Cuatro anécdotas de célebres

 

Afamados hombres de ciencia, gobernantes, artistas, y hasta deportistas han legado las más variadas anécdotas sobre aspectos de su vida y su actividad.
Aunque no siempre ha sido posible probar la veracidad de tales historias, muchas de ellas, y muy difundidas, se han transformado, a lo largo del tiempo, en verdaderos iconos identificatorios de sus célebres protagonistas.
Existen, no obstante, relatos poco conocidos de algunos de los personajes de los que nos ocuparemos en estas líneas. Tal el motivo que nos ha impulsado a rescatar estos "breves sucesos curiosos y poco habituales", no siempre incluidos en sus respectivas biografías...

Albert Einstein (Ulm, Alemania, 1879 - Princeton, EE.UU., 1955) a pesar de que comenzó a hablar recién a la edad de tres años, cuando alcanzó poco más de veinte años, y ya había logrado ser conocido por su teoría de la relatividad, era, con frecuencia, requerido por diversas universidades para dictar conferencias.
Quienes se han ocupado de su biografía afirman que no le agradaba conducir automóviles, a pesar de que los vehículos siempre le resultaron muy cómodos para desplazarse. En ese sentido se vio obligado, entonces, a contratar a una persona para que le oficiara de chofer.
Después de varias oportunidades en que viajaron juntos, Einstein le comentó un día al chofer lo monótono que le resultaba repetir lo mismo una y otra vez en cada disertación. 
"Si quiere, -le dijo el chofer- lo puedo sustituir a usted por una noche. He oído sus conceptos tantas veces que los podría recitar palabra por palabra...."
Einstein aceptó el desafío y antes de arribar al siguiente lugar, intercambiaron sus vestimentas y el científico se sentó al volante del vehículo.
Llegaron al lugar previsto, donde se celebraría la conferencia y como ninguno de los académicos presentes conocía a Einstein, nadie se percató del engaño: El chofer expuso la misma conferencia que había escuchado en tantas ocasiones a "su maestro".
Al final de la exposición, un destacado profesor de la audiencia le hizo una pregunta. El chofer no tenía ni idea de la respuesta, sin embargo en un golpe de inspiración le contestó: "Me extraña, profesor, la pregunta que usted me hace. Es tan sencilla que dejaré que mi chofer, que se encuentra sentado al fondo de la sala, se la responda".

Ramón del Valle Inclán (Villanueva de Arosa, Pontevedra, España, 1866 - Santiago de Compostela, España, 1935) conocido tanto por el excelente nivel de su producción literaria como por su extraña apariencia de larga melena, barba y vestimentas exóticas, después de una poco afortunada estadía en tierras mexicanas, pasó la mayor parte de sus días en la capital española. 
Allí se relacionaba de forma diferente con diversos autores y personalidades del mundo de la cultura. Hacia 1899 y con treinta y tres años de edad, tuvo una muy dura experiencia: una fuerte discusión que finalizó en una pelea con su colega y compatriota, el escritor Manuel Bueno, llevó a ambos contendientes a trenzarse a bastonazos en la mismísima Puerta del Sol, la famosa plaza del centro madrileño.
Un certero golpe de bastón de su contrincante hizo que uno de los gemelos de la camisa que don Ramón vestía en la oportunidad se clavara con violencia en su muñeca izquierda.
Del Valle Inclán, como era una hombre a quien sus amigos definieron siempre como "una persona muy despreocupada", no se realizó las curaciones necesarias y adecuadas y, al cabo de unos días, una muy grave infección de la herida determinó finalmente que hubiera que amputarle el brazo. 
El hecho, lejos de amedrentarlo o de sumirlo en estado de depresión, hizo que su ingenio saliera una vez más a la luz y nuestro personaje fue visto durante mucho tiempo por los típicos cafés y centros culturales de Madrid mencionando que su brazo se lo había comido un león en fiera batalla....

Wolfgang Juan Crisóstomo Amadeo Mozart (Salzburgo, Austria, 1756 - Viena, Austria, 1791), de quien se dice que no sabía si inclinarse por la música o por a las matemáticas, pues era extraordinario en ambas disciplinas, tenía la mejor memoria que ser humano alguno haya poseído, según mencionan las crónicas de la época. Se le podía decir un número de cuarenta y ocho cifras que lo memorizaba y jamás lo olvidaría. 
En ocasión en que al Emperador José II de Habsburgo le obsequiaron una sonata para piano -el día en que el gobernante conoció a Mozart - el monarca quiso donársela al músico.
El joven Mozart abrió las páginas de la composición, las vio solamente una vez y le dijo al Emperador que Su Majestad la conservara, alegando que ya las había memorizado por completo.
Ante el rostro, entre asombrado e impávido del gobernante, el autor de la "Pequeña música nocturna" para demostrarlo tomó un piano y ejecutó la melodía que el Emperador le ofrecía, al derecho y al revés ante el silencio y la admiración de toda la corte Imperial.

Pablo Ruiz Picasso (Málaga, España, 1881, - Notré-Dame-de-Vie, Francia, 1973) nunca dejó de asistir a las corridas, desde su ciudad natal, hasta a las últimas que acudió, ya en el exilio, en las francesas plazas de Nîmes o Arlès.
Este célebre pintor también se ha vestido de torero, como Goya, ha tenido amigos toreros, como Luis Miguel Dominguín y por los toros, nació su amistad con Eugenio Arias, un español que llegó ser su barbero predilecto durante la residencia de Picasso en Vallauris, Francia.
Fue una amistad que se mantendría hasta la muerte del artista. Asistieron juntos a muchas corridas de toros y muchas también fueron las vivencias y anécdotas que protagonizaron.
Una tarde, en el transcurso de una corrida que presenciaban Picasso y Arias, un picador le brindó la faena a don Pablo, lanzándole su sombrero. Picasso se lo devolvió con un dibujo que había improvisado durante el transcurso de la misma. 
Más tarde, al finalizar el espectáculo, el picador le comentó a Eugenio Arias que uno de los toreros que intervenían en la fiesta le había ofrecido, nada más y nada menos, que cincuenta duros por su sombrero. Arias le aconsejó que lo recuperara porque había hecho un muy mal negocio.
Años más tarde, se volvieron a encontrar el barbero y el picador y éste le agradeció efusivamente el consejo que Arias le había dado en aquella ya lejana oportunidad, ya que gracias a la venta del "famoso" sombrero había podido comprarse una casa.

Ing. Teodoro R. Frejtman

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