María
llevaba toda la vida trabajando en la biblioteca de su pueblo, y se
puede decir que era una mujer feliz.
Desde pequeña, la biblioteca había sido uno de sus espacios preferidos;
un paraíso repleto de libros que contenían historias sorprendentes.
A la salida del colegio, le pedía a su madre que la llevara un rato a la
biblioteca. Se sentaba y abría las páginas de los libros con sigilo y
entusiasmo. Al verla, daba la sensación de que estaba abriendo el más
emocionante de los regalos. Para ella los libros eran una especie de
magia para los sentidos, además de construir unos hermosos pasajes a
otros mundos, a otras realidades.
Esa querencia que sentía por la lectura, la heredó de sus padres, ambos
ávidos lectores.
Cada noche, tenía una cita, imprescindible, con el cuento que le contaba
su padre o su madre. Le gustaba escuchar atentamente, mientras se
imaginaba como protagonista de cada uno de ellos. A través de cada
historia, notaba cómo se iban abriendo las puertas nuevas y relucientes
de su creatividad y de su ingenio.
Al principio, le gustaban las historias de princesas, países
fantásticos, dragones y duendes; más tarde, se aficionó a las de piratas
que vivían en islas perdidas; pero su curiosidad avanzaba a la par que
crecía su afecto por sus amigos los libros. Gracias a ellos, María se
convirtió en una niña muy inteligente.
Desde allí, desde el asiento que ocupaba en la biblioteca, vivía
aventuras increíbles; historias que disfrutaba, le emocionaban y sentía
como suyas. También aprendía, se divertía y compartía con los demás lo
que los libros le transmitían.
Y de la silla de la biblioteca pasó a ocupar la silla de la
bibliotecaria. Su primer día de trabajo colgó el siguiente letrero en la
entrada de la biblioteca: “Bienvenido al hogar de los libros. Pasa, te
están esperando”.
María se esforzó en convertir ese recibimiento en una realidad y darles
a los libros un hogar en el se sintieran a gusto, en el que fueran
cuidados y queridos por todos.
Con el tiempo, hizo de la biblioteca todo un templo de amor a los
libros: organizaba talleres y tertulias, daba charlas a los colegios,
confeccionaba listas de los libros más leídos, editaba una revista
trimestral, hacía un programa de radio semanal y tenía un blog.
Además conocía a la perfección todos los títulos que había en su
biblioteca y había confeccionado una lista de ellos, no sólo por
autores, estilos y géneros, sino que también la había hecho por libros
para entretener, reflexionar, aprender, amar, reír, llorar y soñar.
Pronto su biblioteca se hizo muy conocida, y desde cualquier parte del
mundo llegaban personas para visitarla.
Esta singular bibliotecaria amaba los libros, y mantenía con ellos una
relación de cortejo constante y deseado por ambas partes.
Ese cortejo, casi un sagrado ritual, comenzaba con la elección de los
libros que iba a comprar, seguía con su entrada a la librería, donde se
podía pasar horas ojeándolos mientras contemplaba sus portadas y leía
sus contraportadas. Y, por fin, llegaba el punto más álgido de todo el
ceremonial: leerlos, y una vez leídos, colocarlos en la estantería que a
cada cual le correspondía, bien ordenados, relucientes, listos y
totalmente preparados para ser disfrutados.
Cito a continuación una de las frases que ella solía decir: “El hogar de
los libros comienza en cada uno de nosotros”. Porque cuando se abre un
libro, éste ha encontrado su morada en la persona que lo está leyendo.
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