Zitarrosa: Cantar en uruguayo

Un lejano ritual inolvidable

por Enrique Estrázulas

ENRIQUE ESTRAZULAS nació en Montevideo en 1942. Ha publicado cinco libros de poesía, tres de novelas y dos libros de cuentos. Conocido dentro y fuera de fronteras, parte de su obra ha sido publicada en el exterior y traducida a otras lenguas. Los textos de esta página integran su ensayo sobre Alfredo Zitarrosa, — originalmente publicado en Madrid en 1977 pero corregido y aumentado por el autor para la edición uruguaya— que en éstos días comienza a distribuirse en Montevideo, editada por Banda Oriental.

Han pasado ya once años desde que, una noche de invierno, cerramos un boliche de Montevideo —el que desde entonces fuera mi entrañable Bar Outes— con los parroquianos adentro. Fue la primera vez que asistí a un "cierre particular" al delicado egoísmo de comprar, por una noche, el derecho a que una barra de amigos bebiera y conversara a gusto hasta el alba como si estuviera en su propia casa. Pero el cierre tenía un motivo, una razón que comencé a conocer poco a poco: había un cantor en el local. Era casi desconocido para mi. Un colega de entonces, un periodista, me dijo en voz baja, como en secreto: “Ahora va a cantar Zitarrosa". El mismo se encargó de presentármelo. Su nombre —el del cantor— me sonaba a raíz de un reportaje que, me enteré en seguida, ese aniñado trovador de voz gruesa le había hecho a mi amigo Juan Carlos Onetti. Me fui enterando entonces del periodista Zitarrosa y conversarnos unos minutos sobre el áspero, contradictorio y talentoso personaje en cuestión: Onetti.

Lo vi pequeño y pausado, con una voz abaritonada y segura al hablar, con un “botánico temblor” —al decir de Pedro Leandro Ipuche— de uruguayo de la frontera, nieto del gaucho, con algunas gotas de sangre indígena y una extrema delicadeza en el diálogo. Tal vez culto, pero fundamentalmente intuitivo, el hombre que me habían presentado tenía el espíritu bien templado y hablaba lo justo. Le pidieron entonces que cantara y esperó, como sin oír, a terminar la caña que había resuelto tomar conmigo, como si esa ceremonia amistosa, algo paisana, no mereciera interrupciones abruptas. Por fin chocó el vidrio grueso de su vaso en el mío y dijo exactamente: “Permiso, disculpemé...” Y pulsó la guitarra que le alcanzaron, sin apuro, con un cigarrillo negro que se consumía entre el dedo meñique de la propia mano que templaba las cuerdas.

Me llamó la atención la forma ritual de concentrarse en la guitarra, como si verdaderamente ya nada existiera a su alrededor. Y también el silencio que se abrió en torno a ese cantor que no era todavía famoso.

El canto se hizo esperar y alguien pidió “La Coyunda”, una canción del propio Zitarrosa. Entonces surgió, por fin, el canto: intimista, tristón, carismático. Supe en seguida que era la primera vez en mi vida que oía a un cantor popular con todo lo que alguna vez había soñado; podía tener la voz de mi propia tierra. Cantaba decididamente “a la oriental”, cantaba con un algo inexplicable que había nacido con él, que no había aprendido en ninguna parte, que no tenía ninguna otra razón esquemática que no fuera otra que la de “andar por la vida y ser uruguayo”. Todo eso me pareció ver en Zitarrosa, todo eso que me llegaba como un efluvio raro y me hizo sentir de pronto que yo amaba un poco más a mi país. Voz campesina, singular y sobriamente “cojuda”. Recuerdo que entraron dos mujeres. El cantor fue el único que no levantó la vista, como clavada en las cuerdas. Fue como si sobreentendiera y despreciara un poco la curiosidad de todos, hasta que las mujeres se fueron y el boliche se volvió a cerrar definitivamente.

Zitarrosa cantó hasta el alba su repertorio de entonces. Cuando amaneció y nos fuimos ya no nos íbamos a volver a encontrar por mucho tiempo.

Ello se produjo años más tarde, cuando ya era el cantor más famoso del Uruguay y yo tenía algunos de sus discos. Era carnaval y me enteré de que cantaba en un barrio apartado. Quise llevar a dos amigos argentinos para que lo escucharan y allá salimos, rumbo a esa zona suburbana. Cantaba en un típico “tablado” de Montevideo, escenarios donde año tras año se lleva a cabo otro ritual muy uruguayo: la actuación de las “murgas", coros de barrio que parodian la vida nacional con letras escritas sobre músicas de canciones ya compuestas, herederos del cuplé español, de las sátiras aldeanas o el chisme cantado, repartido por los mesones.

En aquel ambiente de público humilde, ante un endeble y poco fiel micrófono, se presentó el cantor. Nadie se movía de su silla. Mis amigos descubrieron en Zitarrosa un aire flamenco que yo —neófito en el tema— no había podido detectar o no me animaba a señalarlo. Tuve entonces la certeza de lo que decían. Recuerdo que me impresionó su vidalita “La desvelada”, el taquirari boliviano “El Camba” y las explicaciones previas con que el intérprete presentaba los temas. El aplauso tibio terminó en la ovación. Entonces recordé la noche del boliche que habíamos cerrado: aquel desconocido de ayer era el mismo carismático y menudo ser que conquistaba las masas sin proponérselo. Y me traje ese ayer hasta el ahora para sacar una conclusión antojadiza: el cantor popular es el poeta, el verdadero poeta que sustituye al eterno género en decadencia, al siempre agónico primer género literario. Lo sustituye a pesar de la polémica y siempre curiosa diferencia entre un poema y una letra escrita para ser cantada. Sobrevino entonces la idea del juglar. A medio camino entre el gaucho y el orillero, entre el estudiante rebelde y el puntero izquierdo de un equipo de barrio, entre el literato ceñudo y el pobre poeta del tímido cuaderno inédito, aquel niño de más de treinta años se había dedicado a cantar. Esa noche le regalé un libro de poemas, el más primerizo de los tres que había escrito y publicado entonces. Me lo agradeció con un abrazo creíble, natural y fraterno. No nos vimos más, otra vez, por largo tiempo. Mis amigos porteños concluyeron en algo previsible: “Si este cantor va a Buenos Aires, mata.”

Zitarrosa demoró mucho en hacerlo, tal vez deliberadamente. Cuando se decidió se cumplieron esas predicciones. Pero vivió siempre en Montevideo, enraizado en su arte, cerca de su gente. Emigró involuntariamente. Doy fe que lo hizo con dolor infinito. Porque sentía su Uruguay natal, su “Banda Oriental”, como gustaba llamarle al país de José Artigas, desde su infancia campesina que conoció las márgenes del río Santa Lucía, los troperos que interrumpían el silente reposo de un pueblito con un tumulto de pezuñas que venían del Norte.

Un parto: el precio de elegir un destino

No habían pasado tres años cuando un mediodía, sorpresivamente, me llamó por teléfono. La inconfundible voz se oía lejana y decía que tenía resuelto musicalizar uno de los poemas del libro que yo le había regalado en el tablado aquel. ‘‘Barrio Sur” se llamaba. Esa noche nos encontramos y me contó la historia de su último barrio (el del poema) y de su vida en una pensión frente al Cementerio Central, donde dubitativamente habían transcurrido parte de sus días. Me dijo que en aquel tiempo no sabía si cantar o dedicarse a escribir, que había sido su oficio anterior. Discípulo del grande y olvidado poeta Vicente Basso Maglio había rondado también talleres de poesía y había sufrido en carne propia la primera lectura del peruano César Vallejo en un peldaño de su casa de la calle Yaguarón, a solas, tal como se debe recibir al crucificado autor de Trilce.

Con Zitarrosa, desde entonces, hablamos mucho. Eludía cuidadosamente el tema de su arte y se mostraba francamente irritado por el elogio fácil: “Yo no sé cantar —decía, todavía lo dice— y tengo la esperanza de no cantar más un buen día”. No se trataba precisamente de la famosa “modestia de los inmodestos”, sino que, verdaderamente, el trovador sufría antes, durante y después de cantar. Era, para mí, el parto y precio de todo creador. Y fundamentalmente de todo creador genuino, con dotes admirables que casi siempre él es el primero en desconocer. Zitarrosa transformó “Barrio Sur" en una vidalita tangueada, habiendo pasado por una intentona de tango puro sin resultados. Cambió algunos versos —tarea en la que colaboré— y sublimó otros, logrando una síntesis que, según muchos amigos, incita a no abandonar Montevideo y a extrañarlo desesperadamente desde lejos. Hablo, en este caso, por boca de otros, de tantos uruguayos que se van y que vuelven, que andan por el mundo con una pena fulgurando en sus ojos: la patria.    '

Desde entonces fuimos amigos. Integrados profundamente en lo humano, en el diálogo, con algunas discrepancias que no hicieron otra cosa que alimentar la amistad. Hermanos en la confidencia, en el andar, en la mística trasnochada que practicaba como una ceremonia desde sus tiempos de locutor, nos ayudamos en nuestros oficios. Zitarrosa me enseñó, sin proponérselo, las pautas de la autenticidad literaria: “Parecerse a uno mismo hasta el hueso, que es la forma de parecerse a los demás.” Mucho coloquio y alcoholes lúcidos, mucho encuentro y desencuentro, el humor negro mío, su neurosis, armaban —en base a defectos y virtudes— la prueba humana de la amistad indeclinable.

Tuve pruebas de que era un amigo total en un grave momento de mi vida, en uno de esos momentos en que casi todos los amigos se esfuman. Yo vivía, circunstancialmente, en Buenos Aires. Nunca olvidé aquello. Y —por inolvidable y doloroso— lo callo.

Zitarrosa o el arte de sublimar las palabras

Estoy relativamente autorizado a opinar sobre canto popular. O sobre música. Pero es bueno saber que mi vida tuvo un paralelo: la literatura y el gusto irrefrenable por el tango, el canto criollo y los clásicos. Y aunque gustar no es necesariamente comprender, me permito algunas divagaciones sobre el tema. Más de una vez pensé que he dejado en mis versos a un cantor frustrado. Pero, aclarando dudas, puedo afirmar, sí, que tengo una idea suficientemente clara —y personal— sobre de qué se trata en un cantor popular. Borges estaba en su tema cuando reivindicó al poeta menor Evaristo Carriego. Y Carriego, el argentino, sigue y seguirá siendo poeta, aunque sin “menor”. Onetti —que primero aceptó y después declinó escribir sobre Zitarrosa— no tiene mucha idea de lo que un cantor popular significa, con la excepción del totalitarismo que sobre él ejerce desde toda la vida el “Mago” Carlos Gardel. El viejo maestro tiene buena autocrítica y sus razones para suponer que un cantor canta fuera de los libros, que se le puede atrapar parcialmente, que no interesa demasiado en el caso de no darnos cuenta que un trovador, como decía, es también un pobre poeta errabundo, que no importa si es mayor o menor, porque, en definitiva, esas son fatuidades que no conmueven a los pueblos o, mejor digamos, a la gente. Y Zitarrosa, con sus letras de calidades oscilantes, cantando una milonga puede hacernos olvidar la literatura. ¿Acaso Gardel no fue siempre un sublimador de letras generalmente mal armadas y peor escritas? Alfredo Zitarrosa — salvando diferencias, distancias, disparidad de géneros— tiene mucho que ver con el citado ejemplo, que puede llevarnos a la conclusión de que el poeta era Gardel, el cantor Gardel, el genio natural Gardel. La voz humana es el primer instrumento. Si ese instrumento suena bien, o muy bien, las bellas letras corren por debajo, salvo lamentables excepciones.    ‘

Zitarrosa es un juglar que canta opinando o simplemente canta. Y lo hace de un modo que —en el caso de muchas de sus canciones— no importa demasiado lo que diga. Acérrimos enemigos de su posición, de sus denuncias o convicciones, suelen ser (artísticamente) sus más fieles admiradores. Ahí radica uno de los misterios del cantor popular. Porque popular significa involuntariamente una abstracción de la idea y una aclaración de sentires. Y eso lo logra el que sabe cantar y no siempre el que sabe. Comunicar es lo principal, es el primero y más perseguido de los misterios. El talento, en sí mismo, es misterioso. Su búsqueda es inútil: está adentro, surge o no surge.

He podido ver y oír a Zitarrosa ante le» públicos más diversos. Observé más de una vez el asombro de la propia policía, el silencio casi litúrgico de una boite con espectadores decididamente adversos, la cambiante actitud de una tribuna de un estadio de fútbol repleto que buscaba el alegre carnaval y no un mensaje de una voz oscura y solitaria, la paz flotante y perfumada del aristocrático Teatro Solís de Montevideo rompiéndose en aplausos que esas manos dedicarían solamente a Juan Sebastián Bach. Extraño poder, entonces, el de ganar los públicos por parte de un trovador nacido en una tierra de breve geografía y cultura confusa.

 

El violín de Becho - Alfredo Zitarrosa

Subido el 5 feb. 2008

La obra más emotiva de Zitarrosa, dedicada a su amigo Carlos "Becho" Eizmendi, primer violín de la orquesta Sinfónica del SODRE (Uruguay)

Segunda versión de la canción, transformada con la intervención de Becho:

 

Alfredo Zitarrosa - Pa´l que se va - en vivo

 

Alfredo Zitarrosa - Prueba en Vidalita y en Tango de "Barrio Sur"

Grabado en la casa de Alfredo Zitarrosa. Canción originalmente incluida en su album de 1970 "Milonga Madre", compuesta por Enrique Estrázulas y Alfredo Zitarrosa.

 

por Enrique Estrázulas
"Jaque" Revista Semanario - Año II Nº 60

Montevideo, del 1 al 7 de febrero 1985

 

Ver, además:

           

             Enrique Estrázulas en Letras Uruguay

 

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