Semiótica del gusto
por Nathalie Roelens

Tres fenómenos distinguen la experiencia gustativa de los otros conocimiento sensoriales: su desarrollo secuencial (va de un gusto a un regusto); su condición de sentido impuro, que convoca necesariamente a los otros; su naturaleza tímica: como el olfato, el gusto nunca es neutro, sino que oscila entre atracción y rechazo.

Dime qué comes y te diré quién eres.
(A. Bríllat-Savarin)

En su obra Los cinco sentidos (que se inscribe en la nueva episteme sensualista de los años 80), Michel Serres rehabilita sentidos intelectualmente despreciados, como el gusto y el olfato. En tal marco sostiene: No hay nada en la sapiencia que no haya pasado por la boca y el gusto, por la sapidez.

Frutilla de carne encendida

La indistinción entre sujeto y objeto es, en mi opinión, una de las características del gusto, lo que los ejemplos novelescos confirman. En su reflexión sobre La razón golosa, Michel Onfray expresa:

Cuando me puse la frutilla en la boca, estaba fresca en la superficie y caliente en el alma, piel suave y casi fría, carne encendida. Apretada contra mi paladar, se hizo líquido que me inundó la lengua, las mejillas, hasta descender al fondo de mi garganta. Cerré los ojos. Por un instante -una eternidad- fui esa frutilla, sabor puro y simple expandido en el universo y contenido en mi carne de niño.

Marcel Proust nos acostumbró a tales experiencias, aun si el gusto, en la escena de la magdalena, es sólo la ocasión de un placer muy diferente:

... en el instante mismo en que el sorbo mezclado de migas del bizcocho tocó mi paladar me estremecí, atento a algo extraordinario que estaba ocurriendo en mí. Un placer delicioso me había invadido, volviendo indiferentes las vicisitudes de la vida, inofensivos sus desastres, ilusoria su brevedad. Y, del mismo modo que opera el amor, me colmaba de una preciosa esencia: o más bien, esa esencia no estaba en mí, era yo mismo.

La secuencia gustativa encuentra una excelente articulación en la Fisiología del gusto (1825) de Brillat-Savarin. Roland Barthes percibe un signo de la modernidad de tal obra en el hecho de que hace referencia a la escalada de fenómenos gustativos. Por ejemplo, el champagne tiene, primero, efectos de excitante y luego, de estupefaciente. Esa temporalidad se revela como cualidad específica del gusto. Así, en su Lectura de la Fisiología del gusto, Barthes señala:

.. entradas, regresos, superposiciones, todo un contrapunto de la sensación. Al despliegue de la vista (en el gran goce panorámico), corresponde la escalada del gusto.

Comer y besar

El gusto se articula según un esquema narrativo canónico (instauración de una falta; sujeto que busca, superando una o varias pruebas, sujeto que encuentra; juicio sobre lo encontrado). Así, Brillat-Savarin divide ese proceso en tres etapas: sensación directa, sensación completa, sensación reflexiva:

La sensación directa es ese primer dato que nace del trabajo inmediato de los órganos de la boca, mientras que el alimento se encuentra todavía en la parte anterior de la lengua.

La sensación completa es la que se compone de ese primer dato y de la impresión que nace cuando el alimento, abandonando su primera posición, pasa a la parte posterior de la cavidad bucal e impregna todo el órgano con su gusto y olor.

Finalmente la sensación reflexiva es el juicio que emite el alma sobre las impresiones que el órgano le trasmite.

Quien come un durazno, por ejemplo, goza primero del olor que emana de la fruta. Lo pone en la boca y experimenta sensaciones de acidez y frescura que lo incitan a continuar. Pero es solo en el instante de tragarlo, cuando el bocado pasa bajo la zona nasal, que el perfume se le revela, lo que completa la sensación que un durazno debe producir. Así, es solo después de tragar que el sujeto, juzgando lo que acaba de experimentar, está en condiciones de decirse a sí mismo: "¡He aquí algo delicioso!"

Barthes observa la relación entre gastronomía y lenguaje, el poder de este último para convocar las delicias de su referente en el instante mismo en que registra su ausencia. Pues comer, hablar, cantar, (besar), son operaciones que se originan en un mismo lugar del cuerpo: si la lengua se corta, ya no hay gusto ni palabra. Barthes subraya el gozo lingüístico de Brillat-Savarin, el verbo que se despliega, inventando neologismos, el deseo goloso y casi fetichista de la palabra rara. La lengua, al rozar las diferentes partes de la cavidad bucal, desencadena un juego donde lo verbal y lo oral, lo gustativo y lo erótico se entrelazan.

En su relato Bajo el sol jaguar, Italo Calvino pone en escena una oralidad parlante y golosa. En ese cuento exótico, los nombres de los alimentos propios de la gastronomía mexicana abren un universo de sensaciones gustativas inéditas.

Así, aunque el marido experimente un deseo antropofágico por su esposa, la nominación también juega un sabroso papel:

El plato que nos sirvieron se llamaba "gorditas pellizcadas con manteca ". Me concentré en devorar, en cada uno de esos bocadillos de carne, toda la fragancia de Olivia a través de una masticación voluptuosa, de la excitación, digna de un vampiro, despertada por sus jugos vitales. Pero me daba cuenta que había un cuarto elemento, el cual tomaba un papel creciente, futrándose en lo que debía haber sido una relación entre tres: yo, bocadillos, Olivia. Era el nombre mismo, "gorditas pellizcadas en manteca ", lo que yo más saboreaba, asimilaba y poseía.

J.-L. Hennig, otro representante de esa contemporánea tendencia hedonista, subraya el impacto de la lengua en nuestras papilas gustativas. En su acariciador Diccionario literario y erótico de frutas y legumbres dice que, por la suavidad de su pulpa o la sola virtud de su nombre, en francés, el durazno (peche) se asoció durante mucho tiempo al pecado (peché).

La secuencia gustativa se conecta así con la pronunciación. Pero también con el origen de ese alimento, con su biotopos. El lugar donde come la perdiz, el sitio donde la liebre juega tienen, según Brillat-Savarin, un papel determinante para el sabor de su carne. También hay que considerar los secretos de preparación, cocción y adobo, toda una sapiencia que magnifica los manjares: resulta mejor el café machacado que el molido. Es necesario comprender el valor de los gestos ancestrales: asar a las brazas o a la llama, cocinar en olla de barro o de metal, marinar, freír. También importan la madurez, la frescura, la fermentación, etc.

Al gastrónomo le interesa menos la necesidad vital de restaurarse que el apetito de lujo, que permite gozar del festín.

Tomates mofletudos

El abordaje de un alimento convoca vista y tacto. J. L. Hennig señala el kiwi, cuya piel marrón y vellosa lo transforma, para él, en una fruta poco apetecible. En cambio, para Michel Onfray, los tomates del huerto de su padre le parecen mofletudos como un trasero gordo. Lo que cuenta es la seducción. De ahí los revestimientos, incrustaciones y rellenos de la cocina burguesa.

Y no olvidemos el contexto auditivo, que el gusto solicita: lo crocante y lo que chisporrotea despiertan nuestro apetito. También la música burbujeante del champaña, preámbulo de su sabor. Según Michel Onfray el champaña es el único vino que canta. Luego del chasquido seco del corcho, que es ya una promesa de músicas dichosas, basta con escuchar el murmullo de las burbujas en la superficie del brebaje viviente. Esas pompas restallan, gorgotean, alegran el oído.

Así, el olor, el tacto y aun el oído actúan conjuntamente con el gusto durante la ingestión del alimento. De ahí, la dificultad para aislar la experiencia puramente gustativa. Como destaca Brillat-Savarin: estoy tentado de creer que el olfato y el gusto forman un solo sentido, cuyo laboratorio es la boca y la nariz su chimenea. La boca cata los cuerpos táctiles y la nariz disfruta de los vapores que de ellos emanan. Así, si se intercepta el olfato se paraliza el gusto, como cuando un violento resfrío mata el sabor de los alimentos o como cuando nos tapamos la nariz para tragar medicinas desagradables. De ese modo, siempre según La fisiología del gusto, para los alimentos desconocidos, la nariz es como un centinela que grita: ¿Quién va?

El hecho de que la lengua esté sembrada de papilas y que aproveche de la cooperación del aparato táctil de la boca, relaciona el gusto con ciertas formas del tacto cutáneo. Hay quien hace derivar el placer gustativo del elemento táctil que se le agrega, esencialmente el cosquilleo. Ese picor delicioso se abre en un abanico de propiedades táctilo-alimentarias: lo sedoso, lo untuoso, lo muelle, lo que se derrite.

La boca se me hace agua

La expresión hacerse agua la boca corresponde a un hecho fisiológico: empezar a salivar. La salivación resulta más concreta que una anticipación visual y prueba que el gusto opera una fusión entre sujeto y objeto. El sujeto, por decirlo de algún modo, se derrite antes de entrar en contacto con el alimento. Así se accede a ese devenir común que se llama saborear. El sujeto se funde con el objeto el cual, a su vez, se disuelve en la boca.

Según Brillat - Savarin es de lo disuelto y no de lo sólido de donde el sabor se desprende. Es necesario que la lengua apriete contra el paladar el cuerpo sólido para extraerle su jugo y que la saliva lo embeba. El gusto es entonces una metamorfosis de lo sólido en líquido. Podría agregarse que es una transmutación de lo heterogéneo (lo separado, lo cortado, lo grumoso) en lo homogéneo (lo mezclado, lo fluido, lo liso), de lo ruidoso (espumante, crocante) en lo silencioso, de lo caliente y lo frío en lo tibio. En todo caso, de lo discontinuo en lo continuo, pues quien gusta y lo gustado producen una sola sustancia, conformada por la secreción de saliva y el jugo sápido.

El filósofo Gilíes Deleuze describe esos fenómenos del devenir común, inspirándose en el ensayo sobre Materia y memoria (1896) de Bergson. Su concepción del movimiento es la de un traslado que cambia cualitativamente un todo. En el acto de comer, los alimentos no sólo se desplazan en el interior de la cavidad bucal sino que todo se transforma, cambiando de condición. Se produce así un devenir común, un acontecimiento. Lo sápido no es un atributo de la cosa, como sería lo visible o lo audible. El sujeto es arrebatado por el objeto y se vuelve sabor. El alimento se disuelve para ser gozado y absorbido por alguien que, en ese instante, se ignora a sí mismo. Según Deleuze, la sensación es un devenir que capta a la orquídea y a la avispa como si fuesen una unidad. Cuando alguien se transforma, aquel en quien se transmuta cambia tanto como él mismo. La avispa se metamorfosea en parte del aparato reproductor de la orquídea, al mismo tiempo que la orquídea se hace órgano sexual de la avispa. Se trata de un solo devenir.

Saboreo, luego mi boca existe

Es ese sabor en su transmutación sensual el que nos interesa. Todos los autores aquí citados están de acuerdo en reconocer que el gusto es el sentido que nos procura más placer. Michel Serres sostiene que el gusto engendra una cogito local. Ese gusto hace existir o no al sujeto local y al objeto singular. Quien gusta y lo gustado hacen existir el paladar. Yo saboreo y, por lo tanto existe un fragmento de mi cuerpo: boca, paladar, cabeza.

Mientras que un ser pensante existiría de manera global pero permanecería localmente frígido, ese devenir supone riesgos, por ejemplo el de la sosería o el de la sobredosis. En los dos casos, la experiencia gustativa propiamente dicha queda atrás.

Sos un dulce

En materia de sabores, la lexicalización es bastante elocuente. La gama de intensidades de las metáforas gustativas nos hablan de un sentido que nunca es neutro: se tiene sed de oro. Alguien que deseamos es apetitoso, comestible, un bombón, un dulce, un bocado de cardenal. Una mala experiencia se transforma en amargura y quien no logra superarla se vuelve amargado. Alguien odiado hace vomitar. Un asunto arduo es salado y una persona buena, un pan de Dios.

La intensidad del gusto varía de un grado cero sensorial (la anestesia) a un estado límite (la hiperestesia). Lo insípido, como su nombre lo indica, se encuentra antes del gusto. Según Brillat-Savarin, el agua pura no causa sensación gustativa alguna, porque no contiene ninguna partícula sápida. Sin embargo, una educación adecuada puede hacernos descubrir todos los sabores del agua, sus colores, su olor: agua de ciudad o de montaña; agua quieta, corriente o dormida.

En el otro extremo habría, si no dolor, al menos extinción del gusto por exceso (en el caso de una gran dosis de pimienta, mostaza, coriandro fresco, tequila). La euforia y la disforia ceden el lugar a una anestesia gustativa. El gusto deja paso al tacto (sensación de quemadura o de dolor). Entre esos dos límites, se despliega una inmensa gama de intensidades gustativas. El imperio del sabor también tiene sus ciegos y sus sordos.

Pero ¿dónde situar lo agridulce? ¿O el arroz de la cocina nipona, que es insípido (grado cero) justamente para poner de relieve los bocados con los que alterna? ¿O la miga de pan que sirve a los catadores de vino como suerte de página en blanco entre una y otra degustación? Al grado cero gustativo corresponden, en el ámbito de los otros sentidos, la blancura, lo inodoro, lo incoloro, lo intangible, lo traslúcido, lo silencioso (caldos, cocidos, porridge), comida de puritanos, protestantes y vegetarianos.

Estados Unidos representa, para Michel Serres, ese grado cero de la sapiencia y la sagacidad, la encarnación de la frigidez sensorial:

Los estadounidenses se alimentan de sosería. La mostaza no tiene gusto. La cerveza casi no tiene alcohol. Los condimentos son insulsos. El café es liviano, apenas tostado. Frutas y legumbres resultan monótonas hasta lo indiferenciado. El vino se transforma en leche. Nada pica ni arde. Estados Unidos come desvaído. Bebe soso y helado para entumecer las papilas. La flaccidez envuelve los cuerpos glotones, el homo insipiens dibuja sus contornos imprecisos, se hincha hasta volverse monstruoso, pierde su forma, no en la gordura sino envuelto en ella, como si hubiese regresado al estado embrionario.

Ya en Mitologías, Roland Barthes se asombraba por el entusiasmo que la leche suscitaba en los estadounidenses: testimonio de una fuerza no activa, no congestiva, sino calma, blanca, lúcida, igual a lo real.

Convendría oponer las culturas de la anestesia a aquellas de la hiperestesia (Oriente, México). Entre ambas, la cuenca mediterránea, cuyos sabores, ya más relevantes, portan consigo colores vivos y perfumes picantes. O establecer mapas de etnología gustativa: el paladar de manteca y la boca de aceite que dividen a Francia.

Sin embargo, al franquear el umbral inferior o superior, se arriesga la anulación misma del gusto. El riesgo es el de una des-territorialización absoluta, sea por sosería o por sobredosis (ceguera, cacofonía, escándalo gustativos). Cabe preguntarse si hay un universo semiótico a descubrir más allá de la intensidad o si es mejor permanecer en la anterioridad de lo intenso. ¿Es posible franquear el límite y quedar indemne? Calvino parece haber logrado un pasaje afortunado cuando, en Bajo el sol jaguar, habla de una experiencia incomparable, de un punto sin retorno, de una posesión absoluta ejercida sobre la receptividad de todos los sentidos.

La secuencia fisiológica (de la lengua al esófago, al estómago) en la cual la experiencia gustativa se inscribe es irreversible. Sin embargo, hay que tener en cuenta los regustos, pues éstos pueden cambiar la primera impresión que produce el alimento. Calvino recuerda los chiles en nogada, que eran unos pimientos de un rojo ocre, un poco rugosos. Nadaban en una salsa de nueces cuya ardiente aspereza y cuyo regusto amargo se perdían en una suavidad cremosa y dulzona. Otros ejemplos figurativos vienen a hipotecar esa confiscación sin regreso.

Anorexia y bulimia

En Historias de la boca, Noélle Chátelet presenta una Mujer papiro, una anoréxica en fase terminal, que intenta exorcisar esa irreversibilidad escupiendo los alimentos. En otro cuento del mismo libro, titulado "La bella y la bestia", encontramos una bulímica que come hasta vomitar. Así, la irreversibilidad del proceso se contraría:

La amargura de una primera oleada envenenó su boca y atravesó su espíritu, manchando su hilaridad. Otra oleada nauseabunda vino a morir sobre su lengua.

Signos precursores de la indigestión espasmódica. Todos esos casos prueban que la secuencia gustativa prosigue hasta la digestión. Del mismo modo, en su agonía, primero Emma Bovary se siente invadida por un sabor acre, un espantoso gusto áspero que le reseca la garganta. Luego son los vómitos de una especie de grava blanca, acompañados de náuseas, dolores intolerables, estremecimientos, gemidos, transpiración, rechinar de dientes, convulsiones, jadeos. Finalmente, la lengua entera le salió de la boca. Es un envenenamiento y, aun si el cuerpo se esfuerza por rechazar las sustancias nocivas, lo irremediable ya tuvo lugar.

Euforia digestiva y amor físico

Irreversible y, en general, eufórica, la digestión y el sentimiento de saciedad que de ella resulta, producen lo que Brillat-Savarin califica de placer interno, encargado de terminar la secuencia. Ese deleite final, producido por una buena digestión, constituye una ocasión para que él cree una décima musa: Gasterea. El deleite gustativo no se localiza en los órganos del gusto sino que se difunde, cercano al sexto sentido genesíaco (del amor físico). El bienestar que sigue a una buena comida da lugar a una especie de resplandor: luego de una buena comida, cuerpo o alma gozan de una dicha particular. En lo que concierne a lo físico, al mismo tiempo que el cerebro se refresca, la fisonomía se alegra y se colorea, los ojos brillan, una dulce tibieza se propaga por todos los miembros. En lo que se refiere a lo moral, el espíritu se aguza, la imaginación se enardece, las buenas palabras nacen y circulan.

La parábola de Calvino elogia esa glotonería erotizante e interlocutora:

Las narinas de Olivia comenzaron a estremecerse, a mostrar una conmoción ligeramente picante, como una impalpable ebriedad. Esa somatización positiva no parece venir sólo de una experiencia gustativa euforizante sino de una especie de pulsión caníbal: Por primera vez, veía los dientes de Olivia, no como el relámpago luminoso de su sonrisa sino como los instrumentos más adaptados para su función: la de hundirse en la carne, cortar, desgarrar.

El narrador encuentra a su mujer más apetitosa en la medida en que comparte sus tendencias caníbales:

Finalmente, había comprendido. Había cometido siempre un error con Olivia. Me había considerado comido por ella. Sin embargo habría debido ser, era (siempre había sida) yo quien la comía.

La carne humana de gusto más atractivo es la de quien come carne humana. Sólo si me nutría ávidamente de Olivia lograría no resultar insípido a su paladar.

Podríamos preguntarnos si tal intimidad, incorporación, canibalismo, no están latentes en toda experiencia gustativa, si toda experiencia gustativa no presupone un volverse animal, una asimilación de lo que nos es ya intrínseco. Todavía una confirmación de devenir: lo que gusto se vuelve mi carne, se incorpora, integrado a mi animalidad. Las religiones prohíben el canibalismo porque tienen en cuenta esa transitividad. La cocina casher, por ejemplo, reposa sobre el interdicto de comer omnívoros.

Tal como surge de nuestras lecturas teóricas y figurativas, la secuencia gustativa ilumina la riqueza semiótica del gusto. Este se revela como una continuidad de aspectos diversos a la cual se agrega una indiferenciación de los sentidos convocados y una precariedad del estatus del sujeto que siente y del objeto sápido. De ahí el eclipse cognitivo que beneficia una realidad regida por los contrarios, intensa y sinestésica. Es sobre ese fondo de sensualidad difusa, de afectividad y de fracaso epistémico, que ocurre el acontecimiento del gusto como devenir común. También la secuencia gustativa se distingue del escenario narrativo canónico.

En un relato tradicional, el héroe debe superar varias pruebas calificadoras. Pero, en el caso del gusto, las pruebas calificadoras del alimento son tan numerosas como las amenazas de hiperestesia o de anestesia, que signarían el fracaso de la experiencia. Por lo tanto, es necesario pensar en una instancia de control, fruto de la educación, de la cultura y de la experiencia en el sentido amplio. Tal instancia de control sería capaz de calibrar, bajo pena de pasar al costado del gusto, hasta dónde puede ir la entrega de sí, y a partir de dónde una vuelve a caer en la insignificancia de la sosería.

Traducido por Hilia Moreira

REFERENCIAS

Barthes, R. "Le vin et le lait" in Mythologies, París, Seuil, 1957

Brillat-Savarin, A. Physilogie du goüt, avec une lecture de Roland Barthes, París, Hermana, 1975 (Texte établi par Michel Guibert á partir de la lére éd. París, Sautelet, 1826, 2 vol. )

Calvino, I. "Sous le soleil jaguar" in Sous le soleil jaguar, París, Seuil, 1990 (Sotto il solé giaguaro, Milano, Garzanti, 1986, trad. J. P. Manganaro)

Chátelet, N." Histoires de la bouche, París, Mercure de France, 1987, "folio"

Deleuze, G. L' image-mouvement. París, Minuit, 1983

Deleuze: G, Logique du sens. París, Minuit, 1969

Deleuze, G. & Félix Guattari: Mille plateaux, "Devenir - intense, devenir - animal, devenir -imperceptible" París, Minuit, 1980

Deleuze G. & Claire Parnet: Dialogues, París, Flammaríon, Champs, 1996

Flaubert, G.: Madame Bovary. París, Gallimard, 1972 "folio"

Hennig, J. - L Dictionnaire littéraire et érotique des fruits et légumes. París, Albín Michel, 1994, p.360

Onfray, M. La raison gourmande. Philosophie du goüt. París, Grasset & Fasquelle, 1995

Proust, M. Du cóté de chez Swann in A la recherche du temps perdu, París, Gallimard, "Pleiade", 1956, t.1.

Serres, M. Les cinq sens, París Grasset, 1985 (Traducción de Hilia Moreira)
 

por Nathalie Roelens

 

Artículo publicado, originalmente, en papel en la revista "Relaciones" Nº 182 julio 1999

 

Escaneado e incorporado a Letras Uruguay, por su editor, el día 19 de mayo de 2015.

 

Ver, además:

 

                      Nathalie Roelens en Letras Uruguay

 

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