Onetti y la novela rioplatense
por Emir Rodríguez Monegal |
I En 1939 escribió Eladio Linacero: Lo curioso es que si alguien dijera de mí que soy "un soñador" me daría fastidio. Es absurdo. He vivido como cualquiera o más. Si hoy quiero hablar de los sueños, no es porque no tenga otra cosa que contar. Es porque se me da la gana simplemente. Y si elijo el sueño de la cabaña de troncos, no es porque tenga alguna razón especial. Hay otras aventuras más completas, más interesantes, mejor ordenadas. Pero me quedo con la cabaña porque me obligará a contar un prólogo, algo que sucedió en el mundo de los hechos reales hace unos cuantos años. También podría ser un plan de ir contando un "suceso" y un sueño.
El plan allí enunciado por Linacero fructificó no sólo en las 99 páginas de
El pozo (novela que
firmaba J. C. Onetti) sino, diez años más tarde, en una obra de mayores
proporciones: La vida breve (también de J. Carlos Onetti). En esos diez
años el arte lineal del primer memorialista maduró en la compleja
estructura de vidas y sueños que recoge en un largo relato su legítimo
descendiente, Juan María Brausen. Vale la pena examinar con este
pretexto —y con la perspectiva de los diez años— el arte de su creador,
Juan Carlos Onetti.[1]
II "—Mundo loco —dijo una vez más la mujer, como remedando, como si lo tradujese. Yo la oía a través de la pared. Imaginé su boca en movimiento frente al hálito de hielo y fermentación de la heladera o la cortina de varillas tostadas que debía estar rígida entre la tarde y el dormitorio, ensombreciendo el desorden de los muebles recién llegados. Escuché, distraído, las frases intermitentes de la mujer, sin creer en lo que decía." Con elogiable economía, Onetti enfrenta desde esas primeras líneas a los dos mundos en que va a circular el protagonista de su relato. Los dos mundos que separa la débil, facilitadora pared del departamento, nunca llegarán a confundirse. Para saltar de uno a otro será necesario que Juan María Brausen asuma un nuevo nombre; que deje de ser Brausen y empiece a ser Juan María Arce. En algún momento ambos mundos llegan a ser tangenciales pero nunca se solapan; están en distintos planos; distintas leyes los rigen y el juego del vivir no puede ser el mismo en ambos. El mundo de Juan María Brausen es el mundo de la responsabilidad y la rutina, del hastío y el sinsentido, del malentendido que llaman amor. En alguna parte resume Brausen su vida: ''Gertrudis y el trabajo inmundo y el miedo de perderlo (...); las cuentas por pagar y la seguridad inolvidable de que no hay en ninguna parte una mujer, un amigo, una casa, un libro, ni siquiera un vicio, que puedan hacerme feliz." O, un poco más tarde y con más reconocible elocuencia: "A esta edad es cuando la vida empieza a ser una sonrisa torcida. (. ..) Y se descubre que la vida está hecha, desde muchos años atrás, de malentendidos. Gertrudis, mi trabajo, mi amistad con Stein, la sensación que tengo de mí mismo, malentendidos. Fuera de esto, nada; de vez en cuando, algunas oportunidades de olvido, algunos placeres, que llegan y pasan envenenados. Tal vez todo tipo de existencia que pueda imaginarme debe llegar a transformarse en un malentendido. Tal vez, poco importa. Entretanto, soy este hombre pequeño y tímido, incambiable, casado con la única mujer que seduje o me sedujo a mí, incapaz, no ya de ser otro, sino de la misma voluntad de ser otro. El hombrecito que disgusta en la medida en que impone la lástima, hombrecito confundido en la legión de hombrecitos a los que fue prometido el reino de los cielos. Asceta, como se burla Stein, por la imposibilidad de apasionarme y no por el aceptado absurdo de una convicción eventualmente mutilada. Éste, yo en el taxímetro, inexistente, mera encarnación de la idea Juan María Brausen, símbolo bípedo de un puritanismo barato hecho de negativas —no al alcohol, no al tabaco, un no equivalente para las mujeres—, nadie, en realidad." O, también, dicho en las palabras con que el protagonista comprende —al fin— lo que había estado sabiendo durante semanas, que "yo, Juan María Brausen y mi vida no eran otra cosa que moldes vacíos, meras representaciones de un viejo significado mantenido con indolencia, de un ser arrastrado sin fe entre personas, calles y horas de la ciudad, actos de rutina." Ese mundo puede resumirse en la imagen con que Onetti golpea al lector desde el comienzo, al empezar a comunicar Brausen su obsesión: el pecho recién cortado de su mujer. Las imágenes se acumulan, incesantes, crueles: "... pensé en la tarea de mirar sin disgusto la nueva cicatriz que iba a tener Gertrudis en el pecho, redonda y complicada, con nervaduras de un rojo o un rosa que el tiempo transformaría acaso en una confusión pálida, del color de la otra, delgada y sin relieve, ágil como una firma, que Gertrudis tenía en el vientre y que yo había reconocido tantas veces con la punta de la lengua"; "... pensaba en la mañana, unas diez horas atrás, cuando el médico fue cortando cuidadosamente, o de un solo tajo que no prescindía del cuidado, el pecho izquierdo de Gertrudis. Había sentido vibrar el bisturí en la mano, sentido cómo el filo pasaba de una blandura de grasa a una seca, a una ceñida dureza después"; ". . .mientras no lograra olvidar aquel pecho cortado, sin forma ahora, aplastándose sobre la mesa de operaciones como una medusa, ofreciéndose como una copa. No era posible olvidarlo, aunque me empeñara en repetirme que había jugado a mamar de él, de aquello"; "... Ablación de mama. Una cicatriz puede ser imaginada como un corte irregular practicado en una copa de goma, de paredes gruesas, que contenga una materia inmóvil, sonrosada, con burbujas en la superficie, y que dé la impresión de ser líquida si hacemos oscilar la lámpara que la ilumina. También puede pensarse cómo será quince días, un mes después de la intervención, con una sombra de piel que se le estira encima, traslúcida, tan delgada que nadie se atrevería a detener mucho tiempo sus ojos en ella. Más adelante las arrugas comienzan a insinuarse, se forman y se alteran; ahora sí es posible mirar la cicatriz a escondidas, sorprenderla desnuda alguna noche y pronosticar cuál rugosidad, cuáles dibujos, qué tonos sonrosados y blancos prevalecerán y se harán definitivos. Además, algún día Gertrudis volvería a reírse sin motivo bajo el aire de primavera o de verano del balcón y me miraría con los ojos brillantes, con fijeza, un momento. Escondería en seguida los ojos, dejaría una sonrisa junto con un trazo retador en los extremos de la boca. Habría llegado entonces el momento de mi mano derecha, la hora de la farsa de apretar en el aire, exactamente, una forma y una resistencia que no estaban y que no habían sido olvidadas aún por mis dedos. Mi palma tendrá miedo de ahuecarse exageradamente, mis yemas tendrán que rozar la superficie áspera o resbaladiza, desconocida y sin promesa de intimidad de la cicatriz redonda[2]." La brutalidad de estas descripciones deja más al desnudo la sensibilidad herida del personaje. A través de ella busca el autor alcanzar la sensibilidad del lector, dejar siempre abierta la llaga. Esa primera imagen es definitiva. Todo el resto de la novela sólo puede agregar circunstancias, nombres, anécdotas. Si el lector ha asimilado el castigo, bastaría esa única imagen para poder deducir —en angustia, en pasión— todo el resto. Pero Onetti es un verdugo metódico y proyecta sus vicisitudes (para usar sus palabras) con precisión y frialdad. Nada queda omitido. Y pieza tras pieza, en lúcido, ordenado puzzle, se desarrolla ante el lector la historia de Juan María Brausen: su fracaso amoroso, la pérdida del empleo, la separación de Gertrudis, un nuevo fracaso al intentar (en qué términos tan equívocos) el rescate de la juventud vivida en Montevideo[3]. Mientras la existencia de Brausen se empobrece y adelgaza hasta llegar a las heces, la fascinación del mundo del otro lado de la pared, se ejerce con creciente energía. En un primer momento parece obvio su significado: es un escape, una huida de la realidad. Pero es también realidad e impone sus reglas. Un día Brausen aprovecha una ausencia de su vecina, la Queca, y visita el apartamento vacío. "Empecé a moverme sobre el piso encerado (escribe), sin ruido ni inquietud, sintiendo el contacto con una pequeña alegría a cada paso lento. Calmándome y excitándome cada vez que mis pies tocaban el suelo, creyendo avanzar en el clima de una vida breve en la que el tiempo no podía bastar para comprometerme, arrepentirme o envejecer." Desde ese momento, Brausen empieza a concebir el desquite. No en su propia existencia ratonil, sino en el mundo de al lado. Al ingresar allí es como si los valores morales (sus valores en los que ya no cree) cambiaran de signo, aceleraran su metamorfosis: él, hombre de una sola mujer podrá convertirse en el amante de una prostituta, en macró; él, temeroso de hacer sentir a su mujer la imparidad de sus pechos, descubrirá el placer de golpear a una mujer, de brutalizar y brutalizarse; él, aceptando como un capricho ("de primavera", se dice) la idea de matar a Gertrudis, arderá en deseos de vengar con el asesinato premeditado de la Queca "todos los agravios que me era posible recordar". Una fuerte escena marca el acceso al mundo de al lado. En su primera tentativa de entrar en contacto con la Queca, Brausen (vacilante, improvisando) es echado a patadas por uno de sus amantes, Ernesto. Mientras se levanta y se limpia la ropa maculada, Brausen comprende que ha sido aceptado, que ahora empieza a ser también Juan María Arce. La violencia parece ser la regla de este otro juego. Pero no es su tónica. Poco a poco, Arce descubre el verdadero sentido de este mundo, eufóricamente anticipado en la visita al apartamento vacío. En un segundo intento de aproximación (esta vez sin el torvo Ernesto) Arce consigue a la Queca; puede contemplarse vivir: "Ahora yo también estoy dentro del escándalo, dejando caer ceniza de tabaco por todas partes, aunque no fume: usando copas, moviéndome con ardor entre los muebles y objetos que empujo, arrastro, cambio de lugar; inmóvil, cumplo mi tímida iniciación, ayudo a construir la fisonomía del desorden, borro mis huellas a cada paso, descubro que cada minuto salta, brilla y desaparece como una moneda recién acuñada, comprendo que ella me estuvo diciendo, a través de la pared, que es posible vivir sin memoria ni previsión." Con la Queca la rutina del sexo se convierte en otra cosa: "Si la olvido (piensa mientras la mira caminar por la pieza), podría desearla, obligarla a quedarse y contagiarme su silenciosa alegría. Aplastar mi cuerpo contra el suyo, saltar después de la cama para sentirme y mirarme desnudo, armonioso y brillante como una estatua, efebo por la juventud trasmitida a través de epidermis y de mucosas, desbordante de mi vigor de tercera mano." De estas experiencias un nuevo hombre (no sólo un nuevo nombre) emerge. Cuando acepta irse a Montevideo con la Queca, en viaje financiado por un viejo amante de ella, la nueva etapa de la degradación le permite mirarse desde la altura de Brausen y sentirse "irresponsable de lo que él (Arce) pensara o hiciera"; se ve "descender con lentitud hasta un total cinismo, hasta un fondo invencible de vileza del que (Arce) estaría obligado a levantarse para actuar por mí." Una nueva verdad suplanta los valores destruidos por Brausen. Tendido en la cama de la prostituta (en la que se complace en "descubrir antiguas presencias mezcladas, contradictorias") y mientras se distrae pensando en su pasado como si fuera ajeno, "algunos anticipos de Arce y de la verdad iban cayendo sobre mi pereza: supe que no es el resto, sino todo lo que se da por añadidura; que lo que lograra obtener por mi esfuerzo nacería muerto y hediendo; que una forma cualquiera de Dios es indispensable a los hombres de buena voluntad, que basta ser despiadadamente leal con uno mismo para que la vida vaya encajando, en momento vportuno, los hechos oportunos. Libre de la ansiedad, renunciando a toda búsqueda, abandonado a mí mismo y al azar, iba preservando de un indefinido envilecimiento al Brausen de toda la vida, lo dejaba concluir para salvarlo, me disolvía para permitir el nacimiento de Arce. Sudando en ambas camas, me despedía del hombre prudente, responsable, empeñado en construirse un rostro por medio de las limitaciones que le arrimaban los demás, los que lo habían precedido, los que aún no estaban, él mismo. Me despedía del Brausen que recibió en una solitaria casa de Pocitos, Montevideo, junto con la visión y la dádiva del cuerpo desnudo de Gertrudis, el mandato absurdo de hacerse cargo de su dicha." Para poder ingresar totalmente a ese mundo de verdad (ese mundo de Arce), el personaje necesita purificarse matando a la Queca; bastarían entonces pocos minutos para aliviarse de todo lo que puede ser dicho a una persona, "para quedarme vacío de todo lo que había tenido que tragarme desde la adolescencia, de todas las palabras ahogadas por pereza, por falta de fe, por el sentimiento de la inutilidad de hablar." Cuando llega al apartamento a matar a la Queca, descubre que ésta acaba de ser asesinada por Ernesto. "Sentí que despertaba (comenta luego) —no de este sueño, sino de otro incomparablemente más largo, otro que incluía a éste y en el que yo había soñado que soñaba este sueño." Brausen (es claro) no deja nunca de ser Brausen. Ni aún cuando se libera de compromisos (el empleo, Gertrudis, la amistad); ni aún cuando entierra, con Raquel, la nostalgia de la juventud en Montevideo; ni aún cuando vive, tantos meses, en Arce. Rechaza, es cierto, las reglas del juego en que vivía, cambia de mundo, pero subsiste profundamente como Brausen. La reacción frente al asesinato de la Queca lo demuestra. Ante la realidad brutal (no imaginaria) del crimen, Arce se desvanece —el nuevo juego (su juego) exigía que matara a Ernesto— y es un renovado Brausen el que protege al asesino, el que intenta salvarlo creándole una vida nueva. (Quizá ya Brausen sienta que Ernesto ha matado por él, aunque sólo más tarde llegue a formulárselo tan claramente, llegue a sentirse solidario y a escribir: "No es más que una parte mía; él y todos los demás han perdido su individualidad, son partes mías.") En su desesperada intentona de evasión, ambos llegan a Santa María y acaban por ser detenidos, lo que de golpe entrega a Brausen la libertad, la verdadera: "Esto era lo que yo buscaba desde el principio (se dice), desde la muerte del hombre que vivió cinco años con Gertrudis; ser libre, ser irresponsable ante los demás, conquistarme sin esfuerzo en una verdadera soledad." Entre tanto, su huida también lo ha llevado a interpolarse en un tercer mundo, del que no he hablado todavía pero que es antiguo como la novela. III Antes de que Juan María Brausen supiese que era posible incorporarse al mundo de la Queca —que corría vertiginoso del otro lado de la pared—, la necesidad de evadirse del mundo propio le había forzado a la creación de un mundo imaginario. Un médico cuarentón en Santa María, ciudad provinciana junto al río, constituía la primera imagen. Poco a poco, y mientras Brausen se esconde y emerge gradualmente en Arce, la historia de Díaz Grey se va formando como otra vía de escape. El mundo en que Díaz Grey vive es una transparente estilización de la realidad que oprime a Brausen: la sordidez está objetivada en la profesión ("Los ojos... hartos hasta el fin de la vida de observar entrepiernas, pliegues, combas, blanduras, lugares comunes y anormalidades... La cara colgante inclinada sobre adelantos y retrasos, el olor de la carne fresca y cocida que se alza desprendiéndose del perfume de las sales de baño o del de la colonia distribuida previamente con un solo dedo. Abrumado a veces por la involuntaria tarea de analizar el claroscuro, las formas y los detalles barrocos de lo que miraba y tratar de representarse lo que aquello había significado o podría significar para un hombre cualquiera, enamorado"); la tentación de la hembra, es Elena Sala ("La vi avanzar en el consultorio, seria, haciendo oscilar, apenas, un medallón con una fotografía, entre los dos pechos, demasiado pequeños para su corpulencia y la vieja seguridad que reflejaba su cara"); la consumación del rabioso deseo se alcanza en la posesión de esa misma Elena (que se entrega porque sabe que luego va a suicidarse); la pureza adolescente llega en una aventura imposible con una Elena Sala imaginaria, y que Díaz Grey se cuenta para poder seguir viviendo (como Brausen se cuenta la de Díaz Grey, como vive la de Arce); la huida y persecución está en la sucia aventura final con el marido y un amante de Elena Sala, aventura en la que Díaz Grey participa por saber que descenderá la paz en medio del desastre, que la joven violinista con la que al fin se queda es la Elena Sala imposible y ya muerta. Hasta en los menores detalles este mundo de Díaz Grey es tributario del de Brausen. No sólo porque el protagonista es el mismo Brausen y Elena Sala es una renovada Gertrudis; lo es, sobre todo, porque el dueño del hotel junto a la playa es el mismo viejo Macleod que había echado a Brausen de su empleo; lo es porque hay cosas de Elena Sala que sólo Brausen entiende; la prostibularia sonrisa que ofrece a Díaz Grey y que nace del mismo "ademán, el mismo breve, desesperanzado sonido, (reiterado) años atrás en zaguanes de prostíbulos, donde mi mano avanzaba lívida bajo la luz alta en el techo"; nace de su promiscuidad con la Queca, de su implacable enfoque del sexo. En esta tercera existencia de Brausen, Onetti abandona, es claro, toda pretensión de realismo. Me refiero al de las esencias. La superficie sigue siendo de sórdido, minucioso naturalismo[4]. Pero las coordenadas de tiempo y espacio, las identidades de sus personajes, son susceptibles de modificación y un retoque de la voluntad o un capricho del creador pueden alterar o petrificar la faz del mundo, sus valores. Así como Arce se disuelve al final de su aventura en Brausen —y el policía que lo detiene como encubridor de Ernesto lo identifica (ante el asombro del lector): "Usted es el otro... Entonces, usted es Brausen"—, Díaz Grey cierra la novela, conquistada ya del todo su objetividad por haberse asimilado a Brausen. El mundo real de Brausen se interpola verdaderamente en la ficción de Díaz Grey, se hace ficción, y la palabra Fin en la página 390 demuestra que, en efecto, la única verdad es la de la fábula. Se comprende recién entonces la lealtad de esta advertencia (ya citada): "Sentí que despertaba (dice el protagonista) —no de este sueño, si-no de otro incomparablemente más largo, otro que incluía a éste y en el que yo había soñado que soñaba este sueño." IV
Otra lectura parece también posible. En vez de considerar a la novela
como documento contemporáneo, testimonio sobre el mundo desvalorizado
que vivimos, el lector puede seguir a Brausen en su aventura interior.
Entonces no se trata de escapar a la realidad, vivir la vida breve, o
inventarse un cuento para llevar al cine. Se trata de crear otra
realidad, competir con la creación. Gradualmente, Brausen libera en sí
mismo las fuerzas de la imaginación. Mientras vive su gris rutina o la
más excitante de Arce, o la rectificable de Díaz Grey, Brausen explora
las provincias de la creación. Empieza por tantear este mundo compacto y
enterizo, tan ingobernable en apariencia. .Por un resquicio —descubierto
a qué costa, con qué esfuerzo— es posible interpolar en él una ventana
sobre el río, un médico asomado a ella. Brausen se confiesa: "Estaba un
poco enloquecido, ... sintiendo mi necesidad creciente de imaginar y
acercarme a un borroso médico de cuarenta años, habitante lacónico y
desesperanzado de una pequeña ciudad colocada entre un río y una
colonia de labradores suizos. Santa María, porque yo había sido feliz
allí, años antes, durante veinticuatro horas y sin motivo." Otro
resquicio para la creación pueden ser los pechos de una mujer
("demasiado pequeños para su corpulencia y la vieja seguridad que
reflejaba su cara") entre los que se balancea un medallón con un
retrato. Bastan esas fisuras para que un nuevo mundo sea posible,
empiece a existir. Cada vez que Brausen piensa a Díaz Grey lo va creando. Esa repetición insomne, ese obstinado rigor en el deseo, va haciendo viable a Díaz Grey; lo hace salir de la costilla de este Adán. En sus primeras tentativas de vida la creatura está demasiado adherida a Brausen, y su mundo sólo logra trasponer —en cifra melodramática y concisa— la dolorosa rutina. Pero la renovada invención permite que se acentúen los rasgos y se empiece a advertir que en Díaz Grey se realiza el milagro del desquite de esta vida primera. La originalidad e independencia de lo creado empieza luego a hacerse evidente. En el capítulo XIII, emerge un tercer agonista, el marido de Elena Sala, ente totalmente de ficción, aunque engendrado por la pasada desdicha y los vientres de Gertrudis y la Queca (como el mismo Brausen se dice). Con el ingreso de este personaje el relato adquiere por vez primera realidad objetiva; nada en el largo capítulo traiciona la existencia de un creador que mueve los hilos; los muñecos actúan como si fueran mortales. (Apenas algún juego del omnisciente e invisible relator, en que se salta el tiempo entre un apretón de manos de despedida y el mismo apretón de saludo, traiciona una impaciencia técnica, al paso que denuncia una conciencia que vigila.) Puede creerse entonces que Díaz Grey ha logrado su plenitud de cosa creada, su eternidad en el papel. El proceso empieza entonces a revertirse: la creatura empieza a inventar a su creador. O mejor, a presentirlo. Brausen cuenta: "Abandonado en el aire libre al cansancio, al frío, a las olas de sueños que a veces lo arrastraban para devolverlo en seguida, (Díaz Grey) contemplaba la mancha negra del pequeño fondeadero, trataba de distraerse evocando las formas y los colores de las pequeñas embarcaciones, llegaba a intuir mi existencia, a murmurar "Brausen mío" con fastidio." La invención de un creador acentúa, paradójicamente, la condición de ente real que no tiene (que no puede tener) Díaz Grey. Otra operación que emprende luego confirma el engaño, aumenta la confianza de sus movimientos. Díaz Grey (¿por qué no?) se improvisa un pasado. Para escapar al chantaje de Elena Sala —que se ofrece pero con asco, profesionalmente— el médico la recrea en la imaginación. Parece ridículo o meramente patético*. Sacado de la nada, inventado por la urgencia de otro a los 40 años, pequeño y rubio, contra una ventana sobre el río, cómo atreverse a tener un pasado en un taxi con una muchacha recién poseída, que es también la imposible Elena. Díaz Grey lo hace y asegura —demuestra— así su realidad. La posesión "real" de Elena Sala, antes del suicidio, no mata más que la comezón de la carne. El deseo ("hijo del cuerpo, pero éste ya no bastaba para aplacarlo") sólo podrá ser satisfecho cuando encuentre a la muchacha violinista y huya con ella hacia el triunfo total sobre el desastre, cuando, igual que Brausen, cercado por la policía, alcance la paz sobre las serpentinas muertas del alba —como ha dicho Borges. Y es entonces (terminada ya la novela en la descripción objetiva de esa fuga y esa victoria) cuando el lector comprende que la verdad es que Díaz Grey acaba inventando a su Brausen, acaba siendo más Brausen que el otro. Porque cuando Brausen, que ha enterrado dentro de sí a Arce, huye con Ernesto hacia la imaginada Santa María descubre allí la realidad de su creación; descubre la vida del pueblo y los seres por él inventados; descubre, también, que la aventura de Díaz Grey ocurrió allí mismo pero en otro tiempo, hace ya muchos años; que esa aventura lo ha anticipado, que fué. Y en vez de interpolar su ficción (Díaz Grey, inventado por él) en la actualidad de la policía que acecha y de Ernesto que golpea a un hombre para escaparse, acaba rindiéndose a la ficción, entregándose a ella, libre e irresponsable. Vale decir: acaba por renunciar y aceptar también su condición de ente ficticio, de creatura creada por otro: Díaz Grey u Onetti[5]. V ¿Qué concluir de este laborioso análisis? A primera vista, Onetti no ha sabido resistir a la mediocre tentación de ilustrar —en gran escala— una de las máximas de Pero Grullo: El novelista es el Dios de sus creaturas. (Para demostrar su auto-satisfacción, podría insinuarse, no ha vacilado en introducir su auto-retrato en el cuadro, como si fuera un Veronese cualquiera Pero esta explicación, que no deja de tener sus atractivos, es lamentablemente falsa. Como Proust en A la recherche du temps perdu, como Gide en Les faux-monnayeurs, como Huxley en la novela en que parodia a éste último (Point Counter Point), Onetti ha querido explorar la creación literaria desde dos planos simultáneos e inseparables: el teórico y el práctico. Su novela analiza la creación mientras crea. No sólo obtiene por este simple recurso una mayor vitalidad; también logra despojar a un tema ilustre de todo intelectualismo y vacía especulación al asediarlo con rabia y pasión. Además (y esto solo ya sería mucho), con tal procedimiento consigue dar un contenido profundo al mensaje evidente de la obra. No sólo es cierto que la liberación de la rutina y de la desvalorización del alma sólo llega cuando nos enfrentamos con la verdad de nosotros mismos, nos despojamos de inhibiciones y compromisos, aventamos malentendidos (Brausen al despertar del sueño, después de haberse purificado en Arce); la liberación puede llegarnos por la creación, por las fuerzas que libera el creador al rehacer el mundo, al descubrir con asombro su poder y la riqueza de la vida. Por eso el protagonista consigue develar —en uno de sus numerosos ensoñares— la verdadera ambición de este artista y de esta obra, el último mensaje. Dice así: "A veces escribía y otras imaginaba las aventuras de Díaz Grey, aproximado a Santa María por el follaje de la plaza y los techos de las construcciones junto al río, extrañado de la creciente tendencia del médico a revolcarse una y otra vez en el mismo suceso, a la necesidad —que me contagiaba— de suprimir palabras y situaciones, de obtener un solo momento que lo expresara todo: a Díaz Grey y a mí. al mundo entero, en consecuencia." VI La doble o triple lectura arriba propuesta no excluye otra que parece lícito examinar también. Proyectada sobre el cuadro de la ficción rioplatense de los últimos años, esta novela (y la obra entera de Juan Carlos Onetti que le sirve de antecedente) adquiere un significado peculiar. Ante todo, parece fácil clasificar a Onetti como un novelista de la ciudad y un novelista del realismo, oponiéndolo a un Güiraldes, a un Benito Lynch, a un Amorim (en su primera época), a un Espínola, y emparejándolo a un Manuel Gálvez (en su período pre-histórico), a un Roberto Arlt, a un Amorim (segunda época), a un Eduardo Mallea, a un Felisberto Hernández (antes del onirismo), a un Leopoldo Marechal en su único intento totalitario (Adán Buenosayres). Un examen comparado de sus respectivas obras lo deja a Onetti solo. Y no porque no sea posible esgrimir reparos a sus creaciones. Cualquiera advierte la sospechosa monotonía de sus personajes, la unilateralidad en el método descriptivo, el (a veces excesivo) simbolismo de sus acciones y caracteres, el desarrollo deliberadamente barroco que entorpece la lectura, los rasgos aislados de mal gusto. Pero ninguno de los nombrados en su categoría (ciudadana y realista) alcanza la violencia y lucidez de sus testimonios, la calidad segura de su arte que sabe superar el realismo superficial y se mueve con pasión entre símbolos. No es casual la mención en las páginas precedentes de algunos nombres (Céline o Sartre, Dos Passos o Faulkner) que constituyen los mejores representantes de una literatura que sin dejar de ser arte es también testimonio y agonía. Onetti supo ver y denunciar en la superficie falsa y vacía del mundo rioplatense lo que esa superficie encerraba; supo encontrar las imágenes que en un solo momento lo expresaran todo. En este sentido, Tierra de nadie ha hecho por Buenos Aires lo que Manhattan Transfer por Nueva York[7]. La aproximación no es caprichosa. Parte de la técnica de Dos Passos —luego aprovechada por Orson Welles para filmar su Citizen Kane y por Sartre para Les chemins de la liberté— ha servido de clara inspiración a Onetti. Pero la modalidad técnica no constituye el valor principal de su novela, agria e imperfecta en este sentido. Su importancia esencial consiste en la ardida descripción de un mundo sin valores, poblado de indiferentes morales, de espaldas a su destino; un mundo en que el arte o el sexo, la política o el intelecto, se ejercen en el vacío, como formas desprovistas de contenido y sin sangre. (El pozo fue el borrador montevideano de este universo total[8]) Que Onetti no sólo supo ver la superficie sino que caló hasta el fondo lo demuestra mejor ahora que nunca esa fantasía de una ciudad sitiada que se tituló Para esta noche. La imaginaria ciudad, gobernada por la delación, el terror y la brutalidad, fue en 1943 el anticipo de un Buenos Aires actual, menos melodramático pero no menos irrespirable. Y lo que entonces pareció un ejercicio en imaginación, escrito (según confesaba el autor) "por la necesidad satisfecha en forma mezquina y no comprometedora— de participar en dolores, angustias y heroísmos ajenos", y capaz por lo tanto de ser emparentado con la amanerada reconstrucción del asesinato de García Lorca en Fiesta en Noviembre de Mallea, se convirtió en duro, en apasionado testimonio del futuro. La vida breve cierra en cierto sentido ese ciclo documental abierto hace diez años por El pozo.
Pero abre nuevas perspectivas. Sobre todo, porque excava en la misma
realidad un territorio fantástico no menos sugestivo que el real; además
porque desde el punto de vista del realismo documental significa el
cierre de una etapa. La generación perdida que empezó a examinarse en El
pozo, de la que Tierra de nadie levantó el despiadado censo, la que
anticipó en pesadilla su destrucción en Para esta noche, encuentra su
definitiva metáfora, su cabal resumen, en La vida breve. Pero ya no es
más. Las fuerzas imaginarias de Para esta noche están operando hace más
de un lustro sobre la realidad y el mundo de aquella generación
pertenece ya al pasado. Quizá sea hora para el novelista de inaugurar la
verídica pintura de este nuevo universo. Notas: [1] Cuatro novelas componen la obra visible de este narrador uruguayo (n. en 1909): El pozo (Montevideo, Ediciones Signo, 1939, 99 pp.) ; Tierra de nadie (Buenos Aires, Editorial Losada, 1941, 253 pp.); Para esta noche (Buenos Aires, Editorial Poseidón, 1943, 211 pp.); La vida breve (Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1950, 389 pp.). Algunas otras novelas yacen sumergidas; sus fragmentos pueden rastrearse en las páginas literarias de Marcha (Tiempo de abrazar, por ejemplo, o Nueve de Julio). Onetti ha publicado también algunos cuentos; el más memorable (Sueño realizado, 1941) da título a la selección que NÚMERO publicará próximamente. [2] Sólo en Louis Ferdinand Céline (especialmente en Voyage au hout de la nuit, 1932) suele encontrarse tamaña provocación a la sensibilidad del lector. El mismo Onetti en sus anteriores novelas no había dado con nada tan cruelmente eficaz; tampoco Jean-Paul Sartre, de quien Onetti es coetáneo y con quien presenta tantos curiosos puntos de contacto. (En efecto, La Nausée y Le mur son de 193S; El pozo, del 39. No es seguro que Onetti haya conocido antes de 1945 estas primeras obras de Sartre; y sin embargo su corta novela está en la misma tradición de literatura negra. El parentesco parece más fácil de trazar por la vía de una común admiración por Céline —La Nausée tiene un epígrafe suyo— y por la escuela de novelistas norteamericanos en que descuellan Dos Passos y Faulkner.)
[3] Uno de los temas constantes de Onetti es el de la frescura
adolescente de la mujer y su degradación en el sexo, en el embarazo, en
la prostitución. Con curiosas variantes el tema puede verse en la
historia verdadera de Cecilia Huerta o en la aventura con Ana María (El
pozo); en el abandono de Nené por Aránzuru y en la violación de Nora por
Larsen (Tierra de nadie); en la equívoca huida de Ossorio con la hija de
Barcala (Para esta noche). En La vida breve la aventura con Eaquel
simboliza esto y algo más; también representa el intento (frustrado) de
recuperar un tiempo abolido, de redescubrir la juventud en Montevideo.
Con ejemplar dureza, Onetti hace volver a Eaquel ante Brausen —deformada
ya por el embarazo— para ensuciarlo con su vana piedad.
(Incidentalmente, la aventura con Eaquel está contada a lo largo de la
novela con técnica fragmentaria estudiada —quizá— en el Faulkner de
Light in August: en el cap. VI Brausen comenta con Julio Stein —en
conversación saturada de sobreentendidos— la aventura; en el IX cuenta
una entrevista con Eaquel, que ocurre algo después de consumado el
encuentro, y de la que no es posible sacar mucho en limpio; en el XIV
aparece recién el relato minucioso de la misma.) [5] Con su habitual concisión había anticipado Jorge Luis Borges este mismo tema en un cuento fantástico (Las ruinas circulares) recogido en El jardín de senderos que se bifurcan, 1941. Quizá fuera instructivo —apoyándose en ésta y otras pistas— emprender un estudio de la influencia heterodoxa de J. L. B. sobre el arte de Onetti. [6] Ese creador (que en algún pasaje de la novela es Brausen-Dios para Díaz Grey) es Dios mismo para Brausen-Arce-Díaz Grey. Y está también dentro de la obra. En la página 247 hace su única aparición total. Casualmente, Brausen habla allí de un hombre con el que compartía la oficina: "...se llamaba Onetti, no sonreía, usaba anteojos, dejaba adivinar que sólo podía ser simpático a mujeres fantasiosas o amigos íntimos. (...) No hubo preguntas, ningún síntoma del deseo de intimar; Onetti me saludaba con monosílabos a los que infundía una imprecisa vibración de cariño, una burla impersonal. Me saludaba a las diez, pedía un café a las once, atendía visitas y el teléfono, revisaba papeles, fumaba sin ansiedad, conversaba con una voz grave, invariable y perezosa." Para evitar equívocos (¿o para alimentarlos?), Onetti ha cuidado que su Brausen no se le parezca físicamente: es pequeño de cuerpo (como Díaz Grey) ; usa bigote; no es miope. Algo ha quedado, sin embargo: la grave actitud que Julio Stein le reprocha, confirmada por el mismo al aludir a "esa cabeza de caballo triste." Del parecido moral (o de su ausencia) se ocuparán investigadores futuros.
[7]
En un artículo sobre Vicisitudes de la novela (en
Realidad, Año III,
Vol. V, N° 13, Buenos Aires, enero-febrero 1949) Carmen Gándara intenta
una aproximación técnica entre Tierra de nadie y una novela francesa de
redacción posterior, L'étranger de Albert Camus (1942). El parecido
parece errático y lejano. Quizá la Sra. Gándara haya querido decir que
ambos derivan de Céline (la corriente del roman noir) y de la novela
norteamericana. |
Encuentros con las letras - Juan
Carlos Onetti - 27 may 1977 |
Los debates de Cultural.es - 27 abr
2010 |
La Casa
América se reencuentra con Onetti 20 años después 24 sep 2014 |
Emir Rodríguez Monegal - Cambridge, abril de 1951
"Número" Año 3 Nº 13/14
Montevideo Marzo - Junio 1951
Juan Carlos Onetti en Letras Uruguay
Texto recopilado, digitalizado y editado por mi, Carlos Echinope, editor de Letras Uruguay. Al día de la fecha, 16 de enero de 2016, este texto no se encontraba editado en ninguna web. Se agregan tres videos de RTVE para complementar el trabajo de este brillante intelectual uruguayo, Emir Rodríguez Monegal, no valorado como corresponde.
Editado por el editor de Letras Uruguay
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