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Aparicio Saravia Tres versiones de un mismo heroísmo |
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Esta es una historia en tres partes y la contaré al revés porque así parecerá más sorprendente. UNA. La primera parte tiene que ver con dos biografías de Aparicio Saravia que se publicaron en 1942. Fuera del ámbito rioplatense. Aparicio Saravia no es demasiado conocido. Para ubicarlo, bastará decir que fue el último caudillo gaucho de una zona que ha producido otros caudillos más famosos: Facundo Quiroga y Juan Manuel de Rosas en la Argentina; José Artigas y Fructuoso Rivera en el Uruguay, para nombrar sólo a los más notables. Pero Saravia tuvo la distinción de ser no sólo el último de una ilustre estirpe sino de representarla en una vertiente poco conocida aún por los especialistas en el mundo gaucho: la que tiene su centro en la vasta región agreste situada entre el Uruguay y el Brasil, y que se conoce como Rio Grande do Sul (del lado brasileño) y Cerro Largo (del uruguayo). Aparicio Saravia había nacido en el Uruguay pero su padre era brasileño y se apellidaba Saravia. El patronímico marcaba esa dualidad que no sólo era lingüística y cultural sino que era también la dualidad de su destino. Iniciado por su hermano mayor en la revolución farroupilha de los gauchos riograndenses, consigue allí deslumbrar a todos con su capacidad de maniobra y alcanza el grado de General. Pero Aparicio se radicará definitivamente en el Uruguay donde conducirá varias revoluciones contra el Gobierno colorado hasta la última guerra gaucha de 1904 que lo enfrenta con el presidente Batlle y Ordóñez. Un caudillo de esa violenta frontera del Uruguay con el Brasil, anacrónico en su revuelta de lanzas y caballos contra un Gobierno que ya poseía ametralladoras, cañones y ferrocarriles, ¿por qué habría de despertar el interés del popular novelista e historiador argentino Manuel Gálvez? En 1942. el exitoso autor de tanto novelón naturalista y de una serie de relatos históricos sobre la Guerra del Paraguay, suma a las cuatro biografías de hispanoamericanos ilustres que venía publicando hacía un tiempo (Fray Mamerto Esquiú. Hipólito Yrigoyen, Juan Manuel de Rosas, Gabriel García Moreno) una quinta obra: Vida de Aparicio Saravia. Para él, es Saravia el "más original de los caudillos guerreros que conmovieron las comarcas del Río de la Plata" (Prólogo, p. 12). En 314 implacables páginas, se dedica a demostrar ese punto de vista, llevando a Saravia desde sus oscuros orígenes de hijo de un brasileño radicado en el Uruguay hasta su muerte trágica en la batalla de Masoller. Biografía épica que no disimula la adulación del héroe, su Vida es una defensa de un tipo de americano, hondamente enraizado en el terruño y que Gálvez quiere exaltar en oposición a los prototipos europeizantes que proponía entonces el oficialismo literario argentino El último capítulo del libro, "La muerte del águila blanca," lo dice con todas las letras: Con Aparicio Saravia han muerto el valor legendario, la independencia indomable, la vieja alma oriental. Batlle y Ordóñez seguirá gobernando. y después de Batlle gobernarán sus discípulos, o mejor dicho, él mismo por medio de sus discípulos Ellos quieren civilizar' al Uruguay, engrandecerlo materialmente, y a fe que estas cosas son muy buenas Pero con ^llas entran la manía europeizante. que tarde o pronto lleva, a las pequeñas naciones de la América Hispana, a la entrega al extranjero de sus riquezas, de su soberanía y aún de la independencia moral. Saravia se fue a tiempo. ¿Qué podría haber hecho él, entre problemas de salarios, entre cuestiones por centavos? ¿Y qué podría haber hecho él. ya que no le era posible arrastrar nuevos ejércitos y echarlos, entre esos destructores de tradiciones y descolgadores de crucifijos? (p 307) Aunque lo que dice Gálvez aquí tiene un contexto puramente local —el presidente Batlle, que era masón, había hecho retirar los crucifijos de los hospitales públicos (lo que motivó un panfleto, Liberalismo y Jacobinismo de Rodó, que era liberal)-, su visión de Aparicio Saravia como último caudillo gaucho, preservador de tradiciones americanas que se oponían al extranjerismo y al modernismo europeos, tiene un alcance que va más allá del ámbito uruguayo, se proyecta sobre todo el Río de la Plata y alcanza la América entera. En la misma serie en que se incluye esta Vida de Aparicio Saravia, Gálvez proyectaba entonces no sólo un Sarmiento sino, muy especialmente, un Bolívar y un Miranda. La biografía de Saravia resulta, pues, en manos de Gálvez un panfleto no sólo histórico sino principalmente político. Ese mismo año de 1942 en que se publicó verá poco a poco emerger del anonimato militar la figura de un coronel, Juan Domingo Perón, que habrá de representar en la Argentina de este siglo un papel similar al de Rosas en la Argentina del siglo pasado. El libro de Gálvez debe ser leído también en este contexto. Aunque aquí lo soslayaré por completo. DOS En esta reconstrucción rápida de una historia compleja, voy a proponer leer este libro en un contexto diferente y más personal. Porque el mismo año en que Gálvez lo publicó, un tío mío, José Monegal, publicó su versión de la Vida de Aparicio Saravia. De hecho, el libro de mi tío precedió en algunos meses al de Gálvez, hecho que éste reconoce en el Prólogo (p. 9), que contiene un agradecimiento a la colaboración prestada por mi tío en el acopio de materiales documentales y hasta en el punto de vista sobre algunos incidentes. Cuento esta historia de familia porque tiene relevancia en lo que sigue. Mi tío Pepe había nacido (como más tarde yo mismo) en la misma región donde Saravia tenía sus campos, ese Departamento de Cerro Largo que linda con el Brasil y cubre la frontera noreste del país. Aunque él sólo tenía ocho años cuando murió Saravia, es posible que Pepe lo haya visto pasar alguna vez montado en su impecable caballo por las calles de Melo, capital del Departamento. Aún sin haberlo visto con sus ojos, era obvio que la leyenda y la imagen de Aparicio Saravia se le había quedado grabada muy fijamente en la imaginación, a partir de testimonios orales que pudo escuchar de niño. Una vez, poco antes de su muerte, me contó que Saravia solía venir al pueblo, llegarse hasta la casa de nuestra familia y, sin apearse del caballo, golpear en la ventana para preguntarle a mi abuelo. Cándido Monegal (que era jefe de correos y colorado), qué noticias había traído el telégrafo desde la capital lejana. Esa anécdota de mi tío Pepe que se me hizo gráfica medio siglo después de contada por mi abuelo a él y trasmitida por él a mí, se inscribía en mi memoria sobre otras imágenes que Pepe había acumulado y que yo había recibido por su intermedio. Recuerdo que cuando era muy chico (yo tendría siete u ocho años), Pepe pasó una temporada en la casa de la familia en Montevideo, pintando un enorme cuadro que mostraba a Aparicio Saravia a caballo y con poncho blanco sobre un fondo de lanzas negras y tierra negra, avanzando veloz como el viento (el águila blanca de que habla Gálvez en su libro). Los chicos entrábamos respetuosamente en aquel cuarto anormalmente vacío en que sólo había un enorme caballete con el cuadro, y mi tío Pepe, sucio de pintura, feliz con ese encargo de un Club blanco que le aseguraba una pequeña entrada. Fue siempre bohemio hasta que encontró a los cuarenta largos una hada madrina con la que casó, en la que engendró cuatro hijas hermosas y se asentó en un empleo público decentemente remunerado. Pero en la época, ahora remota, en que pintaba a Saravia, el tío Pepe y su impecable orden de maestro primario estaban muy lejanos. Lo que había en aquel cuarto en que trabajaba mi tío era el olor a trementina, el caos de trapos y papeles en el suelo, y nosotros, los niños, que le pedíamos que nos dejase pintar un poquito. Armados de pinceles, asaltábamos el cuadro pero para evitar desastres mi tío Pepe nos dirigía hacia las partes más negras del cuadro, aquellas que no era posible estropear con nuestra entusiasta impericia. En la biografía de Saravia, el dibujo de la tapa también es de tío Pepe y ofrece una variación (negro sobre fondo zapallo) del aquel cuadro, para mí todavía mitológico. El libro de Pepe ofrecía una versión romántica de la biografía de Saravia. Sus modelos eran más obsoletos que los de Gálvez (que, al fin y al cabo, había leído a Ludwig, a Maurois, a Stephan Zweig). Pepe citaba con encanto a Carlyle y a Emerson. Creo que también había leído a los biógrafos más modernos pero su Saravia estaba cortado en el paño de los héroes. Era una biografía acrítica pero realizada con enorme documentación. Había interrogado personalmente a los sobrevivientes de Masoller y otras gestas heroicas, había consultado el archivo del General, había leído todos los papeles. Era, también, un hombre de campo que conocía perfectamente la vida a caballo. De modo que su biografía realmente anticipaba y completaba la de Gálvez. Como Gálvez, Pepe creía en el hombre americano que Saravia representaba. Su carrera posterior había de acentuar esta convicción. Se convirtió en narrador gauchesco, de enorme popularidad local. Colaborador semanal de El Día, importante periódico montevideano que, por ironía, fue fundado precisamente por aquel enemigo acérrimo de Saravia, el presidente Batlle. Todos los domingos, Pepe contaba por escrito relatos orales que había oído en el campo y que se publicaban ilustrados por él mismo con unos dibujos naif, de indudable arrastre popular. TRES. Cuando salió su libro sobre Saravia, mi tío Pepe me dedicó un ejemplar muy cariñosamente. Yo era entonces un adolescente muy metido en Proust y Joyce, en Kafka y Borges. Agradecí el libro, lo hojee, pero no lo leí ni creí que iba a leerlo algún día. Pepe era uno de los ídolos de mi infancia, el tío que sabía pintar y dibujar, contar cuentos y cantar canciones, que había viajado por América y Europa, y que siempre se dejaba olvidado en casa algún libro fascinante. El biógrafo de Saravia no me interesaba mucho. Yo era socialista y creía (creo aún) que la solución para nuestros países no estaba en los caudillos, del color que fueran. Unos años después me vería obligado a reconsiderar el problema. La ocasión fue un cuento de Borges, "La redención", que apareció en el suplemento literario de La Nación, de Buenos Aires, un domingo que no olvidaré. Allí no sólo se hablaba de Aparicio Saravia y de la batalla de Masoller sino que hasta se me incluía a mí como personaje muy secundario. Publicado más tarde con el título "La otra muerte", en la colección El Aleph (1949), el cuento me ha hecho famoso por una carta que nunca escribí a una persona que no conozco. Para Borges, Saravia y la batalla de Masoller en que muere el último caudillo gaucho es sólo el marco histórico en que situar un relato fantástico: el del entrerriano Pedro Damián que muere dos veces, en la batalla, combatiendo heroicamente, y en su cama de anciano, unos cuarenta años más tarde. El argumento teológico-alegórico del cuento deriva de Dante y de un tal Pier Damián, personaje evocado en el Paradiso. Pero las circunstancias precisas vienen de la tradición criolla ríoplatense. En el cuento, mi papel es mínimo: sirvo de enlace entre Borges y un coronel Dionisio Tabares. Escribo una carta de presentación para que aquél pueda hablar con éste, y así investigar el misterio de la doble muerte. Al margen de su estupendo valor literario. siempre me preocupó el cuento por la inclusión de mi nombre en él. Al principio, pensé que se trataba de una broma amistosa, luego pensé que Borges había usado mi nombre porque sabía que yo había nacido en Cerro Largo y necesitaba, por razones de verosimilitud, un nombre de aquellos pagos. Después pensé que era una forma de agradecer una atmósfera gauchesca que tal vez yo le trasmitía sin saberlo. En el cuento, Borges afirma que los uruguayos somos más simples y elementales que los argentinos. Tal vez, yo le confirmaba ese juicio (o prejuicio). Somos (cree él) más gauchos. Un día me puse a conjeturar sobre la fecha de 1942 en que Borges declara haber conocido a Pedro Damián. De repente recordé que tanto la biografía de Gálvez sobre Saravia como la de mi tío Pepe habían salido aquel año. Descubrí (creí descubrir) que en su cuento, Borges había usado una vez más el recurso del desplazamiento: insertar mi nombre en una pesquisa imaginaria iniciada en 1942 era aludir sin menciones los dos libros de 1942, uno de los cuales había sido escrito por un Monegal. Me quedé contento de mi deducción, como si las manos de Auguste Dupin y Jacques Lacan me hubiesen inspirado. Por un último escrúpulo erudito, y antes de revelar al mundo mi conjetura, hablé con Borges del asunto. Esta conversación es reciente y ocurrió en Nueva York a principios de octubre de 1982, en un largo intervalo matutino en que Borges descansaba de múltiples apariciones en conferencias, recitales, banquetes y otras ordalías públicas. Nos quedamos las horas charlando en el elegante departamento que había puesto la Universidad de Nueva York a su disposición, protegidos por la presencia casi invisible de María Kodama. En medio de una charla que iba y venía sin plan alguno, le pregunté a Borges si conocía las biografías de Saravia escritas por Gálvez y mi tío Pepe. Me dijo que no las había leído y que ni siquiera sabía que yo tuviera un tío Pepe. Me dijo que había conocido a mi otro tío. Cacho Monegal, poeta modernista y (dos veces) diputado del Partido blanco. Me quedé pasmado. A la sorpresa de oír que Borges había conocido personalmente a Cacho (qué intrincada la selva de relaciones del Río de la Plata), sucedió la sorpresa mayor de saber que no había leído ninguna de las biografías más conocidas de Saravia. "Y de dónde sacó la información tan precisa sobre el caudillo y sobre Masoller,'' nc tuve más remedio que preguntarle "Me lo contó mi tío Luis Melián Lafinur, que era uruguayo", fue la tersa respuesta. Creo que hay aquí una lección para todo biógrafo. Las fuentes escritas que no preocupaban tanto, por impecables que parezcan al investigador, no bastan. En la memoria del joven Borges (romo en la de mi tío Pepe cuando era niño, y hasta en la mía) la imagen de Aparicio Saravia, cargando a caballo en su poncho blanco contra las tropas del Gobierno colorado, había sido formada por la tradición oral: apenas una imagen que le trasmitió su tío Melián Lafi-nur sirvió para coagular el mito y hacerlo reaparecer, tantos años después, como centro de un relato de muerte, heroísmo y cobardías. El cuento de Borges, resume así, mejor que los otros textos, la verdad y mentira de nuestras guerras gauchas. Por encima de las epopeyas de Sarmiento y Hernández, de Gálvez y hasta de mi tío Pepe, queda la magnífica ambigüedad de su texto. El erudito tenaz que hay en mí quiere poner una footnote aquí. Tal vez la fecha de 1942 tenga para Borges una significación privada que es irrecupera ble. Tal vez sea sólo refleio del hecho que en 1942 las principales librerías de Buenos Aires mostraban en sus vidrie ras el libro de Gálvez. con la elocuente fotografía del caudillo blanco, el águila que habría de morir en Masoller atravesado por una lluvia colorada de bala* ¿Cómo probar que Borges (que en aquella época todavía veía y era asiduo visitante de las librerías de la calle Florida) no se detuvo siquiera un momento para mirar esa tapa y ese libro? Pero también: ¿cómo probar que se detuvo? Y de todos modos: ¿a qué santo querer probar algo? Basta que el relato oral de su tio Melián Lafinur haya desencadenado la serie de imágenes que culminarían en "La otra muerte," como los relatos orales, los dibujos y las pinturas de mi tío Pepe desencadenaron en mí las imágenes que ahora he traído a estas páginas |
Publicado, originalmente, en: Revista de la Universidad de México Volumen XL , Nueva Época , número 37, Mayo/1984
Revista de la Universidad de México es una publicación editada por la Universidad Nacional Autónoma de México
Link del texto: https://www.revistadelauniversidad.mx/articles/d0aba257-d490-4858-bba1-a874daa715c7/tres-versiones-de-un-mismo-heroismo
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