Un mar color botella
cuento de Enrique Estrázulas

I

Por la chimenea, cosa que no pudieran oírme, fui tirando una a una las botellas de champagne heladas que caían sobre los almohadones de la estufa. Era la madrugada del 1° de enero de 1963. Perico las estaría recogiendo en silencio, ordenándolas en los cajones repletos de hielo y aserrín.

—Ya alcanzan —dijo con suavidad—, ahora baja tú.

Me deslicé entre el hollín y la mugre hasta caer también encima de los almohadones.

—Buen trabajo, dijo. Ahora nos toca a nosotros. Cerraste la heladera?

—Son catorce en total, nadie oyó nada. Alguien vomitaba en los corredores. Demasiado ocupado, dije.

Perico se rascó la barba con ardor y miró hacia la puerta de la casilla, hacia la estufa de piedra que él mismo había construido y que parecía a punto de derrumbarse.

—No pudo ser peor este fin de año. No hay cerdo más piojoso que un médico. Menos mal que este rancho tiene chimenea. He recibido refrescos y masitas hasta la medianoche. Después me trancaron la puerta y todo por el chancho que me declaró incapaz. Hay que meterle pleito a la psiquiatría, eh?

—Claro, asentí.

—Pero cuando examinen mi traducción de matemáticas superiores, cuando se den cuenta de este atropello, eh?... tú me has de ayudar, ya lo sé.

—Esto es vergonzoso, dije.

—Denunciaré que me mantienen incomunicado en un tugurio al fondo de la quinta, que apenas me llegan alimentos, que debo orinar contra las paredes. A mí, que fui aclamado por todos los públicos del mundo. Ya llegará el momento en que probaré la autenticidad de mi Stradivarius. Ya llegará.

Un violín descansaba sobre la silla y había partituras desparramadas en el piso. Desde la casa se había escuchado música durante toda la noche. Yo le había tirado la nota por la chimenea: "Atención, a las tres de la madrugada bajo con las botellas; nos está prohibido acercarnos al galpón. La gente piensa en una fiera enjaulada. Nadie lleva cuenta de la bebida. Será fácil".

Un corcho hizo explosión contra el techo, y la espuma corrió entre las barbas de Perico que bebió largos tragos.

—Shh, podemos despertarlos.

—Todos bebieron como esponjas. No se despertarán hasta pasado el mediodía. La noche es completamente nuestra.

—Pero alguien vomitaba en los corredores.

—Ese también duerme. Pero el que está a un paso del delirium tremens soy yo. No ellos... bestias de la psiquiatría. Otro corcho chocó contra el cielo raso y me bebí de golpe media botella.

—Vamos a trancar por dentro. Ahora soy yo el que los encierra a ellos. Más tarde habrá concierto. No permito que nadie comparta esta maravilla. El Stradivarius fue creado para personas como tú, no para inciviles.

El pasador de hierro sonó con estrépito. Perico arrimó un ropero y lo estrelló contra la puerta. Ahora todos estaban despiertos, no cabía duda.

Bebí en una carrera contra el miedo, y Perico hizo lo propio con la segunda botella de champagne. Se pasó la manga por la boca y una parte de la camisa.

La voz de Angélica, la criada, sonó inesperadamente en el jardín:

—Joven Perico! ¿Qué le sucede?

—Soy libre e independiente. Ya no tengo nada que ver con nadie.

—Por favor... necesita algo, joven?

—Nada, señora, nada. Le ruego que vuelva a su árbol.

—Creí que había vuelto a enfermarse.

—Me ha crecido un ombú en la próstata y está por derribar el techo. Más tarde lo plantaré en el jardín. Dígale a todos que tendrán vivienda, señora.

—Qué barbaridad!

Los pasos de Angélica, alejándose, resonaron en el balastro. La noche volvió a quedar desierta afuera. Perico volvió a beber con fatiga, estornudó y dejó caer la botella que se hizo trizas. El viento zumbó entre los robles y el verano se contagió de estrellas y crujidos remotos. Todo eso llegaba de afuera, subía y bajaba por la chimenea. Entre un montón de cartones y papeles salió Nicola, el gato, desfalleciente y desenredando nudos del lomo negro. Se acercó a Perico, lo saludó olfateándolo y luego trepó por las cortinas hacia el techo del ropero.

—Mil novecientos sesenta y tres, dije.

—A propósito, en mí tratado de matemáticas superiores, en un capítulo especial, planteo un error de Newton. Será otra prueba de mi perfecta lucidez.

—Mil novecientos sesenta y tres, repetí.

—Mil novecientos sesenta y tres para esos monos. Para mí suceden cosas muy distintas. Ellos creen que con encerrarse una hora por semana en la capilla resuelven el problema de la eternidad.

Revolví el hielo en el cajón con aserrín y coloqué dos botellas más.

—Perico... —dijo una voz tímida por la chimenea.

—Sí, Nicanor, te oigo. Puedes bajar —dijo Perico. Un compañero del conservatorio. Baja, Nicanor.

—Sí, ahí voy.

Dos botas de cuero negro quedaron colgando en la estufa sin tocar el piso.

—¿Qué pasa?

—Estoy trancado.

—Espera, te ayudaré.

—No, no tires, me duele.

—Bueno, vuelve a subir.

—Estoy trancado, mejor me quedo así.

—Bueno, como prefieras.

Perico volvió a sentarse en el cajón con aserrín y hielo.

—Quieres una copa de champagne, Nicanor?

—No, estoy bien. Además no podría...

—Claro, claro.

—Va a ser difícil sacarlo de ahí, dije.

—Pero Nicanor dice sentirse bien. AI menos por ahora.

Después pensaremos en eso.

—Terminaste tu sinfonía de año nuevo? —preguntó la chimenea.

—Sí, apenas me falta corregir un poco el segundo movimiento.

—Debe haber sido difícil terminarla, no?

—Muy difícil.

El alcohol helado croaba ya en todo mi cuerpo, la espuma se esparcía en la barba de Perico, los corchos seguían reventando de tiempo en tiempo. Las botas colgaban de la boca de la chimenea y se movían a veces con un vaivén alegre y perezoso.

—Oye, Nicanor, olvidaba decirte que estamos en compañía de alguien.

—Qué.. .

—Se trata de mi sobrino que bajó antes que tú por la chimenea, con varias botellas de champagne helado.

—Muy honrado.

Los pies repitieron el vaivén y Perico tomó el violín de la silla. El gato maulló y se fue doblando en el techo del ropero que aseguraba la puerta.

—Estuve una hora trepado al muro, esperando que se despejaran los alrededores del jardín —dijo la voz—. Recién hace un rato se apagaron las luces de la casa.

—De alguna manera se inicia el año; trepado, colgado o encerrado, igual se inicia. Es inútil atrasar los relojes.

—Ahora recuerdo que vi a alguien descolgarse por el aljibe. Ya estaba pasada la medianoche —dije con timidez.

—No, no usé el aljibe para nada —respondió la voz entre los ladrillos. Perico hundió la barba en la cadera del violín y comenzó a raspar el arco, emitiendo sonidos imprecisos que excitaban al gato. La noche estaba definitivamente afuera, separada de nosotros y diluyéndose probablemente en su marcha al fondo de los cipreses. La colilla de un cigarro se consumía al borde de una silla. Como en todo lugar habitado por Perico el desorden y el fuerte olor a tabaco denunciaban su presencia. En los atardeceres, cuando Angélica rociaba los canteros con la manguera, el fresco olor a tierra mojada entraba en la casilla adulterando el clima, haciendo el sitio inhabitable. Era como vivir siempre en el comienzo exacto del otoño, en su sopor absoluto, espiando una esperanza en medio del ocio y la derrota, olfateando el peso tenaz de la tristeza sobre la maravilla de todas las cosas.

El violín vibraba en la pesadez del ambiente y tomaba vigor en un arranque de sonidos inconcretos.

—Prefieres que me acerque a la estufa, Nicanor?

—No, se escucha bien de acá, puedes empezar.

—Debe sentirse incómodo, dije.

—No, aún no siento fatiga, ya saldré.

—Primer movimiento.

La retina cayó en el vacío, el cuerpo todo tembló, se crisparon los pelos y estalló la música. El gato saltó del ropero y fue a esconderse entre el papelerío.

II

La puerta sonó con estridencia y tembló el ropero. La música se diluía ahora en acordes pequeños y cansinos. Luego volvía a romper la paz, a descomponerse en la furia de Perico, que se torcía como un ave picoteándose el plumaje.

—¡Termina de una vez! Son las seis de la mañana. Me estás oyendo?, gritaba alguien al borde de la cólera.

Las voces se repetían acompañadas de golpes en los vidrios. Pude ver seis o siete personas al acecho a través de la apagada luz de la ventana. La ceremoniosa, pausada voz de mi padre lo llamaba al orden, acallando los insultos de los demás. Algunos ladrillos comenzaron a golpear en el techo. Más tarde, todos, por turno, tomaron la palabra tratando de poner fin al desenfreno del violinista. Adriana, su madre de pecho, le habló con ternura a través de una hendija de la puerta. Nadie sospechaba mi presencia ni la de Nicanor, atascado en la chimenea.

—Perico, tienes que oírme. Has despertado a toda la casa. Los vecinos están furiosos. El instrumento chapoteó entre agua, hielo y aserrín. Quedó flotando quietamente en el cajón.

—Tengo derecho a celebrar mi fin de año! Vuelvan a sus cocoteros! El ropero fue al piso. Un puñetazo hizo añicos uno de los vidrios. La quinta quedó otra vez desierta. Nicanor zafó de pronto de la chimenea y fue a enjuagarse el tizne de la cara en el cajón. Perico hundió en el agua una mano, chorreando sangre. Lo ayudamos a enroscar la camisa en su muñeca y la hemorragia fue deteniéndose lentamente. Nicanor le derramó alcohol de primus en la herida. Perico temblaba como una vara verde.

—Ya es de día, —dije secando el violín en las cortinas—. Espero que no hayan notado mi ausencia, que no hayan entrado en mi cuarto.

—Han de estar encerrados en el sótano, buscando el número del psiquiatra.

—O el de la policía.

—No pensé en un primer movimiento tan brillante. No me explico el origen de esas vibraciones, dijo Nicanor.

—Anótalo —me dijo Perico— hay que amontonar pruebas contra el bandidaje de la ciencia, anótalo. No nos dejaremos sorprender por sus atropellos. Esas vibraciones me pertenecen, las he descubierto.

—A ellos no le sirve, contesté.

—Les sirven las razones de mis hermanos, la industria de la incomprensión.

Nicanor se quitó las botas, con un gemido cada una, estiró los pies apoyado en el piso,  se rodeó la calva con los dedos. El alba se metía velozmente par el vidrio roto. Desde allí miré un rato la quinta, mientras se bebían la última botella de champagne.

El aljibe se recortaba en el silencio todavía plomizo de la primera luz. Los árboles, castigados a fuego por el verano, aún respiraban el frescor de la noche. Le abrí la puerta a Nicola, el gato, metiendo la mano por la rotura del vidrio. Corrió hacia el fondo de tapias y enredaderas a mezclarse con el resto del gaterío del barrio que comenzaba a llegar a esa hora. Entre los cipreses vi la línea de fuego subiendo por el horizonte. El nuevo día sería esplendoroso, azul como pocos de la estación. Más lejos, desde la rambla, llegaban los bocinazos de la juventud que buscaba pelea para rematar una noche de beberaje. Alguien cerró con fuerza una de las ventanas. La casa volvía poco a poco a su silencio. Era entonces cuando tomaba vigor; parecían cantar las rejas coloniales, las manchas de moho verde y antiguo. Eso me había pasado una vez, borracho, tirado en los matorrales, imitando a Perico, a los doce años. Desde entonces se repetía siempre.

No sé exactamente si venía de ella o de mí mismo, pero hubiera preferido lo primero. En esos matorrales yo había espiado todos los movimientos de él. Lo hice desde muy pequeño. Las prohibiciones de acercarme a la casilla habían alimentado ese impulso. Cuando pasaba varios meses en el sanatorio volvía completamente cambiado y hasta llegaba a compartir la mesa con el resto de la familia. Era una espera angustiosa. Me lo imaginaba integrado al aburrimiento de los demás y hasta dejando de tocar el violín. Volvía más grueso, fresco, con cansadoras manías anticomunistas y temas que me hastiaban terriblemente. Varias veces creí que lo perdía, que no iba a ser más el de antes, mi único desquite contra el mundo, la válvula de escape de mi dolor en piel ajena.

Pero un buen día me enteraba que había sido trasladado de nuevo a la casilla y escuchaba, como del cielo, las detonaciones del violín. En una tarde de aquéllas me ingenié y conseguí entrar por la chimenea. Primero le fui llevando partituras y libros para ser bien recibido, hasta conseguir que no me echara cuando iba con las manos vacías. Luego me usó para llevarle bebidas por la noche, para enseñarle a bajar por allí a sus amigos del conservatorio y hasta a una muchacha que conoció en el sanatorio. Nunca me lo agradecía del todo. Tal vez me conociera, intuyera que iría perdiendo interés en ayudarlo. Siempre me hacía desear explicaciones, se reservaba exactamente lo que a mí me interesaba de su opinión, no sé si a propósito o a causa de sus ataques de ocio que se producían en el momento menos esperado. A veces, desde mi cuarto, sentía sus alaridos y el inmediato nerviosismo de Angélica o Adriana. Cuidando de no ser visto me acercaba a la casilla, bajaba y lo encontraba paseándose como fiera enjaulada con un brillo dichoso en las pupilas y un libro de poemas en la mano. No hablaba durante largo rato y cambiaba su estado de ánimo con una rapidez asombrosa. Tiempo después, supe que las lecturas de Perico correspondían a los autores más intrascendentes.

—Este sol va a quebrar la tierra, —dijo Nicanor—. No se podrá vivir a mediodía, ya empieza a quemar y apenas amaneció.

—A mediodía llueve, yo nunca me equivoco, contestó Perico.

—Que así sea.

—Estamos en libertad, la puerta está abierta, dije.

—Quién la abrió?

—Así, por el vidrio.

—Podemos aprovechar para salir a ver el primer día del año, nadie lo notará, ya duermen.

—Tendríamos que aseguramos.

La casa entera duerme.

—Nadie me ha puesto cadenas todavía, saldremos pase lo que pase. Ya han visto el terror que me tienen. Saben que soy capaz de lo peor.

—Pero pueden llamar al sanatorio.

—No es problema, tengo algo que hacer allí; debo volver cuanto antes.

—Cómo?

—Cuanto antes. Tú sabes que me esperan.

—Sí, entiendo.

Un nudo me subió a la garganta.

—Vamos andando.

—Vamos.

Cerré con cuidado la puerta de la casilla. Los fundillos del traje azul de Perico brillaban a la luz del amanecer. Las botas de Nicanor crujían en el balastro. Cantó el portón de fierro y estuvimos en la calle. Las aceras resplandecían largas y anaranjadas. El sol se había levantado como una gran moneda y empezaba a arder sobre Punta Carretas. Nos acercamos a la costanera y Perico hablaba sin parar del aire y otras maravillas. Nicanor asentía sin comprender, distraído en el bullicio de bocinas y gritos. Desde los balcones la gente devolvía los saludos y de vez en cuando hacia estallar pequeños fuegos artificiales. Una camioneta y un Simca se detuvieron frente a nosotros. Un beso baboso de ventanilla a ventanilla se mantuvo durante varios segundos. El, sin reparar en nada, seguía exponiendo sus teorías. Cruzamos la rambla. Desde otro coche le rociaron la espalda con alusiones hirientes al aseo. Nos dirigimos al muelle de pesca bañado en sol. Seguía hablando.

III

Nos sentamos en el muelle, frente a las rocas y al chasquido del agua transparente. Nicanor volvió a sacarse las botas y a estirar las piernas hacia el horizonte. Perico deshizo el nudo que rodeaba su muñeca y tiró la camisa al mar. Luego se quitó el saco y la blancura de su torso desnudo me causó un efecto desagradable. Contrastaba con la negra cabeza, lanuda y desprolija. De pronto se zambulló en el agua empapándonos a los dos. Quedó horizontal, entre las pequeñas olas, en pantalones.

Mira un carancho en el agua, —dijo uno de los muchachones que pescaba al otro lado— vos, tirale un anzuelo.

Hacia el muelle venía un grupo de mujeres y hombres con un tamboril, algunos en traje de baño. Reían a carcajadas. Perico nadó hacia afuera chapoteando los enormes pies y suspirando.

—Eh...! No te alejes mucho, le gritó Nicanor y no tuvo respuesta.

Fue flotando hacia una roca empinada, resbaló varias veces cayendo al mar y luego la trepó como pudo. Se sentó a tomar el sol, serio como un maragullón, estático.

—Creí que no llegaba a esa roca. Yo no tengo noticia de que jamás haya nadado —me decía Nicanor.

—Jamás, pura audacia ... y en pantalones.

Lo miraba con atención y miedo, con el infinito respeto propio de todos sus amigos del conservatorio. Le brillaba la calva y temblaba levemente bajo el sol, ahora más arriba de la línea de fuego.

—Feliz año nuevo...! le gritó uno de los del grupo que se acercaba.

—Déjelo, es peligroso, dije.

—Para que los nenes tomen la sopa, no?

—Déjelo.

—De dónde salió?

—De aquí, de abajo de una piedra.

—Pelusa, mira, no te pierdas esa especie rara. La mujer se doblaba riendo.

Nicanor se levantó para agredirlo y lo detuve. Casi caigo al agua. Los demás se llevaron al otro. A lo lejos, la figura inmóvil de Perico, sobre la roca, extraña a todo.

—Mersa asquerosa, pobres gansos, dijo Nicanor enrojecido.

—Están festejando, tienen derecho a ser imbéciles.

—Y Perico? Parece que no se decide a volver.

—Vamos a gritarle.

—Será inútil. Esperemos un poco.

IV

Las mujeres seguían llegando con sus traseros; desde el muelle se zambullían, chapoteando y revolviendo el agua mansa. Los pescadores se alejaron entre murmullos y maldiciones hacia las rocas coloradas, más cerca de Perico. Empezábamos a enrojecer bajo el peso creciente del sol.

—Eh!. . . Vuelve con nosotros!, le gritó Nicanor perdiendo la paciencia.

—No conviene insistir. Lo conozco bien. Volverá cuando menos se piense.

—Quizá tema el regreso, haya tragado mucha agua. Tú sabes nadar?

—No.

—Yo nunca he tomado un baño en el mar.

—Podemos hablar con los hombres de las chalanas, conozco a varios.

—O tal vez alguno de estos muchachos se anime a traerlo, aunque. . . en fin. . .

—Por la fuerza, no. Imagínate el espectáculo. Una gresca en el agua, no podemos.

—Bueno, vamos a decidirnos.

—Vamos por las chalanas, allí, en el fondeadero.

—No hay ninguna, no veo.

—Están escondidas en los pastizales. Siempre están allí. Perico empezaba sus ejercicios matinales, los mismos que hacía en la quinta. De repente se zambulló, desapareció en el agua varios segundos y volvió a treparse a la roca ante la algarabía general. Un muchachón comenzó a tirarle piedras, que pasaban cerca sin llegar. De repente Perico se quitó los pantalones, la ropa interior y se sentó como un indígena. Las mujeres huyeron al otro lado del muelle. Los hombres se reían a carcajadas. Sin oír el griterío. Perico reposaba solitario y tranquilo.

—Esto ya es grave. Puede suceder cualquier cosa.

—Espero que no lo puedan ver desde la rambla. No creo que haya denuncia; es fin de año.

—Vamos a buscar la chalana.

—Vamos.

—Espero que se tape cuanto antes.

Caminamos por el pasto amarillento hacia la choza de los pescadores. Un hombre pelirrojo dormía a la sombra de los árboles. Estaba todo envuelto en una calma espesa. Lo tomé por un hombro, lo sacudí. Dijo algo que no pude entender y se volvió hacia el otro lado. Olía a estómago, a vino tinto. Un perro se acercó ladrando y nos separó del hombre, decidido a morder. La choza estaba vacía. Todos estarían en el mar desde muy temprano. El pelirrojo se despertó y se sentó en el suelo llamando al perro. Después vino hacia nosotros tambaleando.

—Qué pasa?

—No hay nadie?

—Salieron temprano a pescar. Qué era?

—Necesitamos una chalana. Es urgente.

—Es tarde, la pesca es al amanecer. Después están jodidos.

—No hay ninguna disponible?

—No, están en arreglo. La única es esa, pero la tengo para dormir. Nunca sale.

—No podríamos...

—No hay vuelta, es mi cama.

—Bueno, pero. . .

—Bueno nada, es mi cama y chau. Al final en qué estamos, eh?

—Está bien, gracias.

—Otro día hay que avivarse, eh?.. . Hay que avivarse.

Cayó pesadamente bajo el árbol. El perro volvió a ladrar, a hacernos apurar el paso.

En la rambla había tumulto, pugilismo, escándalo. Todos estaban demasiado ocupados para reparar en Perico, desnudo en su roca lejana, un punto perdido en la inmensidad del estuario.

Nos refugiamos a la sombra de las enramadas para defendernos del sol, espiando el mar entre las hojas y los cañaverales.

—Uf, día insufrible —dijo Nicanor pasando la manga por el rostro mojado. Espero que no termine mal.

—Las chalanas están de vuelta a mediodía, demasiado tarde. Ya habrán notado la ausencia de Perico. Por qué se nos habrá ocurrido dejarlo salir.

—Bueno, ya está hecho.

Por el este se levantaban nubarrones de lluvia, todavía lejos, más allá de la farola, sobre el horizonte argentino. Perico se zambullía regularmente y volvía a su sitio.

—Recuerdas lo que dijo? —preguntó Nicanor—. Tendremos lluvia en una hora. Es infalible.

—Es olfato, —dije mirándolo trepar una vez más a la piedra.— O locura.

V

La quinta estaba sumida en profunda paz o pesadumbre. En la casa no se oían las moscas. Un sueño espeso persistía a las once.

El ropero seguía en el piso, abierto de par en par, tal como había quedado después del incidente. Estaba entero y tal vez nos sirviera. El piso de la casilla tenía medio centímetro de agua, de champagne y de aserrín. Un olor fuerte y dulce subía con el calor. Agotados, flojos por la trasnochada, salimos de allí sin ser oídos. Dejamos el portón abierto y caminamos sudando hacia la costa.

La multitud se había dispersado. Algún automóvil corría serenamente sobre el asfalto plano. La gente normal volvía a aparecer poco a poco, mansa y radiante. El vecindario se reunió en los umbrales hasta perdernos de vista; esa curiosidad irritante, asquerosa, a la hora en que barren las veredas.

-Los nubarrones estaban más altos. El mar comenzaba a tomar el color botella de los días opacos.

Lo vimos sentado, con los zapatos puestos, aburrido de vernos regresar. No había ya nadie en el muelle.

—Cuidado. Bájalo despacio.

—Ahora...

—Estoy empapado.

—Y yo.

—Ropero de mierda.

—Ya está.

El armatoste cayó en el agua y quedó flotando levemente inclinado. Nicanor lo sostuvo por una de las puertas. Parecía a punto de hundirse, pero se mantuvo entre las pequeñas olas. Indecisos, estuvimos varios minutos abrumados por la duda.

—Yo voy. Soy más joven.

—No, no. En todo caso, los dos.

—No aguanta. Se hundirá.

Perico empezaba a ponerse los pantalones, mirando el cielo, abriendo las fosas hacia la tormenta cercana.

—Estoy decidido. Voy a buscarlo. Solamente a mí puede hacerme caso.

Entré suavemente al ropero, con temor de irme al fondo, y tomé una de las maderas que harían de remos. Unos diez centímetros separaban el nivel del agua de los bordes.  Me acomodé en el centro y comencé a remar con decisión.

—Mucho cuidado, me oyes?

Avancé con gran lentitud, a merced de la corriente leve, seguro de la pequeña hazaña. Las gaviotas empezaban a chillar en bandadas buscando refugio y anunciando mal tiempo. De vez en cuando se veía saltar alguna lisa por el lado de la orilla.

A unos diez metros del muelle sentí las primeras gotas de lluvia. Tomando vigor, ayudé con el cuerpo la marcha del ropero que se balanceaba sin cesar.

—Vuelve! Te hundirás. Vuelve, te digo!

—Aguijoneado por el orgullo, moví desesperadamente la madera. Los gritos de Nicanor se estiraban en la calma chicha del ambiente. Insistí mirando fijo hacia la roca, hacia Perico, como atrayendo hacia mí el inalcanzable punto de llegada.

El primer hilo de agua apareció en el fondo del ropero. El viento vigoroso empezaba a desviarme. Las dos maderas chapoteaban con fuerza sin ser obedecidas. Los remolinos se cruzaban cargados de espuma, haciendo imposible la línea recta hacia un destino. Agarré la escoba y medí el fondo. Aún había posibilidades. Nicanor me ponía nervioso, lo miré para insultarlo, aguanté. Empecé a ganar metros ayudado por la escoba, clavándola en el fondo para tomar impulso. De repente no llegó más; casi vuelca el ropero que ya tenía demasiada agua. Si caía no haría pie; consciente de eso empecé a sentir miedo.

La nave dejó de avanzar, se detuvo entre corrientes distintas, empezó a inclinarse. Cuando me convencí del fracaso y del peligro, lo vi caer parado, como un ladrillo al mar. Volvió a reaparecer y sumergir la cabezota, chapoteando los grandes zapatos, como un pelucón en su juego. De pronto se esfumó bajo los humeantes círculos de lluvia.

El ropero se balanceó una vez más, cargado de agua, a punto de ceder. Traté de afirmarme en una roca con la escoba que no llegaba.

Me puse a hacer equilibrio en el centro del ropero tratando de aguantar un rato más. Perdí la escoba que se alejó cabeceando mar afuera. Vi las burbujas y a Perico que se elevaba a mi costado.

—Ahogado en un ropero —dijo mientras me tiraba al mar, arrastrándome por un brazo rumbo a la orilla.

Con la sal entrándome en la boca, los nervios trabados en él estómago, vi un pedazo de muelle y la cara de Nicanor. Alzando los brazos en el borde esa cara era de felicidad a no ser por las ojeras y los huesos, apareciendo y bailando en cada frase entrecortada.

Pude llegar en pocas braceadas, sin ayuda, y miré hundirse definitivamente el ropero. Estuve a salvo, respirando hondo bajo la cólera del cielo. Oía apenas el interrogatorio inútil de Nicanor, los monosílabos del otro.

Empecé a sentir, a comprobar mi día total, el más cercano a la alegría. Me volví a convencer, como en la infancia, de las mismas cosas de que estuve seguro la primera vez que vi a Perico colgado de la araña del comedor. La lluvia caía sin hastío y los truenos corrían como pedradas. La ciudad a lo lejos se envolvió en la bruma del verano y el barrio se amansó contra la costa.

—Tengo el segundo movimiento —dijo Perico, y cesó el aluvión de preguntas del hombre calvo, soñeras, casi gozosas.

Empapados y empezando a temblar caminamos hacia el final del muelle. El, sin camisa y enrojecido rompió a hablar de la tormenta injustificada, de las posibles consecuencias de los experimentos atómicos en el futuro de la humanidad.

VI

Se puso a recoger piedras de colores mientras mirábamos el regreso de las chalanas, bajo la jungla de transparentes, esperando que amainara el chubasco. Los pescadores saltaban al fondeadero, ataban las lianas a la boca de las corvinas, recogían las redes del mar, empujaban las chalanas a tierra hundidos hasta la cintura. Todo bajo el castigo de la lluvia incesante.

—Vuelve aquí abajo. Vas a enfermarte.

—Ya debo estar enfermo. Mira estas piedras. Son extraños ejemplares. . . sí que lo son. No te imaginas hasta qué punto me hacen feliz. Es una prueba de que la historia no sirve para nada. Es uno de los inventos más inaguantables... la historia. Mira esto.    

Los hombres pasaban en caravana con sus cargas al hombro, rumiando el saludo entre algunos silbidos. A los pocos minutos estaba todo desierto y el hombre pelirrojo había abandonado su árbol empapado y puteando.

Por fin nos decidimos a correr atravesando la cortina de agua, convenciendo a Perico que abandonara su tarea en la arenisca. Esquivando el zumbido de los autos ganamos el otro lado de la neblina y trepamos a velocidad la cuesta de la calle hacia la quinta. Y allí estaban, justo en la puerta.

La camioneta odiada, la reunión familiar y el nerviosismo depositados junto al portón de fierro. El vehículo con las dos iniciales del sanatorio, rojas, tenaces. Las caras atisbando, preocupadas, mezcla de piedad e indignación.

Escuché la respiración agitada de Perico y lo detuve a pocos pasos del grupo que aguardaba iniciando un murmullo.

—Toma mi saco. Te ayudo.

—No, no creo que sea...

—Vamos, el saco.

—Está bien.

—Obedeció con tristeza, mientras se acercaban las dos túnicas blancas, impecables, sabiendo ya que no había resistencia. Todo fue fácil, instantáneo.

Sentí el reproche de todos, en la nuca, ardiendo en las miradas. Me puse a palmetear a Perico, sintiéndome terriblemente idiota. El estaba clavado en el asiento, con la vista perdida.

—Tengo que ir. Es necesario.

El motor se puso en marcha. Nicanor se alejaba a pie, cuesta arriba, bajo el plomo del mediodía lluvioso.

—Hasta pronto —dije golpeando el borde de la ventanilla.

—Adiós —dijo no sé quién. Y se fueron.

cuento de Enrique Estrázulas
Diez sobres cerrados - cuentos
Ediciones Tauro - Montevideo, 1966

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