Aprendiz del barro |
Nació
para campeón. Por corajudo. Lo
garroneó la muerte en el boliche. De
pibe el viejo lo ataba a una cadena. Un infierno de pibe indomable. Se
escapaba del barrio y no volvía. Allá como a los veinte o treinta días
se aparecía con la caja al hombro. De lustrabotas se ganó la vida
aunque nunca logró cambiar de oficio: gastaba la de trapo en el baldío,
al norte del arroyo y el bostero. Lo
marcaban de a tres y no podían, le daban lata y daba más que nadie. Y
se metió en la bronca de los bondis, la navaja, la piña americana. Fue
contratado para usar los puños, le daban comisión por el fangote, tenía
achicados a los guardas todos, fue el mejor guardaespaldas de los
pungas, bagayero de a ratos, "pecho verde". Para meter las
manos era un viento. Llevó una muerte encima y nadie supo, lo
tiró en el arroyo por la noche, en esa canaleta de agua hedionda. Por
eso le llamaban Aires Puros al barrio que lo vio saltar tejidos, romper
la fiesta de los corralones, de peseta nomás, de puro macho, cambiar el
resultado del partido. Lo
sacó el Imparcial del Ipiranga y en pocos meses ascendió a
primera. Concentrarlo era bravo, era difícil. Lo digo porque sé.
Yo lo buscaba, averiguaba en las comisarías y lo encontraba ya
sobre la hora. Pero jugaba igual, mal entrenado, durmiendo donde cuadre,
mal comido. El presidente lo necesitaba. En cualquier cancha, con
cualquier hinchada, aunque el miedo doblara a los muchachos, con el
hombre al costado era distinto: les daba una inyección en cada grito,
les tenían más miedo que al contrario. Y a la salida no pasaba nada,
nadie como él quería ser el primero. Me acuerdo de la bolsa y el
remiendo. El aprendió perdiendo a ganar todas. Lo
compró el Colonial y entró la buena. Con el nueve en la espalda hizo
las latas. Quedó atrás la piecita a queroseno donde todos dormían
amontonados. Y nunca se olvidó, nunca la suerte pudo cambiarle el
rumbo, la fachada. La
llevaba escondida entre las piernas, la cuidaba con una y la doblaba.
Era buen pisador, trancaba duro, un asesino si metía la plancha. En el
polvo del área la sabía: metedor con los codos, agarraba, pisaba sobre
el salto a los goleros, les llenaba de tierra la mirada. Los jueces no
veían, era astuto, para ser sucio y para ser callado. Si el juego era
leal jamás lo hacía, dribleaba como un dios y la pasaba, los pasos
largos eran serpentinas, dibujador perfecto de la cancha. Y si pateaba
reventaba redes, tatuaba postes con los pelotazos, armador de partidos
imposibles, con la cara impasible y esa nariz de infanto. Colonial
lo llevó porque metía, dueño de la pelota en cualquier lado. Le
pusieron el nueve y fue de gira, eligió los más duros campeonatos,
siempre con el balazo en la rodilla, casi en el muslo, bala silenciada,
despertaba sospechas y respeto. Nadie le preguntaba. Fue
el primer choque con la policía una noche dormida entre las chapas. En
el mismo boliche cachaciento: el andurrial donde iba la perrada.
Desparramó al botón con una zurda, salió de raje y lo alcanzó la
bala. Adentro la llevó dos días a monte, ya sin poder pisar y
desangrado. Lo curó una panera a la sordina, nadie creyó que iba a
seguir jugando. Y se cruzó la franja del cuadrito y dobló la rodilla. Siguió,
como si nada. El
Colonial lo consagró caudillo, ídolo de la hinchada, esa mersa que
olvida tan de golpe, ese corral de tantos charlatanes. En todas partes
era el que metía, el que se la jugaba, el que nadie eligió como
enemigo, el que peleaba con pelota y lanza. Cuando toquen el pito te
amasijo, le chamuyó al macaco retobado, aquel que lo escupió,
bayano grande, con el tres en la espalda. Y el juez pitó, se le acercó
de a poco, en la boca del túnel del estadio. A saludar se le venía el
baboso y allí quedó, noqueado. La
cuereada más dura fue en Sajonia, contra los paraguayos. Era de vida o
muerte ese partido. Y había que ganarlo. Viajó bajo amenaza, sin
remedio. Les cantó que iba igual y no anotaron. La indiada lo quería
ver partido: ese día lo quebraban. Era
bravo salir entre el gentío, los silbidos, la lluvia de naranjas.
Algunos parecían varas verdes, metidos en el pozo, sin ánimo, sin
garra. Les pidió que salieran despacito, uno a uno, sin prisa,
caminando. Ninguno iba a correr. El fue primero, con la guinda en el
hueco del sobaco. Ahí estalló Sajonia. Fue de golpe, apenas lo
miraron. Le llovieron insultos y botellas, el túnel quedó atrás, el
alambrado, los naranjados rebotando cerca. Ya con los huirás no silbaba
nadie. Golpe
de luz del taita esa salida, una jugada para no olvidarla. Los paraguas entraron a dar duro, era la orden achicar de entrada y les salió al revés. Fue un pelo a pelo, un cuerpo a cuerpo de tapones altos. Aquí nadie se achica, nadie afloja. Y la cuereada la ganó a latazos. Uno
a uno y penal. Barrida y pito. El porteño cobró: quedó jugado. Fue al
punto blanco y la pidió en seguida. Porque el penal lo vio todo el
estadio. El Colonial ganaba si iba adentro. Hervía el Sajonia, todos
protestaban. Si alguno la metía era seguro. Pateaba él, llovían las
naranjas. De pronto la sacó. pensó dos veces, y el porteño pedía que
tirara. ¿No me complique más, tírelo ahora! La colocó otra
vez, se afirmó lento, como triste venía caminando. En los tres palos
el guardián nervioso, agazapado como una tarántula, parecía una araña
parecía, parecía un futuro fusilado. Él,
manso, se acercó, miró las redes, y la durmió en el fondo.
Sajonia era una lápida, era un velorio aquello, era una misa, era una
catedral de madrugada. Con
los macacos lo pusieron siempre; era un especialista en aflojarlos. Lo
conocían bien, nadie quería, nadie quería con él en la trenzada. Y
nunca olvidaré Villa Belmiro, las tribunas repletas, meta zamba,
pandeiro y tamboril, piedras y cuetes, fuegos artificiales. Yo me
aguantaba todas en silencio, quieto en la batucada. Si me daban la cana
era hombre muerto, la posaba de tránsfuga. Un oriental en medio del
jolgorio, sólito ahí, ay Dios si me junaban... En el terreno todas las tenía, tranquilo como siempre, como en casa, el anormal no conocía el peligro, ese alambrado que se le inclinaba. Y atrás los ogros que se lo comían, bombas y botellazos. Lo
vi juntar la tierra antes del centro, sabio, mañero y aprendiz del
barro. El golero salió por mariposas, abrió los brazos: no veía nada.
El diez saltó y adentro, globa al medio. Y se desesperó la macacada.
La banda se calló, los parches mudos, tiraban piedras o lo que
agarraran. El vivo ni miró, lo sabía todo: pachorriento jugó, por un
asado. Pitazo.
Suspensión por las botellas. Las puso en fila, las amontonaba. Una
bomba cayó muy cerca suyo: la devolvió sin reventar, desbande. Cuando
estalla se rompe el gallinero, trepan por todos lados. Los postes parecían
bananeros, la batalla se armó, lío y trompadas. Minga
de garantías, un delirio, la conejera se cayó a pedazos. Y ganó el
Colonial. Tres-dos, el arbitro asustado. Se simuló un empate por las
dudas, para salvar la vida, pa'calmarlos. Mil
de aquellas le vi. Y el hombre un hielo, en los potreros o en el
Centenario, en Wembley, en Moscú, en Avellaneda, en los agarres con el
Hacha Brava. Esa
vez fue el final, ya se habían visto, se habían dado parejo en varias
canchas. Él, manso, siempre le batía en la oreja: Mira que yo me
aguanto en cualquier parte. Cuando trancaban se elevaba un trueno,
chocaban a matar, se saludaban. Y a la vuelta otra vez, pierna con
pierna, tapón contra tapón, codo y frentazo. El jefe diablo rojo no
protesta: Así se juega al fúbol. qué carajo. Era
el último round de Avellaneda. Lo descubrieron justo, lo chaparon,
antes del corner, con la tierra arriba. Fue del puntero el fato, la
gilada. Se demoró en centrear, amagó justo: la polvareda que me lo
delata. Lo denunció el arquero y hubo pito, tarjeta y expulsión. Afuera
y basta. Se
fue despacio, resignado, solo. Le tiraban de todo y caminaba. Con
gesto de campeón se hundió en el túnel: era la última vez con la
rayada. Le
había ganado así varios partidos, jugando como un dios o mañereando.
Pero esa vez lo echaron y perdieron. Entonces lo vendieron, lo sacaron.
Y nunca más. Es fácil el olvido: esa memoria de los empresarios. El
hombre se apagó, ya no lo vieron, pisando fuerte las gramillas largas.
Jugó unos años más, siempre virtuoso, siempre varón y sabio. Volvió
al cuadrito con lo que podía, por oficio nomás, siguió jugando. Sentía
el corralón, la bronca vieja, el olor del arroyo lo llamaba, la
murguita, los coros de la esquina, la medialuna que caía en las chapas. No
pudo terminar como esa noche. No fue con un revólver ni navaja. Fue un
taco de billar que entró en su pecho; le partió el corazón contra el
estaño. No pudo ser asi, justo conmigo, con el que nunca se le
retobaba. Lo
garroneó la muerte en el boliche, lo garroneó al campeón, así,
de puro maula. |
cuento de Enrique Estrázulas
Escrito en el césped
Ediciones de la Banda Oriental
Montevideo - julio 1998
Ver, además:
Enrique Estrázulas en Letras Uruguay
Editado por el editor de Letras Uruguay
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