Los jinetes de la "frontera ancha"

"Mañanearé: quiero ganarle al alba.
Te hablaré de caballos, y de estancias;
De una nostalgia que me está asediando;
De un tiempo de trabajos, y de vacancias."

Juan Cunha

En el ya lejano año de 1878 fueron inaugurados los Corrales de Abasto en la Barra de Santa Lucía, hoy pueblo Santiago Vázquez; todo ese entorno que hace parte en la actualidad de una de las zonas del Montevideo rural con más definido perfil, hervía con ganaderos, troperos, arrieros, jinetes, peones, pulperos, lavanderas… y la presencia determinante de las miles de reses que llegaban al lugar. Aún no existía el magnífico puente que sería inaugurado en 1925, casualmente, el mismo año en que se realizaba la primera Semana Criolla del Prado. Para ese entonces, todas las actividades llevadas a cabo en el Abasto de Santa Lucía, paulatinamente se habían ido desplazando a la zona de La Tablada, hasta que en el año veintinueve se eliminaron por completo los Corrales de la Barra, quedando sus muros y mangas de piedra y palo a pique como mudos testigos de un tiempo de bonanza, alimentando en silencio las fantasías de los niños y los sueños de las parejas que pasearían por el parque “Segunda República Española”.

Geográficamente, La Tablada Nacional, que fue durante décadas un hormigueo constante de gentes y animales, seguía haciendo parte de un radio cuyos ejes eran la llamada Ruta 1 vieja y el legendario Camino de las Tropas. Pero lo cierto es, que en toda una vasta región que abarcaba las zonas limítrofes de Montevideo –con San José y Canelones–, y buena parte de los mencionados departamentos, se podía aplicar aquello de que “todos los caminos conducen a La Tablada”.

 

Cuando a iniciativa de la entonces Comisión Municipal de Fiestas, dependiente de la comuna capitalina, se lleva a cabo la primera Semana Criolla, la mayoría de los jinetes que se arrimaron al entonces ya famoso y atractivo parque citadino, eran de la propia capital. En medio de vítores y aplausos, que además coronaban el éxito del emprendimiento que sería con el correr de los años uno de los mayores eventos tradicionalistas del continente, un paisanito salió en andas por las tranqueras del predio de la Rural. Se llamaba Medardo Sosa y fue el ganador de lo que por entonces se llamaba “Concurso de Doma”. Dos años más tarde, en 1927, volvió a obtener el primer premio. Hijo y nieto de troperos, Medardo arreaba ganado en la zona de la tablada, pero además, a diario, todo lo hacía a caballo. Él era parte del “país de los jinetes”, que se extendía en el departamento de Montevideo, “del Pantanoso pa’ fuera”; era la vida que bullía alrededor de La Tablada con su centro neurálgico en el viejo hotel encaramado en una loma de la cuchilla, en la encrucijada de los caminos Melilla y De las Tropas. De allí en más, cuajaba aquel microcosmos de pulperías, tiendas de ocasión, talabarterías, herreros, fondas de comida al paso con catre incluido…

Medardo Sosa era uno más de los tantos que poblaban aquel paisaje, desde el antiguo Camino Seré –hoy de La Redención–, hasta el no menos antiguo Camino al Progreso; desde el Santa Lucía hasta el Camino de las Tropas, “cortando” por la Zanja Reyuna. De alguna manera, estos eran también los “jinetes reyunos”; tan cerca y tan lejos de la capital. Debemos tener en cuenta que ya en 1817 el Rincón del Cerro era el depósito del ganado vacuno y caballar de los portugueses. Muchas décadas más tarde, durante los años cuarenta del siglo pasado, en pleno auge del ferrocarril, que ya había “cumplido su misión”, y después de languidecer entre la indiferencia de “como el Uruguay no hay” y el éxito económico coyuntural derivado de la Segunda Guerra Mundial, los jinetes montevideanos eran ya una especie casi extinguida.

 

¿De dónde vienen los jinetes de ahora? Sin lugar a dudas, el tacuaremboense Danilo Jesús González logró convertirse en las últimas temporadas, hasta su retiro el año pasado, en una de las estrellas rutilantes de la Criolla del Prado, encontrándose entre los mejores jinetes que han pasado históricamente por este ruedo, habiendo obtenido además, uno de los mejores registros en cuanto a triunfos se refiere. Aunque Tacuarembó no posee hoy, límites con Brasil –digamos límites “reales” o tangibles–, no deja de formar parte de “la frontera ancha” que separa y une a la vez, la patria oriental y la patria “gaúcha”. El propio Derby Arbiza, campeón de la Criolla 2003, es oriundo de Rivera, y en ocasiones, algunos jinetes –triunfadores también–, que figuran representando a determinado departamento son nacidos en pagos fronterizos. En pleno siglo XXI, la rueda de la historia da otro giro antojadizo y nos ubica frente a estos descendientes de aquella pléyade de bravos y diestros jinetes que poblaron nuestra frontera; que no es ocioso reiterar, no se parece a las fronteras habituales: esa rayita finita que pasa por los mapas, ese río, aquél arroyo, estos marcos… Esta realidad ha marcado a fuego nuestra identidad, lo viene haciendo hace más de doscientos años; como se dijo alguna vez, no sin cierta dosis de exageración, “somos hijos del tratado de Tordesillas”.

En un estudio que realizáramos en 2003, pudimos constatar que ese año compitieron en el Prado noventa jinetes provenientes de quince departamentos. Montevideo, Artigas, Flores, y llamativamente Canelones, no tenían representantes. Los departamentos que más jinetes aportaron a la Criolla del Prado en esa oportunidad, fueron Soriano y Florida, 10 cada uno; Maldonado, 9; Cerro Largo, 8; Tacuarembó y Treinta y Tres, 6 cada uno; Lavalleja, 5; Rocha y Durazno, 4 cada uno; Rivera y Paysandú, 3 cada uno; Salto, San José y Río Negro, 2 cada uno; Colonia 1. Desde Argentina llegaron 11 jinetes: 4 de Santa Fe; 3 de Córdoba; 2 de Buenos Aires y 2 de Entre Ríos. Brasil por su parte, en 2003 aportó 4 jinetes, todos ellos del estado de Rio Grande do Sul, aunque uno de ellos competía representando a la provincia argentina de Córdoba, en donde se haya radicado.

Fue Federico Engels quien escribió que “la tradición merodea como un duende en la cabeza de los hombres”. Uruguay entonces es una “tierra encantada”. Nuestra frontera ha sido desde lejanas épocas de la colonia, aquella inmensa tierra de nadie que separaba las posesiones sudamericanas de España, de las de Portugal.

Los caballos se multiplicaban más rápidamente en esa ancha faja de pasturas. Los indígenas

–charrúas, tapes, arachanes, algunos guaraníes y tribus dispersas de minuanes–, aprendieron a montar a caballo, para lo que debieron primero, hacerse expertos en domarlos; “para cazar a aquel ganado cimarrón ‘terco y bravío’”, al decir de Jhon Chasteen en su libro “Héroes a caballo”.

 

Alrededor del año 1825, el paisaje de la frontera consistía en una estancia tras otra; para dos generaciones de “gaúchos” riograndenses fronterizos, la dominación española al sur del Brasil se convirtió en una tierra de oportunidades, como lo señala Fernando Assuncao –en su obra “El gaucho, su espacio y su tiempo”–; después de 1817, la impronta de la Cisplatina perduró bastante más que el tiempo de anexión de la Banda Oriental a la corona portuguesa primero y al Imperio brasileño después. En esta “frontera ancha” –tanto para un lado como para el otro–, las guerras se hacían a caballo; las revoluciones eran a caballo. Hasta 1904 el caballo era decisivo para la supervivencia de cualquier levantamiento en la zona de la frontera insurgente, pero la vida en tiempos de paz tampoco se concebía sin el caballo. Arrear, juntar, trasladar el ganado; llevarlo hasta cientos de kilómetros a los mataderos, y, hasta para abrir la tranquera de la estancia se iba de a caballo. Las futuras esposas eran robadas a caballo. Usualmente, la principal ocupación de los hombres en la estancia era trabajar con el ganado, labor peligrosa, ya que las reses eran mucho más ágiles y bravías que ahora. El trabajo asimismo, era motivo de distracción para la mayoría de los hombres, quienes competían entre sí en despliegues de audacia y destreza.

 

Fuera de los períodos de gran actividad, los trabajos de la estancia dejaban a los hombres mucho tiempo libre para fumar cigarrillos de tabaco negro liados con chala de maíz, cebar eternos amargos o tomar caña –de la buena y de la otra–, en alguna pulpería, mientras hablaban interminablemente de caballos.

 

El hoy y el ayer: Más del treinta por ciento de los jinetes orientales que participaron de los concursos de jineteadas en la Criolla del Prado 2003, provenían de la “frontera ancha”. Ocho de los pagos de Cerro Largo, 6 de Tacuarembó y 6 de Treinta y Tres, 4 de Rocha y 3 de Rivera. Todos ellos excelentes y experimentados jinetes. “Será porque estamos cerca de la frontera…”, nos decía con humildad y en baja voz, José Omar Alpuy, paisano del paraje de Paso Hondo, en Tacuarembó. Si al grupo citado sumamos los tres brasileños que son parte de la misma frontera, el porcentaje aumenta.

 

Muchas cosas han cambiado en ochenta años, desde Medardo Sosa al salteño Juan Jerez, consagrado como Mejor Jinete del Prado, el año pasado; y de alguna manera parece que estuviésemos retornando a las fuentes, porque estos hombres que son jinetes de profesión algunos, domadores de estancia otros, peones rurales los más, no hacen otra cosa que conjugar inconscientemente las claves de una identidad que está mucho más allá de los libros de historia; más allá inclusive, de los resultados circunstanciales de un concurso de jineteadas. Ellos están haciendo lo que saben, lo que pueden, lo que les enseñaron o lo que aprendieron, y en la generalidad de los casos, lo que les gusta. También los hay alambradores, arreadores de ganado, tropilleros, vendedores, pintores, o desocupados la mayor parte del año… y hasta los hay que son veterinarios, como Carlos Casas; pero con un vínculo indisoluble con las cosas del terruño. No hay lugar para poses, ni en el ruedo ni en la vida, no se es jinete por un día… “cuanti menos gaucho”.

 

Por supuesto que existen muy buenos jinetes en todos los pagos de la República, pero deseábamos realizar estas puntualizaciones relacionadas con esa región específica que ha marcado a fuego la historia nuestra y nos ofrece además, la posibilidad de lanzar una mirada profunda, en lo que a la fiesta criolla propiamente se refiere, desde una óptica poco usual. El hoy y el ayer se dan la mano en el Prado montevideano, desde La Tablada hasta la “frontera ancha” –en donde los bravos paisanos hacen camino desde la alborada de la patria–, acompañados con las décimas inflamadas de los cantores repentistas, que hacen danzar a los duendes de la tradición anunciando las Criollas por venir.

Xosé de Enríquez (Del libro "80 Años de Criolla")

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