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La obra de Héctor Galmés
Los frutos del insomnio
Mercedes Estramil

Héctor Galmés

EN UNO de los poemas de La cifra, Borges postula el insomnio como un estado "parecido a la fiebre y que ciertamente no es la vigilia". De esa zona limbar surge la particular cosmovisión narrativa de Héctor Galmés, plasmada en tres novelas y un libro de cuentos que lo ubican en la primera plana del panorama literario uruguayo posterior a los '60.

 

Nacido en Montevideo en 1933, Galmés fue profesor de literatura en Secundaria y en el IPA, tradujo para Ediciones de la Banda Oriental el primer Fausto y Werther de Goethe, prologados y anotados, así como La metamorfosis de Kafka —dato que no es ajeno a la intertextualidad entre estas obras y la suya—, publicó un ensayo sobre literaturas griega y latina, y la presentación y notas a la correspondencia privada de Eduardo Acevedo Díaz. A los 37 años publicó su primera novela, Necrocosmos, a la que siguieron Las calandrias griegas (1977), La noche del día menos pensado (cuentos, 1981), y Final en borrador que publicó ya enfermo en 1985, un año antes de su muerte.

 

Creador de un mundo con coordenadas propias, Galmés conjugó los referentes reales de su ficción narrativa (un Uruguay decadente y frustrado) con una interpretación entre fantástica y mítica de los mismos. El resultado es una voz propia poblada de laberintos, entrelineas y cauces abiertos de interpretación. Entre sus personajes masculinos, insomnes cabezas pensantes y sus mujeres sólidas (que sabiamente se disuelven en el aire) corre el lenguaje como un puente tramposo que separa y exilia. La imaginación a full les impide dormir y estar despiertos, les saquea sus vidas a cambio de infinitas vidas ajenas. El miedo y la sensación de que todo fue hecho les impide crear. 

Aunque concebidas como proyectos unitarios, Galmés intercomunicó sus novelas a través de diferentes canales: analogías temáticas, reiteración de recursos estilísticos (flash-backs, narrador múltiple o indeterminado, simetrías estructurales), repetición de figuras obsesivas (el doble, la musa), similitud de personajes. En esas claves imanta buena parte del interés, del goce de leer y releer al autor.

 

PROTOARTISTAS, H1PERCRITICOS. Anecdó­ticamente, la trilogía es fácil de reseñar: la acción es mínima o aparece en microhistorias subsidiarias de la principal (que puede tornarse secundaria).

 

En Necrocosmos dos pintores y una musa inspiradora eligen el exilio en Australia mientras el narrador, autor del cuadro inconcluso que da título al libro, decide quedarse y engrosar las cárceles de el Cambrón. Todos intuyen el derrumbe de su futuro artístico, pero escamotean su explicación. Los que se van lo atribuirán a la falta de tiempo; los que se quedan a la angustia colectiva.

 

En Las calandrias griegas, un compadrito de barrio con pretensiones de escritor (Adonis) espera junto a su amante (Angélica), que el financista fraudulento para quien trabaja decida su futuro. Entretanto recorren Montevideo e interior mientras Adonis repasa con minucia de detalles su vida adulta, en espera de escribirla algún día, proyecto autobiográfico que no se cumple jamás.

 

En Final en borrador, el tímido Atilio López sepulta su historia irrelevante de vendedor bajo el camuflage verborrágico del gitano Julián, un ex compañero, o una invención, o un doble suyo. Las historias que se (le) cuenta(n) las vierte en apuntes fragmentarios que el narrador rescata en un montaje transversal.

 

La trilogía presenta, invariablemente, seres anónimos, conocidos por un apodo o un seudónimo, o apellidos frecuentados. Hombres derrotados por dentro que, incapaces de renunciar a sus sueños, los sitúan cómodamente en el terreno de lo imposible. Adultos carentes de un proyecto vital definido de acuerdo a las expectativas sociales, sin matrimonio ni hijos, desfasados entre lo que hacen y lo que quisieran hacer. Parientes de Oliveiras y Magas, pertenecen al lumpen intelectual hinchado de criticismo inactivo, y a su alrededor Galmés construye un metadiscurso, una reflexión sobre los lenguajes artísticos, que es también un registro de su inexorable necrosis. En su primera novela, los cuadros son destruidos y abandonados. En la segunda, Adonis no sólo pospone interminablemente el trabajo escritural, sino que alquila su memoria a un "mefisto" empresarial que borgeanamente le permite el amor, el mando y el triunfo, no porque lo piense liquidar sino porque lo sabe acabado. Final en borrador es el golpe de gracia: Atilio López es un saco de historias ajenas, cosido por éstas de manera que no puede crear/imaginar su propia historia.

 

Todas son fases del terror a crear, el miedo a la paralizante página en blanco, a la nada que succiona con axiomas del tipo de "no hay nada nuevo bajo el sol" o "todo ya fue dicho". La escritura entra así en un "clima de postergaciones infinitas", dilaciones en las que se espera en vano la llegada de la musa inspiradora que postergue un instante el drama de la originalidad, la "angustia de las influencias". No otro sentido proyecta el título "Las calandrias griegas", sutil subversión del lugar común (calendas), que lo enriquece poética y semánticamente apuntando a esa inspiración, al soplo o vuelo que no llega nunca.

 

En ese punto, la salvación por el arte como respuesta a un mundo en ruinas, no existe en Galmés. Y el arte —para el osado o el cobarde que lo transita— no deja de ser calvario. Uno a uno, sus personajes "creadores" fracasan o renuncian (que es una forma menos estrepitosa de lo mismo). Intuyen que no harán más que repetir y repetirse hasta el cansancio, y sólo elaboran borradores, apuntes.

La noción de arte como un borrador permanente y un plagio de lo propio y lo ajeno es típica de épocas de descreimiento y desmitiflcación. Para Galmés es una carta de triunfo en su juego de desnudar el artificio de la narración, llevándola a puntos muertos, a repeticiones y regresos al lugar de partida. Entre principio y fin de sus textos hay flashbaks sucesivos e interpuestos, espirales que provocan una curiosa progresión de la historia, robo argumental. El resultado del desplazamiento continuo es un simulacro: impera la quietud.

 

La noción de borrador es pariente de la de reescritura, manejada por personajes y autor. Atilio López "rompe las hojas con el proyecto de guión y las escribe de nuevo". Galmés extrae de Necrocosmos, con ligeras variantes, el episodio de la "infancia de Adán" y lo convierte en cuento para La noche del día... A la historia de los siameses que proponía el relato "El hermano", se le podría hallar una suerte de epílogo en Final... donde Salustio, dueño de circo, refiere la venta de unos siameses a "unos yanquis que hacen patinaje sobre hielo". La "trilogía" toda es una reescritura temática constante, que va horadando, profundizando en tópicos definidos: decadencia, reflexión artística, dualidad ficción/realidad.

 

En Galmés, lector y traductor de clásicos, son reconocibles presupuestos básicos de la posmodernidad (fenómeno que aún está siendo y que pone en tela de juicio cualquier intento por definirlo): indefinición de fronteras genéricas, integración de lo pop, lo masivo y lo culto, muerte de ideas tales como "perfección" y "originalidad" en el texto artístico, que es también aceptar que la idea misma de "autor" es caduca. Como el profesor Goroztiaga y Adonis, Galmés no puede sino elegir la descanonización. Como los pintores de Necrocosmos, renegados de otro museo que no sea la calle (cita a la vanguardia).

 

DETRAS DE UN VIDRIO OSCURO. "Las emociones más fuertes de tu vida se las debes al cine", dice el protagonista de Final... o se lo dice su doble, el gitano Julián, que es soñado por él (o que lo sueña), porque en la atmósfera densa y evanescente de esta novela mayor todo puede ser posible, y nunca se sabe dónde

empieza o termina la cadena de sueños y soñadores, a manera de buñuelesco encanto de burgueses sin vida propia.

 

Ese empecinamiento por vivir otras vidas ya estaba en Necrocosmos cuyo personaje inventaba la existencia de esposa e hijos; adquiría ribetes fantásticos en "La noche del día menos pensado" del volumen homónimo; y alimentaba la grisura de la pareja de Las calandrias..., que no podía emular en la cotidianeidad la felicidad de los cortos publicitarios. Pero es en la última novela de Galmés —la de su personaje más pasivo y la que más "acciones" registra— donde el existir indirecto o vicario se manifiesta de principio a fin. El conformista López, enajenado por los mass media, y su alter ego Julián, pintor callejero, sueñan las vidas de hombres de mar, arriesgados y violentos. Hubiera sido un personaje onettiano si tuviera un poco de osadía o reservas de cinismo... En su lugar, tiene la inconsistencia carnal del voyeur, todo ojos (o todo oídos) o todo imaginación. Igual que el Adonis "cabezota" de Las calandrias..., para quien el resto del cuerpo era innecesario apéndice. López es el espectador compulsivo de Zinnemann o de Bergman o cualquier otro desde el que pueda, con hilos mínimos, tender puentes a su historia, dándole sentido.

 

El obsesivo fotógrafo de un episodio de Los amores difíciles de ítalo Calvino proponía registrar cada instante vivido, para no perderlo: la realidad sólo sería tal cuando su "representación" la validara. Algo similar ocurre en Final...; Atilio vive como si estuviera en el cine y las cosas tienen sentido si parecen películas: "Para López el cine no era simplemente un pasatiempo, sino una forma de ordenar el mundo, porque le ofrecía una imagen bastante coherente de la realidad a fuerza de machacar sobre los mismos recursos, mientras que más acá de la pantalla se estaba en medio del caos. Sus vecinos, allegados y amigos se parecían a algún actor, o no eran amigos, allegados o vecinos. Sus hermanas tenían el mismo aire de ingenuidad que Judy Garland y su mamá la voz de Ethel Barrymore. Los vecinos, en su mayoría, pertenecían al reparto de las películas mexicanas y argentinas. El almacenero era Pepe Arias y el colchonero de la otra cuadra Pedro Armendariz. Casualmente, la colchonería se llamaba "La Perla ". María Félix, divorciada, 30 años, dos hijos, vivía a la vuelta de la esquina y era empleada del London-París. No tenía nada que ver con el propietario de La Perla, pero sí con George Raft, el mecánico ". El mundo deviene set cinematográfico en ese fragmento impecable, que aúna ironía, ternura y humor.

 

Atilio no invierte su cinefilia en reflexión artística ni en creación (sus guiones tienen la mala fortuna de no nacer en Hollywood): la usa como sustituto dietético, artificial, un espejo que no lo refleja sino que lo atrae hacia el otro lado. El personaje, cual una Mía Farrow de la "depresión" uruguaya, salta idealmente a la pantalla cuando quiere y acomoda su no-ser en el envase/celuloide de otros rostros.

 

Aquí Galmés apela a la mitología de masas de este siglo, despliega en clave irónica la artillería cursi del cine del far west, borronea amores folletinescos (referencias a Corín Tellado), pero cita sus notas distanciadamente. Deja a los personajes hacer el juego de la aventura y la emoción, pero les reserva siempre un final inconcluso, anticlimático, que revela con sarcasmo lo que el lector ya suponía: que todo era un engaño a la vista, un trompe I 'oeil.

 

El argentino Manuel Puig, en las postrimerías del boom latinoamericano, inventariaba y sondeaba un universo similar: seres emocionalmente pasivos, sexualmente frustrados y en la espera inútil de que alguna vez la vida imite al arte (al "malo" aún). Eran los sueños del dependiente Toto en La traición de Rita Hayworth, del preso homosexual en El beso de la mujer araña, de las mujeres aburridas de Boquitas pintadas y la enferma grave de Pubis angelical. En Puig faltaba notoriamente una voz ordenadora del discurso narrativo. El efecto de "montaje" de diálogos, cartas, notas al pie, flujo de conciencia y documentos, era el que iba armando la novela. En el uruguayo, esa voz ordenadora que asoma por momentos con la distancia de un narrador impersonal, se traviste también en narrador testigo, voz interior o presencia fantasmal que dialoga con el personaje y desaparece en el continuum de diálogos e historias ficcionadas. Así como en las vidas vicarias de Puig recalaban personajes y voces "silenciadas" en la realidad y la ficción (presos, enfermos, mujeres, gays, viejos), en Galmés el mundo referencia! es el del artista, y éste también es otro.

 

BUSCANDO UN DOBLE. Esa vivencia indirecta que asoma en Galmés puede ser vista a la luz de dos líneas de interpretación comple­mentarias.

 

Una, que la conecta con textos de crisis apuntados por el autor; climas sociopolíticos opresivos, que coartan las iniciativas individuales, depresión colectiva ahondada por mentiras como habernos creído la "Suiza de América", o internalización acrítica de los media, garantes diarios de anestesia.

 

Otra, que desemboca en uno de los almacenes míticos más fecundos de la literatura: el tema del doble. Una figura proteica en sus manifestaciones a través del tiempo, que incluye: la gemelaridad (desde la Antigüedad Clásica, con Plauto), el Gólem medieval, la relación amo/criado (el "Quijote", por ej.), creador/criatura (desde el Frankenstein de Mary Shelley a los androides de P.K.Dick), la duplicidad del yo y la idea de que "yo" es otro y el mismo (Rimbaud, Borges, Goethe, Nerval, Hesse, Kafka, Endo...).

 

En Galmés se dan cita, al sesgo o frontalmente, distintas formas del doble. La más explícita quizá, es la que aparece en Las calandrias... donde el protagonista imagina (como "fácil y efectista" recurso literario o como posibilidad cierta de zafar de la realidad) la existencia de socias. Son tan rentables que hasta existiría una empresa para alquilarlos, y un montaje publicitario que los tornara deseables y necesarios: "su socias trabaja mientras usted descansa". Empresa absolutamente uruguaya aún bajo la mítica denominación 'Teseo Ltd.", que auguraría tal vez la muerte del minotauro imaginativo oculto en los laberintos mentales de Adonis.

 

Final... aborda el tema con más minucia y menos evidencia a través del mecanismo de las cajas chinas. En esta novela de múltiple opción interpretativa, hay por lo menos dos posibles fabulaciones. En la primera, Atilio López reencuentra a Julián, compañero de colegio con quien en el pasado no se atrevió a entrar a un prostíbulo. Este le cuenta o le miente sus andanzas y las de Tobías, un abuelo pirata que participó en el hundimiento del acorazado Maine y en la guerra de Cuba en 1898. En la segunda, el narrador sueña a Atilio, que sueña a Julián, que sueña a Tobías y al circense Salustio y a la prostituta Pola. En otra lectura la soñadora puede ser la mujer. En cualquier caso es reconocible la fórmula del doble: yo soy (quiero, debo o puedo ser) otro.

 

El libro de cuentos de Galmés presenta al menos seis propuestas diferentes en torno al tema. En "El hermano" cada uno de los siameses tiene en el otro al doble-castrador-comple­mento, del que dependen para sobre­vivir. En "La infancia de Adán" éste pide un último deseo antes de morir: vivir la niñez, que no tuvo. Para eso debe desandar lo vivido y volver a nacer, pero entonces será otro, sin noción del  anterior (es también el planteo humanista de que todos los hombres somos uno y el mismo pero al nacer lo "olvidamos").

 

"La noche del día menos pensado" elabora una figura impostora y pseudo científica del doble. Como resultado de sueños transmigratorios, el alma del personaje se muda a otros cuerpos mientras dura la vigilia. Detrás de esta historia fantástica está el humor corrosivo del autor que muestra a un hombre atrapado que perdió el trabajo, hace contrabando menudo y no tiene un matrimonio feliz. El sueño es la única salida.

 

La simetría fatal de "El puente romano", que el altivo capitán cree un atajo en su expedición de guerra, lo enfrenta a sus propios hombres, adentrándolo en un espejismo macabro donde nada es lo que parece. La operación de buscar el otro lado se revela ilusoria.

 

En "El inimaginable juego de Hermógenes", el amor, el ajedrez y la guerra pueden ser vistos como formas de disociación del yo. Por último, en "Crimen robado" un insomne enfermero sin expectativas encuentra la ocasión de ser "otro", naciéndose cargo de un homicidio cometido por un "rapiñero inexperto" o un "loco".

 

Un acercamiento intertextual mínimo exige un par de referencias mayores: el Fausto de Goethe y la obra de Borges, en especial sus "ruinas circulares". Sin olvidar la conexión, más significativa, con compañeros de generación como Mario Levrero o Teresa Porzecanski.

 

VIVA LA NOVELA. Definición tentativa del uruguayo: "gente triste y despistada que empieza por no estar segura si vive a orillas de un río o de un mar y que se aburre desde que nace hasta que muere".

 

Lo visible y la esperanza: "Montevideo es una ciudad inexplorada, es algo más que quilombos y hoteluchos llenos de gente con ganas de pegarse un tiro".

 

La parálisis: "Para las calandrias griegas se realizarán todos los sueños, saldremos definitivamente del pozo; mientras tanto, confórmate con la ilusión semanal de ganar algún peso a la lotería".

 

Tres frases de la segunda novela de Galmés que contextualizan —a modo de coordenadas geográfico espirituales— su universo narrativo. Podían pertenecer a Necrocosmos o a Final... La trilogía ensaya un mapa en sepia del país y de sus fronteras deseadas (la tierra de promisión de Australia, el más cercano Brasil del contrabando). Viajeros sin destino, sus personajes transitan sin tregua las carreteras, haciendo un relevo de defunciones: Ciudad Vieja en ruinas, ausencia de gente joven en pueblos del interior donde algún sicario político tramita jubilaciones a cambio de votos, tranvías retirados, ferroviarios en huelga, Palacios de Justicia que se "olvidaron" de terminar, circos que no logran hacer reír.

 

Esos datos de la realidad pesan sobre la conciencia fracturada y culpable de personajes resignados a irse, o quedarse para ver el final.

 

Los breves instantes de iluminación, el embellecimiento fugaz de las cosas que provoca una adolescente en una fuente o una Gorgona tras la ventana, la necesaria brevedad de la maravilla que pregona el profesor Goroztiaga (alter ego del propio Galmés), no borran la impresión de derrumbe. Un dato significativo: el único rito de pasaje que los textos describen en más de una oportunidad, es la muerte. Por dos veces, y con peso de metáfora, es la de grandes animales y en ella participan comunidades enteras: el embalsamiento del caballo en "El Malacara", una patética simulación de vida que termina en fiesta popular; y el reparto del elefante muerto en Final...

 

El proyecto narrativo mismo se construye sobre una idea de necrosis (e inevitable entierro y renacer) artística. No existe esquema, fórmula o camino a seguir. Grávidamente las cosas se repiten, pero el hombre debe comenzar de cero, de otro modo no resulta. Galmés no ensaya respuestas ni pontifica. Mejor que el lector busque las claves, reales o imaginarias, que las modifique y las reinvente.

Mercedes Estramil
El País Cultural Nº 235
6 de mayo de 1994

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