Pescadores Cuento de Leonel Ricardo Figueredo Suplemento dominical del Diario El Día Año XXVII Nº 1337 (Montevideo, 31 de agosto de 1958)
Dibujo de Yandí Luzardo |
En la ladera del cerro, las casas. Empinadas. Paredes de zinc y techo de zinc, chapas pintadas de blanco. A trechos tas manchas oxidadas, una puerta y una ventana abierta dando al mar. Detrás, árboles pequeños y tunas, trepando. Un camino en curvas baja hasta el murallón. Salta en los escalones de la escalera y cae al agua. En el recodo donde se aquieta el puerto. Amarras. Embarcaciones en descanso. Un agua viva avanza abriéndose y cerrándose igual que un puño. Blanca con ribetes lilas. Más allá gaviotas gritando. Alfredo silba una canción que ni sabe de dónde vino. Las piernas colgando de lo alto como anclas. El llegó con el viento del Norte. Viento de tierra dicen los marineros. El que hace retroceder las olas y el mar. Bajante. Asoman verdes y negras las piedras. En la noche comerán mejillones, o tal vez mañana, a mediodía. Alfredo silba. . . Allá arriba, en la pared, una jaula. En ella un dorado esponja las plumas del cuello. Canto de macho sin hembra, hundiéndose inútil en los árboles... Se secan al sol las redes. Olor a pescado. Brillan desparramadas escamas muertas sobre el pasto. Uno de los pescadores interroga: —¿Qué horas serán? —Ya llegó la sombra a la mitad del transparente. Las cinco y media — responde el que fuma. Otro empatilla anzuelos y mira al mar. El reflejo. Las aguas verdosas. La linea del horizonte a donde nunca llegan. Las corrientes que van como vetas. El murallón... De noche vienen mujeres allí, pero él a María Julia la lleva por las calles del cerro. Oscuras. Nunca le dijo, es para tenerla más cerca de las estrellas. Por eso su chalana lleva pintada en letras verdes “Estrella del Sur”. Abascal lleva siempre distintas. Le gustan las que vienen y se van, como los barcos grandes que atracan en el puerto para cargar bloques de granito. Ellas vienen en el verano para servir a las familias ricas. Sin embargo, le dejó el nombre de la primera: “Ivonne”. Era extranjera... Termina un anzuelo y empieza otro. Abascal quizá piense en otra mujer. Allá en e| murallón Alfredo deja colgar las piernas. —Bicho raro aquél —dice Abascal señalándolo. Tiene razón. Vino y nadie sabe su historia... No va ni a los bailes de allá abajo. Solo. Se encierra como una almeja con su vida. —Parece mentira que no le haya puesto nombre a la chalana. Eso está mal. —El hombre chupó del cigarro que quería apagarse, casi con rabia. El de los anzuelos iba a hablar, pero cortó. Casi juntas balanceándose sobre las aguas sucias: “La Gitana”, toda roja, solamente las letras negras y al lado, gris, con un gris de tormenta, ceniza, la de Alfredo. El viento traía como en eslabones, al silbido. Se pasaba las tardes allá, sentado. —Le ha de tener miedo a las mujeres. Si saliera conmigo... Pero Abascal no tenía interés en llevarlo, desde el día que subieron al cerro y se pusieron a leer las hojas de las tunas. Lo recordaba bien. Sólo en una había muchos nombres. No las recorrieron todas. Cansaba... En la parte más ancha, abajo: “Laura, sin novio”. Abascal agregó: “¿Dónde la encuentro?”. A Alfredo no le gustó y quería borrarlo. Y Laura fue la que siguió e Ivonne. Hizo un esfuerzo por acordarse cómo era y solamente vio una sonrisa desdibujada. Todos pensaban lo mismo de Alfredo. Todos no. El de la “Estrella del Sur” lo defendía. Alfredo no habia nacido allí. Nadar, nadaba como el mejor. Le gustaba el agua. Por eso se pasaba en los murallones. Era buen compañero y tenía una moneda colgada del cuello, que nadie sabía de dónde era. El nada decía tampoco. Silbaba y muchas noches llegó borracho. Abascal bajó por el camino en curvas. Desde la baranda gritó: —Hasta luego y que la suerte los tire donde ustedes quieran. —Hasta luego. —A la de “Los Grillos” ponle pajarilla. — Ríe el que fumaba y luego, hablando con el otro—: Este Abascal es loco del todo. —¿Vio que cambió el viento? —Se está “picando”. Las pequeñas olas se sucedían desde el horizonte. Ahora las canciones llegaban como traídas con aparejo. Pero eran tristes... El mar golpeaba al murallón. Con odio. Reciamente. Saltaba la espuma. El sol se despedía en la cumbre del cerro. Ninguna chalana saldrá esa noche. María Julia acompañada subirá por las calles oscuras para acercarse al cielo sin saberlo.
Alfredo ya no silba. En lo alto brilla un brasero encendido. ¿Mejillones?... El agua es negra y cubre las piedras. Hay voces conocidas que llegan como si fueran de otro idioma. ¿Dónde andará Abascal?... Se encendieron los focos eléctricos. Lejos ladra un perro. Siente como si las pulgas le anduvieran en el cuerpo. —Vida mugre —murmura y escupe en un desahogo que no llega. Tiene ganas de dar una trompada. Aprieta los puños. Nada. Se encierra en sí mismo. Las aguas son cada vez más negras. No le importan las aguas. Se va nublando el cielo. Nadie saldrá esa noche en las chalanas.
Baja la escalera del puerto. Tira de la cuerda hasta trepar en la suya. Allí el mar es tranquilo. Rema. En la punta del muelle una ola lo salpica. Marcha despacio. ¿Tendrá miedo la chalana que no avanza? Alfredo se va con la noche... Abascal se dio cuenta que faltaba. Traía abrazada a una muchacha... Colgaron un farol en la punta del muelle. Retintas las aguas y la noche. La Marítima encontró los pedazos de maderas deshechos contra los murallones. Salieron lejos. El cuerpo se fue con el mar.
Se amontonaba gente. En el brasero los mejillones se habían abierto en el arror. Se apagó el fuego. El dorado tenía la cabeza debajo de un ala. Dormía.. —Se llevó su historia —dijo uno, moviendo el cuerpo. Abascal iba con la muchacha para atrás del puerto. Golpeaba el mar. Al viento los cabellos. —Si hubiera sido mía la chalana, le ponía tu nombre. Ella se abrazó más fuerte... Lejos, se movían faroles buscando a Alfredo. |
Cuento de Leonel Ricardo Figueredo
Suplemento dominical del Diario El Día
Año XXVII Nº 1337 (Montevideo, 31 de agosto de 1958)
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