yo, quien me reconoció, diciéndome: -Usted es el dueño del quiosco de la estación, no?, No vio el alboroto de hoy a media tarde?. Una ambulancia que no cesaba su sirena, la gente que se agolpaba en el medio de la calle, parece que hubo un accidente-.
A lo que le respondí: -No. No ví nada. Ya es cosa de todos los días. No sé cuando pondrán semáforos, esa calle es una autopista para algunos; Usted supo algo? -.
-No. Solamente alcancé a ver, desde el edificio en el que trabajo, que bajaban una camilla de la ambulancia. No pude observar más nada-.
No dije ni una palabra más en el resto del viaje en ómnibus. Pensar que la persona del accidente fuese aquel estudiante de inglés que no asistió hoy a su clase particular o el hombre del portafolios y las latas de pintura, era algo que solamente a mí se me podía ocurrir.
Cuando llegué a casa, Ana, mi esposa, estaba en plena tarea de preparar unas pizzas, de esas que tanto me gustan. Como aun no estaban prontas y con la idea de relatarle lo del portafolios mientras cenáramos, encendí el televisor para hacer un poco de tiempo y de paso mirar el informativo, que sin duda no me aportaría noticias diferentes de las que los diarios de la tarde ya habían incluido, y a los que yo les iba dando un vistazo mientras el trabajo del quiosco me lo permitía.
En el tercero de los bloques noticiosos, la intervención de uno de los periodistas de exteriores, saliendo al aire en forma directa desde el Ministerio de Cultura, daba cuenta que en el hall central del edificio se estaban velando los restos mortales de un afamado pintor compatriota, fallecido en la tarde de hoy en momentos en que llevaba adelante el proyecto de decoración y restauración personal de la capilla del Templo Británico, uno de los monumentos más antiguos del Barrio de los Ingleses, sobre la base de los documentos de Sir John Millerson, su arquitecto y diseñador que hace cuatro siglos dejara en un cofre en el propio templo.
Me quedé atónito. Mi cabeza daba vueltas en torno de aquel desconocido del portafolios que no volvió por él. Y la clase de inglés, y el accidente, y la pintura.
No sabía qué hacer. Apagué el televisor y me puse a hojear unas de las revistas que había traído en el bolso, desde el quiosco, de aquellas que casi no se venden a esta altura del mes y que aun tenía tiempo de devolver a la distribuidora.
Mi esposa se disponía a servir las humeantes porciones de pizza, diciéndome: -Jorge, lavate las manos y vení a comer, ya está pronto-.
Me dirigía hacia el baño cuando sonó el teléfono. Ana, desde la cocina, me gritó
entoces: -Dejá, que atiendo yo-, liberándome de la conversación.
Al sentarme a la mesa lo primero que le pregunté a mi mujer fue: -Quién era?-, a lo que ella me respondió: -Un señor, que dijo llamarse Atilio, preguntó por vos y te pedía que lo disculparas, que el martes de la semana que viene a media tarde, antes de ir a hacerse fisioterapia a un consultorio cercano a la estación Virrey, pasará por el quiosco a retirar un portafolios suyo con unas revistas que te dejó hoy-. |