Zambombo

Cuento de Ricardo Leonel Figueredo

(Especial para El Día)

Dibujo de Sifredi

Suplemento dominical del Diario El Día

Año XXXIV Nº 1671 (Montevideo, 24 de enero de 1965)

Zambombo, a los diez años; con la honda, encendía un fósforo colocado a cinco pasos. Vivía a monte, cazando pájaros. Recorriendo los pajonales del Renegado atrás de los apereáes. Bajando camoatíes gordos de miel. Conociendo los cañadones, las lagunas cortadas y los silencios del arroyo.

Entonces robó un montecristo con una caja de cien cartuchos. Esa tarde se llenó de ruidos, entre el griterío de las horneras.

Al atardecer, el viejo Jeremías lo estaba esperando. El agua había borrado la sangre de las manos, pero la vara de mimbre enrojeció las nalgas y las canillas del muchacho.

Esa noche no cenó y ya en la madrugada soñó con bandadas y bandadas de maragullones que pasaban formando unas V enormes.

***

En el Albergue de Suárez estuvo treinta y dos meses. Allí era Gómez. Un muchacho tranquilo, manso, que se estiraba día a día. Acechaba pájaros en los ratos de ocio y le prometía un sabia al Encargado.

En el crepúsculo en rueda, contaba:

—Me escapé y me fui al monte. Cacé tres gatos monteses con la honda.

Los ojos negros parecían dilatarse. Es que estaba viajando por senderos de sombra.

—El primer perdiguero que tuve fue un foxter chico. Paloma que caía, él iba y la alcanzaba. Se llamaba Pistola.

A veces inventaba una historia.

—Un día estaba sombreando abajo de un sauce, cuando sentí pasos. Miré y era una mujer que me estaba llamando...

***

Regresó y lo primero que le pidió a Sabas — un vecino que vivía a la vera del arroyo — fue una escopeta vieja, de un solo caño, de cargar por la boca y que hacía tiempo estaba colgada en un galpón.

Aceitó, limpió, restregó, fabricó una baqueta con un “alambre negro", juntó alcachofas de los cardos para colocarle de tacos, hizo una mochila con una bolsa, consiguió pólvora y munición, llenó de fulminantes una cajita en forma de estrella que tenía en la culata, la acarició para sacarle mas brillo aún a la tapita y llamó al Vintén y al Arriero.

El Renegado estaba crecido. Fue costeando el monte hasta el puente Negro. Trepó a los terraplenes de la vía y allí, donde se alaguna el agua, vio dos lobos nadando y asomando las cabezas.

Disparó y mató a uno. El otro quedo dando vueltas.

Zambombo estaba sobre el puente, vigilándolo. No se dio cuenta que e| tren venía por la curva. Sintió el escándalo del pito y sólo tuvo tiempo de recostarse a la baranda.

Del Vintén no supo nada más. La máquina lo levantó en e| miriñaque. El Arriero cayó al agua, destrozado y la corriente lo fue llevando lentamente.

***

Es como una tacuara, alto, fino y recio. Ya conoce todos los secretos del monte y la laguna. Los senderos más intrincados, los canales que se cierran de limo, las huellas de las víboras en la arena, los caminos de las nutrias entre los esterales y el lenguaje de los chajaes.

Tiene cuatro trampas escondidas y atadas con pedazos de ceibo, cerca no más de la choza hecha con varejones de sauce y toda cubierta de paja. Allí sólo unas latas que se van en cada creciente, el montoncito de cueros que mal paga en cada quincena el hombre que lo espera de noche en la carretera y el perro, un barcino viejo.

Lo demás es soledad. Unos silencios más grandes que toda la laguna, acribillado por el griterío de los bichos.

***

Sabía que la policía lo cuidaba. Cada semana que bajaba al pueblo, lo seguían. El reía y decía que el comisario no se acostaba por verlo, pero se les desaparecía detrás de un cerco, en una calle oscura o en algún rancho amigo.

Ese día se reclinaba al sol en un albardón de paja mansa, cuando vio el humo que salía de los árboles del monte.

Llamó al Barcino, palmeándose las rodillas con la mano. Avanzó por los canales secos. Sintió voces y vio al grupo de hombres en un claro.

Agarró al perro y trepó a lo alto de unos sauces con troncos como barricas. Sólo se sentía el canto de una paloma baguala, a lo lejos.

Eran seis y estaban aprontando un asado. Bebían de una botella. Relucían las armas entre monedas de sombras. Alguien dijo:

—Vamos, no ha de andar muy lejos.

—En esta vuelta lo agarramos con cueros y todo.

El estaba allí, sobre sus cabezas, tocando con la cara las arrugas del árbol. El perro aquietado en la horqueta. Abajo los hombres, separando las ramas y cruzando por un sendero estrecho.

Bajó. Cuando volvieron los hombres no encontraron ni la botella ni el asado.

Esa misma tarde, le prendieron fuego al pajonal.

***

Estaba en la orilla del pueblo, en un rancho junto a un cañadón aislado, hasta donde llegaban las crecientes del arroyo.

Una tarde pescando, vio el nutrierío nadando a flor de agua. Colocó dos trampas escondidas en los camelotes. Regresaba de madrugada desde los bailes, revisaba y a veces cuereaba a la luz del farol. Así, hasta que trajo la mujer.

Anduvo una semana por el pueblo. Se aburría. Una noche llegó y dijo:

— Conseguí trabajo.

Trabajo de los que le gustaban a él, en la laguna. Ahora tendría permiso, sueldo y bote. A ella la llevaría cuando hiciera una choza. Le explicaba: un alto, cerca del agua, ella se iba a entretener mirando los carpinchos y las tortugas. Cebando mate mientras él cuereara pieles como bolsas, con pelo de invierno, especial.

Veinte trampas le daban, hasta llegaron a ofrecerle crédito en una de las casas del centro, donde se surtía.

***

Trajo los perros, la Yara y el Rey. La laguna la está sintiendo entera, como nunca. Unos esterales de subirse arriba y temblar media cuadra.

Anda en el bote. Piensa: esta laguna es mía. Si se cierran los dos canales con limo, no entra nadie. Ni los nutrieros del otro lado.

Tiene la choza a medio terminar; dentro de dos o tres días bajará al pueblo, a buscar la mujer.

Se ha detenido, anda en un islote que parece quisiera escurrirse. Allá en la punta asoman dos lobos. Carga la escopeta con cuidado, retira un fulminante de la pequeña estrella, tapa la pólvora tomando el tapón con los dientes.

Se agacha y sigue un sendero de nutrias. Al apretar el gatillo, el caño se parte en pedazos y siente que la póvora le quema los ojos.

El dolor le pone puntos rojos y negros. Intenta retroceder. Se descalza. Tacta con los pies y con las manos. El estero huye por todas partes.

Los perros se han puesto a llorar en el bote.

 

Cuento de Ricardo Leonel Figueredo

(Especial para El Día)

Dibujo de Sifredi

Suplemento dominical del Diario El Día

Año XXXIV Nº 1671 (Montevideo, 24 de enero de 1965)

Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación

Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)

 

Ver, además:

 

                     Ricardo Leonel Figueredo en Letras Uruguay

 

Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce   

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