Llovía,
desesperadamente. Caían cantos de un cielo negro que rugía
estrepitosamente. El ruido era ensordecedor. La calle, agotada de tanta
agua, estaba desierta. Yo no llevaba paraguas, ya que antes de salir de
casa el sol lucía de manera cegadora. Tenía una cita, que acababa de ser
anulada mediante un escueto mensaje en el móvil: “Lo siento, lo dejamos
para otro día. Te llamo”.
Me cobijé debajo de un portal durante una larga y eterna hora. El agua
descendía cada vez con más rabia, chocaba contra el suelo como
castigándolo. Las gotas de lluvia parecían cuchillos afilados. Me daba
miedo salir y que se me clavara una. ¿Qué estará pasando por ahí arriba,
para que se desencadenara una tormenta así?, pensé.
Desde mi refugio podía ver la panorámica de los edificios, las luces de
las ventanas, a la gente resguardada en su casa, tranquila. Apenas
pasaban coches. Estaba completamente empapada y tenía frío. Comencé a
tiritar. “Deja pensar y actúa”, me dije. La lluvia no tenía intención de
cesar. “Actúa, actúa…”, me repetí para mí misma, y entonces empecé a
correr, sorteando la impetuosidad de la tormenta como podía. Me metí en
el primer bar abierto que vi.
Me quedé quieta en la entrada, observándolo todo. No sabía qué hacer,
hacia dónde dirigirme. Desde la barra, un hombre bastante alto, robusto,
de unos cincuenta años, de labios densos y bigote cuidado me escudriñaba
con interés. Yo seguía quieta. Levanté primero una pierna, luego la
otra. Sí, me podía mover, no me había quedado pegada. El hombre, tras la
barra del bar, seguía estudiándome con unos ojos de un azul muy intenso,
casi eléctrico. Cada vez que fijaba en mí su mirada me volcaba un pedazo
de mar encima. Si en esos momentos hubiera sobrevolado una gaviota por
encima de su afeitada cabeza, me hubiera sentado a escuchar el murmullo
de las olas al chocar entre sí. Con una voz suave, que no se
correspondía con su envergadura corporal, se dirigió a mí:
-¡Menuda lluvia! ¡Le ha caído la mitad a usted encima!
-Sí -asentí resignada.
-Pase, pase y séquese, se va a enfriar. En el lavabo tiene usted un
secador. Eso hice: pasé y me sequé.
-¿Me pone un café con leche bien calentito, por favor? –pedí nada más
haberme secado.
-Enseguida. Siéntese, que ahora se lo llevo a su mesa.
-Gracias.
Apenas me había fijado en el interior del bar. Eché un rápido vistazo;
la decoración era realmente acogedora. Se trataba de una sala bastante
amplia, en la que predominaban el blanco y el verde. En blanco, los
sillones; en verde las mesas. Se asemejaba a un salón de cualquier casa.
De una de las paredes colgaba una exposición de fotografías; y en la
misma pared, justo encima de las mesas, podíamos ver imitaciones de
famosos cuadros de arte contemporáneo.
La luz, perfectamente distribuida por toda la sala, completaba ese
ambiente familiar. En una de las esquinas descansaba un espléndido
piano, y a su lado, un pequeño escenario. Como sonámbula me dirigí hacia
el piano. Me senté y me puse a tocar. Unos aplausos me hicieron
reaccionar.
-Ha parado de llover -me dijo esa voz que era suave como la seda.
Me giré, lo vi y me enamoré al instante. Sin mediar palabras -no hacían
falta-, se acercó y me besó.
Ha pasado ya una década de aquella tarde de lluvia. Todos los años
celebramos nuestro aniversario en su bar, llueva o no.
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