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Lo que les ocurrió con los hombres
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Micromegas, mucho mejor observador que su enano, vio
claramente que los átomos hablaban entre sí; y se lo señaló a su compañero,
el cual, avergonzado de haberse equivocado sobre lo de la generación, no
quiso creer que semejantes especies pudieran comunicarse las ideas. Tenía
el don de las lenguas tan bien como el siriano; pero no oía hablar a los
átomos y suponía que no hablaban. Por otra parte, ¿cómo estos seres
imperceptibles podían tener órganos vocales, y qué podían decirse?
Para hablar, es necesario pensar, o poco menos; y si pensaban es que tenían
el equivalente de un alma. Ahora bien, atribuir el equivalente de un alma
a esta especie, le parecía absurdo. "Usted ha creído, dijo el
siriano, hace muy poco, que hacían el amor; ¿supone usted que puede
hacerse el amor sin pensar y sin decir una palabra, o por lo menos sin
hacerse entender? ¿Cree que sea más difícil producir un razonamiento
que un niño? A mí, tanto lo uno como lo otro me parecen grandes
misterios. — Yo ya no me atrevo a creer ni a negar nada, dijo el enano;
ya no me atrevo a opinar. Hay que tratar de examinar a estos insectos;
opinaremos después. — Bien dicho, replicó Micromegas; y de inmediato
sacó un par de tijeras con las que se cortó las uñas, y con el recorte
de la de su pulgar, hizo allí mismo un gran altoparlante como un enorme
embudo, cuyo canuto colocó en su oído. La circunferencia del embudo cubría
el barco y toda la tripulación. Las fibras circulares de la uña
registraban la más leve vibración; de manera que, gracias a su
habilidad, el filósofo de allá arriba oyó perfectamente el zumbido de
nuestros insectos de acá abajo. En pocas horas llegó a distinguir las
palabras, y por fin a entender el francés. El enano hizo lo mismo, aunque
con más dificultad. El asombro de los viajeros crecía a cada instante. Oían
a los gorgojos hablar con bastante buen sentido; y este capricho de la
naturaleza les parecía inexplicable. El siriano y su enano ardían de
impaciencia por trabar conversación con los átomos; pero temían que su
voz de trueno, sobre todo la de Micromegas, ensordeciera a los gorgojos y
no pudieran hacerse entender. Era necesario disminuir el volumen. Se
metieron en la boca pequeños mondadientes cuyas puntas afiladas
orientaron hacia el velero. El siriano tenía en sus rodillas al enano, y
el barco con su tripulación sobre una uña; inclinaba la cabeza y hablaba
bajo. En fin, mediante todas estas precauciones y algunas otras todavía,
comenzó así su discurso:
"Insectos invisibles[24], que la mano del Creador se ha complacido en dar
vida en el abismo de lo infinitamente pequeño; le agradezco que se haya
permitido descubrirme secretos que parecen impenetrables. Tal vez no se
dignaran miraros en nuestra corte; pero yo no desprecio a nadie, y os
ofrezco mi protección".
Si alguna vez hubo alguien asombrado, fueron los que
oyeron estas palabras. No podían adivinar de dónde venían. El capellán
del barco recitó las oraciones de los exorcismos, los tripulantes juraron
y los filósofos concibieron un sistema; pero pese al sistema, no pudieron
adivinar quién les hablaba. El enano de Saturno, que tenía la voz menos
fuerte que Micromegas, les explicó en pocas palabras en qué empresa se
hallaban. Les contó del viaje de Saturno, los puso al corriente de quién
era el señor Micromegas; y después de haber lamentado que fueran tan
pequeños, les preguntó si siempre se habían hallado en este estado tan
próximo a la nada, qué hacían en un planeta que parecía pertenecer a
las ballenas, si eran felices, si se reproducían, si tenían un alma, y
cien otras preguntas de este tipo.
Uno del grupo, más audaz que los otros, y ofendido
porque se dudaba de su alma, observó a su interlocutor con su cuadrante,
y luego habló así: "¿Usted cree, señor, que puesto que mide mil
toesas de la cabeza a los pies, es usted un...? — ¡Mil toesas!, gritó
el enano; ¡Santo Cielo!; ¿cómo puede saber mi altura?; ¡mil toesas! No
se equivoca en una pulgada; ¿este átomo me ha medido!; es geómetra,
conoce mi tamaño; y yo, que no lo veo sino a través de un microscopio,
¡no conozco el suyo! — Sí, lo he medido, dijo el físico, y mediré
correctamente incluso a vuestro gigantesco compañero". La proposición
fue aceptada; Su Excelencia se acostó cuan largo era, pues si se hubiera
mantenido en pie, su cabeza hubiera quedado oculta por las nubes. Nuestros
filósofos le plantaron un gran mástil en un sitio que el doctor Swift[25] nombraría, pero que yo no, dado mi gran respeto por
las damas. Luego, mediante una serie de cálculos geométricos,
concluyeron que lo que veían era, en efecto, un joven de ciento veinte
mil pies. Entonces Micromegas pronunció estas palabras: "Veo más
que nunca que no hay que juzgar nada por su tamaño aparente. ¡Oh, Dios,
que has dado inteligencia a seres que parecían tan despreciables; lo
infinitamente pequeño te cuesta tan poco como lo infinitamente grande; y,
si es posible que haya seres más pequeños que éstos, es posible también
que tengan un espíritu superior al de esos soberbios animales que he
visto en el cielo, y cuyo pie cubriría íntegramente el planeta en el que
he descendido".
Uno de los filósofos le contestó que podía creer sin vacilar que existían, en efecto., seres inteligentes mucho más pequeños que el hombre. Le contó, no todo lo que Virgilio ha dicho de legendario sobre las abejas[26] sino lo que ha descubierto Swammerdam[27] y lo que Réamur ha disecado[28]. Le informó, en fin, que hay animales que son para las abejas lo que las abejas son para el hombre, lo que el siriano mismo era para esos animales enormes de que hablaba y lo que estos grandes animales son para otros seres delante de los cuales no parecían sino átomos. Poco a poco, la conversación adquirió interés y Micromegas habló así.
[24] El
siriano, al fin de cuentas, utiliza los mismos procedimientos que los
oradores terrestres; aquí empieza su discurso con un solemne apóstrofe. [25] Es decir:
que Swift no hubiera vacilado en identificar en sus
''Viajes de Gulliver", de 1726. [26] Referencia a.l
canto
IV
de las
"Geórgicas". [27] Se trata
de un científico
que publicó en
el siglo
XVII
sus observaciones sobre la vida de las abejas. [28] Réamur había escrito "Memorias para la, Historia de los Insectos".
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Micromegas
Voltaire
Comentado
y anotado por Raúl Blengio Brito
Ediciones de la Casa del estudiante
Autorizado
por la Flia. de Raúl Blengio Brito
Digitalizado por Carlos Echinope Arce - editor de Letras-Uruguay
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