La inspiración heroica en la literatura francesa contemporánea por Pierre-Henri Simón |
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Se corre el riesgo de no comprender el movimiento del espíritu francés entre las dos guerras si no se advierte, en torno al año 1930, un recodo, un cambio de pendiente. La generación literaria que comienza a expresarse por ese entonces es singularmente más seria que la de sus mayores; a menudo prefiere el ensayo al poema y carga la novela de discusiones políticas o de intenciones sociales; asqueada por la anarquía moral e intelectual del período precedente, pero sin adherirse a las soluciones tradicionales, busca (y con frecuencia en medio de la angustia) los principios de un nuevo humanismo. Desde 1928 y 1929, Le scandale, de Pierre Bost, y sobre todo L’Ordre, de Marcel Arland, traducen esta reacción. Los escritores de mayor edad, al sufrir el influjo del ambiente, componen ensayos morales y religiosos e intentan, hasta en la novela, grandes síntesis constructivas (Duhamel escribe Les Pasquier; Jules Romains, Les hommes de bonne volonté). La crisis económica y social que se hace de día en día más aguda, el presentimiento del gran drama cuya, sombra se acerca, la idea de que la revolución y la guerra son inevitables, explican tal retorno a la gravedad. Pero bajo esta atmósfera más pesada, más ansiosa, como la que precede inmediatamente a la tormenta, no sólo la gravedad reaparece en las letras francesas: la inspiración heroica se abre naturalmente paso. ¿Se trata de un encuentro fortuito, o del signo de una nueva orientación del espíritu literario? Por mi parte, me inclinaría hacia la segunda hipótesis. Pero en fin, el hecho es éste: a partir de 1930, la mayoría de las obras salientes tienen un carácter netamente heroico. La nueva generación de escritores que por entonces alcanzan la notoriedad hace la apología del valor y de la acción, de la fe y del entusiasmo, bajo todas las formas y en todos los sentidos, y de las pasiones viriles que decuplican la energía del hombre, ya sea para destruir, ya sea para construir. George Bernanos, del lado católico, André Malraux, del lado comunista, se entienden para vedar la mediocridad de los sentimientos al hombre cristiano o revolucionario, y para exigirle una vida heroica. En la literatura pura se ve al Jurado Goncourt (muy sensible, como se sabe, a todos los movimientos del espíritu) coronar sucesivamente a Joseph Peyré, por Sang et Lumiére, a Roger Vercel, por Capitaine Conan, y a Charles Plisnier por Faux Passeports: el primero, restituyéndonos una España romántica, trágica, voluptuosa y a veces salvaje, que consume la aspereza de su duro corazón en las pasiones de la guerra civil; el segundo, estudiando con mucha fuerza el caso psicológico del despertar de la bella bestia guerrera en un pequeño burgués amodorrado; el tercero, dibujando poderosas figuras de agitadores revolucionarios. Después de 1936, la guerra de España —que provocó una crisis trágica en la conciencia francesa— animó ciertas obras que huelen a sangre y a pólvora: Les grands cimetiéres sous la lune, de Bernanos, L’espoir, de Malraux, y un breve y vigoroso relato de Lucien Mauvault, El requeté, que parece escrito en sus mejores pasajes con la pluma cortante y seca de Merimée. En un plano distinto, independiente de las pasiones políticas y religiosas, otros escritores alababan “la acción pura”, si así puede decirse; aquella que vale por sí misma o que la idea del deber profesional basta para sostener: la acción del marino que debe salvar su navio en la tempestad, la acción del aviador que debe abrirse paso en el cielo hostil. Edouard Peisson escribía sus novelas marítimas, Partís de Liverpool, Gens de mer, y Saint Exupéry sus admirables relatos que se llaman Courrier Sud, Vol de nuit y Terre des hommes. Peisson es un novelista estimable; sin trampear, en una forma franca y sobria, se contenta con poner en escena a hombres que tienen la pasión de su oficio y cuya vida interior está dominada íntegramente, si'no absorbida, por la voluntad de vencer las fuerzas del mundo exterior, los vientos y el mar: y he aquí una concepción muy determinadamente heroica. En cuanto a Saint Exupéry, se le puede considerar como uno de los primerísimos escritores de nuestro tiempo, tanto por el brillo del estilo como por la fuerza del pensamiento: ya volveremos largamente sobre este novelista extraordinario. ¿Es esto todo? Aún habría mucho que decir. Habría, por ejemplo, que señalar el caso de Lavarende. No pretendo que las novelas de Lavarende, concebidas poco a poco en la soledad del país de Ouche, deban algo al clima heroico de 1930, año en que el azar quiso que llegaran a la madurez, pero el merecido éxito de esta obra de gran calidad ha sido tanto más ruidoso cuanto que hallaba un público dispuesto a comprender su altiva poesía. Todo en la obra de Lavarende, el estilo suntuosamente pintoresco, el sentido de los valores aristocráticos, la afición a los grandes sentimientos y el partido bien tomado de hacer vivir fuera de las reglas de la moral común a ciertos personajes de un poder sobrehumano, todo contribuye a colocar a la novela bajo un signo épico, y a veces se diría que en este normando de buena cepa persisten las influencias de otros dos normandos, pintores de héroes: Corneille, por el sentido de la grandeza, y Barbey d’Aurevilly, por la “verve” fastuosa. Si hubiera tiempo de hacer la psicología del heroísmo en Nez de cuir, en Le centaure de Dieu o en Man d’Are, lo que quizá se revelara en ellas de más característico es una tendencia a reconocer mucho menos la superioridad moral del individuo en las virtudes cristianas y virginales de la caridad, de la humildad y de la pureza que en ciertas virtudes, naturales y substancialmente viriles, de generosidad, de altivez y de honor. Roger de Tainchebraye, llamado “nez de cuir”, es un alma dura, orgullosa y que no sabe rehusar nada a su sensualidad. Pero si este cazador frenético, si este hidalgüelo violento, si este Don Juan de campaña no es una bestia, si se hace amar por aquellos mismos a quienes somete a su voluntad o a sus deseos, es por una nobleza natural de corazón que lo pone al abrigo de toda vileza y por una extraordinaria fuerza de voluntad y de sentimiento que hace que sus labriegos y sus queridas acepten gozosamente la fascinación de su poder. No se podría decir que las novelas de Lavarende sean morales, en el sentido corriente de la palabra; pero son con mucha exactitud la expresión de cierta moral de señores, según la cual una naturaleza superior, exenta de la obligación de plegarse a las reglas de la ética común, no debe hacer otra cosa que cumplirse por la intensidad de sus pasiones y por la potencia de sus actos. Así, este poeta aristócrata frecuenta el mundo del heroísmo en lo que aquél tiene de más particular, de más conforme a la pura naturaleza, cuando ninguna influencia filosófica o religiosa la ha complicado, dulcificado o corregido. Esta introducción no tuvo más propósito que el de tomar desde lo alto una vista de nuestro paisaje literario contemporáneo, haciendo surgir la línea de su cresta, sumamente marcada y bastante nueva, en la que se sitúan las obras animadas en cierto sentido por una inspiración heroica. Se diría —y es una explicación que propongo como verosímil— que los espíritus más graves, después de una decena de años de paz precaria y frustrada, comprendieron que salían de una post-guerra y entraban en un período en el que a los hombres les sería menester, para vivir y para actuar, de una gran suma de coraje y voluntad. La sombra del acontecimiento que veían aproximarse aumentaba la gravedad de su meditación. Esa especie de concentración de almas que se produjo en torno a Barres, Maurras y Péguy, antes de 1914, para reencontrar más allá de los juegos de la inteligencia el sentido de la acción y la fe en los valores por los cuales vale la pena morir, se ha producido antes de la guerra de 1939, con acento diferente pero con igual intensidad, en torno a Bernanos, Malraux, Saint Exupéry y algunos otros. Hacia 1935, estaba de moda la acción entre los escritores franceses. No sólo la preconizaban sino que también la practicaban. Firmaban manifiestos, pronunciaban discursos, ingresaban en los partidos políticos, escribían en los periódicos de opinión. Sus intenciones, ciertamente, eran plausibles. Lo malo es que el intelectual que al pronto se descubre una misión de conductor de pueblos se ve expuesto a no pocos juicios erróneos, a no pocos arrebatos sentimentales y, para decirlo todo, a un cierto candor. Al examinar su conciencia bajo este aspecto, algunos años más tarde, Jean Guehenno escribiría frases desengañadas en el Journal d’une revolution: “Nos reuníamos en congresos. Organizábamos mítines. . . Apenas era divertido. Más de una vez he visto representar la comedia del genio y del amor propio nacida de odios mortales entre literatos porque uno había sido aplaudido por lo menos cuarenta segundos más que el otro. Nada grave. Pero todo cobraba importancia cuando aparecíamos ante la multitud, ante las “masas”, como se decía. Nos vuelvo a ver en tal mitin, dispuestos en el estrado por orden de notoriedad a partir del sillón presidencial. ¡Qué hermosa galería de monstruos la que formábamos en los relámpagos del magnesio, con nuestros pequeños cerebros excitados, cada uno sobre su quimera, con nuestras gafas reverberantes y nuestras mechas patéticas!”. Los escritores se sintieron arrastrados, sobre todo, en el sentido de una acción revolucionaria. Pro-fascistas o pro-marxistas, sólo se entendían para condenar “el desorden establecido”. En el curso del año 1935, uno de los acontecimientos más significativos fue el “Congreso internacional de los escritores revolucionarios”, celebrado en París bajo la presidencia de André Gide, quien después... Pero Moscou, por entonces, admiraba sus virtudes. El interés del Congreso fue dar a los escritores marxistas la ocasión de definir su ideal literario. Este ideal se manifestó sobre todo en la condenación de la literatura de análisis psicológico, considerada como un producto de la sociedad burguesa. Clase ociosa, se decía, la burguesía considera la cultura como un fruto del ocio; se apega a problemas de psicología abstracta; hace una psicología de lujo, si así puede decirse, y por ello pierde el sentido de la vida heroica: crea seres nerviosos y enfermizos; es incapaz de crear héroes. Por el contrario, la literatura revolucionaria, y particularmente comunista, mostrará al hombre en la afirmación voluntaria de su poder, en su lucha contra la naturaleza y contra la sociedad: lucha del pobre para asegurar su subsistencia, lucha del militante para hacer triunfar su causa, lucha del ingeniero y del obrero para subyugar las fuerzas cósmicas, para construir vías férreas, fábricas, minas, para poseer la tierra. . . A Proust, en ese congreso, lo tuvieron a mal traer: Radek veía en Proust el tipo del escritor burgués, fútil, egoísta, y cuya lectura deprime al hombre. Efecto teatral: en L’Echo de Paris, el más burgués de los periódicos, los Tharaud, los más académicos de los intelectuales, toman la pluma para darle a Radek la razón: “Proust —escriben— se ha encarnizado frecuentemente en describir con una paciencia minuciosa a “salonnards” de una mediocridad total, comprometidos en aventuras tan mediocres como ellos mismos y que no merecen ser registradas”. Y Mauriac contesta al punto en Les Nouvelles Littéraires que todo aquello que es humano es interesante y merece la atención del escritor: “Toda creatura humana, por el solo hecho de venir al mundo, de respirar, sufrir, amar, odiar, ya sea bajo los artesonados del palacio Guerman-tes, ya sea en el aposento cocotesco de Odette Swann, en el fondo de la cocina de los Grandet o en la casucha de Yonville donde se consume Emma Bovary, puede suscitar y ha suscitado obras maestras”. A lo cual replican los Tharaud que ellos rehúsan “interesarse glotonamente en todo lo que segrega la humanidad” y que piensan con Radek que “los hombres sólo deben interesar al artista en la medida en que salen de la humanidad común”. Este diálogo entre los Tharaud y Mauriac expresa muy bien cierto conflicto siempre latente en el espíritu francés entre el instinto heroico y la curiosidad humanista, entre la tradición de Corneille y la de Montaigne. Pero pocas veces ese conflicto se hizo tan sensible como en la literatura de los años 30. Parecía, pues, que el atractivo de la idea marxista sobre los escritores debía favorecer el desarrollo de urta literatura de acción que, en vez de girar en torno a conflictos sentimentales y dramas de la vida interior, exaltaría las proezas de la voluntad y las victorias del hombre sobre el mundo externo. íbamos a tener la epopeya de las luchas revolucionarias y de las grandes realizaciones industriales. De hecho, no la hemos tenido aún. A partir del congreso de 1935, se reveló la oposición entre los escritores revolucionarios franceses y los rusos. En tanto que éstos, como marxistas ortodoxos, afirmaban que la revolución debía de ser primeramente económica y que sólo es interesante el drama de la organización de la tierra, aquéllos tenían la precaución de salvaguardar los derechos de la inteligencia y de la vida interior: agrandaban la parte del pensamiento en la marcha de los acontecimientos humanos, no pretendían excluir de sus estudios los dramas del corazón, los sufrimientos y angustias del hombre solo ante su destino de hombre. Ni Aragón, ni Nizan, ni Plisnier, ni Barbusse consiguieron jamás despojar al hombre de su alma, y pienso que jamás lo intentaron seriamente. Pero el caso más significativo es el de Malraux. Hay dos cosas que no se le pueden discutir a Malraux: el poder de su talento —pues novelas como La voie royale y La condition humaine son, desde el punto de vista de la obtención literaria, de primerísimo orden— y la sinceridad de su fe revolucionaria —pues él no ha hecho de ella tan sólo la materia de una obra sino que la ha vivido, con peligro de su vida, primero en China y después en España—. No se puede dudar que este agitador y aventurero valeroso haya querido definir claramente y practicar plenamente una moral heroica. Sin embargo, no es posible sostener que la inspiración de su heroísmo esté de acuerdo con la ideología marxista. En la raíz del pensamiento de Malraux hallamos la desesperación del hombre que se sabe acechado por la muerte. Esta fascinación de la muerte e incluso del sufrimiento hace su obra tan sombría. “Encontraremos siempre al espanto dentro de uno”, dice un personaje de La condition humaine. “Basta con ahondar un poco. Felizmente, se puede obrar. . . ”. La acción, pues, es un derivativo de la angustia interior, una evasión, tal como el opio, tal como el erotismo. La acción es el camino de los hombres enérgicos que dominan la muerte al desafiarla, o que eligen vivir en esa especie de serenidad absoluta cuya constante proximidad con el peligro supremo colma un alma desapegada y liberada. Haga lo que haga por el partido, el héroe de Malraux no es el hombre comunista, quien existe precisamente en esa región de sí mismo por la cual participa de los intereses y pasiones de una comunidad social; es, en cambio, el hombre espiritual, quien vive en la soledad de su conciencia el drama esencial inherente a la condición del hombre. ¿Qué tiene que ver la Revolución con todo esto? La Revolución —responde Malraux en L’espoir— concede una razón de vivir, una esperanza, al hombre oprimido, humillado y ansioso. Al hacer descender esta esperanza del cielo, ocupa el lugar de la Religión y hace por las masas sufrientes y desengañadas lo que la Iglesia ya no puede hacer. Quizá. Sin embargo, Malraux se había respondido de antemano a sí mismo, en una entrevista otorgada a la revista Monde, en 1930: “Si el sentido de la soledad humana y de la tragedia apenas existe para los comunistas rusos, eso se debe a que Rusia, después de 1918, es un país movilizado que se defiende. Bien entendido, es necesario vencer primero, pero queda por saber si una vez obtenida la victoria el hombre no se reencontrará frente a la muerte y, lo que es más grave, frente a la muerte de lo que ama”. De hecho, esta última duda permanece en el fondo de la obra de Malraux: entre su “pesimismo radical” y “la voluntad gozosa de fundar un orden nuevo... en el que deban desaparecer los sufrimientos engendrados por el orden viejo”, no se equivocó un redactor de Commune al ver una incompatibilidad fundamental. En todo caso, hay un punto en el que Malraux traiciona francamente la teoría de la literatura comunista, tal como la bosquejaba el “Congreso de escritores revolucionarios”: no llega a considerar la acción desde un aspecto exterior y pragmático y a exaltarla simplemente por lo que construye. No sabe ver exclusivamente en el hombre al hombre faher, al creador ingenioso y enérgico de riquezas y de goces; por lo contrario, fiel a la tradición más constante y más afianzada de nuestras letras, Malraux se ocupa del hombre que sufre, presa de sus pasiones, de sus sueños insaciables, de la tortura o de la dulzura consoladora de la esperanza. Como Gabriel Marcel lo ha muy bien visto y muy bien dicho, la actividad heroica no es para Malraux sino “la diversión que se da a sí misma un alma desesperada”. No es de Malraux, entonces, de quien debemos esperar esa literatura propiamente épica no sólo deseada por los intelectuales marxistas sino también por los intelectuales burgueses, cansados de encontrar en los libros modernos el análisis indefinidamente repetido de las debilidades del corazón y de ver que en ellos se concede tan poco espacio a las hazañas de la voluntad. Sobre el hombre que soporta su naturaleza todo ha sido dicho, o al menos los escritores no se cansan de decir. Sobre el hombre que gobierna la naturaleza, afrontando con su energía la resistencia de las cosas e imprimiendo al mundo el sello de su personalidad, comprobamos una asombrosa ausencia de ejemplos y de documentos. La psicología de la pasión parece haber absorbido y abolido la psicología de la acción. Notemos bien que este fenómeno es bastante característico de las letras francesas modernas. Las literaturas clásicas consagraban a la epopeya un lugar considerable, y el héroe épico no es un alma ansiosa que se divierte con la acción: es una voluntad simple y fuerte que lleva a cabo una obra en el mundo de las realidades concretas, ya sea que defienda militarmente, una causa política, como Aquiles o Ulises, ya sea que funde una ciudad, como Eneas. En sus orígenes la literatura novelesca es esencialmente heroica y está nutrida de proezas y aventuras. Y en la época contemporánea, basta con mirar más allá de las fronteras francesas para descubrir obras de calidad que exaltan la acción, la energía del “pioneer”, las aventuras del marino, las conquistas del explorador. Es un tema esencial de las literaturas escandinavas; es un tema en el que un Rudyard Kipling buscó su inspiración. Sin embargo los grandes novelistas franceses, de Bourget a Mauriac y de Gide a Proust, continúan la gran encuesta de ahondamiento de la inquietud humana. Y de pronto, hacia 1930, surge un escritor de primer orden que parece prometer esta gran obra esperada, escrita en gloria de la energía creadora: Antoine de Saint Exupéry. En un principio, Saint Exupéry conquista por su sobriedad, por su retención. Henos, por fin, frente a un escritor que conoce el precio del tiempo, y por eso respeta el de sus lectores, y les da libros singulares y cortos, pero ricos de pensamiento original y perfectos de forma. Pertenecen al gran arte clásico. A veces, y en Terre des hommes más que en Vol de nuit, la idea se traduce en imagen, la descripción se dilata en el poema, el período termina en música o contiene un símbolo. Pero esta suntuosa retórica no es nunca pesada ni molesta porque la acompaña siempre un pensamiento sincero, viviente y altivo; además, porque Saint Exupéry, como gran artista que es, no insiste jamás. Escuchemos, por ejemplo, la evocación de una jornada en el Sahara: “En el desierto, el tiempo transcurre con lentitud. Bajo la quemadura del sol, se marcha hacia la noche, hacia ese viento fresco que bañará los miembros y lavará el sudor. Bajo la quemadura del sol, bestias y hombres avanzan hacia ese gran bebedero con tanta seguridad como hacia la muerte. Por eso el ocio no es nunca vano. Y la jornada entera parece bella como las rutas que se encaminan al mar”. He aquí —digo— un escritor que escribe porque tiene algo que decir y que no entrega nada más que su experiencia, a no ser las lecciones de sabiduría que de ella supo extraer. Saint Exupéry tiene la inmensa ventaja de no ser un hombre de letras profesional. Afirma, en alguna parte, que no se llega a la cultura (es decir al conocimiento del hombre y a la inteligencia de la vida) sino a través de un oficio. Incluso piensa que por la acción, es decir por la aplicación de nuestra voluntad a la resistencia de las cosas, descubrimos la poesía. Es el campesino y no el novelista —piensa— quien mejor siente la poesía de la tierra. Idea en sí misma discutible, que no otorga un sitio suficiente a las facultades de la inteligencia pura y que tal vez desconoce las condiciones de la contemplación. Pero no hay duda que tenemos demasiados escritores que son intelectuales especializados, “articoles”, como decía bonitamente Maurois. Y por eso nuestra literatura es demasiado a menudo un juego elegante de ideólogos, un comercio de abstracciones que son siempre demasiado sutiles, que están siempre demasiado separadas de la vida. Necesitamos escritores que como Saint Exupéry hagan algo más que libros o, para expresarnos con mayor precisión, que hagan libros para revelar esa parte de sabiduría o de poesía que han descubierto al ejercer un oficio de hombre. Por lo demás, el oficio de Saint Exupéry presenta la ventaja de ser si no el más hermoso que uno pueda imaginar, al menos el más moderno. Piloto de aviación comercial, se ha especializado en viajes dificultosos como un Mermoz o un Guillaumet, sus grandes compañeros. Vol de nuit contiene una intriga novelesca, pero Terre des hornmes no necesita ser una novela para ser un relato de aventuras: al autor le basta con referir lo que ha hecho, visto o sufrido, o con contarnos las trágicas historias de sus camaradas: Guillaumet, perdido en las nieves de los Andes; Mermoz, naufragando en la noche atlántica. No se hace un juego de palabras sino que se comprueba un hecho real y rico en consecuencias literarias cuando se dice que el aeroplano da al escritor un nuevo punto de vista sobre el mundo. Con un talento descriptivo igual al de los mejor dotados, Saint Exupéry ha descubierto, desde su cabina de piloto, paisajes celestes y terrestres absolutamente inéditos para el ojo humano; ha visto lo que ni Chateaubriand ni Flaubert ni Loti pudieron ver y, en el sentido más propio del término, ha descubierto un mundo. Recuérdese, por ejemplo, esas asombrosas páginas de Vol de nuit en donde Fabien lucha contra el ciclón. Está perdido y se sabe perdido, pero un instinto lo lleva a buscar la luz. “Y en ese minuto brillan sobre su cabeza, en una desgarradura de la tempestad, algunas estréllas. Sabía que era una celada. Se ven tres estrellas en un agujero, se sube hacia ellas, luego no es posible descender, y uno se queda allí, a morder las estrellas. Pero su hambre de luz era tal que sube...”. Y sigue un paisaje celeste de tempestades vistas desde arriba, un blanco rebaño de nubes aclaradas por un cielo irónicamente puro y constelado, paisaje admirable y también absolutamente nuevo, como pudieron ser nuevas, hacia 1780, las descripciones tropicales de Bernardin de Saint Pierre. Ciertas páginas de Vol de nuit y de Terre des llorantes dan, pues, una refrescante impresión de virginidad poética. En tanto que otros buscan afiebradamente la modernidad en los efectos de un estilo martirizado y descompuesto, Saint Exupéry encuentra en su experiencia misma una luz insólita y la concentra en un estilo enteramente clásico, puro, transparente y fiel a las cosas. Y no sólo lo pintoresco sino también lo dramático sale ganando con la experiencia profesional de Saint Exupéry. La práctica de las grandes técnicas modernas hace algo más que ensanchar el decorado de la vida: también crea situaciones nuevas. Ya Kessel había explotado ese filón en L’Equipage, buscando por el lado de lo novelesco. Saint Exupéry apunta más bien a la tragedia: pero, ¿qué tragedia más conmovedora e inaudita que, por ejemplo, en Vol de nuit, esa escena casi muda de ansiosa espera ante un aparato de radio que permite seguir, minuto por minuto, la agonía de la tripulación perdida en la tempestad y en las tinieblas? Y el aviador hace algo más que descubrir tierras desconocidas y dramas nuevos: vive una moral excepcional. .. La vecindad constante de la muerte, la necesidad de un prodigioso gasto de energía y denuedo, la costumbre de la responsabilidad y de la sumisión a los más severos preceptos de la acción y del servicio, todo acorda naturalmente su alma a un tono heroico. Tal era, al menos, la tesis de Vol de nuit. Recuérdese el asunto de este relato. Riviére dirige una compañía de aviación postal en la América del Sud. Para triunfar, necesita imponer vuelos nocturnos a sus pilotos. De los tres aviones que vuelven del Sud esa noche, dos aterrizan penosamente, y el tercero, el de Fabien, se pierde en un ciclón. El fin dramático de la tripulación, el dolor de la mujer de Fabien trastornan a Riviére y por un momento abaten su coraje de constructor. Pero se sobrepone y da orden de partir al avión del correo europeo. Eso es todo. Un sorprendente prefacio de André Gide presentaba la novela. En él se leían estas líneas: “Lo que me agrada sobre todo en este relato vibrante es su nobleza. Ya conocemos las debilidades, los abandonos, los fracasos del hombre, y la literatura de nuestros días se muestra demasiado hábil en denunciarlas. Pero esa superación de sí mismo que obtiene la voluntad en tensión, eso es lo que necesitamos especialmente que se nos describa. Más asombrosa aún que la figura del piloto me parece la de Riviére, su jefe. Este último no obra por sí mismo: hace obrar; insufla a los pilotos su virtud, exige de ellos el máximo y los obliga a la proeza... Su severidad, en un principio, puede parecer inhumana, excesiva. Pero se aplica a las imperfecciones y no al hombre mismo que Riviére pretende forjar. . . Le agradezco particularmente a Saint Exupéry que aclare esta verdad paradójica, para mí de una importancia psicológica considerable: la felicidad del hombre no está en la libertad sino en la aceptación de un deber”. ¿Esperábamos de Gide esta profesión de fe corneliana? ¿Proviene del teorizador del inmoralismo; del adversario implacable de las sujeciones morales, religiosas, sociales; de quien había escrito: “No hay que tener leyes para aceptar la ley nueva”. Y bien: tal es Gide. Una de las fuerzas de su espíritu radica en que afirma a menudo lo contrario de lo que de él esperábamos y que lo hace de tal manera que no podemos reprocharle el que se contradiga, pues su pensamiento es a tal punto sutil y complejo que puede tomar, sin dejar de ser el mismo, todas las formas y todos los acentos. Gide, en la época en que escribió este prefacio (1931), sufrió el influjo del ambiente; lo atormenta el problema de recrear un orden humano; lo tienta la acción, incluso; el comunismo lo atrae: su apología de una moral activa quizá proviene de esa circunstancia. Pero no es ni siquiera necesario suponerlo: la moral de Gide puede inclinarse tanto al heroísmo como al hedonismo. La virtud gi-diana de “disponibilidad” no sería perfecta si no se abriera al goce heroico como se abre al placer de los sentidos. No olvidemos, además, que Gide está lleno de Nietzsche, y que la avidez de Les nourritures terrestres no es la glotonería de un epicúreo sino el hambre de un semidiós. La única forma de ascetismo contra la cual creo que Gide ha protestado continuamente es el ascetismo cristiano, a causa de sus motivos sobrenaturales. Pero un ascetismo heroico, vuelto hacia la posesión de la tierra o hacia la exaltación de sí mismo, no sólo no le ha sido nunca hostil sino que tal vez define una de las constantes de su pensamiento. Por eso Gide aprobaba la moral de Vol de nuit. Excusaba, incluso, la dureza de Riviére. Dureza que nos parece a veces excesiva. Riviére considera que el jefe debe obrar no sólo sin piedad; si el interés de la acción lo exige, también sin justicia. Por una falta, y para que sirva de ejemplo, despide al más antiguo y meritorio de sus obreros. A su inspector, que ha cometido el error de mostrar demasiada amistad hacia un subordinado, le da orden de castigar a éste a todo precio, aunque sea inmotivadamente, para restablecer el vínculo jerárquico. No le falta corazón: quiere a sus hombres; pero sabe que no debe mostrarles su afecto. Se enajena este afecto, y es eso lo que más le cuesta. Para terminar, los sacrifica: “sirvo a los acontecimientos” —dice— y ese servicio exige que se aventure la vida de un hombre, que se destroce miserablemente la felicidad de una mujer, con tal de no retardar la partida de un avión. Hay momentos en que Riviére duda del derecho que se arroga sobre la felicidad de los hombres. Y no le falta razón en dudar, pues ese derecho no existe sino en la medida en que lo merezca el fin al que se la sacrifica. Pues bien: ¿de qué se trata en este caso? De hacer ganar algunas horas al correo, de asegurar el éxito de una línea aérea, de destruir la competencia de una compañía marítima. Asombra que Riviére no plantee jamás esta ecuación entre el valor concreto de su acción y los sacrificios humanos que cuesta. No se pregunta si sacrifica la felicidad de algunos individuos a la felicidad presente o futura de la humanidad; piensa en la felicidad de esos mismos individuos y plantea la ecuación entre dos formas de felicidad: la de una existencia fácil y la de una existencia difícil. “Esos hombres, pensaba, que tal vez van a desaparecer, hubieran podido vivir felices. Veía rostros inclinados en los dorados santuarios de las lámparas nocturnas. ¿En nombre de qué los he arrebatado de allí? ¿Proteger esas felicidades no era la primera ley?... Y sin embargo un día, fatalmente, los dorados santuarios se desvanecen como por milagro. La vejez y la muerte los destruían más implacablemente que él mismo. Quizá existe algo que salvar, y algo más durable; ¿trabaja Riviére, quizá, en salvar esa parte del hombre? De no ser así, la acción no se justifica”. He aquí el gran punto: Riviére obliga a sus hombres a superar la felicidad vulgar para alcanzar el goce del héroe. Los defiende contra ellos mismos por su dureza: filosofía muy noble, pero que todavía no está despojada, en Vol de nuit, de un cierto diletantismo y de una imprecisión penosa. Diletantismo, pues esta acción que se justifica por el solo hecho de que crea el peligro, cualquiera que sea el valor del objeto que constituye su fin, condiciona un heroísmo gratuito y no excusa necesariamente la crueldad de los sacrificios que impone. Imprecisión, pues ese algo más durable que la felicidad, esa parte del hombre que Riviére trabaja en salvar, no sabemos aún lo que es; y parece que no fuera otra cosa que el orgullo, la voluntad de poderío, la conciencia que un ser tiene de su fuerza y de su coraje. La filosofía de Vol de nuit permanece, en suma, francamente orientada hacia Nietzs-che. Terre des hommes irá a recogerla a ese nivel muy elevado, pero la enmienda, la precisa y la inclina en un sentido más perfectamente humano. Por de pronto, Saint Exupéry nos explica en esta obra el sentido y el valor moral del oficio de aviador. Su punto de vista es que toda acción en el mundo concreto nos entrega la realidad de las cosas, más presente y más grávida, y refuerza el vínculo que nos une a ellas. El aviador es un poeta que descubre la tierra: “el avión —escribe— no es un fin sino un medio. No es por el avión que se arriesga la vida. No es tampoco por su arado que el labriego trabaja. Pero gracias al avión se abandonan las ciudades y sus administradores y se reencuentra una verdad campestre. Se hace un trabajo de hombre y se conocen preocupaciones de hombre. Se está en contacto con el viento, con las estrellas, con la noche, con la arena, con el mar. Se lucha arteramente con las fuerzas naturales. Se espera el alba como el jardinero espera la primavera. Se espera la escala como una tierra prometida, y se busca su verdad en las estrellas”. Tal es el efecto de la vida peligrosa: engrandece el alma, la purifica de pasiones vulgares, la vuelve más viviente. El aviador perdido en la noche, extraviado entre las estrellas, que busca afiebradamente una luz que le sea enviada de la tierra y que lo salve, sabrá mejor lo que la tierra representa para el hombre. “No se trata de vivir peligrosamente —dice Saint Exupéry—; es ésta una fórmula pretenciosa. Los toreros no me agradan. No amo el peligro. Sé lo que amo: la vida”. Pero esta pasión áspera e intensa de la vida, que sobrepasa en intensidad y en valor espiritual ese diletantismo de la acción pura que nos desconcertaba en un Riviére, aun continúa siendo un egoísmo superior, y el verdadero héroe debe ir más allá. La acción así comprendida abre el corazón del hombre al amor de la tierra, pero no al amor “de la tierra de los hombres”, porque sólo hace de él el compañero o el vencedor o la víctima de las potencias de la naturaleza, cielo, viento, estrellas, desierto y océano. En el hábito del peligro supremo, Saint Exupéry descubre algo más precioso: la amistad del hombre. Lo descubre en el principio mismo del coraje. Pues una de las tesis de Terre des hommes es que la instigación más fuerte a los actos valerosos se encuentra a menudo en el amor a los otros. Cuando Guillaumet, agotadas sus fuerzas, está a punto de dejarse morir en la nieve de los Andes, si parte nuevamente, si hace *‘lo que un animal no hubiera hecho” es porque piensa que su mujer no cobrará la póliza de seguro si no encuentran su cuerpo. El héroe en peligro piensa menos en su propia muerte que en el sufrimiento que su muerte producirá en los otros. “Los náufragos son los que aguardan”. Pero la vida enérgica y peligrosa da lugar, sobre todo, a una forma superior de amor, a esa camaradería viril, a esa incomparable amistad de aquellos que marchan hacia un mismo objetivo, al precio de un mismo dolor y a través del mismo peligro. “Amar —dice Saint Exu-péry (y es una de las frases más agudas que haya escrito)— no es en modo alguno mirarnos uno al otro: es mirar juntos en la misma dirección”. En este punto la moral heroica encuentra curiosamente a la moral . cristiana, pues así como ésta pide a los hombres de amarse en Dios, sin lo cual el amor podría no ser otra cosa que un contrato de egoísmos, aquélla quiere que los hombres se amen en la devoción a una causa que sobrepasa en valor sus existencias de individuos. Y esto no es todo: la vida enérgica y peligrosa que refuerza los vínculos del hombre con la tierra, lo une también más apretadamente a sus hermanos humanos, porque le hace sentir de una manera tangible y vital la solidaridad de los hombres sobre la tierra. Quien ha medido su aterradora indigencia de individuo en la soledad del cielo o del desierto, frente a las potencias hostiles de la naturaleza, no podrá odiar ni despreciar a sus semejantes. Y ese beduino miserable que salvó al aviador moribundo de sed en las arenas de Libia, no era un hombre, era el Hombre. “Tú eres el hermano predilecto. Y yo, a mi vez, te reconoceré en todos los hombres. Te me apareces bañado en nobleza y benevolencia, gran señor que puedes dar de beber. Todos mis amigos en ti, todos mis enemigos en ti marchan hacia mí, y ya no tengo un solo enemigo en el mundo”. Por esta vez, henos con Nietzsche superado. Vol de nuit nos enseñaba que quizá “hay un deber más grande que amar”. Terre des hommes señala que el cumplimiento de ese deber superior no anula el amor, sino que lo eleva en perfección y lo amplía en comprensión. El héroe no respira en el orgullo sino en un clima de soberana amistad. Primeramente se hubiera podido creer que el ideal de Saint Exupéry era el superhombre de Nietzsche que sólo tiende al extremo desarrollo de su poder y desprecia todo aquello que no le pertenece; pero ahora vemos que es más bien el héroe cristiano, en quien la generosidad se alia con el coraje o, mejor dicho, en quien el coraje no es sino la expansión de la generosidad. Así, dos acentos marcan el heroísmo en Saint Exupéry. Por una parte, es esencialmente perfección del alma, ya que considera los resultados obtenidos en el mundo exterior como menos preciosos que el estilo impuesto a la vida interior; por otra parte, lejos de replegar en sí misma a la individualidad, la dispone a la amistad de las cosas y a la amistad del hombre. En el doble sentido de la palabra, humaniza al individuo, puesto que primeramente edifica en él al hombre y en seguida lo acerca a la humanidad. Parece que aquí tocamos una idea perfectamente pura de la vida heroica. Agregaré que si hubiera que intentar una definición del heroísmo tal como se desprende de los grandes documentos de la cultura francesa, habría que buscarla en la vecindad de esta idea. El héroe francés, en su figura ideal, no supera al hombre en sí mismo sino para realizarlo, y después marcha al encuentro de los hombres. El Gigante de Rabelais, que quiere aunar salud, ciencia y virtud; la gran alma corneliana, para la cual la gloria es ante todo el respeto de su dignidad personal; el cristiano según Pascal, Bloy o Péguy, resuelto a vivir lealmente la Cruz; el corazón sensible de Rousseau y de los Románticos, librados a la seducción de los sentimientos sublimes, e incluso el egotista según Stendhal o Barres, aplicado a la cultura orgullosa de su yo, todos obedecen a esa preocupación primera de construirse de acuerdo con una idea superior de la cultura humana. Y, no obstante, el héroe de Rabe-lais empuñaba las armas para defender la justicia; el de Corneille se sacrificaba a la salvación de la patria, de la libertad o de la fe; el cristiano de Pascal, de Bloy o de Péguy se ponía francamente al servicio de la caridad; el héroe romántico se precipitaba en auxilio de la democracia universal; el más egotista de todos, el egotista de Stendhal, busca en la ternura novelesca un correctivo a la sequedad de su corazón, v el individualista de Barres se alistaba al servicio de su tierra y de sus muertos. Ninguno de ellos se atrincheró en su orgullo, lo que es siempre el pecado posible de una vida heroica; ninguno cedió por completo a la tentación de poner lo sobrehumano en lo inhumano. Y que me sea permitido agregar esto; a veces se ve salir de la selva primitiva y avanzar en la historia a héroes de un tipo distinto: fuerzas de la naturaleza que no reconocen otra ley que la de hacer pesar sobre la tierra su masa brutal; monstruos de dureza que tienen la piedad por una debilidad y la justicia por una palabra; semidioses embriagados que viven por debajo del espíritu, en esa conciencia obscura que forman el movimiento de la sangre, los instintos de la raza y todo aquello por lo cual el hombre participa en la comunión animal. Civilización del espíritu, civilización de la sangre: ¿cómo asombrarse que una y otra no engendren los mismos hombres ni los mismos héroes? Y en la partida trágica en que se opusieron ¿quién no midió el precio de la puesta? ¡Ah!, no soy de aquellos que tranquilizan su alma o su conciencia diciendo que la causa del espíritu debe fatalmente triunfar: no hay fatalidad en la historia. Nunca sabemos lo que prepara la cólera de Dios o la cobardía de los hombres, y nunca quedamos dispensados de no haber merecido bastante lo que amamos y de no haber arriesgado bastante para defenderlo. Todo lo que sabemos es que una nación cuyos héroes son humanos aventuró su destino y su cultura en el juego de las armas; y que hoy una gran llama pura todavía tiembla en medio de la tempestad. Si debiera apagarse, los pueblos no tendrán suficientes lágrimas para derramar por la sombra que caería sobre la tierra y por la esperanza siniestra que despertarían los héroes bárbaros y los dioses de la noche. |
por
Pierre-Henri Simón
Publicado, originalmente, en: Sur - Revista mensual publicada bajo la Dirección de Victoria Ocampo Año IX Noviembre de 1940 Buenos Aires
Editado por el editor de Letras Uruguay
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