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Anoche
te observé en silencio
mientras estabas asomada a la ventana
y la luz de las estrellas
se iba reflejando en tu rostro.
Sonreías, y yo me sentía feliz,
parecías un ángel, una diosa del Olimpo…
Tal era tu halo de belleza inextinguible,
que apenas podía distinguirte del resto de
estrellas que brillaban con su mágica luz
en el dulce y callado firmamento.
Y tú permanecías fascinada
contemplando el cielo
en busca de una estrella fugaz,
querías pedirle un deseo.
—¿Cuál? —quise saber.
—Si te lo cuento, no se cumplirá —me respondiste, como si nada…
—Por favor —insistí.
—Mi deseo es sencillo, continuar así
como ahora, siempre, contigo.
Y vimos en ese momento caer una estrella
y los dos corrimos a pedirle el mismo deseo. |