Descartes,
Spinoza y Leibniz |
Reflexiones y Confrontaciones Con todas sus inflexiones, fluctuaciones y aun frecuentes desviaciones y parciales retrocesos, es visible en el proceso histórico un avance, una marcha hacia adelante en la que el hombre paulatinamente se va haciendo consciente y dueño de su destino y va acomodando su vida individual y colectiva a sus necesidades y aspiraciones más profundas y permanentes. En esta marcha, corresponde a la filosofía la función de elaborar poco a poco una visión satisfactoria del conjunto, esto es, de abarcar cognoscitivamente la totalidad y de poner en claro al hombre sobre su propio ser y sentido. Todo el trajín histórico, en sus dimensiones principales, es un proceso de liberación; el hombre va venciendo en él las fuerzas que lo subyugan y lo someten a imposiciones extrañas a su índole fundamental, fuerzas que operan unas desde el exterior, desde su contorno físico, y otras en su interior mismo, como impulsos que contradicen aquel ser suyo más auténtico y esencial, que sale lentamente a luz en la medida en que descubre en él lo humano y se encuentra a sí mismo. La filosofía constituye la instancia intelectual suprema en esta faena capital, porque, por un lado, se aplica directamente a la comprensión de la realidad, y, por otro, organiza y valora todas las demás tentativas de orden intelectual mediante las cuales ejerce el hombre su gobierno material y espiritual sobre las cosas y los seres del mundo. La historia de la filosofía no registra, por lo tanto, una mera serie de opiniones sobre el conjunto, una abigarrada sucesión de esquemas mentales, sino que se inserta en la total historia humana como un esfuerzo persistente de aclaración y comprensión, que corona la múltiple tarea por la cual el hombre se hace dueño de la realidad y de sí mismo y se convierte en el palpitante corazón de cuanto existe, en la viva conciencia del universo. Por muchas razones, en este trabajo de largos siglos, reviste particular importancia el tramo denominado Edad Moderna, en el cual, tras la etapa medieval, en que el libre ejercicio de la inteligencia se halla trabado por el predominio de los intereses religiosos, la mente occidental busca configurar imágenes de lo real que sólo respondan al propio perfil de las cosas, dejando de lado los mandatos exteriores de la autoridad y de la tradición. Las distintas secciones de la Edad Moderna, como es bien sabido, ofrecen cada una su especial cariz, su propia faz, que es al mismo tiempo una peculiar estructura interna y una determinada ocupación en el curso de la vida histórica. El Renacimiento, por la voz de sus más típicos representantes filosóficos, se rebela contra las consignas medievales, busca inspiraciones en la Antigüedad, propugna una visión unitaria y animista de la realidad, concibiéndola como traspasada de energías psíquicas y vitales, como una confluencia de lo terreno y lo divino, en la cual la belleza y la perfección son cualidades intrínsecas de las cosas, y no reflejos de una divinidad exterior al cosmos. Este panteísmo con ribetes de misticismo, que no desdeña la alianza con los seudosaberes del ocultismo y que se suele expresar en términos de exaltada poesía, es barrido por la represión, con frecuencia inmisericorde, de los poderes establecidos. Tras el brillante lapso renacentista, jalonado por los procesos y las hogueras inquisitoriales, la filosofía moderna casi tiene que comenzar de nuevo en el siglo XVII, con mayor cautela en sus relaciones con la sociedad del tiempo, y también con mayor rigor intelectual, asociada en adelante a la flamante ciencia de raíz experimental y matemática que crece desde las demandas de Bacon y los hallazgos de Galileo y que se convierte desde entonces en una de las más ilustres empresas del hombre moderno. El sentido de esencial empeño histórico del pensamiento filosófico en la Edad Moderna se revela, entre otras condiciones suyas, en la colaboración en él, simultánea o sucesiva, de casi todos los pueblos europeos que forjan la civilización moderna. El aporte de Italia es sustancial en el Renacimiento. Los grupos nacionales que componen las Islas Británicas, con su propensión al realismo concreto y a la acción práctica, están representados por los ingleses Bacon y Locke, por el irlandés Berkeley, por el escocés Hume. No sólo se distinguen estos pensadores en configurar una doctrina empirista del conocimiento y una interpretación psicológica del hombre, sino que con sus sensatas impugnaciones contribuirán indirectamente a la depuración y transformación paulatina del racionalismo continental, muchas veces poco atento a los dictados de la experiencia. Francia se hace presente con Descartes, Pascal y Malebranche. Alemania, que había preanunciado el Renacimiento con el Cardenal de Cusa, ofrece las figuras excelsas de Leibniz y Kant. Spinoza asume el doble papel de representar a Holanda, por su nativa Amsterdam, y a su prosapia judía, que no deja de imprimir una vibración en su pensamiento. Alrededor de estas personalidades sobresalientes, otras muchas confirman la activa colaboración de las diversas regiones europeas en la organización de la renovada concepción de las cosas y de la existencia humana. Se trata, pues, de una obra plural, que en el plano de las ideas repite la vasta cooperación que en el terreno de los hechos, del acontecer social y político, va construyendo el mundo nuevo, en el cual, desde los albores renacentistas, se perfilan y cobran relieve cada vez más, con rasgos propios e inconfundibles, los complejos nacionales, aportando una variedad, una movilidad y una energía creadora que dan el tono a la época. Desde otro punto de vista, todavía es más perceptible la condición de gran faena histórica que asume el pensamiento moderno. Es fácil discernir en él tres grandes tramos bien diferentes, perfectamente acordes con las necesidades y aspiraciones de la conciencia colectiva en los respectivos momentos. El Renacimiento es la preparación de la filosofía moderna y la oposición militante contra el sistema medieval; movimiento de avanzada, emprendido en una especie de deslumbramiento ante los horizontes recién descubiertos, muchos esfuerzos se consumen en ensayar nuevas posturas y en arrojar semillas que unas veces se perderán, como en toda siembra generosa, y otras fructificarán en muy diversas sazones, hasta en muy remotas oportunidades. En el siglo XVII la modernidad se ha encontrado a sí misma, el programa de los nuevos tiempos se diseña con claridad, y ya no se usará pedir elementos en préstamo a la Antigüedad, porque la Edad Moderna ha hallado su propio camino. Es la ocasión de la sosegada elaboración del sistema moderno, llevada adelante con una hermandad de la ciencia con la filosofía que pocas veces se desmentirá en las personalidades de más fuste. En esta laboriosa gestación, es habitual que el filósofo se hurte a la publicidad para defender su autonomía espiritual y también para hallar el clima adecuado a sus difíciles especulaciones. En el siglo XVIII el panorama cambia. El sistema nuevo, en sus grandes bases, está constituido, y las ideas quieren salir a la calle; el pensamiento no quiere permanecer encerrado en sí mismo, sino que aspira a inspirar la vida, a derramar su influjo por todas partes, a transformar el mundo de acuerdo con sus pautas. De aquí la especial índole de muchos de los más significativos pensadores del siglo, un Lessing, un Voltaire, un Diderot, hombres lanzados a la acción político-ideológica, mezclados a las grandes polémicas del tiempo, bien distintos por cierto de los pensadores típicos del siglo XVII, que trabajaban entregados por entero a la silenciosa elaboración de sus concepciones. De tres de los grandes filósofos del siglo XVII quiero ocuparme, de los tres a quienes se concede tradicionalmente la primacía en la línea del racionalismo continental: Descartes, Spinoza y Leibniz. No es mi intención presentar en detalle sus ideas, ni aun discutir puntualmente la magnitud de su contribución al sistema intelectual moderno; en infinidad de trabajos monográficos y en los tratados de historia de la filosofía se expone y discute abundantemente todo esto, que ha llegado a ser parte obligada y aun elemental de cualquier versación filosófica. Mi objeto presente es destacar algunos de los rasgos de esos pensadores, aquellos que los convierten en tres figuras notablemente diversas entre sí, y que les confieren, por lo mismo, tareas y significaciones muy diferentes, no sólo dentro del cuadro total del pensamiento moderno, sino también en el interior del sector racionalista de ese pensamiento, con lo que promueven una feliz integración o combinación de actitudes y posibilidades humanas en un movimiento de ideas que parecería destinado, por su propensión general, a una uniformidad abstracta y a un esquematismo lógico. Aunque los tres son grandes mentes teóricas, muestran, dentro de la común teoreticidad, inclinaciones bien distintas. Descartes es un puro espíritu científico, Spinoza es un temperamento religioso y Leibniz acusa predilecciones sociales muy señaladas. Descartes es probablemente la voz más fiel de su tiempo. Es verdaderamente maravilloso cómo concuerda espiritualmente con él, y será para siempre una averiguación tan difícil como incitante la de lo que en él es misteriosa recepción del espíritu de la época y lo que ese espíritu le debe como invención y encauzamiento. Todo lo que requería la situación filosófica del instante se encuentra en él. Era exigencia de aquella hora el sólido establecimiento de la autonomía filosófica, el afianzamiento de la autarquía del filosofar, como libre actividad del pensador, sin supeditación a las imposiciones teológicas, sin la ciega obediencia al criterio de autoridad, que durante siglos zanjó las disputas con la apelación a Aristóteles. Esta cuestión presentaba dos vertientes: por una parte, la resolución de atenerse a la pura inteligencia, a los recursos humanos y actuales del pensador; por otra, la justificación de la inteligencia así erigida en criterio único, el retroceso crítico hasta los últimos cimientos del conocer, para edificar sólidamente sobre ellos. Descartes afronta la cuestión en ambos sentidos. No sólo prescinde de todo antecedente teológico o metafísico, sino que hace ostentación de pensar como si fuera el primer filósofo sobre la tierra; lo que se obtenga deberá lograrse por la mera actividad autónoma del pensamiento. Pero este orgulloso pensamiento, puesto a renovar radicalmente la filosofía, debe presentar las pruebas de su autosuficiencia, debe hallar un punto de arranque del filosofar que le sea propio e interior, y éste fué uno de los más peculiares empeños de Descartes, cuyos resultados y consistencia pueden ser impugnados, pero que queda como modelo, hasta el extremo de que, puesto a resolver por su cuenta el asunto un filósofo tan de nuestros días como Husserl, ha debido rehacer la ruta cartesiana, introduciendo sus correcciones entre los jalones que la demarcan. En esta cuestión de buscar un postrero punto de apoyo al conocimiento —inseparable en su hora dé la de justificar su autonomía— Descartes se ha conquistado el papel del clásico ejemplar y por excelencia. Era otra necesidad de su hora la delineación de una teoría del conocimiento; la filosofía hasta entonces había funcionado elaborando concepciones de la realidad, sin mayores preocupaciones previas por examinar las facultades y operaciones intelectuales que forjan esas concepciones, sin un análisis riguroso del conocimiento mismo. Que esta faena era una demanda de la época que se iniciaba, lo demuestra sin lugar a dudas el hecho de que se sitúa en adelante en el centro del interés filosófico, oscureciendo muchas veces la tarea metafísica y subordinándola a sí, en cuanto se trataba del inevitable recurso para discernir la validez de toda afirmación sobre la realidad. No sólo puede considerarse a Descartes como el primer gran teórico del conocimiento, sino que pone certeramente el problema sobre los fundamentos que parecerán obligatorios hasta nuestros días, esto es, sobre la indagación de los elementos a priori del conocer: es lo que plantea en su famosa doctrina de las ideas innatas, de la que parte acaso uno de los más fecundos impulsos para el pensamiento moderno, pues es fácil advertir que la concepción kantiana del sujeto trascendental es la culminación de una serie de discusiones que se originan y desenvuelven, sin interrupción, a partir del innatismo cartesiano. Una importancia excepcional reviste Descartes en cuanto a organizador, por primera vez, de una visión de la realidad rigurosamente racionalizada. Aquí su conformidad con los requerimientos de su tiempo es también patente. La concepción mecánica, como se pudo ver después, era la interpretación típicamente moderna de la realidad; desde Galileo, la ciencia avanzará por este camino hasta los finales del siglo XIX. Descartes otorga consistencia metafísica a esa concepción, la extiende genialmente a toda la realidad material, la asienta sobre sólidos soportes especulativos. El increíble esfuerzo empleado por él en desarrollar su sistematización mecanicista no suele advertirse en todo su volumen, porque el ordinario lector de filosofía no acostumbra pasar de los lineamientos metafísicos del sistema pero más allá de ello, fuera ya de la atmósfera límpida y enrarecida de los principios y sus mayores consecuencias, se extiende el vasto panorama concreto de las partes tercera y cuarta de los Principios de Filosofía, donde pugna el autor por reconducir los hechos principales de la naturaleza a su visión matemática y mecanicista, en un forcejeo con los fenómenos que componen la trama del mundo, cuya opacidad desafía la mirada racional. Sea el que fuere el valor actual de sus explicaciones, siempre penetrantes, han de ser tenidas en cuenta para apreciar la ingente labor cumplida por Descartes, su ciclópeo empeño de reducir a la mecanización el conjunto del universo, no ya contentándose con señalar los resortes máximos, sino descendiendo valientemente a los detalles para justificar en ellos sus principios, para descubrir la motivación mecánica en los más oscuros sucesos de la naturaleza. Acaso el racionalismo del siglo XVII cumple aquí su más alta proeza, porque la mecanización —matematización, en suma— era sin duda la suma posibilidad de racionalización, el dechado de aquel ideal de concebir las cosas según la pura exigencia de la lógica y del número, dejándolas transparentes para la inteligencia humana. En mi opinión, y lo tengo dicho otras veces, Descartes no es sólo el padre de la filosofía moderna, sino también su salvador. Sus derechos a tal paternidad no me parecen discutibles: la Edad Moderna, filosóficamente, es una edad cartesiana. Ningún filósofo posterior a él, hasta Kant, escapa a su influjo. Si abarcamos el itinerario moderno, hallaremos, en general, la resonancia de sus temas, y, más en particular, lo veremos traspasado por dos impulsos provenientes de él, que ejercen su acción tanto en la línea racionalista como en la empirista: el que proviene de la dificultad suscitada por la relación alma-cuerpo tal como él la formula, y el que se origina con su teoría de las ideas innatas; ambos atraviesan todo el pensamiento del tiempo y resuenan poderosamente en Kant. Aquello que, en la lectura y meditación de Hume, despertó a Kant de su sueño dogmático, era la consecuencia de un planteo cartesiano, y también el apriorismo kantiano deriva, por sus pasos contados, del innatismo de Descartes, sin que se pueda hablar de una ocasional resonancia o coincidencia, pues son bien discernibles las etapas que para este punto, como para el anterior, enlazan sin interrupción las vistas del filósofo alemán a las del francés[1]. Todo esto suele reconocerse, aunque no de ordinario con el debido destaque. Mucho menos se advierte que es más probable que Descartes haya salvado el pensamiento libre, la auténtica filosofía, o que, por lo menos, haya adelantado mucho su vigencia[2]. La primera filosofía moderna, la del Renacimiento, es virtualmente suprimida por la represión; algunos de sus hombres más representativos, como Bruno, son literalmente borrados del mapa filosófico, y sólo reaparecerán mucho más tarde, cuando el clima histórico permita su rehabilitación. El cariz general de aquella filosofía, en especial su panteísmo, la convertía en la ocasión en cosa nefanda y prohibida. Descartes tuvo la fortuna de encontrar un tipo de filosofía que, sin herir violentamente las comunes convicciones dominantes, reivindica los derechos de la mente libre y la consideración científica y profana de las cosas. El puesto céntrico que asume, las múltiples incitaciones que de él parten, dependen en buena porción de esa doble condición suya. Ni Spinoza ni Leibniz, fuertemente sospechosos por uno u otro costado, puestos a la cabeza de la especulación moderna, lo hubieran podido reemplazar en su papel patriarcal. Spinoza, que meditó largamente la filosofía cartesiana y aun la expuso por el método geométrico en uno de sus escritos, es parcialmente un seguidor de Descartes. En realidad parte del esquema cartesiano de las tres sustancias —la absoluta o divina, y las dos sustancias terrenas, la extensa y la pensante— y aun cuando lo reelabora fundamentalmente, no desaparecen de él los vestigios de la concepción cartesiana, cuyos tres momentos, con bien distinto alcance, por supuesto, permanecen en su noción de la totalidad. Lo que en el francés son sustancias subalternas o creadas —la extensa y la pensante— pasan a ser en él dos atributos, los cognoscibles por nosotros, de la realidad, y esta realidad es infinita y santa, comprende en sí la absoluta dignidad y las supremas perfecciones que Descartes relegaba a la divinidad trascendente, cuya consideración excluía de su sistema. Hay, pues, en Spinoza una unificación o fusión de los elementos capitales de la metafísica cartesiana, que es la condición primera de su noción de la realidad. Una importante mutación ocurre con ella; la resuelta incorporación de la religiosidad a la consideración filosófica. Ya los filósofos del Renacimiento habían concebido la realidad panteísticamente; pero, con mayor o menor buena fe, cultivaban el equívoco de mantener al lado de su concepción filosófica el acatamiento tradicional de la creencia notoriamente incompatible con tal panteísmo. Spinoza, que tiene mucho que ver con algunos de esos renacentistas, se resuelve por una doctrina única, filosófica y religiosa a un tiempo, tan enérgica en su intrínseca religiosidad como en su disidencia con las religiones que sostienen la trascendencia del principio divino, y de aquí que, según como se lo mire, haya aparecido como ateo —el ateo por antonomasia para muchos de sus contemporáneos— o como un espíritu traspasado de sentido religioso, "ebrio de Dios”, como dijo luego Novalis. Si se transige con no considerar forma suprema y por excelencia de la religión la que concibe a la divinidad en términos personales, como ocurre en la tradición semítica y en la occidental, la doctrina de Spinoza tanto puede denominarse una religión filosófica como una filosofía religiosa; en el fondo, la suya guarda relación con las grandes filosofías del Oriente, así las de la India como el taoismo chino, y, en general, con todas aquellas filosofías que han querido ser, antes que exposiciones neutrales de la realidad, vías de acceso a su entraña para situar en ella prácticamente al hombre, "caminos de salvación”. No es muy hacedero establecer una separación nítida entre tales filosofías y las otras; el saber filosófico aspira siempre, si bien en grado variable, a convertirse en sabiduría, y la sabiduría nunca se queda en el mero conocimiento. Esa suprema palabra sobre lo real y lo ideal que pretende pronunciar el filósofo envuelve casi sin excepción una consigna de vida, porque una concepción cabal y definitiva de las cosas en su raíz y significación últimas solicita una adhesión que comporta una postura práctica. Sea como fuere, es evidente que unas veces prepondera y se constituye en sistema el interés cognoscitivo o teorético, aunque de él deriven después consecuencias prácticas, y ésta parece ser la inclinación predominante en el pensamiento occidental, y otras veces la finalidad religiosa o ética se plantea de antemano y subordina a ella lo demás, aunque la elaboración de la doctrina adquiera un contorno tan rigurosamente racional como en Spinoza. A Spinoza le ha tocado en la filosofía moderna una función de puente o de nexo vivo en la que no es frecuente reparar. Descartes es sin duda, por muchos de sus costados, el típico pensador "moderno”, con su preocupación por la fundamentación autónoma del saber y su análisis del conocimiento, con su impresionante concepción mecanizada de la realidad física. Pero Descartes separó rigurosamente el campo de su filosofía del de la religión admitida, y aun asintió expresamente a ésta, dejando así intacto para el pensamiento un ámbito en el cual residían importantes problemas metafísicos. Pese a toda su innegable modernidad, su aporte fué por lo tanto nulo en la faena de reconducir a una interpretación filosófica total y unitaria el conjunto de lo existente, y es indudable que en esta dirección avanzaba la especulación moderna. Con esa actitud suya, como se ha dicho, salvó en su hora la autonomía del pensamiento, cimentó la independencia de la filosofía, pero a costa de un recorte en ella que no podría ser mantenido. Ya en el Renacimiento se habían realizado intentos de una concepción total exclusivamente filosófica, pero debieron atraerse una represión que detuvo esa primera empresa del pensamiento nuevo. Baste recordar las persecuciones y condenas de Galileo, GIORdano Bruno y Campanella. Spinoza se enlaza con algunos de estos filósofos renacentistas, reitera su empeño de una filosofía omnicomprensiva y trasmite el impulso a quienes, mucho después, cambiada la situación histórica, vuelven a plantearse en términos exclusivamente filosóficos las cuestiones postreras del fundamento y sentido de la realidad, de la condición y lugar del hombre en el conjunto, de la índole y vigencia de los valores. En el Romanticismo, el panteísmo espinociano, con su inmanencia de todos los motivos últimos, cobra notable importancia; Goethe es uno de los primeros en atreverse a manifestar públicamente su admiración por un tipo de pensamiento cuyo influjo pasa en seguida a ser determi-minante en algunas de las grandes sistematizaciones del idealismo germánico. La continuidad y entrelazamiento del pensamiento moderno se confirma cuando se comprueba cómo Spinoza proporciona respuestas propias a problemas planteados por Descartes o derivados de él. Por ejemplo, la cuestión entonces candente de las relaciones e influjos entre lo extenso y lo pensante, y la de las ideas innatas o del a priori, reciben en SPINOZA soluciones que dependen de su noción de la unicidad de la sustancia y de su concepción de lo pensante y lo extenso como atributos. Lo mismo ocurre, más o menos, con Leibniz, cuya inserción en la descendencia cartesiana no puede ser discutida. La teoría leibniciana del conocimiento, la interpretación del a priori en ella, que ya está anunciando a Kant, nacen al calor de la refutación del innatismo por Locke, impugnación en la cual probablemente no apuntaba el filósofo inglés con exclusividad a Descartes, pero que hace pensar en Descartes ante todo, como el máximo sustentador que fué de las ideas innatas. Por este lado, el papel de Leibniz consiste en defender y mejorar la herencia cartesiana, y trasmitirla al autor de la Crítica de la razón pura. Pero como metafísico también se debe contar a Leibniz en la sucesión de Descartes, porque su teoría de las mónadas nace en parte para resolver —mediante la armonía preestablecida— las dificultades que ofrecía en Descartes la mutua acción entre las sustancias, dificultades que suscitaron el arbitrio teológico de los oca-sionalistas, mejorado y ampliado por Leibniz en una metafísica de gran estilo. Si el Leibniz de los Nuevos ensayos y el de la Monadología pueden ser referidos directa o indirectamente a Descartes, hay en su filosofía mucha materia que sólo la debe a sí mismo o es libérrima elaboración de temas extraídos de la inagotable cantera de la filosofía griega. Y por este costado hallamos una de sus peculiaridades más dignas de ser señaladas. Mientras Descartes y Spinoza pretender ser fuentes únicas de sus respectivas filosofías y se desentienden del pensamiento anterior, Leibniz indica más de una vez los influjos que han obrado sobre él, y, lo que es más importante, enuncia una interpretación histórica de la filosofía, la concibe como una integración de los momentos positivos que han ido apareciendo en la meditación a lo largo del tiempo. No es ésta la ocasión de caracterizar el aporte filosófico de Leibniz, pero debe decirse por lo menos que en ese aporte hay una multitud de semillas que habían de germinar poco a poco en la filosofía posterior, y aun algunas cuya virtualidad no se ha agotado todavía. Pero, dejando de lado lo tocante a la filosofía pura, hay un rasgo en Leibniz que lo singulariza y que no aparece en los dos grandes racionalistas de que he hablado antes. Me refiero a su enérgica conciencia del poder del pensamiento y del saber para la elevación y mejoramiento de la existencia humana, en un sentido próximo y concreto, no como beatitud o perfeccionamiento ideal, sino como paulatino dominio sobre la realidad, como un señorío que es al mismo tiempo esclarecimiento de la conciencia y subordinación de las fuerzas naturales en provecho de los intereses espirituales y materiales del hombre. En esta dirección trabajó Leibniz de muchos modos e incansablemente, en una multitud de empresas cuyo encaminamiento a los propósitos dichos resulta bien perceptible. Sus tentativas en pro de la organización y activación del saber fueron muchas y notables, y comprendieron la creación de una lengua universal, la derivación y estructuración lógica de los conocimientos, la constitución de academias y centros científicos que planearan y promovieran las investigaciones y dispusieran de todos los recursos necesarios, y la recopilación de todo el saber en una vasta enciclopedia, que fuera tanto el depósito de lo adquirido como el instrumento para el hallazgo de verdades nuevas. Las mónadas, elementos últimos de la realidad, están, en opinión de Leibniz, densas de pasado y grávidas de porvenir; esta proyección hacia el futuro, capital en su doctrina filosófica, se hace presente también en toda actitud suya, en su concepción general del saber y de la vida humana. Ni en Descartes ni en Spinoza adquiere la impulsión hacia adelante la significación céntrica que asume en el pensamiento y en la acción de Leibniz. Y esa proyección dinámica envuelve la interpretación de la realidad y del hombre como una formidable faena que avanza en busca de la plenitud y la perfección, del mayor bien, inspirada en la fe en el esfuerzo y la confianza en el porvenir. Teóricos de notable envergadura los tres, y excelsos artífices, cada uno a su modo, de la conciencia moderna, encontramos felizmente en Descartes, Spinoza y Leibniz una diversidad de posturas y propensiones del mayor interés, y también de la mayor fecundidad en cuanto han contribuido a la espiritualidad moderna con elementos e incentivos muy diferentes. Descartes es predominantemente un científico, un teórico; Spinoza es ante todo un espíritu religioso y ético, y Leibniz encarna el sentido prospectivo y social, la convicción de que el conocimiento es el máximo recurso para el esclarecimiento, la dignidad y el bienestar del hombre. Notas: [1] Ver mi trabajo "Descartes en la filosofía y en la historia de las ideas”, en Cursos y Conferencias, núm. 219, Buenos Aires, junio de 1950. [2] Ver mi artículo "Sobre la oportunidad histórica del cartesianismo”, en Revista Cubana de Filosofía, I, 6, La Habana, enero-diciembre de 1950. |
por Francisco Romero
Publicado, originalmente, en: Entregas de La Licorne Segunda época Año I - Nº 1 - 2 Montevideo Noviembre de 1953
Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación
Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)
Link del texto: https://anaforas.fic.edu.uy/jspui/handle/123456789/41
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