Un mar color botella |
I
Por
la chimenea, cosa que no pudieran oírme, fui tirando una a una las
botellas de champagne heladas que caían sobre los almohadones de la
estufa. Era la madrugada del 1° de enero de 1963. Perico las estaría
recogiendo en silencio, ordenándolas en los cajones repletos de hielo y
aserrín. —Ya
alcanzan —dijo con suavidad—, ahora baja tú. Me
deslicé entre el hollín y la mugre hasta caer también encima de los
almohadones. —Buen
trabajo, dijo. Ahora nos toca a nosotros. Cerraste la heladera? —Son catorce en total, nadie oyó nada. Alguien vomitaba en los corredores. Demasiado ocupado, dije. Perico se rascó la barba con ardor y miró hacia la puerta de la casilla, hacia la estufa de piedra que él mismo había construido y que parecía a punto de derrumbarse. —No
pudo ser peor este fin de año. No hay cerdo más piojoso que un médico.
Menos mal que este rancho tiene chimenea. He recibido refrescos y masitas
hasta la medianoche. Después me trancaron la puerta y todo por el chancho
que me declaró incapaz. Hay que meterle pleito a la psiquiatría, eh? —Claro,
asentí. —Pero
cuando examinen mi traducción de matemáticas superiores, cuando se den
cuenta de este atropello, eh?... tú me has de ayudar, ya lo sé. —Esto
es vergonzoso, dije. —Denunciaré que me mantienen incomunicado en un tugurio al fondo de la quinta, que apenas me llegan alimentos, que debo orinar contra las paredes. A mí, que fui aclamado por todos los públicos del mundo. Ya llegará el momento en que probaré la autenticidad de mi Stradivarius. Ya llegará. Un
violín descansaba sobre la silla y había partituras desparramadas en el
piso. Desde la casa se había escuchado música durante toda la noche. Yo
le había tirado la nota por la chimenea: "Atención, a las tres de
la madrugada bajo con las botellas; nos está prohibido acercarnos al galpón.
La gente piensa en una fiera enjaulada. Nadie lleva cuenta de la bebida.
Será fácil". Un
corcho hizo explosión contra el techo, y la espuma corrió entre
las barbas de Perico que bebió largos tragos. —Shh,
podemos despertarlos. —Todos
bebieron como esponjas. No se despertarán hasta pasado el mediodía. La
noche es completamente nuestra. —Pero
alguien vomitaba en los corredores. —Ese
también duerme. Pero el que está a un paso del delirium tremens soy yo.
No ellos... bestias de la psiquiatría. Otro corcho chocó contra el cielo
raso y me bebí de golpe media botella. —Vamos
a trancar por dentro. Ahora soy yo el que los encierra a ellos. Más tarde
habrá concierto. No permito que nadie comparta esta maravilla. El
Stradivarius fue creado para personas como tú, no para inciviles. El
pasador de hierro sonó con estrépito. Perico arrimó un ropero y lo
estrelló contra la puerta. Ahora todos estaban despiertos, no cabía
duda. Bebí
en una carrera contra el miedo, y Perico hizo lo propio con la segunda
botella de champagne. Se pasó la manga por la boca y una parte de la
camisa. La
voz de Angélica, la criada, sonó inesperadamente en el jardín: —Joven
Perico! ¿Qué le sucede? —Soy
libre e independiente. Ya no tengo nada que ver con nadie. —Por favor... necesita algo, joven? —Nada,
señora, nada. Le ruego que vuelva a su árbol. —Creí que había vuelto a enfermarse. —Me
ha crecido un ombú en la próstata y está por derribar el techo. Más
tarde lo plantaré en el jardín. Dígale a todos que tendrán vivienda,
señora. —Qué
barbaridad! Los
pasos de Angélica, alejándose, resonaron en el balastro. La noche volvió
a quedar desierta afuera. Perico volvió a beber con fatiga, estornudó y
dejó caer la botella que se hizo trizas. El viento zumbó entre los
robles y el verano se contagió de estrellas y crujidos remotos. Todo eso
llegaba de afuera, subía y bajaba por la chimenea. Entre un montón de
cartones y papeles salió Nicola, el gato, desfalleciente y desenredando
nudos del lomo negro. Se acercó a Perico, lo saludó olfateándolo y
luego trepó por las cortinas hacia el techo del ropero. —Mil novecientos sesenta y tres, dije. —A
propósito, en mí tratado de matemáticas superiores, en un capítulo
especial, planteo un error de Newton. Será otra
prueba de mi perfecta lucidez. —Mil novecientos sesenta y tres, repetí. —Mil
novecientos sesenta y tres para esos monos. Para mí suceden cosas muy
distintas. Ellos creen que con encerrarse una hora por semana en la
capilla resuelven el problema de la eternidad. Revolví
el hielo en el cajón con aserrín y coloqué dos botellas más. —Perico...
—dijo una voz tímida por la chimenea. —Sí,
Nicanor, te oigo. Puedes bajar —dijo Perico—. Un compañero
del conservatorio. Baja, Nicanor. —Sí,
ahí voy. Dos
botas de cuero negro quedaron colgando en la estufa sin tocar el piso. —¿Qué
pasa? —Estoy trancado. —Espera,
te ayudaré. —No,
no tires, me duele. —Bueno,
vuelve a subir. —Estoy
trancado, mejor me quedo así. —Bueno,
como prefieras. Perico
volvió a sentarse en el cajón con aserrín y hielo. —Quieres
una copa de champagne, Nicanor? —No,
estoy bien. Además no podría... —Claro,
claro. —Va
a ser difícil sacarlo de ahí, dije. —Pero
Nicanor dice sentirse bien. AI menos por ahora. Después pensaremos en eso. —Terminaste
tu sinfonía de año nuevo? —preguntó la chimenea. —Sí,
apenas me falta corregir un poco el segundo movimiento. —Debe
haber sido difícil terminarla, no? —Muy difícil. El
alcohol helado croaba ya en todo mi cuerpo, la espuma se esparcía en la
barba de Perico, los corchos seguían reventando de tiempo en tiempo. Las
botas colgaban de la boca de la chimenea y se movían a veces con un vaivén
alegre y perezoso. —Oye,
Nicanor, olvidaba decirte que estamos en compañía de alguien. —Qué..
. —Se
trata de mi sobrino que bajó antes que tú por la chimenea, con varias
botellas de champagne helado. —Muy
honrado. Los
pies repitieron el vaivén y Perico tomó el violín de la
silla. El gato maulló y se fue doblando en el techo del ropero que
aseguraba la puerta. —Estuve
una hora trepado al muro, esperando que se despejaran los alrededores del
jardín —dijo la voz—. Recién hace un rato se apagaron las luces de
la casa. —De alguna manera se inicia el año; trepado, colgado o encerrado, igual se inicia. Es inútil atrasar los relojes. —Ahora
recuerdo que vi a alguien descolgarse por el aljibe. Ya estaba pasada la
medianoche —dije con timidez. —No,
no usé el aljibe para nada —respondió la voz entre los ladrillos.
Perico hundió la barba en la cadera del violín y comenzó a raspar el
arco, emitiendo sonidos imprecisos que excitaban al gato. La noche estaba
definitivamente afuera, separada de nosotros y diluyéndose probablemente
en su marcha al fondo de los cipreses. La colilla de un cigarro se consumía
al borde de una silla. Como en todo lugar habitado por Perico
el desorden y el fuerte olor a tabaco denunciaban su presencia. En los
atardeceres, cuando Angélica rociaba los canteros con la manguera, el
fresco olor a tierra mojada entraba en la casilla adulterando el clima,
haciendo el sitio inhabitable. Era como vivir siempre en el comienzo
exacto del otoño, en su sopor absoluto, espiando una esperanza en medio
del ocio y la derrota, olfateando el peso tenaz de la tristeza sobre la
maravilla de todas las cosas. El
violín vibraba en la pesadez del ambiente y tomaba vigor en un arranque
de sonidos inconcretos. —Prefieres que me acerque a la estufa, Nicanor? —No,
se escucha bien de acá, puedes empezar. —Debe
sentirse incómodo, dije. —No,
aún no siento fatiga, ya saldré. —Primer
movimiento. La retina cayó en el vacío, el cuerpo todo tembló, se crisparon los pelos y estalló la música. El gato saltó del ropero y fue a esconderse entre el papelerío. |
II |
La
puerta sonó con estridencia y tembló el ropero. La música se diluía
ahora en acordes pequeños y cansinos. Luego volvía a romper la paz, a
descomponerse en la furia de Perico, que se torcía como un ave picoteándose
el plumaje. —¡Termina
de una vez! Son las seis de la mañana. Me estás oyendo?, gritaba alguien
al borde de la cólera. Las
voces se repetían acompañadas de golpes en los vidrios. Pude ver seis o
siete personas al acecho a través de la apagada luz de la ventana. La
ceremoniosa, pausada voz de mi padre lo llamaba al orden, acallando los
insultos de los demás. Algunos ladrillos comenzaron a golpear en el
techo. Más tarde, todos, por turno, tomaron la palabra tratando de poner
fin al desenfreno del violinista. Adriana, su madre de pecho, le habló
con ternura a través de una hendija de la puerta. Nadie sospechaba mi
presencia ni la de Nicanor, atascado en la chimenea. —Perico, tienes que oírme. Has despertado a toda la casa. Los vecinos están furiosos. El instrumento chapoteó entre agua, hielo y aserrín. Quedó flotando quietamente en el cajón. —Tengo
derecho a celebrar mi fin de año! Vuelvan a sus cocoteros! El ropero fue
al piso. Un puñetazo hizo añicos uno de los vidrios. La quinta quedó
otra vez desierta. Nicanor zafó de pronto de la chimenea y fue a
enjuagarse el tizne de la cara en el cajón. Perico hundió en el agua una
mano, chorreando sangre. Lo ayudamos a enroscar la camisa en su muñeca y
la hemorragia fue deteniéndose lentamente. Nicanor le derramó alcohol de
primus en la herida. Perico temblaba como una vara verde. —Ya
es de día, —dije secando el violín en las cortinas—. Espero que no
hayan notado mi ausencia, que no hayan entrado en mi cuarto. —Han
de estar encerrados en el sótano, buscando el número del
psiquiatra. —O el de la policía. —No
pensé en un primer movimiento tan brillante. No me explico
el origen de esas vibraciones, dijo Nicanor. —Anótalo
—me dijo Perico— hay que amontonar pruebas contra el bandidaje de la
ciencia, anótalo. No nos dejaremos sorprender por sus atropellos. Esas
vibraciones me pertenecen, las he descubierto. —A
ellos no le sirve, contesté. —Les
sirven las razones de mis hermanos, la industria de la incomprensión. Nicanor
se quitó las botas, con un gemido cada una, estiró los pies apoyado en
el piso, se rodeó la calva
con los dedos. El alba se metía velozmente par el vidrio roto.
Desde allí miré un rato la quinta, mientras se bebían la última
botella de champagne. El
aljibe se recortaba en el silencio todavía plomizo de la primera
luz. Los árboles, castigados a fuego por el verano, aún respiraban el
frescor de la noche. Le abrí la puerta a Nicola, el gato, metiendo la
mano por la rotura del vidrio. Corrió hacia el fondo de tapias y
enredaderas a mezclarse con el resto del gaterío del barrio que comenzaba
a llegar a esa hora. Entre los cipreses vi la línea de fuego subiendo por
el horizonte. El nuevo día sería esplendoroso, azul como pocos de la
estación. Más lejos, desde la rambla, llegaban los bocinazos de la
juventud que buscaba pelea para rematar una noche de beberaje. Alguien
cerró con fuerza una de las ventanas. La casa volvía poco a poco a su
silencio. Era entonces cuando tomaba vigor; parecían cantar las rejas
coloniales, las manchas de moho verde y antiguo. Eso me había
pasado una vez, borracho, tirado en los matorrales, imitando a Perico, a
los doce años. Desde entonces se repetía siempre. No
sé exactamente si venía de ella o de mí mismo, pero hubiera preferido
lo primero. En esos matorrales yo había espiado todos los movimientos de
él. Lo hice desde muy pequeño. Las prohibiciones de acercarme a la
casilla habían alimentado ese impulso. Cuando pasaba varios meses en el
sanatorio volvía completamente cambiado y hasta llegaba a compartir la
mesa con el resto de la familia. Era una espera angustiosa. Me lo
imaginaba integrado al aburrimiento de los demás y hasta dejando de tocar
el violín. Volvía más grueso, fresco, con cansadoras manías
anticomunistas y temas que me hastiaban terriblemente. Varias veces creí
que lo perdía, que no iba a ser más el de antes, mi único desquite
contra el mundo, la válvula de escape de mi dolor en piel ajena. Pero
un buen día me enteraba que había sido trasladado de nuevo a la casilla
y escuchaba, como del cielo, las detonaciones del violín. En una tarde de
aquéllas me ingenié y conseguí entrar por la chimenea. Primero le fui
llevando partituras y libros para ser bien recibido, hasta conseguir que
no me echara cuando iba con las manos vacías. Luego me usó para llevarle
bebidas por la noche, para enseñarle a bajar por allí a sus amigos del
conservatorio y hasta a una muchacha que conoció en el sanatorio. Nunca
me lo agradecía del todo. Tal vez me conociera, intuyera que iría
perdiendo interés en ayudarlo. Siempre me hacía desear explicaciones, se
reservaba exactamente lo que a mí me interesaba de su opinión, no sé si
a propósito o a causa de sus ataques de ocio que se producían en el
momento menos esperado. A veces, desde mi cuarto, sentía sus alaridos y
el inmediato nerviosismo de Angélica o Adriana. Cuidando de no ser visto
me acercaba a la casilla, bajaba y lo encontraba paseándose como fiera
enjaulada con un brillo dichoso en las pupilas y un libro de poemas en la
mano. No hablaba durante largo rato y cambiaba su estado de ánimo con una
rapidez asombrosa. Tiempo después, supe que las lecturas de Perico
correspondían a los autores más intrascendentes. —Este
sol va a quebrar la tierra, —dijo Nicanor—. No se podrá
vivir a mediodía, ya empieza a quemar y apenas amaneció. —A
mediodía llueve, yo nunca me equivoco, contestó Perico. —Que
así sea. —Estamos
en libertad, la puerta está abierta, dije. —Quién
la abrió? —Así,
por el vidrio. —Podemos
aprovechar para salir a ver el primer día del año,
nadie lo notará, ya duermen. —Tendríamos que aseguramos. —La
casa entera duerme. —Nadie
me ha puesto cadenas todavía, saldremos pase lo que pase.
Ya han visto el terror que me tienen. Saben que soy capaz de lo peor. —Pero
pueden llamar al sanatorio. —No
es problema, tengo algo que hacer allí; debo volver cuanto
antes. —Cómo? —Cuanto
antes. Tú sabes que me esperan. —Sí,
entiendo. Un nudo me subió a la garganta. —Vamos
andando. —Vamos. Cerré con cuidado la puerta de la casilla. Los fundillos del traje azul de Perico brillaban a la luz del amanecer. Las botas de Nicanor crujían en el balastro. Cantó el portón de fierro y estuvimos en la calle. Las aceras resplandecían largas y anaranjadas. El sol se había levantado como una gran moneda y empezaba a arder sobre Punta Carretas. Nos acercamos a la costanera y Perico hablaba sin parar del aire y otras maravillas. Nicanor asentía sin comprender, distraído en el bullicio de bocinas y gritos. Desde los balcones la gente devolvía los saludos y de vez en cuando hacia estallar pequeños fuegos artificiales. Una camioneta y un Simca se detuvieron frente a nosotros. Un beso baboso de ventanilla a ventanilla se mantuvo durante varios segundos. El, sin reparar en nada, seguía exponiendo sus teorías. Cruzamos la rambla. Desde otro coche le rociaron la espalda con alusiones hirientes al aseo. Nos dirigimos al muelle de pesca bañado en sol. Seguía hablando. |
III |
Nos
sentamos en el muelle, frente a las rocas y al chasquido del agua
transparente. Nicanor volvió a sacarse las botas y a estirar las piernas
hacia el horizonte. Perico deshizo el nudo que rodeaba su muñeca y tiró
la camisa al mar. Luego se quitó el saco y la blancura de su torso
desnudo me causó un efecto desagradable. Contrastaba con la negra cabeza,
lanuda y desprolija. De pronto se zambulló en el agua empapándonos a los
dos. Quedó horizontal, entre las pequeñas olas, en pantalones. Mira
un carancho en el agua, —dijo uno de los muchachones que pescaba al otro
lado— vos, tirale un anzuelo. Hacia
el muelle venía un grupo de mujeres y hombres con un tamboril, algunos en
traje de baño. Reían a carcajadas. Perico nadó hacia afuera chapoteando
los enormes pies y suspirando. —Eh...!
No te alejes mucho, le gritó Nicanor y no tuvo respuesta. Fue
flotando hacia una roca empinada, resbaló varias veces cayendo al mar y
luego la trepó como pudo. Se sentó a tomar el sol, serio
como un maragullón, estático. —Creí
que no llegaba a esa roca. Yo no tengo noticia de que jamás haya nadado
—me decía Nicanor. —Jamás, pura audacia ... y en pantalones. Lo
miraba con atención y miedo, con el infinito respeto propio de todos sus
amigos del conservatorio. Le brillaba la calva y temblaba levemente bajo
el sol, ahora más arriba de la línea de fuego. —Feliz
año nuevo...! le gritó uno de los del grupo que se acercaba. —Déjelo,
es peligroso, dije. —Para que los nenes tomen la sopa, no? —Déjelo. —De
dónde salió? —De
aquí, de abajo de una piedra. —Pelusa,
mira, no te pierdas esa especie rara. La mujer se doblaba riendo. Nicanor
se levantó para agredirlo y lo detuve. Casi caigo al agua. Los demás se
llevaron al otro. A lo lejos, la figura inmóvil de Perico, sobre la roca,
extraña a todo. —Mersa
asquerosa, pobres gansos, dijo Nicanor enrojecido. —Están
festejando, tienen derecho a ser imbéciles. —Y
Perico? Parece que no se decide a volver. —Vamos
a gritarle. —Será inútil. Esperemos un poco. |
IV |
Las
mujeres seguían llegando con sus traseros; desde el muelle se zambullían,
chapoteando y revolviendo el agua mansa. Los pescadores se alejaron entre
murmullos y maldiciones hacia las rocas coloradas, más cerca de Perico.
Empezábamos a enrojecer bajo el peso creciente del sol. —Eh!.
. . Vuelve con nosotros!, le gritó Nicanor perdiendo la paciencia. —No
conviene insistir. Lo conozco bien. Volverá cuando menos se
piense. —Quizá
tema el regreso, haya tragado mucha agua. Tú sabes nadar? —No. —Yo
nunca he tomado un baño en el mar. —Podemos
hablar con los hombres de las chalanas, conozco a varios. —O tal vez alguno de estos muchachos se anime a traerlo, aunque. . . en fin. . . —Por
la fuerza, no. Imagínate el espectáculo. Una gresca en el agua, no
podemos. —Bueno, vamos a decidirnos. —Vamos
por las chalanas, allí, en el fondeadero. —No hay ninguna, no veo. —Están
escondidas en los pastizales. Siempre están allí. Perico empezaba sus
ejercicios matinales, los mismos que hacía en la quinta. De repente se
zambulló, desapareció en el agua varios segundos y volvió a treparse a
la roca ante la algarabía general. Un muchachón comenzó a tirarle
piedras, que pasaban cerca sin llegar. De repente Perico se quitó los
pantalones, la ropa interior y se sentó como un indígena. Las mujeres
huyeron al otro lado del muelle. Los hombres se reían a carcajadas. Sin oír
el griterío. Perico reposaba solitario y tranquilo. —Esto
ya es grave. Puede suceder cualquier cosa. —Espero
que no lo puedan ver desde la rambla. No creo que haya denuncia; es
fin de año. —Vamos
a buscar la chalana. —Vamos. —Espero
que se tape cuanto antes. Caminamos
por el pasto amarillento hacia la choza de los pescadores.
Un hombre pelirrojo dormía a la sombra de los árboles. Estaba todo
envuelto en una calma espesa. Lo tomé por un hombro, lo sacudí. Dijo
algo que no pude entender y se volvió hacia el otro lado.
Olía a estómago, a vino tinto. Un perro se acercó ladrando y nos separó
del hombre, decidido a morder. La choza estaba vacía. Todos estarían en
el mar desde muy temprano. El pelirrojo se despertó y se sentó en el
suelo llamando al perro. Después vino hacia nosotros tambaleando. —Qué
pasa? —No
hay nadie? —Salieron
temprano a pescar. Qué era? —Necesitamos
una chalana. Es urgente. —Es
tarde, la pesca es al amanecer. Después están jodidos. —No
hay ninguna disponible? —No,
están en arreglo. La única es esa, pero la tengo para dormir.
Nunca sale. —No
podríamos... —No
hay vuelta, es mi cama. —Bueno,
pero. . . —Bueno
nada, es mi cama y chau. Al final en qué estamos, eh? —Está
bien, gracias. —Otro
día hay que avivarse, eh?.. . Hay que avivarse. Cayó
pesadamente bajo el árbol. El perro volvió a ladrar, a hacernos apurar
el paso. En la rambla había tumulto, pugilismo, escándalo. Todos estaban demasiado ocupados para reparar en Perico, desnudo en su roca lejana, un punto perdido en la inmensidad del estuario. Nos
refugiamos a la sombra de las enramadas para defendernos del sol, espiando
el mar entre las hojas y los cañaverales. —Uf,
día insufrible —dijo Nicanor pasando la manga por el rostro mojado.
Espero que no termine mal. —Las
chalanas están de vuelta a mediodía, demasiado tarde. Ya habrán notado
la ausencia de Perico. Por qué se nos habrá ocurrido dejarlo salir. —Bueno,
ya está hecho. Por
el este se levantaban nubarrones de lluvia, todavía lejos, más allá de
la farola, sobre el horizonte argentino. Perico se zambullía regularmente
y volvía a su sitio. —Recuerdas
lo que dijo? —preguntó Nicanor—. Tendremos lluvia en una hora. Es
infalible. —Es olfato, —dije mirándolo trepar una vez más a la piedra.— O locura. |
V |
La quinta estaba
sumida en profunda paz o pesadumbre. En la casa no se oían las moscas. Un
sueño espeso persistía a las once. El ropero seguía en
el piso, abierto de par en par, tal como había quedado después del
incidente. Estaba entero y tal vez nos sirviera. El piso de la casilla tenía
medio centímetro de agua, de champagne y de aserrín. Un olor fuerte y
dulce subía con el calor. Agotados, flojos por la trasnochada, salimos de
allí sin ser oídos. Dejamos el portón abierto y caminamos sudando hacia
la costa. La multitud se había
dispersado. Algún automóvil corría serenamente sobre el asfalto plano.
La gente normal volvía a aparecer poco a poco, mansa y radiante. El
vecindario se reunió en los umbrales hasta perdernos de vista; esa
curiosidad irritante, asquerosa, a la hora en que barren las veredas. -Los nubarrones
estaban más altos. El mar comenzaba a tomar el color botella de los días
opacos. Lo vimos sentado, con
los zapatos puestos, aburrido de vernos regresar. No había ya
nadie en el muelle. —Cuidado. Bájalo
despacio. —Ahora... —Estoy empapado. —Y yo. —Ropero
de mierda. —Ya está. El
armatoste cayó en el agua y quedó flotando levemente inclinado. Nicanor
lo sostuvo por una de las puertas. Parecía a punto de hundirse, pero se
mantuvo entre las pequeñas olas. Indecisos, estuvimos varios minutos
abrumados por la duda. —Yo
voy. Soy más joven. —No,
no. En todo caso, los dos. —No
aguanta. Se hundirá. Perico
empezaba a ponerse los pantalones, mirando el cielo, abriendo las
fosas hacia la tormenta cercana. —Estoy
decidido. Voy a buscarlo. Solamente a mí puede hacerme
caso. Entré
suavemente al ropero, con temor de irme al fondo, y tomé una de las
maderas que harían de remos. Unos diez centímetros separaban el nivel
del agua de los bordes. Me
acomodé en el centro y comencé a remar con decisión. —Mucho
cuidado, me oyes? Avancé
con gran lentitud, a merced de la corriente leve, seguro de la pequeña
hazaña. Las gaviotas empezaban a chillar en bandadas buscando refugio y
anunciando mal tiempo. De vez en cuando se veía saltar alguna lisa por el
lado de la orilla. A
unos diez metros del muelle sentí las primeras gotas de lluvia.
Tomando vigor, ayudé con el cuerpo la marcha del ropero que se balanceaba
sin cesar. —Vuelve!
Te hundirás. Vuelve, te digo! —Aguijoneado
por el orgullo, moví desesperadamente la madera. Los gritos
de Nicanor se estiraban en la calma chicha del ambiente. Insistí mirando
fijo hacia la roca, hacia Perico, como atrayendo hacia mí el inalcanzable
punto de llegada. El primer hilo de agua apareció en el fondo del ropero. El viento vigoroso empezaba a desviarme. Las dos maderas chapoteaban con fuerza sin ser obedecidas. Los remolinos se cruzaban cargados de espuma, haciendo imposible la línea recta hacia un destino. Agarré la escoba y medí el fondo. Aún había posibilidades. Nicanor me ponía nervioso, lo miré para insultarlo, aguanté. Empecé a ganar metros ayudado por la escoba, clavándola en el fondo para tomar impulso. De repente no llegó más; casi vuelca el ropero que ya tenía demasiada agua. Si caía no haría pie; consciente de eso empecé a sentir miedo. La
nave dejó de avanzar, se detuvo entre corrientes distintas, empezó a
inclinarse. Cuando me convencí del fracaso y del peligro,
lo vi caer parado, como un ladrillo al mar. Volvió a reaparecer y
sumergir la cabezota, chapoteando los grandes zapatos, como un pelucón en
su juego. De pronto se esfumó bajo los humeantes círculos de lluvia. El ropero se balanceó una vez más, cargado de agua, a punto de ceder. Traté de afirmarme en una roca con la escoba que no llegaba. Me
puse a hacer equilibrio en el centro del ropero tratando de aguantar un
rato más. Perdí la escoba que se alejó cabeceando mar afuera. Vi las
burbujas y a Perico que se elevaba a mi costado. —Ahogado
en un ropero —dijo mientras me tiraba al mar, arrastrándome por un
brazo rumbo a la orilla. Con
la sal entrándome en la boca, los nervios trabados en él estómago, vi
un pedazo de muelle y la cara de Nicanor. Alzando los brazos en el borde
esa cara era de felicidad a no ser por las ojeras y los huesos,
apareciendo y bailando en cada frase entrecortada. Pude
llegar en pocas braceadas, sin ayuda, y miré hundirse definitivamente el
ropero. Estuve a salvo, respirando hondo bajo la cólera del cielo. Oía
apenas el interrogatorio inútil de Nicanor, los monosílabos del otro. Empecé
a sentir, a comprobar mi día total, el más cercano a la alegría. Me
volví a convencer, como en la infancia, de las mismas cosas de que estuve
seguro la primera vez que vi a Perico colgado de la araña del comedor. La
lluvia caía sin hastío y los truenos corrían como pedradas. La ciudad a
lo lejos se envolvió en la bruma del verano y el barrio se amansó contra
la costa. —Tengo
el segundo movimiento —dijo Perico, y cesó el aluvión de preguntas del
hombre calvo, soñeras, casi gozosas. Empapados y empezando a temblar caminamos hacia el final del muelle. El, sin camisa y enrojecido rompió a hablar de la tormenta injustificada, de las posibles consecuencias de los experimentos atómicos en el futuro de la humanidad. |
VI |
Se puso a recoger piedras de colores mientras mirábamos el regreso de las chalanas, bajo la jungla de transparentes, esperando que amainara el chubasco. Los pescadores saltaban al fondeadero, ataban las lianas a la boca de las corvinas, recogían las redes del mar, empujaban las chalanas a tierra hundidos hasta la cintura. Todo bajo el castigo de la lluvia incesante. —Vuelve
aquí abajo. Vas a enfermarte. —Ya
debo estar enfermo. Mira estas piedras. Son extraños ejemplares. . . sí
que lo son. No te imaginas hasta qué punto me hacen feliz. Es una prueba
de que la historia no sirve para nada. Es uno de los inventos más
inaguantables... la historia. Mira esto.
Los hombres pasaban en caravana con sus cargas al hombro, rumiando el saludo entre algunos silbidos. A los pocos minutos estaba todo desierto y el hombre pelirrojo había abandonado su árbol empapado y puteando. Por
fin nos decidimos a correr atravesando la cortina de agua, convenciendo a
Perico que abandonara su tarea en la arenisca. Esquivando el zumbido de
los autos ganamos el otro lado de la neblina y trepamos a velocidad la
cuesta de la calle hacia la quinta. Y allí estaban, justo en la puerta. La
camioneta odiada, la reunión familiar y el nerviosismo depositados junto
al portón de fierro. El vehículo con las dos iniciales del sanatorio,
rojas, tenaces. Las caras atisbando, preocupadas, mezcla de piedad e
indignación. Escuché
la respiración agitada de Perico y lo detuve a pocos pasos del grupo que
aguardaba iniciando un murmullo. —Toma
mi saco. Te ayudo. —No,
no creo que sea... —Vamos,
el saco. —Está
bien. —Obedeció
con tristeza, mientras se acercaban las dos túnicas blancas, impecables,
sabiendo ya que no había resistencia. Todo fue fácil, instantáneo. Sentí
el reproche de todos, en la nuca, ardiendo en las miradas. Me puse a
palmetear a Perico, sintiéndome terriblemente idiota. El estaba clavado
en el asiento, con la vista perdida. —Tengo
que ir. Es necesario. El
motor se puso en marcha. Nicanor se alejaba a pie, cuesta arriba,
bajo el plomo del mediodía lluvioso. —Hasta
pronto —dije golpeando el borde de la ventanilla. —Adiós —dijo no sé quién. Y se fueron. |
cuento de Enrique Estrázulas
Diez sobres cerrados - cuentos
Ediciones Tauro - Montevideo, 1966
Ver, además:
Enrique Estrázulas en Letras Uruguay
Editado por el editor de Letras Uruguay
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