A derecha de la Ruta asfaltada, al margen del
amanzanamiento de calles hormigonadas del pueblo. Allí la tenían, La Talense.
Iba a ser huésped por unos días de mi tía Maruja y su marido, el negro Ramírez,
por un negocio que no interesa para esta narración. Todo pueblo así, tiene una
panadería como ésta. Gran cuadra, palas de madera de larguísimos mangos para
introducir la masa en la boca ardiente y sin fondo del horno de leña. Las viejas
máquinas de motores ruidosos para sobar y amasar. La extendida mesa de madera
donde leuda el amasijo. Y el éxtasis orgásmico del pan crujiente saliendo del
horno e inundando todo con su aroma penetrante y apetitoso.
Acompañaba al tío en el reparto chacarero. Por Bolívar y por Barrancas las
lluvias habían formado peludos de barro oscuro y reluciente. Pero el Ford del 55
se lanzaba al barrial, daba costalazos de navío en la tormenta, bandazos de
alambrado a alambrado, y siempre remontaba los repechos con rugidos acelerados e
inefables. El pan francés y la galleta criolla llegaba a cuanto almacén se
hallaba por esos caminos, entre campo abierto aunque no se avistaran clientes
que hicieran de comensales.
Fuera de lo que cualquier pueblo tiene, aquí tenemos la casa que fue de un
poeta. Gallego indiano autor de versos muy criollos. Un Pepe de una aldea de
Lugo. Y lo otro que tenemos es el cementerio pueblerino. Muros bajos con
horizonte abierto, tumbas humildes acompañadas de yuyos silvestres y de las
campanadas que llegan desde la iglesia de la plaza. Allí están los restos
dejados por el poeta cuando consumió su paso, ya agotado ese inestable estado en
fuga desde la catástrofe del nacimiento. “Hoy cansado de penar – le tengo asco
al vivir - y se me hace que morir – es no más que descansar”.
En las charlas de la cuadra, mientras el pan horneaba o en tanto leudaba, entre
mate y mate, este obrero venido de las chacras ostentaba su descreimiento. Lo
escuchaban en silencio, sin refutarlo ni tampoco darle la derecha. “Que son
todas ignorancias. Brujas, luces malas, lobizones, todo vergüenza de gente
cobarde y supersticiosa”. Ramírez le preguntó de “si vos no crees en nada”.
“Nadita, ni curas ni dios ni vida después de la muerte. De esta vida llevarás
panza llena y nada más”.
La tía Maruja sorbió lentamente y el mate dio un chasquido. Después volvió a
cebar y ofreciéndoselo con su brazo estirado le dijo. “Y los cementerios,
tampoco los respetás, vos?”. “No, si no es cuestión de respeto, es cosa de
creencias y yo no creo en nada de eso”. “Y vos te animarías a pasar solo toda
una noche en el cementerio?”. “Por qué no hombre! Usted sabe lo que hay en las
sombras del cementerio? Yo se lo digo; lo mismo que en el día pero sin luz”. “Le
digo que no hay cuidado con los muertos! Ellos no están”.
Así salió la apuesta. Tan típica del lugar como las pencas, la taba, la quiniela
o los juegos de la kermesse de la escuela.-
Cuando el último obrero municipal cerró el portón y rumbeó de regreso para su
casa, él estaba listo esperando en la curvita del camino asfaltado, contra la
banquina de pedregullo, mientras se apagaban las últimas maliamoles y margaritas
de la tarde. Cuando la brasa del pucho empezaba a alarmar la oscuridad, lo tiró
al piso y aplastó con su bota; tanteó el cuchillo mango de guampa en su cintura
y decididamente enderezó para el cementerio.
No le costó gran cosa volear el muro y caer dentro del recinto.
Pisó una losa y retiró el pie instintivamente. ¿Miedo, asco, respeto? Nada de
eso, instinto. Instinto nomás. Así que se retiró bajo un pino despeinado. Ladeó
el sombrero aludo y se recostó al árbol aprestándose a pasar largas horas
aburridas pero comprometidas por la apuesta.
Una brisa fría erizó los pastos, el pino cabeceó, las nubes entraron a oscurecer
la palidez lunar. Las horas se enlentecían pero las nubes aceleraban su paso y
extendían las sombras hasta que la luna no era más que un resplandor mortecino
en una esquina del cielo. Se arrebujó en el poncho.
De pronto el volido brusco de un dormilón alarmó el ambiente y el muchacho dio
un paso atrás, pisó la tierra removida de un entierro reciente, sintió en la
nuca el choque del aire movido por el pajarraco y puteó. Desenvainó el cuchillo
y giró largando una puñalada al aire inquieto. No porque hubiera nadie, por
demostración de hombría nomás. Soltó el cuchillo con desprecio, cosa inútil en
la soledad y prendió un pucho. La brasa del tabaco profanó la penumbra del
cementerio, sopló un hilo celeste grisáceo que se elevó entre las ramas del
pino. Suspiró, tranquilamente.
De pronto el viento arreció y la luna se apagó del todo. Una garúa fría le
abofeteó la cara. Arrancó con decisión para guarecerse bajo un alero. Fue
entonces que sintió el tirón. No podía avanzar, alguien, algo lo sujetaba del
poncho. Hizo su mayor esfuerzo para desprenderse pero no sirvió, parecía que le
estallaba el pecho y se le nubló la vista.
Cuando el empleado municipal abrió el portón al inicio del horario oficial, el
cielo había escampado y el sol subía con su alumbramiento cotidiano. Como todos
los días.
Lo encontró doblado, del tronco negro del pino despeinado. La cabeza pendiente
con la boca muy abierta y los ojos sellados por el espanto. Su cuchillo de mango
de guampa clavado profundamente en el negro tronco atravesaba los pliegues
estirados del poncho.- |