La Molestona |
La mujer siempre viajaba en el 116. Al mediodía. Alta. Elegante. Unos cincuenta años. Cabello implacablemente teñido de rubio oscuro y batido de peluquería, retocado hacía tres minutos para salir. Grandota. Perfumada de Chanel No.5. Maquillada, lo que se dice bien pero bien pintada. Los ojos con sombras verdes o azules hasta la sien, rubor indiscreto en los morenos pómulos prominentes de por sí, y la boca violeta-pálido, nacarada, brillante de pintura espesa y desbordada. Gabardina impecable; modelo inglés, tela de la misma procedencia. Saquito de lana fina fino, pollera recta de irreprochable corte, camisa de cuello abierto inmaculada, y el infaltable pañuelo de seda. A veces el pañuelo iba por dentro con un nudo bajo la nuez, otras, lo llevaba suelto mitad a la izquierda mitad a la derecha, que en su impecable figura quería decir: ni un centímetro más abajo una punta que la otra, no fuera a desentonar con el conjunto. Medias de nylon finas, tacones altos, altísimos, como de 15, al borde del equilibrio, al borde de lo posible. Solía portar paraguas, grande, largo, blanco. Siempre de cartera, grande, clara, como ella, notoria. Subía, pagaba como al descuido, y los siguientes dos metros los caminaba como por la pasarela de Pierre Cardin mirando a cuarenta y cinco grados Este, cuarenta y cinco Oeste, con la quilla de su nariz como buena brújula, certeramente orientada al Norte. Ahí precisamente comenzaba la trasmutación. Ver que no había asiento y envejecer doscientos años era cosa de medio segundo. El proceso arrancaba en sus implorantes ojos. Seguía por la boca con una caída violenta de las comisuras unos treinta grados al Sur. Acompañaban en forma simétrica y paralelamente perfectas, tres profundas arrugas en forma de ranchito, en la frente. Sus manos, bajo caparazones enormes de anillos de pedrería, se aferraban al primer barrote vertical asible: la izquierda patéticamente treinta centímetros más abajo que la derecha; y para reforzar el efecto terremoto unas veinte áureas pulseras finitas, resbalaban hacia el respectivo codo. Entonces comenzaba a pendular, y con las manos como vértice y las piernas en bisagra, el oscilante conjunto de gabardina-cartera-pañuelo y paraguas se desplazaba amenazadoramente por el pasillo tropezando acá, trastabillando allá, sin que su rostro de madona en medio de feroz martirio, conmoviera ni a la monja del decimotercer asiento, que leía por decimocuarta vez, el decimoquinto capítulo del Evangelio según San Lucas. Hasta yo que soy distraída, me di cuenta de "la molestona". Con el tiempo nos transformamos en compañeras de ruta: a la misma hora, por el mismo lugar. Después cambié de trabajo y horario y la perdí de vista. Pero supe que no la había olvidado el día en que, viendo luchar contra la humana corriente a un mozo de la inefable "Pasiva", comenté con mi marido: -Parece "la molestona". -Cierto -dijo-, ¿te acordás?, la del 116 -y reímos. Lo cual no hizo más que perpetuarla e incorporarla al vocabulario familiar de claves, de tal modo que si nuestros hijos tropezaban, uno de nosotros solía preguntarle: -¿Qué te pasa?, ¿vos viajás en el 116? No he vuelto al 116. No trabajo más al mediodía. No tengo la menor idea de quién podría ser ella; no sé en qué parada subía, ni dónde se bajaba. La recuerdo con sonrisas, no sé si por la pinta, no sé si por la escena, o porque nunca he visto otra y por lo tanto fue la única Primera Actriz de CUTCSA y se ha quedado sin "Florencio". De pronto no la olvido simplemente porque es inolvidable, o porque me gustaría saber cómo nos pensaba durante su actuación. O tal vez no quiero olvidarla porque de algún modo sigue viajando junto con un trozo de mis veinticinco años: en algún ómnibus, que no sé dónde está. |
Con los ojos redondos -
Cuentos
María Ferrer
Edit. Prisma - 1996
Ir a índice de narrativa |
Ir a índice de Ferrer, María |
Ir a página inicio |
Ir a mapa del sitio |