La vieja UA

 
La vieja era chiquita; para mí que no llegaba al metro cincuenta.
Caminaba con la espalda en ángulo recto con las piernas, y la cabeza apenas levantada para poder ver un poco hacia adelante.
Era arrugadita, pero bien arrugadita y color café con leche; tenía las manos torcidas por el reuma y sus piernas cortitas y rectas terminaban en pequeños pies calzados con desproporcionados zapatones de paño, cuya suela arrastraba levemente al desplazarse.
Usaba largas polleras descoloridas, muy anchas, de modo que la parte delantera rozaba la calle a causa de su particular modo de andar.
Casi hasta el verano usaba saquitos de lana, y solo en pleno enero la vi alguna vez de manga corta.
Un pañuelo vagamente celeste cubría eternamente su cabeza, y oficiaba de visera impidiendo ver el color del cabello y los propios rasgos de su cara, de la que destacaba la boca, por el hecho de realizar continuamente con ella un gesto que no sabría identificar, entre masticatorio y desaprobatorio. Tal vez fuera una especie de tic, que nunca la abandonaba y hacía mucho más prominente su labio inferior.
Los ojitos castaños y hundidos, apenas se notaban incrustados en los profundos pliegues de sus cuencas; parecían ojos de botón, como los que tenían entonces los muñecos de trapo.
Parecían ojos que no veían.
La recuerdo con total claridad en la abochornante siesta floridense, bajando la empinada Batlle y Ordóñez hacia Rivera; siempre acompañada por el run-run de la rueda de su pesada y tosca carretilla de madera.
Me preguntaba cómo caminaría sin carretilla, en el supuesto caso de que pudiera caminar sin ella, ya que no me terminaba de quedar claro entre ambas, quién llevaba a quién.
La carretilla era única; por lo menos nunca he visto otra que siquiera se le pueda considerar parecida.
Estaba formada por cuatro lados de madera gruesa: uno más pequeño hacia la rueda y otro más grande hacia la vieja, unidos por laterales levemente abiertos en ángulo, de los cuales partían dos cortas varas de palo.
Su color era extraño: estaba pintada por el sol y la lluvia de quién sabe cuántos años, aunque tal vez algún día había sido verde claro, o beige o aun gris, o un poco de cada uno.
Me la imagino pintada con los restos de varios tarritos de cuarto litro, todos entreverados.
El fondo de la carretilla era profundo, y su contenido un secreto.
La casi redonda rueda avanzaba dando pequeños tumbos, por su propia imperfección, y por el débil impulso que recibía de su dueña.
Siempre circulaba por la calle, contra el cordón de la vereda y marchando de a tramos.
Más o menos veinte metros, y una parada para tratar de enderezar un poco la encorvada espalda llevando las manos a la cintura; luego, agarrar las varas, y recomenzar la cansina marchita.
Ahí atacaba la bandada de gurises, la mayoría varones.
Correteaban para organizarse un poco y gritaban al unísono:
-¡¡A AUA UA!!, -con voz de mascarita.
La vieja se enfurecía de tal modo que lanzaba una andanada de palabrotas sueltas e inconexas a diestra y siniestra y, sin siquiera mirarlos, les tiraba con algo.
En realidad lo que hacía era tirar algo que iba directamente al piso, ya que ni se ocupaba en tratar de apuntarles. Generalmente tiraba una especie de estopa que luego ella misma recogía, metía en la carretilla, y seguía viaje.
Yo tenía mis dudas acerca de la vieja UA.
A veces pensaba si sería la bruja de Hansel y Gretel, ya que, aunque nunca la había visto con golosinas, tampoco sabía de dónde aparecía.
Lo único cierto era que escuchaba el run-run, y allí estaba ella; bien podría ser una hechicera después de todo.
Otras veces la veía hablar con la madre de algún vecinito, y ahí ya me parecía real del todo.
O casi, ¿no?
Terminaba de doblar mi cuadra en silencio, y desaparecía.
Hasta la siguiente vez, en que de atrás de los árboles donde estaba agazapada la barrita se escuchaba el ¡¡A AUA UA!! y retrucaban las maldiciones acompañadas de trapo al suelo.
Y retomaba el ciclo en forma invariable.
Muchos días, de muchas semanas, de muchos meses, de muchos años, vi pasar a la vieja UA.
Hasta que me animé a investigarla.
De a poco, claro.
Primero le pregunté a una vecina por ella.
-¿La vieja UA? ¿Y qué es eso si se puede saber?
-La señora de la carretilla con el bulto de trapo -dije achicándome un poco.
-!Ah¡, esa señora se llama Ezequiela. El famoso bulto no es otra cosa que ropa, ya que trabaja de lavandera, y los mocositos de este barrio son unos soberanos atrevidos por meterse con ella.
-Sí, claro -respondí-, ¿y dónde vive?
-No veo que pueda interesarte -replicó poniendo un churrasco sobre la ardiente plancha y llamando a sus hijas a comer, con lo cual me despedía sin muchos modales, según evalué.
Pero ya sabía su nombre y ocupación; tiempo habría para el resto. Otro día ataqué con Zoraida, que vivía en la esquina de arriba, y yo la había visto charlar con Ezequiela.
-¡Sí!, es una señora viejita que vende huevos.
-¡Ah!, me habían dicho que era lavandera.
-Y lo es; hace las dos cosas. Se viene desde por allá con la carretilla dejando ropa limpia y llevádose las bolsas llenas de otra para lavar.
-¿Y vive por el lavadero?
-No, mucho más para acá.
Luego, cerrando las celosías celestes de su antiguo balcón dio por finalizada nuestra entrevista.
De modo que la vieja UA continuaba su ciclo de run-run y desapariciones, sin que lograra conocer más que eso: su pasada por mi barrio.
Hasta que antes del cumpleaños de mi amiga Pelusa, se produjo el viraje de suerte no imaginado, a causa de un pedido de su madre.
-Ay, chiquilinas, ¿si yo les pido un favor? ¿Me van a hacer un mandado?
-¿Qué cosa? -preguntamos sin muchas ganas.
-Me faltan huevos para el bizcochuelo, y tienen que ser caseros, son los mejores. ¿No irían hasta lo de Ezequiela en las bicicletas?
-¡Síí! -me apuré en la respuesta-. No nos cuesta nada ¿verdad?
Y allá salimos con una canasta chiquita una, y con un monedero la otra siguiendo el camino que nos indicó.
¡No podía creerlo! ¡Iba directamente hacia la casa de la vieja UA!
¿Y si me reconocía, y me maldecía, y le salían sapos negros por la boca cuando me viera?
Bueno, después de todo yo nunca le había gritado.
Pero ¿ella qué sabía cuando estaba de espaldas quién le gritaba y quién no?¿eh?
El asunto no dio para tanto pienso, porque al ratito estábamos golpeando las manos en una pequeña casita con entrada por el costado y gallinero rodeado de alambre en rombos.
Las gallinas picaban ágilmente aquí y allá por el piso, y el señor gallo se paseaba orgulloso mostrando copete y cola brillante por el centro de la apisonada tierra, cuando ella apareció.
Se veía más derecha sin carretilla, pero no más alta de lo que siempre había pensado, y sus ojitos de botón nos contemplaban alternativamente mientras preguntaba que deseábamos.
Mientras mi amiga realizaba la compra, me dediqué a observar.
Había un alambre laargo laargo lleno de ropa colgada, al lado del gallinero.
El techo de la casita tenía un alero, debajo del cual estaba una pileta de lavar de esas que son dobles y, al costado, sobre cajones dados vuelta, había dos grandes latones de hojalata. Uno tenía agua jabonosa, y una tabla de lavar con jabón de barra en la ranura de arriba, se asomaba como saludando contenta.
El otro estaba lleno de agua limpia.
Más a la derecha, sobre dos pilas de bloques de construcción apoyados de costado sobre la tierra, una tabla grande y pulida contenía ropa seca a medio doblar, como recién bajada de la cuerda.
Un poco más cerca, dos sillas petisas de totora lucían sendas pilas de sábanas planchadas que perfumaban de limpio el aire de la mañana y enceguecían de blancura bajo la radiante luz del sol.
Y donde quedaba espacio, había canteros.
Los canteros de más al fondo tenían perejil, y orégano, y entre ambos había un limonero.
Los del frente, contra al alambrado que separaba la propiedad de la vereda, también de tierra firme, tenían flores. Principalmente teresitas multicolores.
Me descubrí sin miedo, y miré sin reparos a la vieja UA.
-Decile a tu mamá que estos son de mi bataraza -decía tocando con cariño cada huevo, mientras los metía en un cartucho de papel.
-Especiales para tortas de cumpleaños de niñas buenas, ¿eh? 
En este punto debía atacar, si es que era bruja, así que me preparé por las dudas, dando un valiente paso atrás.
Pero ella continuó como si tal cosa.
-¿Les gustan las ciruelas? Tomen, tomen para el viaje -y nos dio una a cada una con su mano laboriosa y suave mientras se le prendía una lucecita pequeña y tibia en los ojitos casi perdidos entre las arrugas de sus párpados.
Cuando nos íbamos dijo:
-Acá andan tus sábanas, el jueves paso a entregar, ¿tamos?
Mientras cerraba con un gancho la pequeña portera de madera de la entrada entre alambrados, al lado de la cual estaba estacionada la increíble carretilla, aproveché para darle un vistazo.
Era realmente profunda, y considerando la carga que llevaba por toda la ciudad, había sido sin duda el cincel que había dado forma al cuerpo de su dueña, de aquí para allá, de allá para acá, bajo sol o bajo bruma, durante quién sabe cuántos veranos, y otros tantos inviernos.
Me di cuenta de que había crecido con la visita, cuando comprendí que habiendo ido a lo de la vieja UA, había regresado de lo de Ezequiela.
Desde ese día, ya que no podía impedir la eterna costumbre de los gritos a su paso, me preocupaba de quedar bien lejos de la gurisada y bien a la vista de ella, casi siempre haciendo piruetas en el cordón de la vereda.
Entonces, después de soltar las palabrotas y tirar el trapo y volvérselo a guardar, cuando de nuevo sonaba el monótono run-run la carretilla, me gustaba saludarla.
-Buenas tardes, Ezequiela.
-Buenas m'hija -y antes se retomar su tranquilo me regalaba una sonrisa buena, una sonrisa rosada, una sonrisa de encías.
A veces, cuando el sol deshilacha nubes, me pregunto si de veras se trata de eso, o de batientes sábanas colgadas por las tantas viejas UAs del mundo, que luego viajarán con carretillas repartiendo blancura, poniéndole una nota de música a la aburrida siesta.
Y que tal vez se llamen Ezequiela.
O quizás... Exequiela.

Con los ojos redondos - Cuentos
María Ferrer
Edit. Prisma - 1996

Ir a índice de narrativa

Ir a índice de Ferrer, María

Ir a página inicio

Ir a mapa del sitio