Tres fenómenos distinguen la experiencia
gustativa de los otros conocimiento sensoriales: su desarrollo
secuencial (va de un gusto a un regusto); su condición de sentido
impuro, que convoca necesariamente a los otros; su naturaleza tímica:
como el olfato, el gusto nunca es neutro, sino que oscila entre
atracción y rechazo.
Dime qué comes y te diré quién eres.
(A. Bríllat-Savarin)
En su obra Los cinco sentidos (que se inscribe en la nueva episteme
sensualista de los años 80), Michel Serres rehabilita sentidos
intelectualmente despreciados, como el gusto y el olfato. En tal marco
sostiene: No hay nada en la sapiencia que no haya pasado por la boca y
el gusto, por la sapidez.
Frutilla de carne encendida
La indistinción entre sujeto y objeto es, en mi opinión, una de las
características del gusto, lo que los ejemplos novelescos confirman. En
su reflexión sobre La razón golosa, Michel Onfray expresa:
Cuando me
puse la frutilla en la boca, estaba fresca en la superficie y caliente
en el alma, piel suave y casi fría, carne encendida. Apretada contra mi
paladar, se hizo líquido que me inundó la lengua, las mejillas, hasta
descender al fondo de mi garganta. Cerré los ojos. Por un instante -una
eternidad- fui esa frutilla, sabor puro y simple expandido en el
universo y contenido en mi carne de niño.
Marcel Proust nos acostumbró a tales experiencias, aun si el gusto, en
la escena de la magdalena, es sólo la ocasión de un placer muy
diferente:
... en el instante mismo en que el sorbo mezclado de migas
del bizcocho tocó mi paladar me estremecí, atento a algo extraordinario
que estaba ocurriendo en mí. Un placer delicioso me había invadido,
volviendo indiferentes las vicisitudes de la vida, inofensivos sus
desastres, ilusoria su brevedad. Y, del mismo modo que opera el amor, me
colmaba de una preciosa esencia: o más bien, esa esencia no estaba en
mí, era yo mismo.
La secuencia gustativa encuentra una excelente articulación en la
Fisiología del gusto (1825) de Brillat-Savarin. Roland Barthes percibe
un signo de la modernidad de tal obra en el hecho de que hace referencia
a la escalada de fenómenos gustativos. Por ejemplo, el champagne tiene,
primero, efectos de excitante y luego, de estupefaciente. Esa
temporalidad se revela como cualidad específica del gusto. Así, en su
Lectura de la Fisiología del gusto, Barthes señala:
.. entradas, regresos,
superposiciones, todo un contrapunto de la sensación. Al despliegue de
la vista (en el gran goce panorámico), corresponde la escalada del
gusto.
Comer y besar
El gusto se articula según un esquema
narrativo canónico (instauración de una falta; sujeto que busca,
superando una o varias pruebas, sujeto que encuentra; juicio sobre lo
encontrado). Así, Brillat-Savarin divide ese proceso en tres etapas:
sensación directa, sensación completa, sensación reflexiva:
La sensación directa es ese primer dato
que nace del trabajo inmediato de los órganos de la boca, mientras que
el alimento se encuentra todavía en la parte anterior de la lengua.
La sensación completa es la que se compone de ese primer dato y de la
impresión que nace cuando el alimento, abandonando su primera posición,
pasa a la parte posterior de la cavidad bucal e impregna todo el órgano
con su gusto y olor.
Finalmente la sensación reflexiva es el juicio que emite el alma sobre
las impresiones que el órgano le trasmite.
Quien come un durazno, por ejemplo, goza primero del olor que emana de
la fruta. Lo pone en la boca y experimenta sensaciones de acidez y
frescura que lo incitan a continuar. Pero es solo en el instante de
tragarlo, cuando el bocado pasa bajo la zona nasal, que el perfume se le
revela, lo que completa la sensación que un durazno debe producir. Así,
es solo después de tragar que el sujeto, juzgando lo que acaba de
experimentar, está en condiciones de decirse a sí mismo: "¡He aquí algo
delicioso!"
Barthes observa la relación entre gastronomía y lenguaje, el poder de
este último para convocar las delicias de su referente en el instante
mismo en que registra su ausencia. Pues comer, hablar, cantar, (besar),
son operaciones que se originan en un mismo lugar del cuerpo: si la
lengua se corta, ya no hay gusto ni palabra. Barthes subraya el gozo
lingüístico de Brillat-Savarin, el verbo que se despliega, inventando
neologismos, el deseo goloso y casi fetichista de la palabra rara. La
lengua, al rozar las diferentes partes de la cavidad bucal, desencadena
un juego donde lo verbal y lo oral, lo gustativo y lo erótico se
entrelazan.
En su relato Bajo el sol jaguar, Italo Calvino pone en escena una
oralidad parlante y golosa. En ese cuento exótico, los nombres de los
alimentos propios de la gastronomía mexicana abren un universo de
sensaciones gustativas inéditas.
Así, aunque el marido experimente un deseo antropofágico por su esposa,
la nominación también juega un sabroso papel:
El plato que nos sirvieron
se llamaba "gorditas pellizcadas con manteca ". Me concentré en devorar,
en cada uno de esos bocadillos de carne, toda la fragancia de Olivia a
través de una masticación voluptuosa, de la excitación, digna de un
vampiro, despertada por sus jugos vitales. Pero me daba cuenta que había
un cuarto elemento, el cual tomaba un papel creciente, futrándose en lo
que debía haber sido una relación entre tres: yo, bocadillos, Olivia.
Era el nombre mismo, "gorditas pellizcadas en manteca ", lo que yo más
saboreaba, asimilaba y poseía.
J.-L. Hennig, otro representante de esa
contemporánea tendencia hedonista, subraya el impacto de la lengua en
nuestras papilas gustativas. En su acariciador Diccionario literario y
erótico de frutas y legumbres dice que, por la suavidad de su pulpa o la
sola virtud de su nombre, en francés, el durazno (peche) se asoció
durante mucho tiempo al pecado (peché).
La secuencia gustativa se conecta así con la pronunciación. Pero también
con el origen de ese alimento, con su biotopos. El lugar donde come la
perdiz, el sitio donde la liebre juega tienen, según Brillat-Savarin, un
papel determinante para el sabor de su carne. También hay que considerar
los secretos de preparación, cocción y adobo, toda una sapiencia que
magnifica los manjares: resulta mejor el café machacado que el molido.
Es necesario comprender el valor de los gestos ancestrales: asar a las
brazas o a la llama, cocinar en olla de barro o de metal, marinar,
freír. También importan la madurez, la frescura, la fermentación, etc.
Al gastrónomo le interesa menos la necesidad vital de restaurarse que el
apetito de lujo, que permite gozar del festín.
Tomates mofletudos
El abordaje de un alimento convoca vista y tacto. J. L. Hennig señala el
kiwi, cuya piel marrón y vellosa lo transforma, para él, en una fruta
poco apetecible. En cambio, para Michel Onfray, los tomates del huerto
de su padre le parecen mofletudos como un trasero gordo. Lo que cuenta
es la seducción. De ahí los revestimientos, incrustaciones y rellenos de
la cocina burguesa.
Y no olvidemos el contexto auditivo, que el gusto solicita: lo crocante
y lo que chisporrotea despiertan nuestro apetito. También la música
burbujeante del champaña, preámbulo de su sabor. Según Michel Onfray el
champaña es el único vino que canta. Luego del chasquido seco del
corcho, que es ya una promesa de músicas dichosas, basta con escuchar el
murmullo de las burbujas en la superficie del brebaje viviente. Esas
pompas restallan, gorgotean, alegran el oído.
Así, el olor, el tacto y aun el oído actúan conjuntamente con el gusto
durante la ingestión del alimento. De ahí, la dificultad para aislar la
experiencia puramente gustativa. Como destaca Brillat-Savarin: estoy
tentado de creer que el olfato y el gusto forman un solo sentido, cuyo
laboratorio es la boca y la nariz su chimenea. La boca cata los cuerpos
táctiles y la nariz disfruta de los vapores que de ellos emanan. Así, si
se intercepta el olfato se paraliza el gusto, como cuando un violento
resfrío mata el sabor de los alimentos o como cuando nos tapamos la
nariz para tragar medicinas desagradables. De ese modo, siempre según La
fisiología del gusto, para los alimentos desconocidos, la nariz es como
un centinela que grita: ¿Quién va?
El hecho de que la lengua esté sembrada de papilas y que aproveche de la
cooperación del aparato táctil de la boca, relaciona el gusto con
ciertas formas del tacto cutáneo. Hay quien hace derivar el placer
gustativo del elemento táctil que se le agrega, esencialmente el
cosquilleo. Ese picor delicioso se abre en un abanico de propiedades
táctilo-alimentarias: lo sedoso, lo untuoso, lo muelle, lo que se
derrite.
La boca se me hace agua
La expresión hacerse agua la boca corresponde a un hecho fisiológico:
empezar a salivar. La salivación resulta más concreta que una
anticipación visual y prueba que el gusto opera una fusión entre sujeto
y objeto. El sujeto, por decirlo de algún modo, se derrite antes de
entrar en contacto con el alimento. Así se accede a ese devenir común
que se llama saborear. El sujeto se funde con el objeto el cual, a su
vez, se disuelve en la boca.
Según Brillat - Savarin es de lo disuelto y no de lo sólido de donde el
sabor se desprende. Es necesario que la lengua apriete contra el paladar
el cuerpo sólido para extraerle su jugo y que la saliva lo embeba. El
gusto es entonces una metamorfosis de lo sólido en líquido. Podría
agregarse que es una transmutación de lo heterogéneo (lo separado, lo
cortado, lo grumoso) en lo homogéneo (lo mezclado, lo fluido, lo liso),
de lo ruidoso (espumante, crocante) en lo silencioso, de lo caliente y
lo frío en lo tibio. En todo caso, de lo discontinuo en lo continuo,
pues quien gusta y lo gustado producen una sola sustancia, conformada
por la secreción de saliva y el jugo sápido.
El filósofo Gilíes Deleuze describe esos fenómenos del devenir común,
inspirándose en el ensayo sobre Materia y memoria (1896) de Bergson. Su
concepción del movimiento es la de un traslado que cambia
cualitativamente un todo. En el acto de comer, los alimentos no sólo se
desplazan en el interior de la cavidad bucal sino que todo se
transforma, cambiando de condición. Se produce así un devenir común, un
acontecimiento. Lo sápido no es un atributo de la cosa, como sería lo
visible o lo audible. El sujeto es arrebatado por el objeto y se vuelve
sabor. El alimento se disuelve para ser gozado y absorbido por alguien
que, en ese instante, se ignora a sí mismo. Según Deleuze, la sensación
es un devenir que capta a la orquídea y a la avispa como si fuesen una
unidad. Cuando alguien se transforma, aquel en quien se transmuta cambia
tanto como él mismo. La avispa se metamorfosea en parte del aparato
reproductor de la orquídea, al mismo tiempo que la orquídea se hace
órgano sexual de la avispa. Se trata de un solo devenir.
Saboreo, luego mi boca existe
Es ese sabor en su transmutación sensual el que nos interesa. Todos los
autores aquí citados están de acuerdo en reconocer que el gusto es el
sentido que nos procura más placer. Michel Serres sostiene que el gusto
engendra una cogito local. Ese gusto hace existir o no al sujeto local y
al objeto singular. Quien gusta y lo gustado hacen existir el paladar.
Yo saboreo y, por lo tanto existe un fragmento de mi cuerpo: boca,
paladar, cabeza.
Mientras que un ser pensante existiría de manera global pero
permanecería localmente frígido, ese devenir supone riesgos, por ejemplo
el de la sosería o el de la sobredosis. En los dos casos, la experiencia
gustativa propiamente dicha queda atrás.
Sos un dulce
En materia de sabores, la lexicalización es bastante elocuente. La gama
de intensidades de las metáforas gustativas nos hablan de un sentido que
nunca es neutro: se tiene sed de oro. Alguien que deseamos es apetitoso,
comestible, un bombón, un dulce, un bocado de cardenal. Una mala
experiencia se transforma en amargura y quien no logra superarla se
vuelve amargado. Alguien odiado hace vomitar. Un asunto arduo
es salado
y una persona buena, un pan de Dios.
La intensidad del gusto varía de un grado cero sensorial (la anestesia)
a un estado límite (la hiperestesia). Lo insípido, como su nombre lo
indica, se encuentra antes del gusto. Según Brillat-Savarin, el agua
pura no causa sensación gustativa alguna, porque no contiene ninguna
partícula sápida. Sin embargo, una educación adecuada puede hacernos
descubrir todos los sabores del agua, sus colores, su olor: agua de
ciudad o de montaña; agua quieta, corriente o dormida.
En el otro extremo habría, si no dolor, al menos extinción del gusto por
exceso (en el caso de una gran dosis de pimienta, mostaza, coriandro
fresco, tequila). La euforia y la disforia ceden el lugar a una
anestesia gustativa. El gusto deja paso al tacto (sensación de quemadura
o de dolor). Entre esos dos límites, se despliega una inmensa gama de
intensidades gustativas. El imperio del sabor también tiene sus ciegos y
sus sordos.
Pero ¿dónde situar lo agridulce? ¿O el arroz de la cocina nipona, que es
insípido (grado cero) justamente para poner de relieve los bocados con
los que alterna? ¿O la miga de pan que sirve a los catadores de vino
como suerte de página en blanco entre una y otra degustación? Al grado
cero gustativo corresponden, en el ámbito de los otros sentidos, la
blancura, lo inodoro, lo incoloro, lo intangible, lo traslúcido, lo
silencioso (caldos, cocidos, porridge), comida de puritanos,
protestantes y vegetarianos.
Estados Unidos representa, para Michel Serres, ese grado cero de la
sapiencia y la sagacidad, la encarnación de la frigidez sensorial:
Los
estadounidenses se alimentan de sosería. La mostaza no tiene gusto. La
cerveza casi no tiene alcohol. Los condimentos son insulsos. El café es
liviano, apenas tostado. Frutas y legumbres resultan monótonas hasta lo indiferenciado. El vino se transforma en leche. Nada pica ni arde.
Estados Unidos come desvaído. Bebe soso y helado para entumecer las
papilas. La flaccidez envuelve los cuerpos glotones, el homo insipiens
dibuja sus contornos imprecisos, se hincha hasta volverse monstruoso,
pierde su forma, no en la gordura sino envuelto en ella, como si hubiese
regresado al estado embrionario.
Ya en Mitologías, Roland Barthes se asombraba por el entusiasmo que la
leche suscitaba en los estadounidenses: testimonio de una fuerza no
activa, no congestiva, sino calma, blanca, lúcida, igual a lo
real.
Convendría oponer las culturas de la
anestesia a aquellas de la hiperestesia (Oriente, México). Entre ambas,
la cuenca mediterránea, cuyos sabores, ya más relevantes, portan consigo
colores vivos y perfumes picantes. O establecer mapas de etnología
gustativa: el paladar de manteca y la boca de aceite que dividen a
Francia.
Sin embargo, al franquear el umbral inferior o superior, se arriesga la
anulación misma del gusto. El riesgo es el de una des-territorialización
absoluta, sea por sosería o por sobredosis (ceguera, cacofonía,
escándalo gustativos). Cabe preguntarse si hay un universo semiótico a
descubrir más allá de la intensidad o si es mejor permanecer en la
anterioridad de lo intenso. ¿Es posible franquear el límite y quedar
indemne? Calvino parece haber logrado un pasaje afortunado cuando, en Bajo el sol jaguar, habla de una
experiencia incomparable, de un punto
sin retorno, de una posesión absoluta ejercida sobre la receptividad de
todos los sentidos.
La secuencia fisiológica (de la lengua al esófago, al estómago) en la
cual la experiencia gustativa se inscribe es irreversible. Sin embargo,
hay que tener en cuenta los regustos, pues éstos pueden cambiar la
primera impresión que produce el alimento. Calvino recuerda los chiles
en nogada, que eran unos pimientos de un rojo ocre, un poco rugosos.
Nadaban en una salsa de nueces cuya ardiente aspereza y cuyo regusto
amargo se perdían en una suavidad cremosa y dulzona. Otros ejemplos
figurativos vienen a hipotecar esa confiscación sin regreso.
Anorexia y bulimia
En Historias de la boca, Noélle Chátelet presenta una Mujer papiro, una
anoréxica en fase terminal, que intenta exorcisar esa irreversibilidad
escupiendo los alimentos. En otro cuento del mismo libro, titulado "La
bella y la bestia", encontramos una bulímica que come hasta vomitar.
Así, la irreversibilidad del proceso se contraría:
La amargura de una
primera oleada envenenó su boca y atravesó su espíritu, manchando su
hilaridad. Otra oleada nauseabunda vino a morir sobre su lengua.
Signos
precursores de la indigestión espasmódica. Todos esos casos prueban que
la secuencia gustativa prosigue hasta la digestión. Del mismo modo, en
su agonía, primero Emma Bovary se siente invadida por un sabor acre, un
espantoso gusto áspero que le reseca la garganta. Luego son los vómitos
de una especie de grava blanca, acompañados de náuseas, dolores
intolerables, estremecimientos, gemidos, transpiración, rechinar de
dientes, convulsiones, jadeos. Finalmente, la lengua entera le salió de
la boca. Es un envenenamiento y, aun si el cuerpo se esfuerza por
rechazar las sustancias nocivas, lo irremediable ya tuvo lugar.
Euforia digestiva y amor físico
Irreversible y, en general, eufórica, la digestión y el sentimiento de
saciedad que de ella resulta, producen lo que Brillat-Savarin califica
de placer interno, encargado de terminar la secuencia. Ese deleite
final, producido por una buena digestión, constituye una ocasión para
que él cree una décima musa: Gasterea. El deleite gustativo no se
localiza en los órganos del gusto sino que se difunde, cercano al sexto
sentido genesíaco (del amor físico). El bienestar que sigue a una buena
comida da lugar a una especie de resplandor: luego de una buena comida,
cuerpo o alma gozan de una dicha particular. En lo que concierne a lo
físico, al mismo tiempo que el cerebro se refresca, la fisonomía se
alegra y se colorea, los ojos brillan, una dulce tibieza se propaga por
todos los miembros. En lo que se refiere a lo moral, el espíritu se
aguza, la imaginación se enardece, las buenas palabras nacen y circulan.
La parábola de Calvino elogia esa glotonería erotizante e interlocutora:
Las narinas de Olivia comenzaron a estremecerse, a mostrar una conmoción
ligeramente picante, como una impalpable ebriedad. Esa somatización
positiva no parece venir sólo de una experiencia gustativa euforizante
sino de una especie de pulsión caníbal: Por primera vez, veía los
dientes de Olivia, no como el relámpago luminoso de su sonrisa sino como
los instrumentos más adaptados para su función: la de hundirse en la
carne, cortar, desgarrar.
El narrador encuentra a su mujer más apetitosa en la medida en que
comparte sus tendencias caníbales:
Finalmente, había comprendido. Había
cometido siempre un error con Olivia. Me había considerado comido por
ella. Sin embargo habría debido ser, era (siempre había sida) yo quien
la comía.
La carne humana de gusto más atractivo es la de quien come carne humana.
Sólo si me nutría ávidamente de Olivia lograría no resultar insípido a
su paladar.
Podríamos preguntarnos si tal intimidad, incorporación, canibalismo, no
están latentes en toda experiencia gustativa, si toda experiencia
gustativa no presupone un volverse animal, una asimilación de lo que nos
es ya intrínseco. Todavía una confirmación de devenir: lo que gusto se
vuelve mi carne, se incorpora, integrado a mi animalidad. Las religiones
prohíben el canibalismo porque tienen en cuenta esa transitividad. La
cocina casher, por ejemplo, reposa sobre el interdicto de comer
omnívoros.
Tal como surge de nuestras lecturas teóricas y figurativas, la secuencia
gustativa ilumina la riqueza semiótica del gusto. Este se revela como
una continuidad de aspectos diversos a la cual se agrega una
indiferenciación de los sentidos convocados y una precariedad del
estatus del sujeto que siente y del objeto sápido. De ahí el eclipse
cognitivo que beneficia una realidad regida por los contrarios, intensa
y sinestésica. Es sobre ese fondo de sensualidad difusa, de afectividad
y de fracaso epistémico, que ocurre el acontecimiento del gusto como
devenir común. También la secuencia gustativa se distingue del escenario
narrativo canónico.
En un relato tradicional, el héroe debe superar varias pruebas
calificadoras. Pero, en el caso del gusto, las pruebas calificadoras del
alimento son tan numerosas como las amenazas de hiperestesia o de
anestesia, que signarían el fracaso de la experiencia. Por lo tanto, es
necesario pensar en una instancia de control, fruto de la educación, de
la cultura y de la experiencia en el sentido amplio. Tal instancia de
control sería capaz de calibrar, bajo pena de pasar al costado del
gusto, hasta dónde puede ir la entrega de sí, y a partir de dónde una
vuelve a caer en la insignificancia de la sosería.
Traducido por Hilia Moreira
REFERENCIAS
Barthes, R. "Le vin et le lait" in Mythologies, París, Seuil, 1957
Brillat-Savarin, A. Physilogie du goüt, avec une lecture de Roland
Barthes, París, Hermana, 1975 (Texte établi par Michel Guibert á partir
de la lére éd. París, Sautelet, 1826, 2 vol. )
Calvino, I. "Sous le soleil jaguar" in
Sous le soleil jaguar, París, Seuil, 1990 (Sotto il solé giaguaro,
Milano, Garzanti, 1986, trad. J. P. Manganaro)
Chátelet, N." Histoires de la bouche,
París, Mercure de France, 1987, "folio"
Deleuze, G. L' image-mouvement. París,
Minuit, 1983
Deleuze: G, Logique du sens. París, Minuit,
1969
Deleuze, G. & Félix Guattari: Mille plateaux, "Devenir - intense, devenir - animal, devenir -imperceptible" París, Minuit, 1980
Deleuze G. & Claire Parnet: Dialogues, París, Flammaríon, Champs, 1996
Flaubert, G.: Madame Bovary. París, Gallimard, 1972 "folio"
Hennig, J. -
L Dictionnaire littéraire et érotique des fruits et légumes. París,
Albín Michel, 1994, p.360
Onfray, M. La raison gourmande. Philosophie du
goüt. París, Grasset & Fasquelle, 1995
Proust, M. Du cóté de chez Swann
in A la recherche du temps perdu, París, Gallimard, "Pleiade", 1956,
t.1.
Serres, M. Les cinq sens, París Grasset,
1985 (Traducción de Hilia Moreira)
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