Manuel de Falla: las etapas de su obra ensayo de Adolfo Salazar Castro
Manuel de Falla |
¡Ay de mí, que en tierra ajena sos piro sin alegría! ¡Cuándo me veré en la mía! La producción musical de Manuel de Falla terminó, prácticamente, con el Concierto para clavicémbalo y varios instrumentos, Concertó de cámara, como se le denominó en la época de su estreno, en 1926, veinte años antes de la muerte de Falla que, entonces, cumplía cincuenta. Obra de plenitud, llegada en el momento en que los artistas son dueños de su oficio y conocen con claridad el modo de expresión que sus ideas necesitan, es una obra singularmente enjuta, lacónica y sobria, pero su economía no es escasez, sino justeza y equilibrio. Cuando un artista, llegado a la plenitud de su producción, en el punto crítico de su juventud, alcanza una perfección técnica semejante y tal decantación en sus ideas, ¿puede decirse que sea para bien suyo y de su obra? En la mayor parte de los casos, en la música tanto como en la pintura o la literatura, los cincuenta años de un autor responden a un momento de vitalidad exuberante. Más tarde, el declive de su estro no suele ocurrir por exhaustación o agotamiento sino, más bien, porque, al contrario, la vena creadora, temerosa del tiempo, se precipita con tal abundancia que el artista no logra contenerla. El resultado es que la forma se debilita y que el exceso de pensamientos quebranta la arquitectura. Decadencia y juventud se parecen en este defecto; en el caso temprano, porque el artista no sabe aún retener la furia de su invención; en el caso tardío porque no puede. “Si la juventud supiese y la vejez pudiese ...” A la altura del Concerto para clavicímbalo se preguntaba uno, no sin angustia: ¿Cómo resolverá Falla el problema que toda perfección presenta? ¿Es posible superar un punto de perfección? Sólo hay tres salidas: repetición, descenso o cambio. Como quiera que en esa obra entraba por mucho su extrañeza, esa acritud suya que es sin duda sabrosa pero que, sin duda también, es excepcional, la repetición resultaría impracticable. Volver hacia atrás, a las obras de un nacionalismo pintoresco, habría sido el peor síntoma de una decadencia que es fácil observar en quienes salieron a la liza al mismo tiempo que Falla. Cambiar de estilo, y con ello de técnica en la edad madura, no es imposible, y el caso de Verdi es elocuente, pero apenas se conoce otro. Debussy, en las postrimerías de su vida intentó ceñir su materia musical a la forma sonata; pero eso era posible tan sólo en la medida que el auditor estuviese familiarizado con el idioma debussysta: de otro modo, sus sonatas serían como espuma que se desharía en sus manos. Ravel terminó en una especie de auto academismo y los conciertos de última hora son muy inferiores al resto de su producción. De Strawinsky, como está vivo, no quiero hablar mucho, pero parece como si su Sinfonía en tres movimientos mostrase que el gran músico, el último gran músico de nuestra época, alerta y perspicaz, se hubiera dado cuenta a tiempo del peligro de los callejones sin salida, que abundan en Strawinsky, y uno de los cuales fue, para Falla, su "Concerto”. El caso de Bartok es un poco parecido al de Falla, aunque no median veinte años entre sus obras de la cumbre y las últimas, como el Concertó para orquesta; pero esta obra es triste en el agotamiento de ideas que se disimula bajo una técnica un tanto "outrée”, podría decirse. Hay, pues, un misterio, el de los últimos veinte años de Falla, que resolverá, en bien o en mal, lo que haya practicable en su Cantata sobre el poema La Atlántida de Jacinto Verdagucr. Si lo resuelve en bien, lo será doblemente, pues que una obra apenas terminada en su tercera parte está en una situación desventajosa. Por otra parte, esta situación excusa las insuficiencias que puedan encontrarse. No creo que otras manos puedan ni deban terminarla. Basta recordar, en pequeño, el caso de los Azulejos do Albéniz, que terminó Granados. En un caso mayor, el de la Turandot de Puccini, casi a punto de terminación cuando Franco Alfano le dio los últimos toques, pero no la vida suficiente. Si es cosa acertada ejecutar la primera parte de La Atlántida, que parece completa, lo decidirá el tiempo. Hay otro aspecto, o mejor dicho, otro misterio, en La Atlántida, que consiste en el aspecto ''nacional” (valga por el momento el vocablo) que pueda tener. Porque la misión de Falla en la música española consistió menos en los asuntos técnicos, o de “materia” (aunque sean sumamente interesantes en su música) que en el hecho de haber devuelto a la música española acentos que estaban secularmente olvidados. Acentos que pertenecen a lo que puede entenderse por “tradición”, pero que serían cosa muerta si hubieran reaparecido con él por una vía erudita o arqueológica. Pedrcll, que levantó bandera, estimulado por los hallazgos de Barbieri y en seguida por los suyos propios, con otros más (Eslava, Morphy, un poco Riaño) era un músico de bastante fuerza teórica, pero ninguna fuerza de creación. No estaba maduro el ambiente, todavía, ni se había descubierto o forjado aún la técnica susceptible de dar vida a lo que los eruditos iban desempolvando. Por eso, Barbieri, el más grande de todos ellos, se limitó en un alarde de discreción máxima, a transcribir como pudo los viejos documentos del Cancionero de Palacio y sus músicas del XVI, con algunas cuantas anteriores, sin utilizarlas en sus zarzuelas; porque toda la tradición que estaba viva en su tiempo no pasaba más allá del teatro madrileño menor, desde los entremeses del XVII a las tonadillas del XVIII y las operetas y canciones de Manuel García, entrado el XIX. Toda resurección es ilusoria. Ningún muerto resucita y el hecho de que Juan Sebastián Bach hubiera dormido unas décadas antes de que Mendels-sohn lo despertase, se diferencia de aquellas resureccioncs en lo que se diferencia el sueño, temporal, de la muerte, eterna. Las evocaciones qu Strawinsky y otros han estado haciendo hasta hace poco de Pergolese o Cimarosa o Scarlatti o.. . Tchaikowsky, no tienen que ver realmente, con el caso de Falla. Aquello no consiste sino en la utilización de algunos elementos de estilo que estaban olvidados, o puestos a descansar, y que ahora reaparecen con significado distinto al que tuvieron en su momento. El empeño de Falla fué más profundo, ya que consistía en crear un tipo de música española cuyos elementos de estilo fuesen, en efecto, los desvanecidos desde hace mucho tiempo, pero no por vía artificial, de repristinamiento, sino porque sin darse cuenta los músicos y los auditores de que eran viejos, los sintiesen unos y otros, sin saberlo, como cosa viva, como si se tratase de algo recién nacido. ¿Cómo conseguirlo? ¿Cómo lo consiguió Falla? Creo que sin darse cuenta tampoco él. Fué embarcándose en la nave del modernismo, de la nueva fe que pregonaban las nuevas músicas francesa y rusa, el impresionismo, las nuevas técnicas, el entusiasmo por la novedad revolucionaria, el neofitismo, quizá cierta dosis de esnobismo juvenil. Sin la técnica de la disonancia, de la "aparente polifonía”, (según lo decía Falla, ¡como si hubiera "apariencias” para el oído!), de proselitismo de los músicos y críticos (a veces ambos en la misma pieza) entonces jóvenes, no sé si el "Concerto” y aun el "Retablo de Maese Pedro”, obras de encargo y de excepción, habrían dado todo el juego que dieron. ¿Seguirán dándolo de hoy en adelante? Este es otro problema: el del porvenir de la música de Falla. ¿Qué es lo que realmente vive hoy en su música, sin que nos engañe la pasión, el afecto o el patriotismo? ¿Cómo lo verá el mundo musical en un futuro próximo? ¿Es la de Falla una gran figura de la música universal? Difícil pregunta, hoy, cuando se tiende a "localizar” dentro de su tiempo y de su ambiente social aun a las más grandes, Palestrina o Bach, Victoria o Beethoven. ¿Es, por lo contrario, un "petit maitre exquis”, como los "clavecinistes”, el mismo Domenico Scarlatti, Wattcau entre los pintores, tantos poetas parnasianos y simbolistas, Schumann en su Alemania románticamente provincial o provincianamente romántica, Grieg con su escandinavismo, Borodin y sus estepas... o incluso Debussy mismo? Da miedo responder a todo eso; pero cuando se piensa que la evaluación de las "grandes” figuras es, en gran parte, convencional; que entran en ella factores tan importantes como circunstanciales de sentimentalismo, política, propaganda, bluff nacionalista, falsa historia, etc., etc., se nos quita un poco el temor de responder que un ruiseñor tiene su puesto eterno en la Zoología, un jazmín en la Botánica. En la Historia natural no hay grandes ni chicos sino por el tamaño y en la otra Historia, frecuentemente, los más grandes no son los más recomendables. Pensando, pues, sobre esas figuras que acabo de citar, se echa de ver que importa en ellas no solamente el valor intrínseco de su obra, sino su significado. Lo que esos hombres significaron en la historia de su arte y en la de su país. Sin duda el mérito intrínseco de Falla como músico sobresale mucho sobre el de sus contemporáneos; pero lo que su arte significa en la historia de la música española es lo que le reserva el puesto singular que tienen, en la historia, las figuras que hacen capítulo. Con Falla comienza un capítulo nuevo en nuestra música y este artículo tiende a mostrar su transcurso desde su comienzo hasta su final. Porque, anticipándonos, cabe decir que el capítulo quedó concluso en 1926, fecha ya señalada. Si hay algo, después de esa fecha, es lo que se expondrá más tarde. Por lo pronto vamos a encontrar a Falla en los años de su adolescencia gaditana. La carrera de Falla como artista se cifra en cuatro ciudades, contando la que le vio nacer y que es la que, ahora, guarda sus restos mortales. Cuatro épocas, en su trabajo, bien definidas, dentro de las cuales los períodos más significativos vienen a durar diez años. 1ª época: Cádiz-Madrid. — Falla nace en 1876 y va a Madrid en viajes de ida y vuelta hacia sus veinte años. Estudios con Pedrell y Tragó, hasta que obtiene los premios del Conservatorio como pianista; de la Academia de Bellas Artes como compositor, en 1905. Al ras de sus treinta años, Falla piensa en París. 2ª época: París. — Falla está en la capital francesa. Vive allí siete años. En 1914 la guerra lo devuelve a España. 3ª época: Otra vez Madrid. — Es su época de sazón. Allí termina sus obras más características. Una de ellas, la pantomima basada en Alarcón "El Corregidor y la Molinera”, se transformará en "ballet russe” y la fama internacional de Falla está hecha. Al regresar de su estreno en Londres, Falla encuentra que, en la casa familiar, hay un vacío irreemplazable: el de la madre, muerta. Ese y otros motivos sentimentales, quizá el enfriamiento de su amistad con los Martínez Sierra, le hacen volver la vista hacia la Andalucía natal. Modestamente, puede vivir ya de sus composiciones. Tomará una casita en el cerco amurallado de la Alhambra (que le alquila su viejo amigo el compositor y guitarrista —"tocaor”, no "concertista”— Ángel Barrios) y allá se traslada en los meses finales de 1919 y los primeros de 1920. 4ª ¿poca: Si las obras anteriores a su retorno a Madrid en 1914 pueden entenderse como informadas por un "primer estilo” y las que compone o estrena en Madrid hasta 1919 son las de un "segundo estilo”, el "tercero” es el de Granada. El "Concerto” se estrena en 1926. Diez años después, la guerra española. Otros diez más y Falla muere en la República Argentina. Falla decía con frecuencia que su primera vocación no había sido la música, sino la literatura. Escribió poco, sin embargo, pero las notas y artículos cortos que publicó en algunas ocasiones (y que deberían recogerse en un volumen) muestran su prosa correcta y su pensamiento claro; ideas que expuso ya en la "Revista Musical” de Madrid, en parte, (31 de julio de 1916) y que repitió más tarde agravándolas en sus perfiles no conformistas, a veces desafiantes, no sin cierto influjo de las que Debussy recogió en su librito titulado: "Monsieur Croché, anti-dilettantc”, (primera edición, de circulación restringida, París, 1921; segunda edición de la N. R. F., París, 1926) pero que Falla debió de haber escuchado "viva voce” al maestro: el antigermanismo de ellas, que coincidía con el antimilitarismo de Falla, se intensificaban con pasión, en los años de la guerra. Las opiniones de Falla sobre algunos músicos apenas conocidos entonces en España, como Mussorgsky y Bartok, las que exponía con vivo entusiasmo acerca de Ravel, Dukas, Schmitt y, por supuesto, el mismo Debussy parecían, a la llegada de Falla en 1914 como genialidades, al paso que su escasa simpatía por Gluck, Beethoven y Wagncr tenía que parecer herética. Quienes leían la revista S. I. M. donde Debussy colaboraba, pudieron ver cuál era, en gran parte, el manantial de las ideas de Falla que, a sus "ideas parisienses” añadía otras, así su gran devoción por Domenico Scarlatti, a quien entonces se reivindicaba de las fechorías de sus transcriptores. Por el camino de Scarlatti, Falla se remonta a la música española de los siglos XV al XVII o, a lo menos, a lo que de esas épocas se conocía cuando Don Felipe Pedrell dictó sus famosas conferencias en el Ateneo de Madrid, año de 1895. Falla repetía siempre que esas conferencias le hicieron ver claro en su camino. Pero esa claridad no podía pasar, entonces, de la intención, sin mostrarse concretamente, porque precisaba entrar a fondo en aquellas músicas que, de otro modo, sólo presentaban un aspecto excesivamente vago e inseguro. El progreso de la Musicología en España y, con él, el conocimiento más detallado de la primitiva música española se desarrollaba a la par del desarrollo de Falla como compositor. Falla siguió a aquél en la medida en que podía hacerlo quien, siendo músico, no era musicólogo. De todas maneras, creo que el libro de consulta de Falla fue el "Cancionero Musical Popular Español” de Pedrell, publicado en Valls en 1921, y no los trabajos de Eslava, Barbieri y Morphy. Antes de la publicación de dicho "Cancionero”, Falla debió de limitarse a lo que Pedrell le suministrase, por vía de ejemplo, en los años de aprendizaje directo con ese maestro, en Madrid, en los primeros años del nuevo siglo. Falla se decidió a buscar a Pedrell, cuyas conferencias del Ateneo había seguido, al encontrar en una revista catalana un fragmento de la música de "Los Pirineos”. Pedrell no pasaba, entonces, como un gran maestro, sin embargo de lo cual Falla acudió a sus enseñanzas porque, a la vista de aquél fragmento, era Pedrell el único en quien sentía confianza. Falla insistía en que el descontento que otros aprendices sintieron hacia Pedrell provenía no de la insuficiencia de las enseñanzas de este, sino de la falta de preparación de aquellos. ¿Qué preparación tenía, pues, Falla? Escasa, me parece, pero sustancial. De niño había estudiado un poco el piano, sin un propósito serio, con una profesora local. Cuando tiene quince años va con su familia a Vichy. Se tocaba allí música variada, fácil en gran parte, pero de un corte francés muy definido (fragmentos de óperas cómicas, “escenas” y “suites” pintorescas, Bizet, Saint Saëns, Massenet, que en gran parte habían sido también la “gran escuela” para Bretón y Chapí) y, entre esos trozos amables, alguna música clásica. Al regresar a Cádiz, Falla traía consigo una experiencia musical considerable para el tiempo y el lugar. En la sala del Museo gaditano, donde se exhiben las magníficas telas de Zurbarán, se celebraron poco después unos conciertos de orquesta. Con ello, Falla siente decidida su vocación. Será músico y no literato. Los músicos locales tenían, en Cádiz, una buena tradición que se remontaba al siglo XVIII, cuando, en las casas próceres, se cultivaba la música de cámara más importante del momento, Haydn, especialmente. Una larga serie de músicos andaluces poco conocidos fuera de la región, excepción hecha de Manuel García, habían ido creando un tipo de “andalucismo” cuyos principales colaboradores iban desde García a Joaquín Tadeo Murguía, Francisco de Borja y Tapia, José León, Fernando Sors inclusive, a ratos clasicista y a ratos andalucista; sobre todo, los autores de tonadillas y, muy especialmente, los guitarristas al modo popular con Francisco Rodríguez Murciano (o el murciano) a quien conoció Glinka en Granada o en Ronda, otros muchos anónimos, Julián Arcas, que era de Almería, los más populares como Juan Breva ... Del tipo de andalucismo, que tanto se extendió por París y por toda Europa en los años románticos, da idea la colección de “Cantos Españoles” de Eduardo Ocón, editada en Leipzig por Breitkopf y Haertel. Ocón, que era malagueño, con Mariano Vázquez, granadino, eran, en las últimas décadas del siglo, figuras eminentes en la música de la región andaluza. Alejandro Odero, gaditano que había estudiado en París, era una figura considerable .en esa época. Su padre, Luis Odero, músico también, era cubano, y lo subrayo con intención, porque el intercambio de varia índole, musical desde luego, entre Cádiz y Cuba antes de 1898 fue muy importante por cuanto se refiere a la lengua musical de la Andalucía que Falla oía hablar (sonar) en su infancia. Ese andalucismo pasa a la zarzuela de Chapí, Caballero (que había estado bastante tiempo en Cuba), Jerónimo Jiménez y otros. Tales son los antecedentes del idioma musical que Falla lleva a sus primeras composiciones. Se dice que Rossini aprendió la técnica de la escritura musical copiando las particellas de los cuartetos de Haydn. En casa de Don Salvador Viniegra, padre del pintor, músicos ambos, se tocaban cuartetos, siguiendo la aristocrática tradición gaditana. Falla asistía a las sesiones a la par que daba lecciones con Odero. Desmenuzaba las partituras clásicas y ese análisis, decía él, fue su mejor preparación para los primeros intentos de composición que hace: dúos instrumentales, un cuarteto y un quinteto que se ejecutaron ipso facto en aquellos salones. Se escribe un argumento de zarzuela y le pone música. Todavía en sus años de Granada, cuando él y yo nos asomábamos al mirador de Lindaraja, Falla sonreía contemplando un árbol prócer que habría inspirado aquella zarzuelita: "El ciprés de la sultana”. Esos serían los más sólidos fundamentos de su técnica al llegar a Madrid, en viajes de ida y vuelta, desde 1894 o 1895, a fin de dar lecciones de piano con el maestro José Tragó, discípulo de Compta y condiscípulo de Albéniz en el Conservatorio de Madrid. Tragó, terrible denostador, entonces, de los modernismos, fue quien preparó a Falla para que se presentase, en 1905, al concurso que anualmente abría la fábrica barcelonesa de pianos "Ortiz y Cussó” y cuyo premio obtuvo. Cuando a su regreso a Madrid Falla se instaló, con sus padres, en el pisito extremadamente modesto de la calle de Ponzano, conservaba aún el piano catalán (con maquinaria alemana, creo recordar) y sonreía al recuerdo de los disgustos de Tragó ante los "modernismos” propios y ajenos que le presentaba. Y consideraba como un gran progreso de los tiempos el que Tragó comenzase a admitir las piezas de Albéniz, las que Falla traía impresas de París y... la "Ondina” de Ravel: un colmo. Durante toda su vida, Falla dio una importancia trascendente al hecho casual de haber encontrado en un puesto de libros de viejo uno francés, de cierto Louis Lucas, que se titulaba L´Acoustique Nouvelle. Este libro habría sido tan decisivo para el como las famosas conferencias de Pedrell. Incluso Falla atribuía a Lucas los atisbos de politonía que aparecen en su producción desde la "fanfare” de "El Retablo de Maese Pedro”. Pude ver el librito cuando Falla trabajaba en el “Concerto”, ya en su nuevo domicilio de la Antequeruela Alta. La obrilla de Louis Lucas me pareció sumamente escueta; pero nadie sabe las razones por las que una obra o un autor pueden influir profundamente en el ánimo de otro. Lucas sugería, si mi memoria no me es infiel, la posibilidad de escribir en dos líneas tonales diferentes por el simple hecho de dividir en dos zonas un alto acorde de dominante, por ejemplo: sol y re menor, con base sobre el acorde de novena de dominante de Do; sol y fa (ídem de undécima); sol y la (ídem, de décimatercia), ilusión “acústica” que se puede completar con apoyaturas y notas de paso. “In fact”, esta es la “aparente politonía” (como Falla gustaba decir) que aparece en el “Concerto”, principalmente. En 1904 la Academia de Bellas Artes anuncia un concurso en el que se premiaría una “ópera en un acto” con libreto del literato gaditano Carlos Fernández Shaw. La obra se titula “La Vida Breve” y la acción ocurría en los barrios gitanos de Granada. Era el elemento “literario” de Falla. La música pondría en colaboración el elemento “musical” que Falla había respirado desde su infancia y, puede pensarse, algunos toques derivados del zarzuelismo de Chapí, lo cual él no reconocía, sin negarlo tampoco rotundamente. Su preocupación principal, en esa obra, radicaba en la prosodia correcta de sus personajes y, aunque los de Chapí canten con naturalidad en un buen castellano, lo cual era bastante corriente en el teatro lírico menor madrileño, Falla reprochaba al gran zarzuelista alicantino su manera de forzar los giros andaluces. Con ello, en efecto, se fue creando un andalucismo facticio que corresponde al madrileñismo de Arniches, en la letra, y de Chueca, en la música. Pero lo que Falla reprochaba a Chapí lo perdonaba a Chueca[1] a quien guardó gran estimación siempre. Es "vox populi”, y Falla no lo negaba, limitándose a sonreír, que en sus años mozos "ayudaba” al simpático sainetero para llevar sus polcas, chotis, mazurcas y demás "folklore” madrileñista (!) al pentagrama ... Cuando Falla comienza la música de "La Vida Breve”, en 1904, Pedrell, amargado por la hostilidad que encontraba en la capital, la incomprensión de sus colegas, catalanes tanto como castellanos, desgracias familiares también, decide regresar a Barcelona. No aprobaba a Falla por ponerse a escribir una ópera que, en resumidas cuentas, no sería sino una zarzuela en la que "se cantaba todo”, y tardó mucho tiempo en perdonar a Falla aquella especie de apostasía al credo pedrelliano, o mejor dicho, a su "non credo” en las zarzuelas, que detestaba, principalmente por ser el pedestal de la gloria (económica), de sus grandes rivales Bretón y Chapí. Llega el concurso y, el mismo año en que el Conservatorio le entrega el flamante piano catalán, la Academia le entrega el premio por su ópera "La Vida Breve”. Que no consigue que se represente en ningún teatro. Esto era, sin embargo, lo tradicional y llegó hasta los últimos años hábiles del coliseo de la Plaza de Oriente, el de los pies de barro. Si este fracaso relativo agrió a Falla sus sentimientos hacia Madrid no lo sabemos bien; pero cuando años antes de proclamarse la República hizo la Academia, al través de alguno de sus miembros, cordial amigo de Falla, alguna gestión, muchas veces repetida más tarde, para que el músico aceptase el ingreso en el seno de la "docta corporación” se encontró con una negativa inflexible. Unos amigos le invitan a hacer una excursión a París que habría debido durar una semana. Falla mete la partitura de "La Vida Breve” en la maleta y una porción de bocetos de piezas para piano, piezas vocales y otras, más dilatadas, que habrían de constituir una especie de concierto para piano y orquesta, pero cuyo carácter andaluz daba la tónica. En París, Falla ve abrirse ante él perspectivas francamente optimistas. Los siete días se convirtieron en siete años. En 1907 París hervía en música, pintura, poesía: el París "fin de siécle” renacía con multitud de acentos nuevos en el siglo que apenas comenzaba, porque los siglos, como decía Stendhal, no comienzan nunca cronológicamente, sino cuando quieren. Pero, desde antes de empezar, estaba ya presente en las piezas para canto de Debussy ("Ariettes Oubliées”, de 1888, los “Cinco Poemas de Baudelaire”, 1890; el "Aprés midi d’un faune”, escrito en 1892, estrenado en 1894, se publicó en 1902, que es el año en que termina "Pelléas et Melisande”. El Cuarteto era de 1893 y los "Tres Nocturnos”, se escucharon entre 1900 y 1901). La "Ariane et Barbe-Bleu” de Dukas se estrena justamente en 1907, recién llegado Falla, y Ravel, que era entonces el joven compositor desconocido cuyas primicias desconcertaban a todo el mundo, escribe en 1907 sus "Histoires Naturelles”, tan llenas de audacias, y su primera gran obra de orquesta, la "Rhapsodie Espagnole”. Creo haber oído a Falla que una razón que contribuyó decisivamente a su permanencia en París fue que Pierre Lalo, que hizo famoso su folletín de crítica musical en "Le Temps”, oía tocar a Falla, pared por medio, fragmentos de "La Vida Breve”. Lalo, hijo del gran autor de la "Sinfonía Española”, Eduardo Lalo, sentía, como su padre, amigo de Sarasate, gran afición por España, de donde se creían provenir. Lalo fue quien introdujo a Falla en casa de Paul Dukas y quien, más tarde, lograría que "La Vie Breve”, en traducción francesa (y en dos actos), se estrenase en el teatro de Niza, en abril de 1913. En seguida, en París. Con Dukas revisa la orquestación de esa obra. Luego conoce a Debussy y a Albéniz. Su mayor camarada es Ravel. Muy amplio en sus ideas liberales éste, muy apegado a sus ideas religiosas Falla, tenían frecuentes polémicas. Una noche, Ravel busca a Falla acongojadamente. Su padre está a punto de morir y viene a pedir a Falla que un "abbé” amigo vaya con ellos, a escape, a dar al agonizante los santos óleos. Debussy y Albéniz trabajaban cada cual en su "Iberia” respectiva. El maestro español, en sus páginas para piano. Debussy en las páginas orquestales que llevan el título general de "Images”. Falla, que llevaba de Madrid en boceto las “Cuatro Piezas Españolas”, tiene ocasión de meditar en la clase de técnica y en el tipo de españolismo que mejor le conviene. Albéniz logra el “carácter” tan acentuado de sus páginas mediante rasgos y armonías incisivas, rico en imaginación, un tanto estrecho de forma. Debussy es mucho más elástico, en este sentido, y su armonía tanto como su orquestación son admirables de materia, de sensualidad sonora, de finura en los tonos. Pero es, para un español, demasiado disuelto, demasiado incorpóreo. Con esos ejemplos a la vista, Falla sabe conservar su originalidad y comienza a encontrar un tipo de “manera” que le es propio. Las “Cuatro Piezas Españolas” aparecen en 1908. Al año siguiente aparece el cuarto cuaderno de la “Iberia” de Albéniz. En seguida, Albéniz muere. Falla es quien va a heredar su cetro; pero no es fácil verlo todavía. Las “Tres Melodías de Teófilo Gautier” aparecieron en ese año de 1909, pero su composición es, en parte, anterior a las piezas para piano, y otras son del mismo tiempo. Para mí, las melodías con texto de Gautier son como un esfuerzo penoso de un músico que quiere desembarazarse del tópico españolista; del tópico del españolismo romántico, y que lo consigue, tras de un esfuerzo penoso, acentuando aquel carácter hasta una exageración casi caricaturesca, como es la que se ve en la “Seguidille” (Alza! Hola! Voilá... la ve-ri-ta-ble vtanoooola!). En “Les Colombes” parece encontrarse el influjo que debió de producir a Falla su primer encuentro con las páginas vocales de Fauré. La “Chinoi-serie” puede recordar un poco alguna página vocal de Florent Schmitt, pero es como en homenaje a los gustos parisienses del momento. En cuanto a la “Cubana”, de las “Cuatro Piezas”, puede servir como ejercicio de comparación entre las piezas del pianismo "salonnier” del primer Albéniz y la emancipación del tópico españolista. La crisálida se convierte en mariposa; pero romper el capullo y salir al aire libre es todo un drama. El 19 de diciembre de 1914 un joven pianista gaditano, José Cubiles, apareció como recitalista en una pequeña sala madrileña, la “Sala Navas”, donde, entre otras piezas, tocó la "Islamey” de Balakiref. Falla acababa de regresar de París y fue invitado al concierto por su paisano. Al terminar la obra del maestro ruso se volvió hacia Falla como saludando en él a una especie de embajador de la música de última hora (aunque la de Balakiref llevase algunos años de existencia...). Era la primera vez que Falla acudía, desde su regreso de Francia, a un espectáculo público, y ese día fue cuando la mayor parte de los jóvenes de entonces lo conocimos. El Ateneo era la más alta cátedra “extraoficial”. Su sección de música estaba dirigida por un músico y crítico competente, Miguel Salvador, quien invitó a Falla a exhibirse en aquella tribuna. Se oyeron entonces, por primera vez, a lo menos en público, fragmentos del "Boris”, que Falla transcribió para piano, páginas de Bertok, otras músicas francesas. En 1915, Salvador y Falla, con otras personas, fundaron en Madrid la llamada Sociedad Nacional de Música, que, en rigor, fue la única sociedad internacional durante los años de guerra. Falla actuó en muchas sesiones y allí se dieron a conocer la mayor parte de las obras para piano, canto, combinaciones de cámara, de la que, entonces, era la música más avanzada, a más de la de músicos españoles, quienes, como Falla mismo, ofrecieron en sus programas la primera audición de muchas obras suyas. Las versiones del concierto, por ejemplo, de las piezas teatrales que, con libro de Gregorio Martínez Sierra, había puesto en música Falla; una, la "gitanería” estrenada por Pastora Imperio en abril de 1915 y cuya versión de concierto se estrenó en la Nacional, dirigida por Arbós, el 28 de marzo de 1916; o la versión de concierto de la "nueva versión coreográfica” del ballet titulado "El Sombrero de Tres Picos” "conforme ha de ejecutarse inmediatamente en Londres por el "Ballet Russe” de S. de Diaghilew”. Esta nueva versión se dio a conocer en Madrid dirigida por Pérez Casas el 17 de junio de 1919. Con el título de "El Corregidor y la Molinera”, y a manera de pantomima bailable se había estrenado en el teatro de Eslava el 7 de abril de 1917. De la fecha del estreno de ambas obras datan, en los diarios y revistas de Madrid "Hoy” y "Revista Musical Hispano Americana” los comentarios más apasionados acerca de esta nueva música española. Conviene que se recuerde, porque no ha dejado de haber crítico alemán que afirmase en una publicación norteamericana que Falla sólo comenzó a ser defendido por la crítica de su país después de que fue “descubierto” el músico por la crítica extranjera. Pero Manuel de Falla mismo reconocía cuál era el hecho verdadero en el prólogo que escribió para una frustrada traducción del libro de G. Jean Aubry sobre "La Musique francaise d’aujour-d’hui”, prólogo que se insertó en la mencionada revista en su número de julio de 1916. Al año de residir Falla en Madrid da fin, al mismo tiempo que a "El Amor Brujo”, a los "Nocturnos” para piano concertante y orquesta titulados: "Noches en los Jardines de España”, de larga elaboración, y cuya primera audición ofreció Arbós en la siguiente temporada de primavera con la Orquesta Sinfónica y José Cubiles al piano. Cubiles cobraba así rápida categoría ascendente, y él fue el elegido, al llegar los Bailes Rusos a Madrid, en ese año, para llevar la parte de piano en "Petruchka”. El tipo de música española que Falla muestra en los "Nocturnos” es ya una depuración estilística (y técnica) considerable respecto del de sus anteriores obras y, claro está, de sus antecesores inmediatos. Donde Falla muestra el punto de transición es en las "Siete Canciones populares españolas”, que se habían estrenado en el Ateneo, cantadas por Luisa Vela[2] con Falla al piano, en el invierno de 1914 y que, ahora, servían para inaugurar la Sociedad Nacional el 8 de febrero de 1915, cantadas por una señorita Revillo, de la que apenas se volvió a oír más. En el programa figuraba otra página que también desapareció de la circulación, desde entonces, y que no mencionan los comentaristas de Falla: es una canción de María Martínez Sierra, firmada por su marido, que se titulaba "Oración de las madres que tienen a sus hijos en brazos”, y que viene a ser como un "pendant” del "Noel des enfants qui n’ont plus des maisons” de Claude Debussy; ésta, escrita después que la de Falla, en diciembre de 1915. ¿Por qué retiró Falla aquella canción, tan conmovida, de su repertorio? ¿Sería porque la madre acongojada pide a Jesús niño “que este hijo mío no sea soldado”? ¿Comenzaron entonces los motivos de frialdad con el matrimonio literato? Todavía en su pisito de la calle de Ponzano trabaja Falla en una pieza teatral de los Martínez Sierra que habría de titularse “Fuego Fatuo” (¿o quizá “Balada”?), y que, toda ella, llevaría música de Chopin, que yo vi orquestada ya. No se volvió a saber nada más de esa obra. Por entonces murió el padre del músico, Don José María Falla (sin de, como tampoco lo llevaba Falla en sus años jóvenes, ni en los de la segunda estancia en Madrid cuando se encontraba entre amigos) caballero pequeñito, extremadamente pulcro y fino, que aparecía y desaparecía “sicut umbra” por la secretaría particular del Ministro de Fomento, Don Amós Salvador, y en cuya dependencia trabajábamos su hijo Miguel y todos sus amigos. A consecuencia de esa pérdida dolorosa, Falla trasladó su domicilio a la calle de Lagasca, en las casas nuevas del final, saliendo ya al campo. Por poco tiempo, porque al regresar del estreno en Londres de “El Sombrero de Tres Picos” la halló vacía: ninguno de nosotros vio nunca a la madre de Falla, enferma siempre, y siempre recluida en su habitación. La Fantasía Baetica que Falla escribe en Madrid todavía, es el pañuelo de despedida de esta fase de su estilo. Magnífica obra pianística que resume ese momento del idioma españolista de Falla pero que, no comprendo por qué, ha quedado sistemáticamente postergada. Falla tuvo la generosidad de dedicarla a un pianista, Arturo Rubinstein, que se había hecho constante intérprete de sus obras anteriores, especialmente de fragmentos de “El Amor Brujo” y de “Le Tricorne”. Por esta razón, quizá, otros pianistas sentían escrúpulos para incluirla en sus programas o quizá se debe al motivo, peregrino y frívolo, pero “muy” de virtuoso, de que la obra es demasiado grande en comparación con las páginas sueltas; demasiado breve comparada con las páginas grandes como sonatas o fantasías; demasiado rica en comparación con las piezas de carácter amable; no tanto como las piezas de bravura. José Iturbi desdeña, según se dice, tocar los "Nocturnos” con esta última excusa. Ignoro si la anterior es la que ha hecho desdeñar a Rubinstein la Fantasía Baetica, cuya primera audición ofreció a los auditores de Nueva York en enero de 1920, sin que apenas se decidiese a repetirla después. En esta fecha se hallaba instalado ya el maestro en su "carmen” de la Alhambra, donde se tomaba el café con leche a la sombra de un granado en flor, junto a la pared por donde trepaban los jazmines. El gato Confucio miraba despectivo a tanto visitante de parla anglosajona y solo se dejaba acariciar, sin gran convicción, por los nacionales. Zuloaga había dirigido la instalación de Falla en la casita, sencilla en extremo, con sus zamarras de esparto por las paredes, sujetas por grandes clavos viejos, recias vigas pintadas de azul, como las puertas y ventanas, cortinas hechas con telas ordinarias, a listas, de Coín, y sin otro adorno sino el de la alfarería de Fajalauza y alguna alfombrilla de la Alpujarra que destacaba sobre el rojo tostado, muy brillante, de los baldosines. Alguna cortina de color naranja daba una nota alegre. Los libros, abundantes, en la estantería de nogal, pulida como un espejo. Y el piano de Ortiz y Cussó, sobre cuya negra severidad llameaban los geranios que se mojaban en una jarrilla de Andújar. Allí vivía con su hermana María del Carmen, que le acompañó, después, en su destierro voluntario en la República Argentina, al día siguiente del triunfo del fascismo en España. El "carmen” de la Alhambra resultaba un poco ahogado, entre sus celindas y laureles, porque no tenía vistas despejadas. Cuando Falla encontró oportunidad de alquilar otra casita, todavía más pequeña, en la parte del cerro del Sol, que se denomina la Antequeruela Alta, no dudó en trasladarse a ella. Desde la tapia del jardinillo, la Vega se contemplaba en su admirable magnitud. Las visitas, incesantes en esta época, callado martirio para la paciente discreción del maestro, podían encontrarlo, antes de hacer que sonase la campanilla, acodado en la tapia baja, absorto en la contemplación del inmenso horizonte. La sobriedad que se acentúa en la manera de vivir de Falla corresponde a la que, parejamente, busca para su arte. Indirectamente, es una consecuencia, también, de la estética del “dépouillement” que se predica en París y que va a llegar, en Erik Satic, a una simplicidad extrema. Depuración en la escritura, en la cual pueden prescindirse de cuantas notas no tienen una misión indispensable. Los tratadistas más recientes de la Armonía proclaman, a su vez, que las viejas precauciones para utilizar la disonancia son ya innecesarias; que la disonancia vale por su propio efecto o por el claroscuro que produce hábilmente entretejida entre las consonancias. La polifonía tiende a simplificar su tejido porque, Falla afirma, nunca se oyen con claridad suficiente sino dos voces como máximo y el resto, en la polifonía barroca, solo sirvió para espesar la masa sonora. Falla no creía que ese espesor fuera riqueza, ni que la persistencia rítmica lo fuese tampoco, y menos la insistencia en los acordes fundamentales. Cabe decir las cosas con sobriedad, con temas breves, como los maestros españoles del XVIII y el gran Domenico, en el siguiente. La tonalidad puede mantenerse sin insistencia, pero sin confusión. La disonancia oportuna puede traer finas sugestiones hasta un punto en que la tonalidad comience a verse en peligro. Es posible combinar las líneas melódicas de tal modo que incluso parezca que se encuentran en tonos distintos; pero su hábil manejo armónico evitará que la polifonía “aparente”, como decía él, caiga en lo atonal. Un primer ejemplo puede verse en la “fanfare” con que comienza el “Retablo”, donde dos trompetas con sordina parecen tocar, una en mi bemol, otra en la menor. Pero dos trompas, por debajo de aquellas, mantienen, quietas, la quinta do-sol con lo cual la tonalidad de do menor late en el fondo a pesar de las disonancias que chispean en la superficie. El principio se irá extendiendo sucesivamente hasta llegar al “Concerto”. La instrumentación, a su vez, puede reducirse a un mínimo de agentes sonoros, con lo cual se gana en transparencia de la masa; en limpieza de timbres, que pueden aparecer así en su variedad policroma; en efectos suaves cuando se quiere, agridulces o francamente ásperos si el compositor lo desea. Hay dos instrumentos que expresan a maravilla un punto de vista análogo en los viejos compositores: uno es la guitarra, la vihuela de los músicos españoles del XVII, que no era sino una variedad de la guitarra en la cual se contraía el anterior barroquismo del laúd. El otro instrumento, era el clavicémbalo de Domenico Scarlatti, con sus piezas enjutas, de un laconismo bajo cuya transparencia palpitan cantos españoles inconfundibles. Ese clave, tan distinto a aquél en el que Juan Sebastián Bach había engrosado los "concerti”, ásperos como el membrillo, de Antonio Vivaldi. La música concertada de ese tiempo era armoniosa, vibrante, pero no meliflua. En la música española anterior, expresión y pudor marchaban juntamente, y aun puede pensarse en la ardiente concisión de nuestros místicos. Forma, prosodia, sintaxis rigurosa siempre estaban mantenidas, por fuerte que fuese la expresión, por concentrado que estuviese el pensamiento en unas cláusulas cuya sobriedad podía llevarlas hasta el hermetismo. Y, ¿no arde en ellas el espíritu más alquitarado en sus esencias españolas? "El Retablo de Maese Pedro” fue el primer intento. El "Concertó de cámara” el logro perfecto de esa estética. Fuera de España hubo quienes vieron en seguida un camino a seguir, cada cual dentro de sus peculiares tendencias. No era fácil, tras del "Concerto”, que el camino de perfección condujese sino a la especie de quietismo en que Falla vivió los últimos veinte años de su vida. Algunas páginas aisladas, desde el "Homenaje a Claude Debussy”, donde Falla recoge el rumor de las cuerdas graves de la guitarra que el francés había llevado a su piano, en un recuerdo ilusorio de una tarde granadina; o la grave dicción del "Soneto a Córdoba” de Góngora, o la "Fanfare” sobre el nombre de Arbós y el homenaje a Paul Dukas, rompen esporádicamente la larga contemplación en donde se sume su idea de la cantata con coros, solos y orquesta basada en "La Atlántida” de Mosén Jacinto Verdaguer. ¿Cómo podría conciliarse la exuberancia mediterránea de esta obra con la parquedad de la anterior estética, que no lo era solamente en el lenguaje, sino en su instrumento? ¿O habría ocurrido una renovación en el genio de Falla que, transfigurado, lo raptaría como al profeta, en un carro de fuego? Hoy sabemos demasiado lo que son los carros de fuego, en nuestros días. Falla cerró el libro, juntó sus papeles y pasó el mar. Si es cierto que una tercera parte de "La Atlántida” puede ejecutarse en concierto podremos saber algo de su secreto. Se habrá roto el misterio, pero sólo de una manera incompleta. El ciclo de la obra de Manuel de Falla se cierra en el "Concertó”. ¿Sigue, tras de él, una escuela, un grupo de discípulos dispuestos, o suficientemente preparados, para continuar el espíritu de su obra? Los músicos jóvenes que se acercaron a Falla en sus años de Granada son, todavía, demasiado jóvenes para pensar en ascetismos. Justamente, ahora quiere resurgir la vida, después de unos años terribles. El discípulo de Falla que más de cerca recibió sus enseñanzas y su doctrina es, precisamente, el más generoso en su inspiración y en la expresión de su verbo. Un continuador del Greco parece imposible. También de Falla. Ernesto Halffter, a quien me refiero, vuelve a reanudar la marcha triunfal de sus años de adolescencia, hoy, como hombre maduro. Alguna vez pienso si no sería oportuno poner en sus manos los bocetos de "La Atlántida”. Pero en seguida vuelvo a creer, como digo al comienzo de este artículo, que sería equivocado cualquier intento para terminarla. Notas: [1] Chueca protegía a Falla, recomendando a las compañías de zarzuela que aceptasen algunas obritas suyas de este género, lo que no consiguió. [2] Luisa Vela había cantado el papel de Salud en la representación de "La Vida Breve” que acababa de ofrecerse en el Teatro de la Zarzuela, dirigida por Pablo Luna. |
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ensayo de Adolfo Salazar Castro
Publicado, originalmente, en "Realidad - Revista de ideas" Nº 4 Vol segundo
Buenos Aires, julio/agosto de 1947
Tomado de http://www.ahira.com.ar/ - Archivo histórico de Revistas Argentinas
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