Como vivíamos entonces a escasamente ciento cincuenta metros de distancia, yo lo conocía desde niño, y lo que vi después fue la verificación de una realidad presentida y anticipada. Había en su aspecto algo que yo admiraba y no podía definir. Simplemente olfateaba su resistencia al tiempo, su reciedumbre conservadora; aquella como defensa pasiva ante la amenaza de los meses y los años. Y con ellas, su recogimiento, su no sé qué de ámbito sosegado, claustral —quizá contrabando hormiga infiltrado en espíritu y forma por las continuas visitas de profesores, ayudantes, alumnos y administrativos de la Facultad, la Escuela de Comercio, la Biblioteca y algunos centros estudiantiles cercanos. Era la tranquilidad del remanso; la del rincón donde se pedía repasar textos y comentar apuntes de clase. Y todavía: era la calma del mero estar y conversar. Esto último parece bien poco y es lo más grande; porque si nos falta ¿qué nos queda, que importa lo demás?
Mientras, así era el Sportman —nombre quizás heredado, pero perfectamente desavenido— un lugar tranquilo, pero no solemne; familiar, pero no vulgar; diferente, pero no apartado. Sus silencios, a veces tan largos; sus exámenes en voz baja y sus dudas pedagógicas, filosóficas y aún metafísicas —yo creo que el error fue hacer de Dios una persona, oí argumentar suavemente alguna vez— no significaban en absoluto que fuese aquel un fuero ni un reservado universitario; solo quiere decir que los que discutían sobre Terevinto, Suffiotti o las bataclanas del Albéniz, cuando no exaltaban las buenas propiedades del reciente Amaro Bairo, lo hacían igualmente en tono sosegado, no impositivo.
Esa era la fisonomía de los días hábiles. Porque los domingos la clave cambiaba dorsalmente. Un mundo brotaba junto al café, se adosaba a él; avanzada la mañana, lo compenetraba e invadía. Era la feria, la antigua y larga feria de Tristán Narvaja —la de Yaro—, la intermitente decano expositiva y competitiva; acaso la fornida antecesora de ese ruido en colores que es el cinerama.
Ese día era otro el clima callejero; otro el del café entre sus paredes. Se pasaba de Víctor Hugo a Marcel Pagnol. Los ventanales del Sportman eran los de un navío atracado a muros: tal se veían sus ritmos e inercias de tráfico y estiba; su traer, depositar y llevar. Pero asomándose la perspectiva se alargaba en un dinamismo a la vez contenido y refrenado; era aquel como un estadio longitudinal donde al público y los gladiadores formaban una sola multitud; es decir, todos eran luchadores y espectadores,
Esa masa, compareciente y puntual, se entregaba por tandas a la agitada gimnasia mercantil.
Así fermentaba ese sustituto de la vida —o mejor, su estado alotrópico— que es el tráfico, el mercadear, la compra-venta (1) Se veían literalmente el comprar y el vender en expresión casi pura, aislada de elementos extraños; se la olía y seguramente podía palpársela en relieve. Estos fenómenos, tan complejos en su aparente sencillez, aparecían amplificados y socializados en las mañanas de sol o de llovizna; dignos de la mayéutica vendedora de Henry Ford o de la sutileza incomparable de Jalil Gibran. "Hablanos del compran y del vender", suplican las gentes de Orphalese al Profeta. Y el Profeta hilvana su magistral oración: es la Poesía misma quien exhorta y aconseja.
Aún por otro camino podía hallarse Poesía aquel conjunto, que cien directores escénicos no habrían logrado armar jamás y que se armaba por sí solo. Si la vida se manifestaba en él sorprendente y sorprendida, impensada y resbaladiza, también se mostraba sedente y refugiada, constreñida en gruesas formas, como una definición intestinal, un lento y musculoso colon donde iban juntas la vida y la muerte. A esta aleación, a esta intrincada coexistencia de excluyentes, a esta doble poesía de muerte y vida, conclusión y comienzo, podía aún agregarse lo que aquel espectáculo tenía de parodia del trueque universal. Queremos lo que no tenemos; intercambiamos lo que nos sobra por lo que nos falta: he ahí la última instancia de la Historia Universal. Los fenicios la convirtieron en habitual aventura y desembotellaron con ella las civilizaciones antiguas. Aquí estaba esa aventura, en contornos diminutos; pero era la misma.
Se veía de inmediato que aquellos caburés y cardenales, atrapados en algún montecito de San José o Florida, irían indefectiblemente a alguna jaula en un apartamento de la calle Colonia; que esas tunas panzonas, arrancadas del Cerro de Doña Petrona o de cualquier ladera de la Sierra de las Animas, pronto lucirían en el patio soleado de alguna casona de la Aguada o el Cordón; que estas colecciones de sellos no tardarían en entretener las veladas de cualquier chacra suburbana o rural. Item, los muchos atados de yuyos raros, las misteriosas piedras imán y los ticholos de guayaba envueltos en chala pregonaban su origen brasileño y anunciaban sus respectivos destinos montevideanos. Así el intercambio, y no andaban lejos las imágenes de los zocos de Marruecos, la Feria de las Pulgas y hasta aquella muestra provincial que sirve de base al cuento magistral "El cordelito", de Guy de Maupassant (2).
Competían o se implicaban vida y cultura: queso y perfumes, herramientas usadas y pastelería, zapatos y trajes viejos, bloques de manteca y salames al rojo. Colgaban las ricotas ante perspectivas de textos, novelas y revistas atrasadas; vajillas desparejas se extendían junto a los pequeños lechones, con su horrible carita de sacrificados en la víspera; marcos, cuadros y alegorías certificaban el mal gusto de todos los tiempos, entre la firme y vistosa expresión vital de las verduras, que se prodigaba por los puestos y cajones.
Y como símbolo de tal mezcolanza, a la vez bárbara y bizantina, fresca y menguante, aquel pobre calabrés, con su blusa en piel de oveja, que vendía naranjas y tangerinas acarameladas, a los precios respectivos de un vintén y do cobre. Pequeño y feo, casi un simio, tenía todavía los tristes ojos azules de los titís en cautiverio.
La feria tenía desde luego sus malas márgenes, sus bajos fondos. Junto a los honestos pregoneros de boniatos, estaban los vendedores de cédulas invariablemente premiadas; acechaban en silencio punguistas y rapiñeros; circulaban los presuntos clientes que iban probando muestras de queso en diez puestos diferentes, para hacer así una especie de merienda matutina. No faltaban cuentistas del tío, que tenían una hija muy enferma en el colegio religioso de Uruguay y Tristán
Narvaja; el argumento remontaba un buen trecho de historia: el convento y la feria, la Virgen y los titiriteros.
Durante aquellas mañanas, la atmósfera del café era la de un blocao sitiado por indígenas. Que luego lo invadían y ocupaban; muchos enseñaban el rostro tan particularmente atezado de quienes siempre ven el amanecer: su sol o su helada. Bastantes de los clientes tenían asimismo en las hombreras la decoloración gris-verdosa que ocasiona la intemperie continuada. Hablaban muy fuerte, en diálogos o ruedas; bebían y se marchaban.
Estos feriantes irruptores quizás desempeñasen un papel de importancia en la economía del Café Sportman, no lo dudo; pero mayor era la cuantía de su rol espiritual. Formaban parte de su ciclo energético; de un sistema de rotación de fuerzas. Porque ese día el patrón, los mozos y hasta el gato cobraban vigor y rapidez; ofrecían aristas desusadas. El patrón abandonaba las mesas y ocupaba su comando en el alto mostrador; el mozo sustituía sus largas impostaciones por breves marche una Habana doble o tres guindados secos y media de vino con gaseosa; el gato desaparecía prudentemente hacia altillos y claraboyas. Ninguno se sentiría molestado, ni aún desde el punto de vista de la costumbre, cebolla resguardada por tantas capas de comodidad, pero inmarcesible bajo ellas. Los feriantes eran como huéspedes, que traían el soplo renovador a plazo fijo y breve, poco más de medio día.
Aún desde el punto de vista dialéctico y metafísico ¿quién habría osado protestar? Ese era el domingo, el día diferente desde la Biblia.
Aquí también era un descanso: el de ver otras caifas, el de respirar entre otro idioma; el de ver plantear y resolver ecuaciones con legumbres, fiambres, mantelería y útiles escolares. Tal vez la válvula que impedía el enmohecimiento, la atonía sin salida.
Ya llegaría la paz del lunes, indefectible y segura. Volverían los recitados, murmurios y salmodias sobre los textos dudosos; las experimentadas prevenciones ante ciertas trampas de las asignaturas idiomáticas, como aquellas de el pez y la pez, le faie et la joi, donde podía naufragar el puntaje de un escrito. El café recompondría su lúcida y marginal sedimentación; la feria reaparecería a la séptima jornada y la rueda seguiría girando. El tiempo no pasaba en los seis días y tampoco el séptimo. ¿Comunicación de las sustancias —como hubiera dicho algún estudiante capaz de leer a Leibnitz, — o simple azar de velindad?
Las temporadas terminan; deben concluir alguna vez, dejar paso, hundirse en el recuerdo, especie de aprendizaje para la nada. Y mi temporada estudiantil terminó: había que trabajar. Dejé de ver la Facultad, de frecuentar su barrio; alguna vez vi la feria de lejos, de pasada. Casi me olvidé de aquel lugar de inmanencias, que no cambiaba porque no lo quería ni lo necesitaba.
Cinco o seis años más tarde, trámites administrativos conjuntos nos llevaron a la Secretaría de la Facultad. Éramos casi el mismo grupo de aquella temporada. Y cumplidas presentaciones y diligencias ¿cómo no poner la rúbrica, un café matinal en el Sportman? Hubiese sido no ya inconcebible, sino sacrílego.
La primera impresión fue triunfal para nosotros: nada había cambiado, todo estaba igual. El tiempo había adelantado unos pasos en el mundo —y bastantes presurosos— pero allí dentro no constaban. El patrón, nórdico italiano, rubio y corpulento, seguía sentado junto a sus parroquianos dilectos. Muy cerca su enorme gato blanco, castrado y regalón. Antaño, con cierta irreverencia para su mutilado sexo, lo habíamos bautizado Shekmet, la diosa felina que en la mitología egipcia preside no sé cuáles deseos. Seguía roncando su laxa siesta en el cuadrado de sol. Seguía haciendo lo de otrora: permanecer. Y digo haciendo, porque su rítmica pasividad respiratoria era positiva: no de inacción, sino de acción.
Los revestimientos de madera, en guindo; los buenos espejos encuadrados al estilo de 1900; las amplias mesas de mármol y patas de hierro labrado capaces para seis clientes, donde tantas veces resonaban los dominós o se oía el leve ¡toc! de la pieza de ajedrez sobre el tablero; al fondo, bajo el enorme espejo propio de un foyer teatral o de un salón de recepciones, el solemne mostrador de madera con relieves y labrados.
Las tablas del piso reiteraban su vieja historia; la escritura hierática de sus vetas y rayados podían traducirse: aquí, lo de siempre. El recogimiento ambiental y la complacencia en él seguían imperando.
Al costado seguía el piano vertical sobre la tarima alfombrada. En su teclado era donde tantas veces nuestro condiscípulo Ledesma tocara su "Opera Fácil", especie de melodía jabonosa y repetida que podía durar tanto como él quisiese o como aguantasen los demás- En el ensanche o martillo, los dos viejos billares, con sus cuatro muchachos perplejos ante una carambola difícil (Faltó un profesor o faltamos nosotros ¿quién lo sabría, hoy como ayer?)
El mozo —y especie de vice-patrón investido de atribuciones especiales- resurgió de entre aquel tiempo benévolo con su invariado cabello entrecano alisado a la brillantina; sus pulcras afeitaduras azules bajo la media patilla y lanzó una vez más su preferido —y estudiado— grito de almuédano: Maaarche un tééééééé!! De inmediato recordamos que antaño nuestro compañero
Cabera, que junto con su leninismo-trotskismo, las echaba entonces de hedonista y preciosista, pedía siempre té —aunque prefería el café— por el solo placer de oír aquel llamado da la infusión a las alturas.
No, el tiempo no había pasado; su péndulo seguía sordo entre el todo y la nada, entre el sí y el no.
Una consideración más atenta hubiera rebajado nuestro optimismo. Primero: si hubiésemos querido congregar nuestra barra de antes, no hubiese sido posible: dos componentes estaban ya radicados en el interior; un tercero en Buenos Aires. Segundo: entre la clientela habían aparecido nuevas formas de vida, pese a ser día hábil. Por ejemplo, aquel mozo corpulento, casi obeso, ubicado junto a una ventana con su tablero de ajedrez listo para comenzar, no correspondía al ambiente ni al público habitual. Era evidente su condición estudiantil, su fuga del horario pero ¿a qué venía eso de invitar a cuantos entraban a jugar una partida, aunque no los conociese? Y luego, interpelar en el mismo sentido a los transeúntes que pasaban por Tristán Narvaja ¿dónde se habían oído aquellas invitaciones, cuándo?:
—Digo ¿no quiere jugar un partido? —No sé jugar. O bien:
—Me gustaría, pero ahora no puedo. Por fin, a las cansadas, un viandante, después de consultar un respetable reloj de bolsillo y menear la cabeza como ahuyentando una duda, dio la ansiada respuesta:
—Y bueno, una partidita le puedo jugar. Entró al café y allí no más se trenzaron, después de auto-presentarse.
Esta zona franca de ajedrez, si bien resultaba simpática y de rápida aclimatación, era totalmente insólita en el Sportman.
Tercer punto que se nos escapó: nosotros ya no éramos los mismos-
Éramos otros, con otros problemas y otra visión. Ya no aquellos estudiantes, faquines de sus propios libros y cuadernos, sino cuatro personas deshermanadas en el ser y el hacer; faltas del gregarismo de las aulas.
Todo eso estaba demasiado cerca. No lo vimos.
Por eso, cuando para finalizar la sesión recordatoria nos hicimos servir el mismo aperitivo
—vermut francés legítimo con unas gotas de amer— nuestra euforia se justificaba. ¿No estaban presentes, como antaño, la inmutabilidad del patrón, el mozo mañanero, las tablas, el gato?
¿No eran documentos valederos los espejos, fieles guardianas del orden monástico?
Las últimas bromas, ya de despedida en el umbral, se cambiaron sobre esa tesitura:
—Las rocas no cambian de por sí. Deben haber fumigado con extracto de granito.
—Y al gato, darle de comer hígado con piedra. Mirá que sigue lindo, el tordillo viejo.
Nuestros trámites terminaron, y los meses siguieron pasando hasta completar más de un quinquenio. Al cabo de ellos hubo elecciones nacionales.
Yo había quedado inscripto en mi domicilio anterior y tuve que presentarme en el circuito instalado en la escuela de la calle La Paz, vieja, añadida, enorme. Allí, en la Mesa receptora, me aguardaba con su punto más alto, la perinola de la sorpresa. El mozo-jefe, el almuédano del té, el del ditirambo cantábile a la infusión más breve, formaba parte de la Mesa, y controlaba activamente cuadernetas y documentos.
El buen Alfonso seguía haciendo honor al pasado: poco o nada habían cambiado sus patillas o sus cabellos. La diferencia estaba en la indumentaria: por primera vez yo lo veía sin su guerrera blanca de botones dorados. Pero ¡un domingo allí! Cierto: la feria no se realizaba; el café debía estar cerrado- Mas igual la cosa tenía su dejo de prevaricación ¿no atienden tantos cafés con las puertas entornadas? ¿No había en el barrio tantas mesas electorales instaladas en las cercanas Facultad, Biblioteca, centros docentes y estudiantiles? Y luego ¿no abren los cafés a partir de la hora 18? La pregunta se imponía ¿pasaba algo en el Sportman? Pero no pude formularla. La cola de votantes era larga y desordenada; a Alfonso lo llevaban muy apurado, tanto, que ni siquiera me reconoció por el documento. Pasé, coloqué mi voto y me fui sin una palabra.
Como tenía que ser, antes de una semana pasé por el Sportman. Idénticas las paredes, el piso, las mesas, los espejos, los billares, sí. Pero faltaban el patrón, el mozo-jefe, el gato blanco. El piano había sido llevado malamente al fondo. Caras nuevas en la registradora y atendiendo las mesas; en éstas, clientes faltos de expresión ambiental.
El tiempo había llegado, había pasado; quizás no más que entrar y salir. Pero se había llevado algo; hecho una de las suyas.
No quise preguntar: dejé el suceso a la dignidad del silencio. |