Era época de verdaderos valientes. Balas rápidas y muertes seguras, caballeros y políticos conservadores enfundados en sus lujosos trajes negros, miradas incisivas y cortantes se cruzaban constantemente bajo las estrechas alas de sus altas galeras.
Así era la Nueva Montevideo, una ciudad fuerte puesta en marcha gracias al legítimo duelo entre el general Terra y ese extraño francés, ese que se había atrevido cruzar las turbias aguas plagadas de monstruos, en aquel bello buque ya hundido bajo el fiero fuego de nuestros excitados cañones, allí, sobre nuestras amarillentas murallas, observando sagazmente lo que hoy serían las llamadas costas del Río de la Plata.
El enorme espacio que hoy ocupa nuestra moderna ciudad, antes era un extenso y oscuro paisaje de cardos, fresnos y pantanos, vigilados por familias enteras de feroces lobos, pendencieros espíritus, y primitivos seres capaces de descuajar la cabeza de aquel que se atreva internarse en esos cinco montes malditos; el sexto era la bella Montevideo, protegida por enaltecidas murallas, adornadas con 32 cañones de largo alcance –apuntando a los cinco montes- y 14 de alcance medio, protejiendonos de las espantosas criaturas marinas.
Tras las murallas, angostas calles rodeaban las pequeñas viviendas, y junto a los dos únicos arroyos con los que contábamos, se extendían una serie de saladeros casi artesanales. Los cánticos y pregones de nuestros pequeños comerciantes daban vida a ese paraíso sustentado a fuego, sangre y honor; pero por la noche, ya todos sabían que los espíritus de los cinco montes elegían al azar un ciudadano, y todos dormían aterrorizados con un ojo abierto y el otro cerrado.
Ahora, retomando la historia de nuestro pequeño difunto francés, una bala fue a parar a su garganta tras atreverse a insinuar que él y otros cuatro hombres –un africano, un turco y dos barones-, habían atravesado los temerosos pantanos, logrando llegar a un verdadero paraíso, donde las reces deambulaban libremente alimentándose de fresca hierba, y el sol hacía florecer hasta la mas tímida flor.
Obviamente nadie le creyó, y por blasfemo finalizó sus días bajo el fuego del mosquete del gran general, el muy valiente Idefonso Terra. Aunque este último, bien tenía sus segundas intenciones para con la muerte del pequeño francés, ya que él mismo se quería llevar el sublime crédito de expandir nuestra ciudad mas allá de los cinco montes malditos.
Y así lo hizo, un tormentoso día colgó su rifle tras su espalda, tomó a los tres hombres mas valientes y -prometiéndoles mil hectáreas a elección-, emprendieron un viaje a través de los prohibidos pantanos en busca del paraíso.
Poco se sabe de la aventura, lo que si se recuerda es que un soleado día, de esos que hacía tiempo no se disfrutaba, un viejo cañonero del ala este de la fortaleza, vio abrirse el espeso monte, y entre cegadora luz, observó regresar a aquellos cuatro valientes, montados sobre toros sementales de muy buena raza, y seguidos por miles y miles de ovejas blancas como la nieve.
Tras desmontar, el gran general gritó hacia las puertas de la fortaleza: “seguidme mis bien valientes, pues el futuro de nuestro imperio se encuentra hacia donde estuve. Valor mis temerarios! desde ahora nuestros hijos beberán de frescas aguas, gozarán de abundancia, y despertarán bajo el tibio manto de un sol radiante”
Pero de entre la muchedumbre vociferante, un pequeño niño llamado José, el mismo que había observado con espanto la muerte del bienintencionado francés, revuelve una pequeña bolsita de lana, saca un arma y da muerte al gran Terra.
Un buen día, ya siendo José un hombre hecho y derecho, se le acerca un anciano y le pregunta por que había acabado con la vida del general; la respuesta fue tajante: “si ese era el próspero rumbo que mi ciudad iba a seguir, que no fuera impulsado por la corrupción de un alma tan deseosa de reconocimiento como de lujuria. Si mi Montevideo iba a prosperar gracias a la avaricia de un hombre, hubiese sido mejor seguir bajo el orden de un puñado de trabajadores honestos y supersticiosos”
Finalmente, dejando de lado la fantasía, y ya con nuestra ciudad inserta en el moderno transcurrir de los tiempos, cabría preguntarnos que tanto de aquel Terra y que tanto de aquel José tienen los políticos. |