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Lo que les sucede sobre la Tierra
Voltaire

 

Después de haber descansado un poco, almorzaron dos montañas, adecuadamente preparadas por los suyos. Quisieron, de inmediato, reconocer la pequeña tierra en que se hallaban. La recorrieron primero de norte a sur. Los pasos comunes del siriano y de su gente eran de aproximadamente treinta mil pies; el enano de Saturno lo seguía de lejos, jadeante, pues debía dar alrededor de doce pasos por cada zancada del otro: figuraos (si está permitido este tipo de comparaciones) a un perrito siguiendo a un capitán de los guardias del rey de Prusia.

 

Como andaban muy rápido, dieron la vuelta al globo en treinta y seis horas; el sol, es verdad, o mejor la tierra, hace un viaje parecido en veinticuatro horas, pero es claro que es más cómodo girar sobre el eje que marchar sobre los pies. Helos aquí, pues, regresados al punto de partida, luego de haber visto ese charco, casi imperceptible para ellos, que se llama el Mediterráneo, y ese pequeño estanque que bajo el nombre de gran Océano, rodea la topera. El enano no lo tuvo más que a media pierna, y apenas si el otro se mojó los talones. Hicieron todo lo que pudieron, yendo y viniendo arriba y abajo, para tratar de descubrir si el planeta estaba habitado o no. Se agacharon, se acostaron, tantearon por todos lados; pero sus ojos y sus manos, desproporcionados con relación a los pequeños seres que se arrastran por aquí, no recibieron la menor sensación que pudiera hacerles sospechar que nosotros y nuestros hermanos los demás habitantes del planeta tenemos el honor de existir.

 

El enano, cuyos juicios resultaban a veces un poco apresurados, decidió sin más trámite que no había nadie sobre la tierra. Su primera razón era que no había visto a nadie. Micromegas le hizo comprender cortésmente que razonaba bastante mal: "Usted no ve con sus pequeños ojos ciertas estrellas de la quincuagésima magnitud que yo distingo bien; ¿concluye de ahí que esas estrellas no existen? — Es que he palpado bien, dijo el enano. — Ha sentido mal, respondió el otro. — Este globo está tan mal construido, es tan irregular y de una forma tan ridícula que todo se acerca al caos; vea usted esos pequeños arroyos, ninguno de los cuales corre en línea recta; esos estanques que no son redondos, ni cuadrados, ni ovalados, ni de ninguna otra forma regular; todos esos pequeños granos puntiagudos de los que el planeta está erizado y que me han despellejado los pies. (Quería hablar de las montañas). Advierta usted incluso la forma de todo el globo, cómo se encuentra aplastado en los polos, cómo gira alrededor del sol de una manera torpe, de modo que los climas polares son necesariamente estériles. En verdad, lo que me hace pensar que no hay nadie, es que nadie con sentido común se quedaría en esta tierra. — Y bien, dijo Micromegas, tal vez no tengan sentido común quienes la habitan. Todo esto no puede haber sido hecho para nada. Si todo parece irregular, es porque todo está hecho de medida en Saturno y en Júpiter. Tal vez por esta misma razón parezca que hay, aquí un poco de confusión. ¿No he dicho a usted que en mis viajes he comprobado la variedad?". El saturniano replicó a todas estas razones. La disputa no hubiera tenido nunca fin, si por fortuna Micromegas, en el calor del discurso, no hubiera roto el hilo de su collar de diamantes. Los diamantes cayeron; eran hermosas piedras, las más grandes de las cuales pesaban cuatrocientas libras, y las más pequeñas cincuenta. El enano recogió algunas; y advirtió aproximándolas a sus ojos, que por la forma en que habían sido talladas, constituían excelentes microscopios. Tomó, pues, un pequeño microscopio de ciento sesenta pies de diámetro, que aplicó a su pupila; y Micromegas eligió uno de dos mil quinientos pies. Eran excelentes; pero al principio no se vio nada con su auxilio; era necesario adaptarse a ellos. Finalmente, el habitante de Saturno descubrió algo imperceptible que se revolvía entre dos aguas en el mar Báltico: era una ballena. La tomó diestramente con el dedo meñique, y colocándola en la uña del pulgar, se la hizo ver al siriano, que por segunda vez se echó a reír ante la pequeñez de los habitantes de nuestro globo. El saturniano, convencido de que nuestro mundo estaba habitado, se imaginó en seguida que no lo estaba sino por ballenas; y como buen investigador que era, quiso averiguar de dónde tomaban su movimiento átomos tan pequeños, si tenían ideas, voluntad, libertad. Micromegas vaciló; examinó al animal con paciencia, y el resultado del examen fue que no había nada que indicara que un alma habitara en él. Los dos viajeros, pues, se inclinaban a pensar que no existía ni pizca de espíritu en la tierra, cuando con la ayuda del microscopio advirtieron algo más grande que una ballena flotando sobre el Báltico. Se sabe que en ese tiempo una bandada de filósofos[20] regresaba del círculo polar donde habían realizado observaciones que nadie había realizado hasta entonces. Los periódicos dijeron que su velero había encallado en las costas de Botnia, de las cuales les costó mucho escapar; pero nunca se sabe en este mundo el revés de la trama. Voy a contar sencillamente cómo ocurrió la cosa, sin agregar nada mío; lo que no es pequeño esfuerzo para un historiador.

 

Notas:

 

[20] Se trata de Maupertius, Claireaut, Camus y Le Monnier, que en 1736-17S7 habían ido a Tornea, en Noruega, a medir un grado del Meridiano; durante el viaje permanecieron con ellos dos jóvenes laponas.

 

Micromegas

Voltaire

Comentado y anotado por Raúl Blengio Brito
Ediciones de la Casa del estudiante

Autorizado por la Flia. de Raúl Blengio Brito
Digitalizado por Carlos Echinope Arce - editor de Letras-Uruguay
 

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