El camino hacia el mar

Cuento de Leonel Ricardo Figueredo

Suplemento dominical del Diario El Día

Año XXVII Nº 1337 (Montevideo, 31 de agosto de 1958) .pdf

Dibujo de M. Bonilla

El mar estaba allí. Las olas llegaban pausadas y volvían a alejarse. Absorto Roberto sentía el ruido de los guijarros rascando el lecho de las canaletas.

Le parecía ver las láminas de los sargos, ondeando de canto sobre las algas, más arriba la boyita roja de su caña. A veces, hasta el grito de una gaviota llegaba perdido, brotando quizás de la espuma.

El niño tenia los ojos entrecerrados. Tendido sobre el pasto, cara al cielo. Una de las manos, como una mariposa, presionaba sin ritmo la oreja izquierda. Entonces el mar tenia un sonido distinto. Embravecía de pronto. El punto rojo de la boya desaparecía bajo las olas que pasaban del verde a un pardo sucio y arcilloso.

La mano se cerraba sobre el caracol que producía aquella magia, hamacando al viento en un arrullo.

-oOo-

Tendido en la barranca vela pasar las nubes como olas gigantes. Siempre se imaginaba su pequeño mundo lleno de agua.

De noche, el cielo estrellado, eran olas luminosas. Él las vio una madrugada temblando de frío. Estaba acurrucado junto a las piedras de los pesqueros. Cubierto con el saco del padre. Se había enjuagado las manos sucias de escamas en un charco tibio, pero le quedaba el olor a pescado. Aún le parecía sentir los dedos como muertos, arrugados.

Sólo se oía el ruido del mar. El vecino y el padre estaban callados. De lejos en lejos.

—¿Qué pique compañero.

Al elevar las cañas, corrían hilos de luces por las líneas. Los pescados quedaban dando coletazos de colores. Un azul dorado que pronto se perdía.

Sonaba la lata de las carnadas arrastrada en la losa despareja. Cubrían los anzuelos palpándolos, apenas alumbrados por la luz del farol.

—Vamos a estar un rato más y nos vamos.

El temblaba. Veía a lo lejos temblar a una estrella grandota. No, estaba fija. Después de un rato, venían otros ratos. Los dos hombres los iban llenando con cigarros. Cigarros con boquilla para que no se humedecieran. La luz de los cigarros parecían ventanas lejanas.

El frío no le dejaba cerrar los ojos. Llegó un momento en que todo lo llenó la luminosidad del mar.

Tarde tras tarde buscaba el trillo costero de la cañada que moría en el arroyo. Silbando, jugando con palitos, mirando un mundo en las aguas tranquilas.

Había tallado una vara de sauce, llenándola de peces. Plaberito escondido entre los mataojos, con un anzuelo que cabía dentro de una uña.

El sol alumbraba las aguas y él tiraba pan para ver el cardumen.

De pronto echó un trozo que quedó flotando. La corriente comenzó a llevarlo. Sintió una angustia tremenda.

El pan buscaba el centro del arroyo. No podía haber ningún ahogado. La otra vez, lo recordaba bien, oyó los gritos. Los que andaban buscando habían traído pan bendito. Una mujer corrió y lo trajo. Alguien dijo:  

—Fue acá que se tiró.

—No está —dijo Dorrego. que había zambullido.  

Dejaron caer el pan. Iba igual que éste De pronto se detuvo en un remanso.

—Allí, allí.

Fue un instante nomás. Luego la corriente formó un remolino. El pan giró hacia la orilla y siguió la ribera arbolada.

—No puede ser —dijo un hombre.

—¿Está seguro de que es bendito?

El pan giraba sin detenerse hasta que una rama lo fue retirando.

—Vuelve al mismo lugar —dijo la mujer.

Dorrego volvió a zambullir.

Roberto, seguía al pan, su pan, que iba flotando como una boya. Un pájaro que venía volando al ras del agua, lo levantó en su pico.

-oOo-
Con una hachita de mano cortó troncos de ceibo que tendió en la barranca para que se secaran. Consiguió alambres y en obra en construcción pidió los clavos que iban quedando en las tablas del encofrado.

Una tarde de sol hizo la balea. A martillo y piedra. La cabeza del martillo estaba floja y saltaba a cada rato.

En la parte de abajo le ató latas de aceite vacías. Le había rellenado los agujeros con palitos secos.

La arrastró a la corriente y la probó hundiendo la pala del remo —un palo terminado en una tabla— recorriendo lentamente la laguna.

-oOo-

Las nubes aparecieron detrás de la sierra como un puño. Los altos árboles comenzaron a hamacarse, las aguas temblaron.

Roberto, sobre la barranca, sintió el ruido de los truenos como piedras desprendidas del cerro. La lluvia Llegó con un ruido sordo.

Se quitó la camisa. En ella envolvió las alpargatas y salió corriendo. Las nubes volcaban ríos desde lo alto. Pronto la cañada creció desbordando su cauce.

Roberto, desde la puerta del galpón, miraba el lustre nuevo de los árboles, el verde renacido del campo, los charcos sucios.

El olor a tierra mojada, desapareció tan pronto como vino.

-oOo-

Al atardecer la lluvia había cesado. Las aguas del arroyo bajaban llenas de resaca. Roberto tiró de la cuerda que sujetaba la balsa y la atrajo a la orilla que se había prolongado.

Trepo y apoyando el remo sobre la barranca, la echó hacia la corriente. Tuvo un cabeceo que lo obligó a agacharse un poco. Luego, comenzó a derivar.

De pie sobre los troncos, clavando el remo, la camisa flameando al viento como una vela, iba velozmente. Frente a él, el arroyo transformado en rio trataba de cubrir los árboles.

-oOo-


Con las últimas luces rastrearon la orilla. Lo vieron lejano, parecía que girara en un gran remolino. El padre, las manos ahuecadas como un caracol, junto a la boca, gritó:

—Roberto.

El grito pareció llegar, aunque el niño tenia las dos manos sujetas al remo y no hizo señal ninguna.

Ellos regresaron. El vecino arrimó un bote prestado y consiguieron un farol. Además, una luna inmensa comienza a empujar nubes en el horizonte.

El bote se aleja de la orilla. Parece un pedazo de pan en la corriente.

 

Cuento de Leonel Ricardo Figueredo

Suplemento dominical del Diario El Día

Año XXXIV Nº 1706 (Montevideo, 26 de setiembre de 1965).pdf

Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación

Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)

                    

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                      Leonel Ricardo Figueredo en Letras Uruguay

 

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