De África vengo, qué ritmo tengo

 

Hace exactamente quinientos años la Corona de España instituía el despreciable tráfico de esclavos. Y nuestro territorio, tiempo después, no escapó al hecho de vivir y experimentar esa deshonrosa y vil actitud para con seres humanos.
Desde la fundación de Colonia del Sacramento, hacia 1680, hasta el año 1840 aproximadamente, y a pesar de que ya regía la ilegalidad de este tipo de prácticas, se registraron permanentes traslados forzados de miembros de la raza negra procedentes de África, que tuvieron como destino nuestras costas. 
Un número muy importante de esclavos, particularmente originarios de Angola, Congo, Mozambique y Guinea fueron depositados aquí contra su voluntad.
Sus integrantes, mayoritariamente yorubas, congos y bantúes, eran representantes de diversas etnias y lenguajes propios de aquel continente, allende el océano Atlántico.
No es ajeno a nuestra realidad social que de todas las colectividades que han enriquecido el quehacer nacional la negra es probablemente una de las que más ha llevado sobre sus hombros una carga de dolor y desarraigo histórico. A ello ha sabido oponer con elogiable dignidad una asombrosa y férrea voluntad de mantener vivas sus prácticas religiosas, sus creencias, sus costumbres, sus tradiciones y, en particular, su música exuberante, a la que ha transformado en un icono representativo de su mejor aporte cultural.
Las danzas rituales africanas han dado lugar a una porción importante de nuestra identidad. En particular el candombe, a quien alguien bautizara alguna vez como "la gran danza ciudadana de Montevideo" se ha constituido, desde su creación, por parte de los ancestros de la actual comunidad negra uruguaya, en probablemente el ritmo de mayor difusión, de más cautivante sensualidad y uno de los de mayor apego popular.
Sobre la base de su tan llamativa percusión, el candombe con su sabor bulliciosamente espontáneo ha penetrado en todas las clases sociales y, prevaleciendo en las coloridas y nutridas comparsas, empapadas de las rítmicas baterías de tamboriles, se alza muy especialmente durante las carnestolendas para recorrer con sus imágenes, y su brillo sin par, las calles montevideanas y de tantas otras ciudades del interior del país, erigiéndose en sinónimo de lo uruguayo, desde cuya geografía se ha transmitido y proyectado hacia fuera de fronteras.
Es probable que su nombre se haya originado en la denominación de ciertos cultos religiosos africanos, que incluyen una gran variedad de ritos, según las naciones negras que los practiquen y que tienen fundamento en la veneración de las expresiones de fuerzas de la naturaleza, elevadas a planos sobrenaturales, como consecuencia de la impregnación de un vigor mágico. 
De él saben los rincones más humildes de la sociedad y los más elegantes salones, los cultores de la música popular y los violines de las agrupaciones orquestales más exquisitas, las celebraciones íntimas a nivel doméstico y las festivas reuniones de compatriotas dispersos en tierras lejanas.
Durante los fines de semana los grupos multiétnicos que conforman las inimitables cuerdas de tambores, se suelen escuchar por toda la ciudad. El fuego con el que templan las lonjas de sus parches se convierte en un espectáculo en sí mismo, que crece y se multiplica a través de sus sones por doquier.
Y en cada febrero, donde Momo es Dios o Rey, desde los imperdibles desfiles de Llamadas, el "piano", el "chico" y el "repique" van dejando su estela arrolladora, a veces desprejuiciada, pero siempre inconfundible, al paso de negros y "lubolos", que emergen de los clásicos y tradicionales barrios montevideanos como Palermo, Sur, Buceo y Cordón, entre otros, con el alma arrobada de musicalidad.
Así, el candombe desenvuelve todo su vibrar al compás de un versátil tamboril que, según algunos estudiosos, se ha convertido con el tiempo en el único instrumento musical autóctono que posee nuestro país. 
El candombe es símbolo de nuestro folklore y los tablados carnavalescos son su hábitat más acabado y el sitio donde se observa la capacidad de convocatoria de sus compases, apreciados por tantos.
Es música que inspira escenario y movimientos fulgurantes, decires promisorios, veta de danza y pasiones. Y allí es donde destila su mejor ofrenda al corazón, que lo tiene como compañero inseparable de nuestras expresiones más emblemáticas.
Esta breve reseña no puede finalizar sin evocar al menos una de las tantas expresiones mayúsculas de lo popular uruguayo. Es por ello que apelamos a nuestros propios apuntes, de hace algunos años, nacidos como consecuencia de la desaparición física de una de las figuras que ha tenido en el candombe su culto por antonomasia.

El llanto negro, el llanto blanco

"El llanto negro, el llanto blanco. Desde El Cordón hasta Aceguá. Los tamboriles se quiebran en parches templados de angustia y de silencio; el candombe muestra un cielo de dolor y vive su pena y su desconsuelo.
Ha muerto Rosa Luna. La magia del color y de la danza, la llama viva del Carnaval y las comparsas y el ritmo febril de la expresión lubola están de duelo.
Todo es bruma en las veredas, en las esquinas de la gente, en las calles de la canción.
Se alza una Llamada enmudecida, y tiemblan las estrellas del misterio afro. La congoja invade el territorio de la música y se hace frío en las entrañas del son y la poesía. Los por qué están aquí, en el grito del arte caliente de una raza.
Ha muerto Rosa Luna, pero no ha muerto. Renacerá en el próximo desfile, en el tablado de febrero, en cada escenario de la noche, en los aplausos de la madrugada.
Y será entonces, como antes, como siempre, la alegría negra, la alegría blanca."

Ing. Teodoro R. Frejtman

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