Los tigrecillos de papel: Sandokan según Savater por Fernando Savater
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Con una inteligencia que se quiso al margen de las teorías ad hoc, Fernando Savater dedicó algunos de sus afanes a recobrar el sabor de toda una literatura que suele —¿solía?— acompañar la infancia y la adolescencia de muchos mortales. Esos empeños cobraron forma de libro pero éste circuló poco y nada por estas provincias. Recuperando al recuperador, se transcribe el capítulo que Savater dedica a Salgari y su incomparable Sandokan, estableciendo una curiosa relación entre éste y el solitario capitán Nemo. —Sandokan —dijo Yáñez— me parece que estás muy inquieto. —Sí —repuso el Tigre de la Malasia—, no te lo oculto, querido amigo. —¿Temes algún encuentro? —Estoy seguro de ser seguido o precedido, y un hombre de mar difícilmente se engaña. Me considero afortunado descubridor de una identidad celosamente guardada, pese a la publicidad de todos los datos del caso, y esencial para el buen entendimiento de la aventura en las letras modernas. Sin trepidar, concentro mi descubrimiento en una frase lapidaria: “Sandokan fue el padre, del capitán Nemo”. Las consecuencias de esta revelación inesperada hacen volar a la imaginación más renga, pero, aun a riesgo de entorpecer el recién despierto frenesí divagatorio de mi lector y en goce de mi derecho de pernada literario de descubridor, aventuraré —o, mejor en este caso, aventurearé— algunas elucubraciones primarias sobre este tan innegable como trascendental parentesco. Señalo en primer término las identidades más obvias entre ambos personajes: nativos de alguna pequeña isla del océano Indico, de origen aristocrático y aun principesco, los dos se vieron empujados por una matanza familiar y la pérdida de sus pequeños reinos respectivos a piratear con odio implacable contra la corona inglesa, el uno por encima del mar y el otro por debajo de su superficie. Se me dirá que estas similitudes no bastan para certificar la paternidad postulada, pero todavía hay mucho más. En primer lugar, el parecido físico, pues Nemo sale a su padre con todos los detalles esenciales: idéntica estatura elevada sin exageración, idéntico porte bizarro y fornido, la misma cerrada barba negra, los mismos ojos relampagueantes de fulgor incontenible bajo cejas espesas, la misma tez fuertemente morena, como racialmente les corresponde, el mismo aire dominador e idéntico paso clásico y felino. Aún más sorprendente es la semejanza de sus caracteres: los dos son introvertidos, dados a la melancolía y la meditación morbosa, aunque llenos de arrojo y capaces de ejecutar sin vacilar las acciones más arriesgadas; ambos son rigurosos y hasta crueles, pero dotados de gran generosidad y una honda y extraña suerte de compasión por los débiles y perseguidos; no menos uno que otro valoran ante todo la libertad e independencia, exigiendo a quienes les rodean fidelidad estricta y una amistad sin reservas, a las que corresponden con creces; los dos tienen una altísima opinión de sí mismos y un orgullo sin límites, que a veces se revela en muestras de una susceptibilidad excesiva, casi neurótica. Ambos aman el mar, porque es ancho y libre. ¿No bastan estos detalles a quien, como es mi caso, tenga ese “olfato genealógico" que ponderó Nietzsche? Por otro lado, también las fechas coinciden: la declaración de guerra a Inglaterra firmada por Sandokan en su plenitud vital a bordo de El Rey del Mar está fechada en 1868, el 24 de mayo para ser más exactos, mientras que el acmé de Nemo debe situarse en las primeras dos décadas de nuestro siglo. Creo que todo esto es más que suficiente para poder afirmar sin ningún género de duda que bajo el seudónimo latinista del capitán del Nautilus se ocultaba el apellido sonoro del fiero pirata de Mompracem. Una vez establecido esto, la historia de la rebelión nos exige que midamos las diferencias que los separan y la modificación del espíritu insumiso que se vislumbra a través de ellas. Sandokan es un rebelde mucho más luminoso, más solar que Nemo. Hay algo en él de cierta ingenuidad romántica que le hace vibrar con esa forma de optimismo à rebours que es la nostalgia incluso en el corazón de sus más graves descalabros. Porque a Sandokán lo derrotan frecuentísimamente: cada tres capítulos le tenemos con los barcos hundidos, la tripulación diezmada y clamando su adiós definitivo a sus fieles tigrecitos malayos o incluso a sí mismo, como al final de La mujer del pirata, cuando, al ver su bandera roja derribada por un cañonazo, exclama: "¡Adiós, piratería! ¡Adiós, Tigre de la Malasia!". Pero en seguida le vemos otras reorganizando sus fuerzas y dispuesto a asestar un golpe feroz al rajá de Sarawak o al mismísimo virrey inglés. Entre Sandokan y Nemo media toda la distancia que separa la nostalgia de la desesperación. Para el pirata de Mompracem mientras hay vida hay esperanza, o incluso la venganza es un principio conservador, que lo primero que ordena es resguardarse todo lo que sea compatible con el valor, Nemo no sólo se niega toda esperanza, sino la vida misma: para él, su Nautilus es un ataúd sumergible y destructor, cuya tripulación ha renunciado a la luz, a la vida y a la alegría desde el punto mismo en que embarcó en él. En él. En ese submarino maldito, el mismo instinto de conservación es algo que hay que combatir, pues a quien tiene muerta el alma lo mismo le da perder el cuerpo hoy que mañana. La aparición final de Nemo en La isla misteriosa, convertido en moribundo demiurgo protector, confirma también esta imagen: su pérdida de agresividad da la impresión de deberse principalmente a su debilitamiento físico, no a una postrera concesión al optimismo que lo reconciliase con algunos aspectos del orden del mundo. Pese al tono tétrico que muchas de sus intervenciones, Sandokan se rebela en busca de su autoafirmación personal, y la exaltación de su persona por medio de títulos fulgurantes —“Tigre de la Malasia”— o impresionantes declaraciones de guerra a sus enemigos —“Yo, Sandokan de Mompracem, a bordo del Rey del Mar, declaro la guerra a Inglaterra y todos sus aliados...”—no es nunca simple accesorio prescindible en sus empresas bélicas. El capitán Nemo, en cambio, ha llevado su infinito orgullo hasta la autoaniquilación: su nombre es Nadie, como el de Ulises, pero no ha adoptado este seudónimo como medida de prudencia o clave de una artimaña, sino como realización apropiada de una megalomanía negativa. En todo el océano Indico no hay nadie que supere a Sandokan, dueño del mar; pero sólo la nada sin límites puede compararse con la fúnebre grandeza de Nemo. Las empresas del pirata de Mompracem están marcadas con criterios relativamente utilitarios, que son perfectamente ajenos al inventor del Nautilus. Sandokan busca venganza, como Nemo, pero también riquezas, naves veloces y, ante todo, el amor de Mariana. Este detalle es el punto esencial de la diferencia entre Sandokan y Nemo: el Tigre de Malasia está profundamente enamorado y se permite soñar de vez en cuando con una isla hermosa y segura donde viviría hasta el fin de sus días con su adorada “Perla de Labuán", rodeado de sus fieles malayos. En una ocasión, casi asustado de sí mismo, confiesa a Yáñez: “¡Oyeme: amo a esa mujer hasta tal extremo de que si ahora se me apareciese y me pidiese que renegara de mi nacionalidad para hacerme inglés, yo, el Tigre de Malasia, que he jurado odio eterno a esa raza, lo haría sin vacilar! ¡Siento un amor inextinguible que corre por mis venas, que me lacera las carnes!”. A Nemo, no hay consideración humana que le aparte de su sombría misión ni le haga abjurar de sus principios. Su odio ya no se centra exclusivamente en los ingleses y sus aliados, aunque les sigue prefiriendo a la hora de la aniquilación, sino que lo ha extendido lógicamente al resto de la especie humana. Es un muerto que odia las instituciones y costumbres de los vivos, sus vicios, sus crueldades, sus estupideces; pero, sobre todo, su proliferación de hormigas y, secretamente, los insaciables amores que la sustentan. No es puro juego de palabras decir que Sandokan es más superficial y Nemo más hondo, porque es preciso hacer constar que la vida es en realidad una delgada película que cubre la epidermis de la tierra y que en el enrarecido abismo es su posibilidad misma, antes que su desprecio, lo que desaparece. El juicio destructivo que lanza Nemo desde las profundidades de su lucidez contra lo humano viene exigido por la insólita honradez de su descenso al principio del desamor. Donde ya no hay nada, retumba el lamento de Nemo; miles de brazos por encima de él, Sandokan busca a Mariana y lucha ferozmente por ella. La única gran pasión de Nemo, fuera de su venganza aniquiladora, es el conocimiento científico. Pero la ciencia refuerza en lugar de mitigar su afán de muerte: no funciona como ese amor que —Sandokan lo presiente—termina por hacer renunciar a toda acción no directamente inspirada en la afirmación de la vida. Para el enamorado pirata de Mompracem, incluso su odio a los ingleses acaba por ser secundario: lo único real es Mariana, nombre del deseo, y hasta el pabellón en que se había fijado el rencor termina por ser olvidado como una convención que entorpece lo verdaderamente importante. Así el amor corrige lo que se desvía de la vida; la ciencia, en cambio, consiente todos los errores, salvo los teóricos. Pese a la simpatía que, en cuanto científico, siente por él, Nemo no logra intimar con Aronnax, pues les separa el anhelo de vivir de éste. La sabiduría del capitán del Nautilus ha llegado a ser, en cambio, desoladamente desinteresada y realiza sus experimentos arriesgados —cruzar sumergido el casquete polar, descender hasta profundidades inauditas, acercarse temerariamente a volcanes submarinos— con la indiferente mirada del sujeto trascendental que Kant postuló para el auténtico conocimiento científico. Su sabiduría hace a Nemo particularmente invulnerable; frente a él, Sandokan siempre está en precario. El contacto con la ciencia del Tigre de la Malasia es puramente exterior: la utiliza, pero no la comprende, y, en el fondo, quizá no la aprueba. La aventura de El Rey del Mar es significativamente reveladora a este respecto. Sandokan se hace con un formidable acorazado americano, El Rey del Mar, auténtico coloso indestructible para su época; comparado con los juncos y paraos que hasta entonces ha mandado el pirata, se trata de un inconmensurable salto cualitativo. Fascinado por la máquina de fuego y hierro, declara la guerra a Inglaterra, al rajah de Sarawak y a todos sus aliados. De algún modo, ve en la poderosa estructura del acorazado una materialización adecuada de su desafiante voluntad. Tras diversas aventuras contra adversarios inferiores, siempre victoriosos, Sandokan acaba tropezando con una escuadra inglesa mandada en su búsqueda. La forman cuatro acorazados, cada uno de ellos tan grande y potente como El Rey del Mar. Entonces Sandokan aprende la infinita repetibilidad de cada producto científico, que por ello nunca pueden adecuarse propiamente a la indómita individualidad del hombre. La fuerza no reside en El Rey del Mar, máquina duplicable o perfeccionable en cualquier momento, sino en ser Sandokan. Todavía la ciencia le brinda una última esperanza, en forma de un estrafalario invento americano, cuya arma secreta hunde sin esfuerzo a uno de los barcos enemigos; pero de inmediato un cañonazo acaba con él y destruye sus instrumentos que, por otra parte, nadie más en el barco pirata hubiese sabido manejar. Con este episodio subraya Salgari la radical incompatibilidad del coraje específico de su héroe con el género de triunfo que proporciona la superioridad meramente técnica. Esa no era victoria para Sandokan. Uno de los momentos más bellos de la saga del pirata de Mompracem es cuando se apresta a hundirse con su gran navío arrasado por un enemigo superior, sabiendo, sin embargo, que permanece invicto en lo más esencial. El Nautilus, en cambio, es una prolongación directa de su inventor: es menos un barco que una prótesis. El genio de Nemo y sus insólitos conocimientos le han permitido crear una nave a su imagen y semejanza; cada una de las proezas de ésta puede ser directamente atribuida a su prodigioso capitán. Pero ello se debe a que Nemo ya es un tipo de hombre muy diferente a su padre Sandokan, un hombre que tiene con las máquinas y la mentalidad cientificotécnica la misma familiaridad que Sandokan con su cimitarra o con la valentía. El súper científico llega a individualizarse, al menos cuantitativa y acumulativamente, por virtud de su cerebro. Sin embargo, para conservar su primacía, el sabio tiene que seguir afinando sin cesar su capacidad inventiva, piara evitar la duplicación que standardizará su originalidad. El tiempo va contra él: en cincuenta años, tanto el Nautilus como El Rey del Mar se han convertido en vulnerables antiguallas de museos, mientras que la enamorada terribilitá de Sandokan o la insondable desesperación de Nemo conservan intacto su valor mítico. De padre a hijo, la rebelión se ha hecho buscar refugio y reparar las naves, maltratadas por la batalla, y el indómito debe ocultarse en lo más profundo y desolado del amargo océano. Desde allí, tratará de volver la sabiduría del dominio contra el dominio mismo, inventando nuevas y desconcertantes armas que cumplan la misión del limpio valor antiguo. Pero a la hora del enfrentamiento definitivo, volverán a condenar juntas las dos banderas del alma rebelde: la roja, adornada con una cabeza de tigre del pirata de Mompracem, y la negra, sellada con una N dorada —inicial de “nadie” y “nada"— del solitario vagabundo submarino. Sandokan es el aventurero químicamente puro, pese a los revestimientos vengadores, y hasta políticos, que busca para sus osadías. Su figura fue sin duda lo más logrado que los anhelos del corazón —los dioses— que dictan a los hombres las historias regalaron a Emilio Salgari, inolvidable poeta de la acción y de lo exótico. Reconozco haber disfrutado más con este escritor italiano que con Veme o Walter Scott, que le son indudablemente superiores. Sin duda contribuyó a mi aprecio por su obra el especial encanto de sus defectos literarios, de los que está dichosamente plagado: su gusto por la acumulación enciclopédica de noticias sobre las peculiaridades más extravagantes de la flora, fauna y costumbres de las tierras en que transcurren sus novelas, que le hace frecuentemente apartarse todo un capítulo del curso lógico del relato para introducir un árbol o un orangután; el ritmo un poco embarullado con que cuenta algunas aventuras, con curiosos saltos en el tiempo y el espacio que nos dan la mágica impresión de estar viviéndolas en un sueño; lo inmediatamente perceptible de sus intrigas, cuya previsibilidad las hace parecer extraño fruto del destino (v. gr.: en El Rey del Mar un capítulo se titula inexplicablemente “El hijo de Suyodhana”; eso nos hace sospechar que un oficial de marina anglo-indio que aparece en él debe ser retoño del pavoroso jefe de los thugs, lo que mucho después se nos revela cierto al final de la novela, con todos los requisitos de un sorprendente golpe teatral); el laconismo epiléptico de sus diálogos, tan pintorescos que llegan a producir arrobos dignos del mejor Zen, etc. Salgari tuvo talento para carecer de él, lo que no es tan fácil como parece. Para medir lo copioso de su inventiva, basta con examinar las fuentes de las que sacaba documentación para sus relatos. La saga de Sandokan se apoya tan sólo en L'Inde des radjahs, de Louis Rousselet, para lo ambiental; II costume antlco e moderno, de Giulio Ferrario, para el atrezzo; una versión italiana de Le tour du monde, la maravillosa revista geográfica, y vagas inspiraciones tomadas de Mayne Reid. Pero Salgari sabe conservar lo más rico de las obras que manejaba en el aroma de sus novelas; por ejemplo, sus personajes se mueven siempre por paisajes llenos del abigarrado encanto de los grabados de Riou o de Thérond, los estupendos ilustradores de Le tour du monde, que poco tienen que ver con las fotografías en color de la National Geographic Magazine, por poner un símil contemporáneo. Su inventiva es esencialmente evocadora: lo mismo que el paleontólogo reconstruye la bestia prehistórica a partir de un solo hueso, Salgari conjura toda una India llena de posibilidades épicas sin otro apoyo que la ilustración borrosa de una enciclopedia o diez líneas de algún dudoso testimonio de viaje. Una reciente serie de películas de la televisión italiana ha vuelto a popularizar la figura de Sandokan entre quienes la tenían olvidada o incluso la desconocían. Según parece, los guionistas de la serie hacen hincapié sobre los aspectos de rebelde tercermundista del pirata de Mompracem y lo convierten en adalid de la lucha contra el imperialismo. Lo más hermoso, lo profundamente útil de los héroes es que vuelven siempre, revestidos de los concretos afanes liberadores que cada época alienta. Lo cierto es que Sandokan no fue ni mucho menos un protagonista “democrático", que su autoritarismo rayaba en lo despótico y que las consideraciones estrictamente personales solían acicatearle mucho más que unos ideales nacionalistas que en el fondo le eran bastante ajenos. Y, sin embargo, más allá de las politiquerías mediocres de los profesionales de la revolución domesticada, que todo lo quieren reducir a un mismo juego, ya por ellos traicionado previamente, Sandokan es un símbolo inequívocamente subversivo. Quien desea vivir la plenitud de la aventura, de la libertad y del amor, siempre siente en su cerviz el yugo del colonizado, aunque viva en la capital misma del Imperio. Los tigres de Mompracem se alzan contra ese Poder que todo lo controla por medio de su violencia racionalizada y cuyo rencor codificado desconoce hasta el noble desahogo del furor: ese dominio tiene secuestradas a todas las Marianas. Sandokan nos dice —y es una lección tan subversiva que hace saltar en pedazos la noción misma de política como arte infame de perfeccionar el dominio— que todo el que no quiera morir esclavo debe ser protagonista de su propia pasión. Es un mensaje terrible el que nos trae, y formulado abstractamente, como una consigna, puede incluso resonar con equívocos acentos de barbarie de la Nueva Era: entre nosotros y la alegre aventura individual que se complace en su propio riesgo se interpondrá durante mucho tiempo la sombría cruz gamada. ¡Qué difícil es ser consciente de esto y no renunciar empero a la aventura! A ello precisamente ayuda la narración, mostrando ejemplarmente que la fuerza del héroe es su ética —memoria de lo primordial, generosidad, fe en la vida— contra la que ninguna ética de la fuerza puede prevalecer definitivamente. Y aunque prevaleciese, el héroe no dejaría de serlo por ello... ¡y triunfaría en lo esencial! En este aspecto, la gesta de Sandokan es luminosa, solar. Pero no la lastremos con severos trascendentalismos, cuya seriedad siempre pierde de vista que la gozosa ligereza es lo más importante. Hay que embarcarse, sin darle más vueltas; hay que penetrar en la jungla, que a cada paso ofrece terribles maravillas, cuyo desconocimiento quizá supone la muerte del incauto. Nos amenaza el poderío de Sir James Brooke, el rajah exterminador de piratas y, en alguna parte oculta de la espesura, acecha el templo de la sanguinaria Kali, desde donde el formidable Suyodhana envía a sus estranguladores thugs contra nosotros. Mas ¡fuera miedo!, tenemos al lado al sereno y astuto Yáñez de Gomera, hermano de armas; nos cubren las espaldas Tremal-Naik y el enorme Sambigliong, junto con todos los tigrecitos malayos dispuestos a dejarse matar sonriendo por su Tigre. ¿Recompensa? No hay más recompensa que la aventura misma: pero la aventura es Mariana... “—¡No, valiente mío —dijo—; no pido otra cosa que la felicidad a tu lado! ¡Llévame lejos, a una isla cualquiera; pero donde pueda quererte sin peligro ni ansiedades! —¡Sí!; si tú quieres, te llevaré a una isla lejana, cubierta de flores, donde no oigas hablar de la tuya de Labuán ni yo de la mía de Mompracem; a una isla encantada del gran océano donde podrán vivir enamorados el terrible pirata, que ha dejado tras de sí torrentes de sangre, y la gentil ‘Perla de Labuán'. ¿Quieres, Mariana? —¡Sí! Pero escúchame: te amenaza un peligro, quizá una traición, que en estos momentos se está tramando contra ti. — ¡Lo sé! —exclamó Sandokan—. ¡Preveo, presiento la traición; pero no la temo!” |
por Fernando Savater
Publicado,
originalmente, en
La infancia recuperada.
Fernando Savater. Alianza/Taurus.
Madrid, 1986, 213 págs.
Publicado, este texto, en revista Babel, octubre 1989
Babel. Revista de Libros
Directores: Jorge Dorio y Martín Caparrós
Fechas de publicación: abril de 1988 (nº 1) – marzo de 1991 (nº 22)
Lugar de publicación: Ciudad de Buenos Aires
Formato: 40 x 28 cm. 50 páginas en blanco y negro
tomado, de la versión pdf, de Archivo Histórico de Revistas Argentinas | www.ahira.com.ar
Editado por el editor de Letras Uruguay
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