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Amado y Dafne |
He vivido en bosques tropicales, en bosques monzónicos y en bosques de montaña. En bosques ecuatoriales y en bosques de neblina. En bosques de brezo, de turba y de coníferas. En manglares. Bosques todos ellos perfumados por el aroma de las flores y alfombrados por las hojas arrancadas de los árboles heridos de otoño. Bosques rociados de nostalgia, de verbos en presente, cristalinos de pasados, indómitos de futuros. Bosques todos ellos donde el viento era viento, la lluvia era lluvia y la luna era luna. Pero ninguno como el bosque donde ahora vivo. Y es que el bosque donde vivo es un bosque encantado. Encantado por el trino de los pájaros despertando la mañana y por el agua mansa y transparente del río meciendo a los peces. Un bosque encantado por las flores que regalan su néctar a los insectos y por los árboles tatuados con miles de nombres en el tronco. Nombres como Yolanda, Ernesto, María o Joaquín. Nombres como el tuyo o como el mío. Nombres que son besos, besos que son pasiones, pasiones que son historias. Historias como ésta.
En este bosque donde ahora vivo había un árbol con dos nombres grabados en su tronco, dos nombres unidos por un mismo corazón, un corazón atravesado por la flecha que un Cupido inquieto y travieso les lanzó. Al azar. Un Cupido que solo sabe del Amor por lo que otros le han contado. Un árbol con dos nombres grabados en su tronco. Dos nombres como el tuyo o como el mío.
Aquella era una tarde que invitaba a pasearla. Andando y desandando los senderos, los mismos senderos que todos los días descubrían a sus transeúntes los secretos de aquel bosque encantado. Respirando aire puro con olor a Primavera, una Primavera recién nacida de mediados del mes de Marzo. Pasear por los senderos de aquel bosque encantado era como despertar cada mañana, como desvirgar el Amor, como andar sobre el agua. Desflorando sentimientos siempre nuevos, primitivos y primarios. Espontáneos. Necesarios. Sentimientos que brotaban como las hojas brotan del árbol.
Y fue así como aquella misma tarde mientras una señorita paseaba su belleza por el bosque, la casualidad la descubrió el Amor. Un Amor con forma de corazón; un corazón grabado en el tronco de un árbol. Con pasión, con dulzura, con paciencia. Un corazón hipotecado de Amor y tallado con la maestría de un Miguel Angel esculpiendo su Moisés. Un corazón con su nombre dentro.
Aquella misma tarde, empujada más por la curiosidad que por el Amor, preguntó por aquel hombre cuyo nombre aparecía grabado al lado del suyo en el tronco de aquel árbol frondoso y tan lleno de vida. Preguntaba a todo el mundo por el hombre dueño de aquel nombre tan lleno de Amor: Amado. Pero de todos obtenía la misma respuesta:
- Lo siento. No puedo ayudarla.
Los paseos de la dama se vistieron de nostalgia, endulzados por el deseo de encontrar a aquel hombre, por descubrir quien era aquel hombre tan misterioso. Pasaba horas enteras mirando el tronco, acariciándolo, sintiendo la madera en sus manos, en su piel. Imaginaba miles de historias, historias de ranas convertidas con sus besos en hermosos príncipes azules. Historias de marineros embaucados por el canto de sirenas varadas en la orilla para siempre. Pero una tarde vió a un hombre sentado en el banco que custodiaba aquel árbol. Era un hombre mayor, bien vestido, de pelo largo y canoso. Se acercó a él y con voz melosa le dijo:
- Buenas tardes. Me llamo Dafne.
El hombre se levantó con dificultad, apoyado en su bastón, cogió la mano de la dama y se la llevó a su boca. Sus labios liberaron un beso. Un beso suave, aterciopelado, sensual, ilusionado.
- Lo sé, dijo el anciano.
Ella se quedó perpleja, sin saber qué contestar, con ganas de preguntarle cómo y porqué sabía su nombre.
- Yo soy Amado y estoy enamorado de usted desde el día que la vi. Perdidamente enamorado. Yo mismo grabé nuestros nombres en el tronco de este árbol.
- Pero usted es… muy mayor para mí, dijo ella.
- El Amor no tiene edad.
- Siento decirle que yo no…
La mujer no pudo terminar la frase. La voz suplicante del anciano detuvo en seco sus palabras.
- ¡Pero yo la amo!.
- Pero yo a usted no, dijo ella. - Su Amor es el delirio senil de un anciano. De un anciano loco. Que pase usted un buen día.
La mujer siguió su camino, avergonzada, incrédula, sin saber muy bien cómo, cuándo y de qué manera aquel viejo, al que no había visto nunca, se había enamorado de ella. Ni siquiera miró hacia atrás para ver al anciano por última vez. Pero sintió que el aire puro y primaveral de aquel bosque encantado se volvía aquella misma tarde febril, plomizo y somnoliento.
La mujer no volvió a pasear por el bosque y el árbol, quizás por la falta de agua o por la falta de sueños, se secó. Poco a poco. Hoja a hoja. Día a día. Aunque cada lágrima que el anciano dejó caer al suelo fueron semillas, semillas que con el tiempo fueron arbustos, arbustos que con el tiempo fueron árboles. Árboles con nombres grabados en su tronco. Nombres como el tuyo o como el mío. Aunque esa es otra historia.
Por cierto, mi nombre es Amado y soy un duende. El duende de este bosque encantado.
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Amado Storni
poesia68@hotmail.com
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