Hace medio siglo García Lorca visitó Montevideo por única vez
por Gastón Figueira Suplemento Dominical de EL DÍA Año LII Nº 2623 Montevideo, 5 de febrero de 1984
García Lorca en 1934. época de su visita a Montevideo Foto publicada en Suplemento Dominical de EL DÍA Año LII Nº 2623 |
En una muy calurosa mañana de febrero de 1934 pasaba yo —de vuelta del Correo Central— por una calle cercana al teatro Solís, cuando de un pequeño café surgió una voz pronunciando mi nombre: era Alfredo Mario Ferreiro, que compartía una mesa con Federico García Lorca y Carlos Sabat Ercasty. Me acerqué y tuve el inmenso placer de estrechar la mano de Federico, de ver su límpida sonrisa y de oírlo decir —no recitar— algunas estrofas de un bello romance pastoral de Juan Ramón. Con su aire eufórico, Federico me impresionó, como un niño grande. Pero un niño grande que sabía perfectamente lo que quería y a dónde se dirigía. Las tres conferencias de Lorca en el teatro 18 de Julio fueron magníficas de gracia, donosura, espontaneidad y simpatía, aparte de lo mucho bueno que enseñó a un público fervoroso. Pero quizá el acto más completo de aquella estada estival del poeta, en una ópera en que se incubaba en el mundo la gran tragedia (yo que —quizá precisamente porque lo intuíamos— tratábamos de que fuera feliz y despreocupada) fue la recepción que Enrique Diez Cañedo, entonces embajador de España en nuestro país —ofreció en la gallarda mansión de estilo Renacimiento que se alza en la esquina de Bulevar Artigas y Rivera, en el mismo predio en que se realiza anualmente la Feria de Libros y Grabados, mansión que deberla ostentar una placa expresando que allí estuvo Federico en la primera quincena (no recuerdo el día) de 1934. Participaron de esa reunión muchísimos escritores —sobre todo poetas— y ahora evoco a una Juana de Ibarbourou bellísima en su radiante madurez, con un gran sombrero de alas anchas y un largo collar de cuentas. Diez Cañedo era —algunos no lo saben— un escritor cultísimo, que sabia mucho de literatura uruguaya y que había captado noblemente la grandeza lírica y dramática del granadino genial. ¡Cincuenta años ya! ¡Medio siglo! Y a pesar de las convulsiones que el mundo ha sufrido desde entonces, parece que fue ayer que en las calles montevideanas se abrió la fresca y ancha sonrisa de Federico. En 1934, Lorca se hallaba en la plenitud de su energía de creación estética y gozaba de muy amplio renombre. Es verdad: más tarde, su tan injusta muerte le dio la aureola del mártir. V el estreno —póstumo de su gran tragedia "La casa de Bernarda Alba” —para nosotros, lo mejor de su teatro— dio amplitud a su prestigio. Pero en la época de su visita —única— a Montevideo, circulaba profusamente entre los lectores su "Romancero gitano" (que Victoria Ocampo había reeditado en Buenos Aires, en su excelente colección "Sur") y el éxito clamoroso de las innumerables representaciones de "Bodas de sangre" había ubicado el teatro lorquiano en primera fila. Se piensa generalmente que “Libro de poemas" de 1921 es la primera obra de este autor. Pero dos años antes ya había editado —en Granada— su primer libro —olvidable, disculpable— titulado "Impresiones y paisajes”. "Libro de poemas" es un buen conjunto lírico, pese a que a veces se nota cierta influencia de Juan Ramón Jiménez, que Federico no ocultó nunca. Aquella primera influencia literaria fue breve. Lorca, en lo sucesivo, no sólo se apartó de ella, sino que estilizó líricamente una Andalucía que Juan Ramón detestó siempre: la del toreo y del cante jondo, esa misma del “Embrujo de Sevilla" de Carlos Reyles, aunque vista y reflejada de muy distinta manera. Rodó había expresado —justamente comentando las elegías de Jiménez, con palabra francamente elogiosa —que detestaba “la Andalucía de la plaza de toros y el alarde vulgar y la alegría estrepitosa”. Ciertamente no es esa la Andalucía lorquiana o —mejor dicho— la grandeza trágica que él supo darle le ha quitado toda vulgaridad y la ha elevado a un plano estético. Por eso, creemos que fue un tanto injusto Juan Ramón en sus últimas opiniones sobre Lorca —a quien, en suma, elogió hablando, con cierto desdén, de "alhambrismo", pues ello significa —así lo entendemos— presentar al gran poeta granadino como algo decorativo, de un exotismo fácil. |
Algo después de terminada la Primera Guerra Mundial —más o menos allá por los artos 1922-27— se vio irrumpir en Esparta —en Madrid, para ser más precisos— una nueva generación lírica que llegaría a las vísperas de la guerra civil, con las voces de Rafael Alberti (de un lirismo tan distinto y a la vez tan hermano del de Lorca) Pedro Salinas, Jorge Guillén, Manuel Altolaguírre, José Moreno Villa, Luis Cernuda, Juan Larrea, Vicente Aleixandre, Emilio Prados, Dámaso Alonso. Algunos de estos poetas continúan su obra hasta nuestros días. Otros, como Miguel Hernández, hallaron su plena expresión durante los artos que preceden la guerra civil y dentro de su flamear. La aparición de Lorca en el escenario lírico se produce cuando Juan Ramón había dado la mayor parte de su mejor obra. Lo mismo puede afirmarse de Antonio Machado y de Miguel de Unamuno, sin dejar de reconocer que estos tres poetas —los que en Esparta gozaban de más vivo prestigio al aparecer Lorca— fueron acrecentando su obra en artos posteriores. Profesor en provincias, Antonio Machado aparecía de tanto en tanto en la capital española. Juan Ramón muy retirado, casi invisible, en su piso de la calle Lista, en el barrio de Salamanca, salía de vez en cuando de su aislamiento, de su hurañez, de su inabordabilidad, para visitar a sus viejos y nuevos amigos en la Residencia de Estudiantes, donde la presencia de Federico ponía una nota dinámica y cordial, jovial y juvenil. La obra de este poeta — sobre todo sus publicaciones en “Revista de Occidente" capitaneada por Ortega y Gasset, en alguna de las pulcras y efímeras revistas que "para la Inmensa minoría” editaba Juan Ramón (revistas que hoy son joyas de bibliófilo), en “La Gaceta Literaria" — que circulaba bastante entre la juventud renovadora de América —y en revistas provincianas de vanguardia (todo ello preparando la primera edición del “Primer romancero gitano" (1924-27) que aparece en 1928) — llamó poderosamente la atención de los lectores, tanto del público más culto y exigente, como del popular. Y es que cada uno encontraba en esos poemas valores que satisfacían su sensibilidad. En esa especie de deslumbramiento producido entonces —y ahora y quizá más en algún futuro— por la poesía lorquiana, será preciso reconocer además de su autenticidad e intensidad una virtud — ¿intuitiva? ¿sabia?— que reside en el hermanamiento de lo popular y lo refinado de cierto sabor tradicional, muy del gusto de la mayoría, y una avanzada expresión lírica, muy del gusto de la minoría. En esta poesía es muy difícil saber cuánta es la zona que recoge ritmos folklóricos, decires populares y cuánta es aquélla que se inscribe en la técnica poética más en consonancia con la época en que fue escrita, reflejando, con mesura, conquistas ultraístas. Aquella zona es, para muchos gustadores, la más visible. Esta obra —experimental, no carente de cierta audacia para su época y aun para la nuestra— está magníficamente estilizada, dolorosamente, jubilosamente estilizada. Y estos valores los hallamos en lo mejor de su poesía, en lo mejor de su teatro. |
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Poco antes de la revolución española, falleció en Madrid —ya olvidado y en la mayor pobreza, luego de largas épocas de esplendor literario y económico— Francisco Villaespesa, espléndido dilapidador de bienes propios. Con ese motivo, publicó Juan Ramón en el diario "El Sol" de Madrid un extenso articulo titulado "Recuerdo al primer Villaespesa" evocando con emoción y lealtad a quien habla conocido en la Semana Santa de 1900, iniciándose entre ambos una amistad fraternal, rota poco tiempo después, sobre todo por razones de credo estético. Al estudiar el pro y el contra de la poesía de Villaespesa, criticaba el carácter objetivo y decorativo, de un modernismo "externo" de la mayor parte de su obra (evoquemos, de paso, que las tres "Elegías de Granada" que Villaespesa dedicó a Rodó son bellísimas). ¿Puede criticarse — como también se ha hecho —objetivismo y decorativismo excesivos a Lorca? Confesamos lealmente que así como no nos gustan sus poemas del "Cante jondo" ni sus alusiones a toreros, tampoco somos afectos a las doce gacelas de su "Diván de Tamarlt” ni a las nueve "Casidas" de este autor. Pero estamos asimismo seguros que en la mejor obra de Lorca —que es mucha, muchísima— no debe confundirse estilización, riqueza metafórica, con decorativismo, que es cosa muy distinta. Y si es cierto — en lo que se refiere a su teatro— que en él (como muy bien afirma Christoph Erlich) se presenta el clásico choque entre dos mundos opuestos, es preciso agregar que ese choque clásico está expresado con una visión nueva, en que persiste aquel hermanamiento entre lo popular y lo muy depurado, como palpita la solidaridad entre lo poético y lo real (y no es que pensemos que lo poético sea irreal: es lo real... sublimado). El año pasado se estrenó en Montevideo un filme español que se basa, en parte, en la tragedia "Bodas de sangre". Tuvo mucha aceptación por parte del público, pese a que no creo que Federico lo hubiera aprobado. ¿Por qué ese tediosos prefacio mostrando a los intérpretes en el camarín, preparándose para la actuación? Ese largo celuloide pudo aprovecharse con elementos de la propia tragedia, utilizada muy superficialmente. Además, en esa adaptación —que, lamentablemente, no es un "ballet" como muchos espectadores proclamaron, pues mezcla el diálogo y el canto —¿qué hace esa canción chabacana y comercial que es "Mi sombrero" ("el sombre de ala ancha/con que adorno mi cabeza") cuya vulgaridad de cafetín nada tiene que hacer en esa tragedia? ¿Por qué no se utilizó —y se danzó— aquel espléndido romance de la luna? Cuando la novia y Leonardo huyen, el bosque está oscuro y será difícil, casi imposible, encontrarlos. Pero el leñador afirma: "cuando salga la luna los verán". Y aparece la luna, "un leñador joven, con la cara blanca y la escena adquiere un vivo resplandor azul". Y la luna dice uno de los mejores romances lorquianos, con metáforas tan exactas y originales como esas de los tres primeros versos, en que la luna es, por ejemplo, "alba fingida en las hojas". He aquí el romance: Cisne redondo en el río, ojo de las catedrales alba fingida en las hojas soy, ¡no podrán escaparse! ¿Quién se oculta? ¿quién solloza por la maleza del valle? La luna deja un cuchillo abandonado en el aire, que siendo acecho de plomo quiere ser dolor de sangre iDejadme entrar! ¡Vengo helada por paredes y cristales! ¡Abrid tejados y pechos donde pueda calentarme! ¡Tengo frió! Mis cenizas de soñolientos metales buscan la cresta del fuego por los montes y las calles. Pero me lleva la nieve sobre su espalda de jaspe, y me anega, dura y fría, el agua de los estanques. Pues esta noche tendrán mis mejillas dura sangre, y los juncos agrupados en los anchos pies del aire. ¡No haya sombra ni emboscada, que no pueden escaparse! ¡Que quiero entrar en un pecho para poder calentarme! ¡Un corazón para mi! ¡Caliente! que se derrame por los montes de mi pecho; dejadme entrar ¡ay, dejadme! Y finalmente, en una culminación de esa sed de sangre y muerte que siente la luna —luna fría y cruel, tan auténtica como la suave y tibia luna de los románticos— se cierra el magnífico romance con una metáfora realmente magistral, inolvidable: No quiero sombras. Mis rayos han de entrar en todas partes y haya en los troncos oscuros un rumor de claridades, para que esta noche tengan mis mejillas dulce sangre y los juncos agrupados en los anchos píes del aire. ¿Quién se oculta? ¡Afuera digo! ¡No! ¡No podrán escaparse! Yo haré lucir al caballo una fiebre de diamante. A través del tiempo transcurrido, es natural que su obra —libre de inciensos perjudiciales (que abundaron) y de negociaciones arbitrarlas (que vinieron luego)— puede ser valorado con la perspectiva del tiempo, que desbroza, que realiza su labor de justicia. Así como su vida, sobre todo en los últimos años, fue en exceso ruidosa, publicitada —viajes, obras teatrales, conferencias, indiscutible boga— la emoción que causó su ausencia influyó de una manera espacialísima en la apreciación de su personalidad. Ahora podemos —sin dejar de lamentar su muerte— ser dueños de cierto equilibrio valorativo. Es evidente que, sin ningún apasionamiento, aparece Lorca como uno de los grandes poetas de lengua hispana. Y no es que carezca de altibajos, al contrario. No nos convence, pese a su originalidad metafórico y a la eficacia de su verso libre, su "Poeta en Nueva York", quizá porque pensamos que en esos poemas —como en su obra teatral "Así que pasen cinco años” de evidente interés— hay como una influencia del expresionismo germano, no bien asimilada (quizá porque no fue bebida en su fuente, pero sobre todo porque no armonizaba con la psicología del poeta). Su teatro vale sobre todo por sus elementos poéticos, por su tratamiento poético. "Mariana Pineda" nos parece la menos valiosa en ese sector, justamente por poca intensidad lírica. Ella se da en esa magnífica trilogía que forma "Bodas de sangre" —pese cierta influencia d’annunziana— "Yerma" — que tuvo su origen en una breve página de su ya mencionado "Libro de poemas"— y, sobre todo, "La casa de Bernarda Alba" en la que creemos ver la culminación vocacional y técnica del teatro de Lorca: el desenlace de la tragedia, por ejemplo, se realiza de una manera no sólo inesperada sino muy rápida, luego de diálogos lentos que fueron como la incubación de ese rayo final. Ya pasó, felizmente, aquella época en que la imitación del romance lorquiano abrumaba al lector. Porque el poeta del "Romancero gitano" como el Torres Heredia de una de sus páginas, "nunca se volverá a repetir". Y porque —como ya lo advirtió sabiamente Dámaso Alonso: "Lorca surgió porque si, porque tenia que ser, tenía que cumplirse la ley de nuestro destino: España se había expresado una vez más". Recordemos también a un uruguayo, al excelente poeta Carlos Maria de Vallejo —a quien algún día habrá que hacer justicia— que en España fue gran amigo de Lorca y que le dedicó, en 1936, un magnífico soneto que termina con estas palabras: Mártir con nimbo pálido de luna, divinizado de dolor humano. Nardo tronchado en flor y sin fortuna. Muerto en Granada, tu perfil hispano se trueca en verde bronce de aceituna. San Federico, arcángel y gitano. |
por Gastón Figueira
(Especial para EL DIA)
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Montevideo, 5 de febrero de 1984
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