No hay cuidado con los muertos  

por  Alfredo Fernández Vicente
alfredobernabefernandezvicente@gmail.com

 

A derecha de la Ruta asfaltada, al margen del amanzanamiento de calles hormigonadas del pueblo. Allí la tenían, La Talense.

Iba a ser huésped por unos días de mi tía Maruja y su marido, el negro Ramírez, por un negocio que no interesa para esta narración. Todo pueblo así, tiene una panadería como ésta. Gran cuadra, palas de madera de larguísimos mangos para introducir la masa en la boca ardiente y sin fondo del horno de leña. Las viejas máquinas de motores ruidosos para sobar y amasar. La extendida mesa de madera donde leuda el amasijo. Y el éxtasis orgásmico del pan crujiente saliendo del horno e inundando todo con su aroma penetrante y apetitoso.

Acompañaba al tío en el reparto chacarero. Por Bolívar y por Barrancas las lluvias habían formado peludos de barro oscuro y reluciente. Pero el Ford del 55 se lanzaba al barrial, daba costalazos de navío en la tormenta, bandazos de alambrado a alambrado, y siempre remontaba los repechos con rugidos acelerados e inefables. El pan francés y la galleta criolla llegaba a cuanto almacén se hallaba por esos caminos, entre campo abierto aunque no se avistaran clientes que hicieran de comensales.

Fuera de lo que cualquier pueblo tiene, aquí tenemos la casa que fue de un poeta. Gallego indiano autor de versos muy criollos. Un Pepe de una aldea de Lugo. Y lo otro que tenemos es el cementerio pueblerino. Muros bajos con horizonte abierto, tumbas humildes acompañadas de yuyos silvestres y de las campanadas que llegan desde la iglesia de la plaza. Allí están los restos dejados por el poeta cuando consumió su paso, ya agotado ese inestable estado en fuga desde la catástrofe del nacimiento. “Hoy cansado de penar – le tengo asco al vivir - y se me hace que morir – es no más que descansar”.

En las charlas de la cuadra, mientras el pan horneaba o en tanto leudaba, entre mate y mate, este obrero venido de las chacras ostentaba su descreimiento. Lo escuchaban en silencio, sin refutarlo ni tampoco darle la derecha. “Que son todas ignorancias. Brujas, luces malas, lobizones, todo vergüenza de gente cobarde y supersticiosa”. Ramírez le preguntó de “si vos no crees en nada”. “Nadita, ni curas ni dios ni vida después de la muerte. De esta vida llevarás panza llena y nada más”.

La tía Maruja sorbió lentamente y el mate dio un chasquido. Después volvió a cebar y ofreciéndoselo con su brazo estirado le dijo. “Y los cementerios, tampoco los respetás, vos?”. “No, si no es cuestión de respeto, es cosa de creencias y yo no creo en nada de eso”. “Y vos te animarías a pasar solo toda una noche en el cementerio?”. “Por qué no hombre! Usted sabe lo que hay en las sombras del cementerio? Yo se lo digo; lo mismo que en el día pero sin luz”. “Le digo que no hay cuidado con los muertos! Ellos no están”.

Así salió la apuesta. Tan típica del lugar como las pencas, la taba, la quiniela o los juegos de la kermesse de la escuela.-

Cuando el último obrero municipal cerró el portón y rumbeó de regreso para su casa, él estaba listo esperando en la curvita del camino asfaltado, contra la banquina de pedregullo, mientras se apagaban las últimas maliamoles y margaritas de la tarde. Cuando la brasa del pucho empezaba a alarmar la oscuridad, lo tiró al piso y aplastó con su bota; tanteó el cuchillo mango de guampa en su cintura y decididamente enderezó para el cementerio.

No le costó gran cosa volear el muro y caer dentro del recinto.

Pisó una losa y retiró el pie instintivamente. ¿Miedo, asco, respeto? Nada de eso, instinto. Instinto nomás. Así que se retiró bajo un pino despeinado. Ladeó el sombrero aludo y se recostó al árbol aprestándose a pasar largas horas aburridas pero comprometidas por la apuesta.

Una brisa fría erizó los pastos, el pino cabeceó, las nubes entraron a oscurecer la palidez lunar. Las horas se enlentecían pero las nubes aceleraban su paso y extendían las sombras hasta que la luna no era más que un resplandor mortecino en una esquina del cielo. Se arrebujó en el poncho.

De pronto el volido brusco de un dormilón alarmó el ambiente y el muchacho dio un paso atrás, pisó la tierra removida de un entierro reciente, sintió en la nuca el choque del aire movido por el pajarraco y puteó. Desenvainó el cuchillo y giró largando una puñalada al aire inquieto. No porque hubiera nadie, por demostración de hombría nomás. Soltó el cuchillo con desprecio, cosa inútil en la soledad y prendió un pucho. La brasa del tabaco profanó la penumbra del cementerio, sopló un hilo celeste grisáceo que se elevó entre las ramas del pino. Suspiró, tranquilamente.

De pronto el viento arreció y la luna se apagó del todo. Una garúa fría le abofeteó la cara. Arrancó con decisión para guarecerse bajo un alero. Fue entonces que sintió el tirón. No podía avanzar, alguien, algo lo sujetaba del poncho. Hizo su mayor esfuerzo para desprenderse pero no sirvió, parecía que le estallaba el pecho y se le nubló la vista.

Cuando el empleado municipal abrió el portón al inicio del horario oficial, el cielo había escampado y el sol subía con su alumbramiento cotidiano. Como todos los días.

Lo encontró doblado, del tronco negro del pino despeinado. La cabeza pendiente con la boca muy abierta y los ojos sellados por el espanto. Su cuchillo de mango de guampa clavado profundamente en el negro tronco atravesaba los pliegues estirados del poncho.-

 

por Alfredo Fernández Vicente
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