Una clase de psiquiatría del Dr. Santín Carlos Rossi crónica Vicente A. Salaverry (Especial para EL DIA) Suplemento dominical del Diario El Día Año XXXIII Nº 1662 (Montevideo, 22 de noviembre de 1964)
Doctor Santín Carlos Rossi dibujo de Buscasso |
El hombre que sabe envejecer —y la empresa no es del todo fácil— advierte, a medida que la edad avanza, que la vida, con su sabiduría, sabe compensar, con nuevas gracias, todo lo que va quitándole en lo físico. Y es así como algo simple, tal resulta la evocación del pasado, suele constituir alto deleite, con lo que uno comprende bien que el supremo anhelo de Apolonio, estuviera contenido en esta sola frase: "Dioses: ¡dadme un recuerdo para guardar! En su ensayo “De Senectude”, Cicerón exponía lo mucho que significaban para el hombre, cuando ya estaba en alta edad las recordaciones. Como ésta que nos induce a evocar al que fuera brillante profesor de la Facultad de Medicina, doctor Santín Carlos Rossi, dictando una clase de Siquiatría, dentro del Hospital Vilardebó. Debemos vencer la tentación del exaltamiento de la persona. Intentamos ser totalmente objetivos. Y éste es el recuerdo. En una mañana húmeda y calurosa de 1926 (estábamos en el "Veranillo de San Juan"), atravesando un descuidado jardín, llegamos a lo que pomposamente se llamaba Pabellón de Clínica Siquiátrica. Ya en aquel tiempo, todo aparecía viejo como corroído en el Vilardebó. En un recinto que, de no ostentar instalaciones de laboratorio, hubiérase dicho la cocina de una vieja estancia, encontramos varios hombres enfundados en blancas túnicas. Uno de ellos, apuesto y saludable, era el doctor Santín Carlos Rossi. Tras una pleitesía breve, fue el transitar por un cuarto muy grande, lleno de camas, atravesando luego un corredor repleto de locos. En las camas que habíamos visto al pasar, reposaban hombres que eran locos también. Contemplar esta población hospitalaria conmovía, máxime reparando en mozos, casi niños, bien constituidos físicamente, y que contestaban a las preguntas que se les formulaban como lo habría hecho una criatura de 6 años. Y el recluso que menos edad tenia allí, pasaba los 16. Junto al deterioro de los sitios por los que íbamos circulando, nos pareció excelentemente conservada una pieza grande, con sillas y tarima, donde nos detuvimos al fin. Ese era el salón (pase la metáfora) en que iba a dictar su clase el profesor. Le habían traído ya el “material de estudio”: un hombre y cuatro mujeres. El hombre con fuerte corpachón y cabeza rapada, tenia una barba muy rala, con pelos crecidos en más de una semana. El profesor, ante la visita del periodista (había querido rehuir la publicidad), explicó que la enseñanza de la Siquiatría tenía dos partes, siendo una de ellas la de la clínica interna. Esta es la que nosotros íbamos a ver. Como ciencia e información aún, había que experimentar distintos métodos. Primero era el observar del clínico, y luego el ensayar terapéuticas dispares. Al doctor Rossi le parecía más avanzada que ninguna otra, la “clínica fisiológica'’. (Había escrito un libro notable, que en muchas cosas, aún tiene vigencia: “El Criterio Fisiológico", con pie de imprenta de 1919. Empezó la lección en cuanto el profesor vio agrupados, y en condiciones de tomar notas, al periodista y los alumnos. Había discípulos que eran titulados ya. El caso de los doctores Sicco y Pérez Pastorino. Ante los enfermos, el doctor Santin Carlos Rossi procedía como un mecánico que estuviera desarmando una máquina. Aquel sujeto de la barba rala crecida, que nos había parecido un hombrón, dentro de su exorbitante traje de recluido, era casi un niño y se llamaba Romeo. Sus padres sintieron orgullo por él, viéndole inteligente y buen moro. Tenía un carácter dócil, bondadoso, muy afectivo. Estudiaba secundaria. Y, de repente, deja los libros de texto y se apasiona con la lectura de ficción. Y surge a poco insolente y abandonado, hasta sucio. Contesta de mal modo a los familiares y no come. Se desnutre. El profesor en este punto de la descripción, una frase bien caracterizante, a fin de que comprendamos bien nosotros: —Es que ha roto sus "relaciones" con la vida. Y hubo que traerlo al Manicomio. Mientras el profesar lo está describiendo, Romeo aparece abstraído, fuera del mundo. En ciertos instantes, desaprensivo, inconsciente, se mete los dedos en la nariz. —Primera característica — sigue explicándonos el profesor—: lesión de la afectividad; segunda, pérdida del interés para todo acto de la vida. Por eso, en su casa, ni comía ni se lavaba. Hasta se acostaba vestido. Dejó el doctor Rossi de ocuparse de Romeo, para intentar interrogar a una de las enfermas. Entre tanto, Romeo se tomaba la cabeza de una manera conturbante, que nos pareció hondamente dramática: como si le pesase mucho. La mujer de la que el clínico se ocupó luego, joven y delgada, tenía 20 años. Sus ojos de un color verde claro, eran muy tristes; los labios aparecían exangües y los cabellos rubios y lacios caíanle por sobre los hombros encorvados. Esta enferma empezó por sentir dolores de espalda. Se puso taciturna y llorosa. Lloraba sin causa justificada. De trabajadora que era, se convirtió en indolente. Se olvidaba de todo. El profesor le hizo allí preguntas y la interrogada no las contestaba bien. Hubo que dejarla, para pasar a otra mujer, ya con más edad, gruesa, que se complacía en enseñar sus brazos carnosos, bien modelados. Los cabellos le caían en trenzas, minándole el rostro, que era lindo y pueril. Había puesto la pierna derecha cabalgando sobre la rodilla izquierda. Y tenia un movimiento de vaivén constante aquel pie qix estaba en el aire, y que aparecía grande y deformado pot los zapatones de reglamento. Sonreía siempre, sin que se pudiera saber sí lo hacía por sentirse feliz o porque se burlaba de todos los presentes. El doctor Rossi contó la historia. La llevaron a la Maternidad y allí se excitó mucho, saliendo con delirio de persecuciones. Recluida en el Vilardebó, había adquirido ese aire confiado — hasta parecer burlesco — con que la estábamos contemplando. La tercera mujer enferma, con la cabeza rapada, se hubiera creído ciega. Le demencia la llevaba a no abrir los ojos y a proyectar para afuera sus labios grandes y gruesos, que tenían, así, algo de hocico porcino. Cuando el profesor le alzó la pañoleta, se vieron na manos fuertemente cerradas y sus brazos rígidos. —Si se le levantan —dijo el médico— se queda con ellos en el aire una cantidad increíble de tiempo. La estaban aludiendo y tocando y ni se movía. Se creyera idiota. Las compañeras la miraban y se reían. La cuarta enferma era angulosa, muy delgada, de nariz colgante y barba picuda. Todo un perfil brujesco. Se había pasado el tiempo moviendo acompasadamente los brazos y produciendo un leve silbido que nos hacía pensar en el de la víbora, amenazando atacar. Resultaba verdaderamente antipática, con una mirada dura y repelente. Reprendida por la enfermera, no compuso la actitud. Y al sentirse aludida por el doctor Rossi, se puso de pie, en actitud rebelde, exclamando iracunda, mientras fulminaba con la vista al siquiatra: —¡Yo no tengo ninguna enfermedad! No seas atrevido. Soy la hija de Dios. Y en un como desafío, nos miró a todos con ojos delirantes. Pensamos que iba a agredir a alguna de las personas que tenia cerca, porque sus manos se crispaban. Pero el siquiatra (y allí apareció el dominio del facultativo) la calmó con un: —En efecto, ella no tiene nada. Váyase adonde estaba tranquila cuando la trajeron. Obedeció, y ya se iba con los puños cerrados, seguida por la enfermera, la que evidenciaba tal temor, que hizo que el doctor Rossi acompañara la pareja hasta la puerta. Tal es la evocación de aquella mañana, húmeda y deprimente, que hacía rezumar las viejas paredes del Manicomio, en la que el doctor Santín Carlos Rossi nos hizo el efecto de un mecánico, o mejor dicho, de un ortopédico, que hacia muletas para las mentes. Nos dejó una impresión muy fuerte. De afanosidad y dominio. Temperamento tan armonioso, que pudo dar en el paraninfo de la Universidad una conferencia sobre sociologia pura, a pedido de un centro de estudiantes (alumnos de Derecho), que presidía un muchacho que se destacaba mucho: Carlos Quijano. Al presentar al disertante, aseguró Quijano que era la personalidad joven de más valor que había en el ambiente en ese momento. * ¿Qué de extraño que Batlle le brindara su diario para que publicase artículos firmados y tratara de llevarlo al Parlamento?... Luego fue el desempeñar con brillo el cargo de Ministro de Instrucción Pública. No es este el momento —ni el lugar— de hacer la apología de quien dijo en “El Criterio Fisiológico" bien batllistamente: “La ciencia tiene sobre la religión la desventaja de que hay que aprenderla; pero tiene sobre ella la ventaja de que sus afirmaciones son demostrables y obligan a la convicción, mientras que las religiosas dependen de la fe y nadie está obligado a tener fe. Basta que la fe en la vida futura vacile, para que el andamiaje de la moral religiosa se derrumbe. Es lo que está pasando en el siglo actual Lo que demuestra que hay que dar, por lo menos a los que duden, guías morales más fuertes que la ilusión". Era todo un rumbo político-social . Ponemos fin a esta nota recordando cómo el doctor Rossi abandonó el país, y se fue a ejercer pobremente la medicina en Buenos Aires, cuando la patria de Artigas, que Batlle engrandeció, se vio mancillada por una dictadura. Y hallándose aquel uruguayo en su voluntario destierro, invadido por el pesar y la nostalgia, el que parecía fuerte organismo claudicó. Al morir en 1936 (el golpe de Estado fue en 1933) el doctor Santín Carlos Rossi apenas pasaba los 5O años |
Crónica de Vicente A. Salaverry
Suplemento dominical del Diario El Día
Año XXXIII Nº 1662 (Montevideo, 22 de noviembre de 1964)
Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación
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