“Era un placer quemar. Y un placer especial ver
las cosas devoradas, ennegrecidas y transformadas. Un fuego devorador incendió
el cielo del atardecer y lo enrojeció y doró y ennegreció. Avanzó rodeado por
una nube de luciérnagas”.
Ray Bradbury, “Farenheit 451”.-
Las llameantes lenguas amarillas lamían los postes del alero, los doraban y
pintaban brasas, era un fruto partido de granada. Las paredes se alumbraban y,
por las ventanas, humaredas grises, blancas, negras, se difundían en el aire.
El autobomba también era rojo y sus luces
intermitentes parecían brasas resplandecientes. El motor diésel crepitaba al
compás de las llamas. Un apretado grupo desarrapado estaba sentado en la senda
de pedregullo y miraba. Un milico jubilado removía la bombilla sin apuro y
dejaba verter desde el termo un delgado hilo de agua hirviente que soltaba desde
la boquilla del mate unas nubecitas de vapor. –“Nadie se levanta”, decía una
vecina gorda mientras un grupo de niños jugaban a perseguirse.
El techo crujió y se hundió en un colchón de volutas de humo danzantes. Una de
las paredes se había inclinado como vencida. Colgaba todavía de un clavo un
cartel que ofrecía un jarro de cerveza burbujeante y amarilla.
Todo había empezado con una pedrea. Continuó con una lluvia de cascotes que se
acumulaban doblando las chapas de zinc acanalado de las casas, formando cóncavas
barrigas en el techo.
–“Del boliche era que los lanzaban. Alcohol. Patota. Eso eran”. Todos menores
que robaban para el Rata y molestaban a los vecinos.
–“Ya no hay códigos. Roban adentro del asentamiento. No tiene goyete, no tiene.”
El colmo del abuso fue cuando robaron el salón
comunal. Se llevaron la cocina y las ollas del merendero. Y hasta el
radiograbador. Todas las puertas estaban trancadas pero hicieron un boquete en
la pared para entrar.
El comisario, escondido tras un bigote recto y renegrido, como tiznado, negaba.
–“La policía entra a cualquier lado. Cuando se me antoje meto al patrullero y a
los milicos, y hago una razia de pichis”. Pero no se le antojaba.
Entendimos que no era cosa de policías ni de jueces. Después de todo, de
nuestros hombres de la villa, el que no era policía era militar, activo o
retirado. Así que el Atilio empezó por hacerse una almena con bloques en su
techo. Pasaba toda la noche de barriga contra la planchada de hormigón, con la
escopeta. Cuando veía rondar los rastrillos rumbo al boliche del Rata, les
prendía chumbo sin aviso.
Lo segundo fue que se prendió fuego el boliche. Vinieron los bomberos pero el
autobomba no entraba porque no pasaba la senda por angosta, por poceada y por la
sentada que, al compás del bamboleo de la panza de la gruesa vecina, repetían en
voz baja y pausada: -“Nadie se levanta, hasta que se apague la última brasa”.
La luna -blanca, redonda y también poceada- miraba recostada en una nube flaca,
como los lampos amarillos se volvían nubes negras, después grises y al final
hilos ondeados de un cigarro subiendo perezosos.
El sereno de la noche fue enfriando las brasas.
El autobomba no esperó tanto, hacía rato que había dado una burda marcha atrás
e, inclinando su lomo de elefante en la banquina ,regresó a tranco lento hasta
la carretera, sin dejar de titilar sus luces rojas, como brasas eléctricas,
luces de puchos entre la penumbra de la noche del barrio pobre.
La luna también se había ido. Tampoco se supo más del Rata.
(Ocurrió en el cantegril de Corfrisa, cuarta sección policial del departamento
de Canelones, por los años ochenta del siglo veinte. Por cierto los acompañó un
Abogado honorario en la asamblea del comedor comunal, en la audiencia de la
comisaría y en la aplicación del Derecho de Pasargada. No lo nombro porque no
aparece el que saca la foto. No era tiempo de selfies). |