Sobre la
oportunidad histórica del cartesianismo |
La historia de la filosofía suele trazarse con referencia exclusiva a la temática filosófica, a las tesis y construcciones de índole ceñidamente teórica, lo cual, en principio, es sin duda lícito y justo, pero que en la práctica no suele serlo del todo. Se ha dicho que «quien sólo filosofía sabe no sabe siquiera filosofía», y parecidamente podría enunciarse que quien sólo recorre la historia de la filosofía no puede abarcar correctamente la misma historia de la filosofía. La filosofía ocurre en la historia total del pensamiento, de la cultura, del hombre. Condiciones e influjos colaterales que puedan parecer extraños y secundarios para la marcha del pensamiento filosófico, son en ocasiones considerables y aún determinantes para esa marcha. En el proceso del cartesianismo creo yo que se presentan e intervienen elementos de ese orden, cuya ingerencia no sólo ha sido importante para la suerte del pensamiento y la herencia de Descartes, sino para toda la filosofía moderna. Mi hipótesis es que la especial estructura de la filosofía cartesiana, que, por un lado, promueve y determina casi todos los acontecimientos de la filosofía posterior hasta Kant, desde el punto de vista teórico[1], por otro lado, desde un punto de vista práctico o histórico, decide venturosamente el destino de la filosofía europea durante la Edad Moderna. La primera filosofía moderna, la que da el tono a la especulación renacentista, es la que surge sobre todo en Italia y reconoce como figura principal la de Giordano Bruno. Las intuiciones de Bruno no le pertenecen con exclusividad, aunque las represente con mayor perfección y las organice en una sistematización más cumplida que los pensadores coetáneos que le son afines. En esta filosofía el panteísmo era acaso el motivo capital, y por más que se pretendiese ponerla de acuerdo con el dogma, la conciliación era imposible. La represión sobrevino en forma inexorable, y este tipo de pensamiento, el primero que se opuso como un frente filosófico a la concepción tradicional, fue barrido. Si se hubiera persistido en esa dirección, la filosofía moderna no hubiera llegado a constituirse como un gran movimiento creciente, orgánico y, a la larga, poderoso. Combatida sin tregua, obligada a llevar una existencia precaria y gravemente amenazada de continuo, esa línea de pensamiento no hubiera llegado a ser un factor capital en la común vida espiritual de la época. Dos clases de requisitos eran indispensables para que la filosofía moderna se constituyera sólidamente: por una parte, que se iniciara como un movimiento libre y racional, centrado en sí, ajeno a extrañas tutelas y concordante con las demás tendencias del espíritu moderno, que era, en general, racionalista, aun en los sectores opuestos a lo que se denomina técnicamente «racionalismo»; por otra parte, que no suscitara una oposición demasiado enconada y violenta del lado de las fuerzas tradicionales, que encarnaban ciertos principios considerados intangibles y que contaban con el apoyo de las instituciones eclesiásticas y políticas. El cartesianismo cumplía con ambos órdenes de requisitos, y aún es difícil imaginar otro género de filosofía que fuera capaz de satisfacerlos como él. No sólo es seguro que la persistencia de un tipo de filosofar más o menos cercano o proclive al panteísmo hubiera suscitado resistencias insuperables, sino que cuesta trabajo concebir una filosofía diferente de la cartesiana que hubiera podido insertarse en la situación histórica y llegase a inspirar un prolongado y fecundo trajín de ideas y problemas. Con los requerimientos del instante concuerda el pensamiento de Descartes por casi todos sus costados. Basta una rápida enumeración para comprobarlo. A la exigencia de autonomía filosófica responde Descartes con su fundamentación del filosofar sobre la autocerteza y con los criterios de la claridad y la distinción. Y, de rechazo, esta fundamentación se concierta maravillosamente con otra esencial demanda del tiempo, con el múltiple empeño de reconstruirlo todo –tras el ocaso del universalismo medieval– sobre la individualidad. Como lo he señalado otras veces –y no temo repetirme en gracia a la importancia del punto– el cartesianismo, el protestantismo y el derecho natural, tres de los mayores movimientos espirituales modernos, realizan lo mismo, cada uno en su esfera: la reconducción al individuo, respectivamente, del saber, del creer y del poder. Me he ocupado recientemente de ello, señalando el papel de Descartes en la constitución del individualismo moderno y la significación histórica de este individualismo, y no he de insistir ahora en este tema esencial[2]. Uno de los mayores sucesos del tiempo es la creación de la «ciencia nueva» por Galileo; Descartes elabora una metafísica de la sustancia extensa y un cuadro del mundo natural que se hermanan con la matematización galileana, con la orientación general que en adelante seguirá la ciencia de la naturaleza, dando lugar a una aproximación entre la ciencia estricta [5] y la filosofía que será en adelante típica de la Edad Moderna y que por cierto contrasta con los raptos entre poéticos y místicos de la metafísica renacentista. Y no olvidemos que el autor del Discurso del método proporciona, a medias con Bacon, la nueva metodología que se venía buscando afanosamente desde fines de la Edad Media, la metodología que, en las propias vísperas cartesianas, era todavía un enigma para Francisco Sánchez y que cifraba Bruno en una mezcla de lógica luliana y de arbitrios mnemotécnicos. Si todo esto y otras cosas más se suelen tener presentes para la comprensión y valoración de Descartes, no se repara en otros aspectos que, en mi opinión, fueron decisivos para la suerte del pensamiento nuevo. Me refiero al segundo grupo de los requisitos señalados antes, a los que podían deparar a la filosofía naciente una especie de salvoconducto que la preservara de los riesgos exteriores. El racionalismo moderno no es un racionalismo absoluto, desde el punto de vista gnoseológico. Para Spinoza, la razón humana sólo conoce los atributos de la extensión y el pensamiento, con lo que la sustancia no entra en la aprehensión cognoscitiva sino parcialmente, y aún muy parcialmente, en la medida en que el número 2 se opone al infinito. Leibniz cree en la racionalidad de lo real en sí, pero, para el conocimiento, distingue entre las verdades racionales y las empíricas o de hecho, concernientes éstas a asuntos que la razón no puede dilucidar por su complejidad y que debemos contentarnos con captar en bruto, sin penetrar sus razones. Para Descartes los límites de la razón están en otro sitio: en el lindero entre la creación como hecho y la creación como propósito del Creador. La realidad es investigable en su estructura y funcionamiento; sus fines supremos, en cambio, son campo vedado para la razón humana y que sólo compete a la revelación. Pero la licitud y alcances de la razón han sido justificados meticulosamente, y en el dominio que le corresponde su derecho es omnímodo y sin apelación. El providencialismo menudo que solía acompañar al creacionismo es así eliminado; la realidad se convierte en tema de estricta averiguación racional, profana, pero sin que esta actitud de la mente contravenga demasiado las pretensiones de la creencia, ya que, hacia adelante, se le concede que son de su incumbencia el sentido y finalidad del mundo, y, hacia atrás, que las leyes que rigen la realidad le han sido impuestas por el Creador. Con tal reparto la religión y la filosofía podían ir cada una por su lado, lo que no equivale a sentar que toda colisión quedara descartada; se abría, entre la coyuntura creadora y las últimas finalidades, un intervalo donde cabía una concepción completamente racional y científica de las cosas. Este planteo frente al dogma, originado en el ámbito asignado a la razón, por el costado cognoscitivo, se refuerza por el costado metafísico. La distinción de las dos sustancias, opuesta a las inclinaciones monistas de la filosofía anterior, coincidía con la separación cristiana de cuerpo y alma, y permitía un tratamiento diferente para una y otra. La racionalización a fondo se da en el orbe de la extensión, y sin duda era natural que así ocurriera, porque lo extenso permitía una reducción a instancias ideales, aritméticas, geométricas, mecánicas; en suma, a la transformación de lo real físico en lo ideal matemático, consecuencia de la reducción de la materialidad a la espacialidad. No era posible un tratamiento semejante para lo anímico. La metafísica cartesiana de la sustancia pensante no presentaba ninguna arista capaz de herir las convicciones tradicionales. El gran problema donde una discusión racional hubiera sido arriesgada, la cuestión de la libertad, que afrontaron después racionalmente Spinoza y Leibniz, con el consiguiente escándalo, se omite en Descartes, y en su lugar se pone la afirmación de que el hombre es libre, que la experiencia inmediata basta a persuadirnos de ello y que en esa libertad radica la mayor perfección del hombre. Vino, pues, a ocurrir por aquí lo mismo que para la sustancia extensa. Las tesis cartesianas eran adecuadas para inspirar grandes movimientos de ideas, sin producir fricciones demasiado temibles. La doctrina de las ideas innatas encabeza y promueve la larga polémica sobre el a priori, que no ha cesado todavía. La radical heterogeneidad entre lo extenso y lo pensante es probablemente el mayor fermento filosófico de toda la Edad Moderna, un motivo operante con muy diversas reacciones en todo el pensamiento posterior, hasta Kant. Muchos caminos eran así abiertos para el tránsito del pensamiento libre, especie de caminos de cornisa, que bordeaban el precipicio pero que ofrecían cierta seguridad al viajero prudente; por estos caminos atravesó el pensamiento naciente, la filosofía en cuanto meditación autónoma, la zona de inminente peligro, y logró arribar a regiones donde se disfrutaba de relativa tranquilidad. Si arrojamos una mirada sobre los otros constructores de sistemas del mismo siglo, vemos que ninguno de ellos tuvo la ventura de Descartes; ninguno hubiera podido reemplazarlo en su excepcional papel histórico de origen de un proceso de ideas que, por decirlo así, marchara solemnemente por el centro del siglo. Hobbes y Spinoza se convirtieron pronto en dos proscriptos, y si el segundo se resarció después en parte con la admiración de Goethe y de los románticos, la proscripción del primero duró casi hasta nuestros días. Leibniz no hubiera filosofado pacíficamente en un país católico, y era además, en cierta porción por lo menos, prematuro. Si no llega a aparecer Descartes, la filosofía moderna hubiera sido cosa muy diferente de lo que fue: hubiera sido un bello cuerpo sin cabeza, como la Victoria de Samotracia, pero sin seguir siendo, como es ella, aun decapitada, una Victoria; [6] la filosofía moderna, combatida por todos sus flancos, atacada en Hobbes por materialista, en Spinoza por panteísta, en Leibniz por la dificultad de conciliar el libre arbitrio con la «armonía preestablecida», hubiera carecido de las muy poderosas adhesiones que le atrajo el cartesianismo, y aunque acaso no hubiera naufragado, tampoco hubiera prosperado como prosperó, con lo que se hubiera prolongado la vigencia del pensamiento medieval, que aun así y todo costó tanto desterrar de las Universidades. La grandeza especulativa de Descartes puede ser comparada con la de sus mayores congéneres, en particular con la de sus grandes compañeros en la empresa racionalista, Spinoza y Leibniz. Es probable que estos dos lo superen desde ciertos puntos de vista, y yo lo creo firmemente así, si bien creo también que dependen de él en modo considerable. Pero lo que ahora me interesa destacar es lo que podríamos denominar «la oportunidad» de Descartes, el conjunto de circunstancias que concurrieron en su pensamiento para convertirlo en el gran pensamiento viable moderno, y, con ello, no sólo en el representante más cabal de su siglo, sino en el varón capaz de eludir los más graves riesgos de la ocasión histórica y de gobernar la nave de la libre filosofía entre los más peligrosos escollos. No ha de entenderse que todo fue en él reflexiva prudencia; fue, en lo principal, la natural inclinación de su mente y de su genio, sus auténticas intenciones de filósofo. Pero la índole de sus convicciones, y acaso, marginalmente, algunas precauciones no en exceso censurables, permitieron un crecimiento imponente del pensar autónomo y una seguida trayectoria de la filosofía moderna, que, de otro modo, no hubieran sido posibles. Notas: [1] Ver mi trabajo «Descartes en la filosofía y en la historia de las ideas», en el número conmemorativo de Descartes, de Cursos y Conferencias, revista del Colegio Libre de Estudios Superiores, Buenos Aires, 1950.
[2] Ver mi artículo anteriormente citado. |
por Francisco Romero
Publicado, originalmente, en: Revista Cubana de Filosofía La Habana, enero-diciembre de 1950 Vol. 1, número 6
Gentileza de Filosofía en español
Link del texto: https://www.filosofia.org/hem/dep/rcf/n06p004.htm
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