-Gianni Scarpa. Gianni con doble ene, así las
escribimos y así las pronunciamos Giannnni...-
El agente tecleó con cuidado de redoblar la tecla de la ene y le preguntó por el
motivo de su denuncia.
Treinta años después de la caída del Duce se sentía cada vez más fascista por lo
que no vaciló en correr a la Comisaría para denunciar al tupamaro. Lo había
visto subir a la azotea disfrazado de funcionario de la compañía telefónica
estatal y repetir esas visitas. Giannnni confirmó su sospecha al tomar vista de
la cajita plástica adherida al borne del cable telefónico del vecino.
-Deben ser tupamaros, Oficial. Partisanos comunistas colocando grabadores
clandestinos!
Pero Eugenio no era tupamaro, era un simple funcionario de Antel, padre de
familia, ciudadano oriental. Por eso, cuando el Comisario Colombo se presentó en
su casa a pedirle el favor ciudadano, no había vacilado. La policía federal
argentina necesitaba interferir ese teléfono sospechado de pertenecer a una red
de narcotraficantes. Sólo se trataba de colocar el aparato que le traían y
periódicamente cambiar las pilas y retirar los cassettes de las grabaciones.
Cuando Eugenio fue conducido a la comisaría seccional ingresó con tranquilidad
confiado en su buena acción de ciudadano colaborador con su policía en la lucha
contra el narcotráfico. Pero ignoraba la desconfianza de los policías argentinos
con la policía uruguaya en materia de drogas en esa dura y larga década de
dictadura cívico-militar.
Si, nadie sabía nada. No fue necesario profundizar técnicas de interrogatorio
porque trasparentaba sinceridad y voluntad de colaborar con la investigación.
Preguntado, contestaba enseguida como in-hábil declarante.
-¿Recibió algún dinero por su trabajo?
-Sólo para comprar pilas y pagar el taxi.
-¿Cuánto?- Cincuenta pesos.
-¿Cuánto gastó en pilas y taxi?- Treinta y siete pesos.
-¿Qué hizo con los trece pesos restantes?
- Y ... me los quedé.
Ah! Entonces el delito indagado no era una simple interceptación de noticias
telefónicas. Si el funcionario público se apropia de dinero poseído en razón de
su cargo perteneciente al Estado o a particulares, es peculado. La pena es de
penitenciaría e inhabilitación especial para su empleo público.
Así que marchó a la cárcel y perdió su añoso empleo. Su esposa en la vieja casa
con zaguán y patio de claraboya en el barrio del Arroyo Seco, se convirtió en
una virtual viuda temporal.
La así "temporalmente enviudada" llegó a mi Estudio. El comisario argentino le
había admitido que no habían enterado a la policía uruguaya por sospecharla
implicada. Como se lo habían ocultado a Dupetit se sintió responsable y de su
propio bolsillo, quizás, dio alguna ayuda a la familia, lo que incluía para que
pagaran a un abogado barato.
La pena tenía un máximo de seis años de penitenciaría lo que la hacía por
entonces inexcarcelable. Procesado por eso, permanecería en prisión cautelar
sujeto a un largo proceso; mientras tanto, preso sin pena determinada. Pero como
la pena mínima era de un año de prisión, podía confiarse en que en algún momento
la pareja oficial conformada por Fiscal y Juez, entenderían buenamente bastante
la prisión cautelar para sustituirla por una libertad provisoria. Así la prisión
efectiva no amenazaba ser de años sino de meses, aunque el empleo público
parecía irremediablemente perdido para este veterano funcionario.
Hasta aquí todo usual y con arreglo a la burocracia judiciai penal corriente.
Pero el teléfono resonó estridente profanando la rutina de mi escritorio de
joven abogado artesanal. El aparato me habló con tono altivo y cautivante.
Enterado de que tengo la Defensa de Dupetit, el famoso penalista hace el planteo
a su colega menor. En realidad no era un especialista en el sentido académico,
ni relevancia docente ni en trabajos doctrinarios, pero si penalista mediático,
de esos que salen seguido por televisión defendiendo casos importantes y
haciendo declaraciones resonantes. Eso sí, un hombre rico.
-Colega, la policía argentina me ha encargado un informe sobre ese caso y como
sé que usted tiene la defensa le ofrezco compartir los honorarios. Sólo se trata
de que me saque el expediente en confianza del Juzgado para fotocopiármelo. Yo
hago el informe, me pagan dos mil dólares, mil para usted.
Le contesté como esperaba ser contestado y lo agendé para que viniese a mi
Estudio el martes siguiente a las 18:00 por el tal trato.
La transitoria viuda del defendido me trajo el teléfono del Comisario Colombo y
lo llamé a Ezeiza.
-¡No se lo vaya a dar que es el abogado de los traficantes!- Por supuesto.
Y me fui despacito para San José y Yi, el edificio sede de la Jefatura de
Policía de Montevideo. Entré por la escalinata de Yi y subí por pasillos oscuros
hasta el despacho del Inspector Castiglioni. Por más que me anuncié y me atuve
al té de banco de rigor, no conseguí ser recibido, así que volví al Estudio y lo
llamé por teléfono.
Tuve la experiencia de escuchar la voz del célebre corrupto represor. Me
contestó: -¿Y Usted qué va a hacer?.
-Pues lo que estoy haciendo. Mándeme un policía el martes a las 18:00 para que
esté tras la puerta del baño de mi oficina, sólo eso.
-Bueno, veré que hacemos, luego lo llamaremos.
Por cierto que nunca me llamó y el colega penalista famoso nunca más volvió.-
El nombre del colega famoso no interesa al cuento, ni que veinte años después
terminó procesado y penado por su involucramiento con los narcotraficantes en el
lavado de dinero.
Medio siglo después, más o menos, hubo polémica por la restitución y posterior
retiro del retrato de Víctor Castiglioni y la placa recordatoria de su paso por
la jerarquía policial. |