Pamela S |
La
noche se parecía a las
otras. “Pero no”- pensó ella- recordando sus solitarios recorridos
pasados en donde al menos le guiñaba cierta calma alrededor, cierto
aleteo de pájaros amigos entre las ramas que le caldeaba el corazón.
“Esta es diferente”- se dijo. Y no sabía por qué la sentía
diferente. “Es como una nube que se me viene arriba, como una cerrazón
de invierno, como una granizada”- remató la idea. “¡Tantas
noches!”-recordó- cuerpito ultrajado, alma en desconcierto- haciendo el
mismo camino desde el hotel de parejas disfrazado de Bailable hasta su
casa, no lejos del centro, tan cerca del
infierno. “A lo mejor ésta parece distinta porque hoy está muy
oscuro, cada vez más”- pensó para calmarse- y enseguida se puso a
saltar a la cuerda mental- uno,
dos, tres, treinta, cien- porque lo que no quería desde hacía tres años
era pensar...Trac, trac, trac…El ruido como de pasos que escuchó por
primera vez, resbalándose entre las piedras sueltas del camino, le paró
el juego de golpe. El corazón
se le amotinó pero ella ya había aprendido a controlarlo más o menos.
“Un zorro, seguro”, se dijo, respirando hondo para poder
continuar…“ Es malo pensar. Y hablar. Lo que hay que hacer, ricura, es
montar”, le había dicho Él desde el día en que decidió hacerle
cualquier cosa por cualquier agujero de su cuerpo sin preguntarle nada y,
menos, escuchar. “Tengo ocho años”- recordó haberle dicho al final
de esa primera vez, chorreando sangre, llorando de miedo porque no sabía
qué le había pasado ni qué debía hacer para no sentirse una bruja como
la de los cuentos pero sin escoba mágica para volar…“Las escobas son
muy buenas para escapar”, decían siempre las brujas en los cuentos pero
ella no había encontrado el remedo de una para largarse a otra parte.
“Yo sólo quiero estudiar”, le había dicho entre lágrimas. Abrochándose
el pantalón, Él se había reído. “Cuando tengas quince, me lo vas a
pedir de favor”. Y la había dejado allí, en el piso de su propia casa
para que se arreglara como pudiera: con agua, rezos, muñecas, deberes o
lo que le cayera de arriba. “Nunca digas del cielo, ese es un invento
peor que vos”, fue lo último que le escuchó antes del portazo. Recordó
también, en un chucho,
cuando su madre la descubrió lavándose, arrancándose aquella vergüenza
a zarpazos en el baño, mientras se tragaba el llanto porque bien
sabía que no le gustaba verla moquear por nada ni nadie. “Tengo ocho años,
mamá, mamita. Dejáme ir mañana a la escuela. Dejáme ir a estudiar.
“Claro que sí, Pamela, vas a ir a la escuela y vas a estudiar. Igual
que yo. Vas a hacerlo todo de nuevo, una y otra vez. Con él también. ¿Sabés?
Así debe ser”... Y la empezó a dejar sola muchas veces con aquel
hombre que ocupaba el lugar de padre en la casa porque vaya una a saber-
se decía- adónde se había largado el suyo y porqué.
La madre llegó a quedarse muchas veces enfrente a ellos, mirándolos,
mientras Él hacía y deshacía en su cuerpo todo lo que se le antojaba.
Pamela empezó entonces a preguntarse si aquello era lo que los mayores
llamaban muerte. “Porque algo peor que esto no puede haber”, empezó a
pensar todos los días al levantarse, preparándose desde temprano para lo
que le trajera la puta vida, como no se cansaba de llamarla su madre una y
otra vez. Al cumplir los nueve Él la pasó una tarde a su propio
hermanastro- medio bobo y mayor que ella - como si fuera mate lavado.
“Sacále lo que le queda de jugo, gilún”, había dicho. De
ahí en adelante, fueron dos. Trac,
trac- seguían sonando las piedras del camino, cada vez más cerca. Pamela–
vuelve volviendo en la noche negra hacia su jaula- trató de recordar
cualquier cosa que le impidiera escuchar, atravesada por el miedo, por el
asco, por las ganas de llorar. “Será tan puta como vos”, había
empezado a repetirle el padrastro a su madre, un día sí y otro también.
“Buena hija de puta como todas”. Y en otro, dijo que se
le había ocurrido algo. “Un negocio redondo”. La
madre no preguntó. Pamela no sabía cuál era el negocio pero por aquella
cara casi suya que tenía enfrente,
abierta en una mueca, más o menos lo adivinó. Así empezaron los bailes de fin de semana. Para el primero fue su propia madre
la que la pintó. Cuando se miró al espejo le habían dado ganas de
llorar. Parecía Papuza, la
muñeca de trapo olvidada en
el cuartito de los cachivaches, adonde ni las ratas se animaban a entrar.
Se sintió entre Papuza y las ratas. Una basura. Las lágrimas le corrían
por la cara pero sabía que tenía que pararlas y seguir adelante –
siempre, siempre- con lo que su madre le indicara. “El lunes entregan
los carnés, mamá. La maestra me dijo que tengo muy buena nota”, le había
dicho camino al Bailable. “Seguro,
Pamela. Muy buena nota en todo hay que tener. Con los tipos es lo mismo. Sólo
te tenés que callar”, le había contestado la madre, sin mirarla,
pasando a hablar por el
celular con el dueño del falso Bailable. “Yo lo que quiero es
estudiar”, había insistido ella, avergonzada de aquel disfraz
de mujer, asqueada por adelantado de todo lo que tendría que soportar, malherida frente al camino de ida y vuelta a su pantanal.
“Claro, Pame, además vas a estudiar”, le había contestado tajante
con su mueca de piedra aquella mujer que era su madre y que, seguro-
pensaba - todo lo que decía y hacía era para su bien…Pero faltaba lo
peor. Un viejo babeante con plata la inició en la gran Montaña Rusa de
los hombres: blancos, negros, jóvenes, mayores,
casados, por casar, en divorcio, de todo tipo y color. “Un negocio
redondo”, como le había dicho el padrastro a su
madre, convirtiéndola en
cajera por adelantado. Trac…Trac…Trac-
vuelve volviendo en la noche negra hacia su jaula- Pamela adelantó sus
pasos, aterrada. Fue cuando decidió llamar a la policía. Sacó de su
bolsito el celular plateado de princesa sin príncipe ni carroza ni Hada
Madrina ni nada de nada. Llamó
y llamó: una, diez, treinta veces…Línea ocupada o muerta o
enterrada…Trató de serenarse y pensó de nuevo en las
brujas de los cuentos. “Me gustan más que las hadas porque son
medio feas, medio brutas, medio malas y muy rápidas”, se dijo, soñando
con la escoba que, al fin, la ayudaría a escapar. “
Para aprender el nombre de todos los ríos y los pájaros como dice
la maestra que debo hacer si quiero ser como ella cuando sea grande y
vivir en una escuelita rural con muchos niños, guachos, chanchitos y
zorrillos vagabundos. Riiiiing….Riiiiing….Riiiiing
“ ¡Qué bueno! Es la policía”, pensó, a pesar del susto. Pero no
era la policía. El clic del corte le sonó como un balazo y el cuerpo se
le congeló de terror. Tomó aliento y se largó a correr, con fuego en el
corazón, con alas en los pies, con desesperación. Corrió
por ella, por la muñeca Papuza, por todas las brujitas que dicen que lo
habían hecho tantas veces y pudieron escapar… “Yo también puedo”,
se repetía como en un rezo. Ya no había un solo ruido atrás suyo. Lo único
que se escuchaba en esa noche negra en que Pamela S volvía a su jaula era
el retumbar de sus piernas en el camino impregnado de silencio. Pegajoso.
Letal. De pronto, al dar vuelta una curva estrecha- “Falta
poquito para llegar”- se paró de golpe cuando el hombre se le
apareció por el costado, entre los sauces, como si tal cosa. Le sonrió
desde lejos, igual que otras
noches cuando la acompañaba desde
el Bailable hasta su casa.. -¡Qué susto que me diste!- dijo ella-. No… tengo… fuerzas… ni para…res…pi..rar. Y se quedó, tambaleante, esperándolo, mientras él comenzó a acercársele despacio, sin sonrisa, con ojos rojos, mueca de diablo y una rabia salvaje que lo hacía temblar. Ella no entendió. Cuando se le paró enfrente, extendiendo los brazos, trepando las manotas hasta su cuello para asegurarla bien y luego arrastrarla hacia el costado del camino, sí lo hizo…A pesar del horror, Pamela logró atisbar un haz de luz, allá lejos, entre la negrura del cielo. Le rogó al dios que a lo mejor existía que la llevara hasta allí. “Aunque sea sin escoba”, hilvanó en su nebulosa. Cuando el haz fue apenas un punto se sintió feliz por primera vez. Entonces voló hacia aquel puntito. Fue una ráfaga. Ya no necesitaba del aire para escapar. |
Glenia Eyherabide
glenia7@hotmail.com
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