Único testigo: Luna |
Escenario desnudo. Tan sólo, al fondo, una ventana a través de la cual se ven vastos campos de olivos y en lo alto, grande y brillante, la luna. Es noche cerrada. Una mujer irrumpe en escena. Resuella. Su cabello se encuentra alborotado y se distinguen, prendidas de él, briznas de paja. Cubre su cuerpo con un gran manto de paño oscuro y sujeta su falda larga con las manos, para no tropezar. Se le ve la enagua. Sus andares son desacompasados, seguramente porque le falta un zapato. Todos los indicios apuntan a que lleva un rato corriendo campo a través. Tal vez haya caído al suelo, de ahí los restos de barro en su ropa. MUJER: La mujer abraza su pecho, como tratando de recuperar el aliento. Suspira hondamente. Se lleva las manos a la cabeza en un intento inútil de recomponer su desordenado cabello, suelta las horquillas y las vuelve a colocar, suelta las horquillas y las vuelve a colocar. Hay algo compulsivo en la repetición del gesto. La falda ha vuelto a su lugar y la mujer la sacude, una y otra vez, una y otra vez. De pronto, la frenética actividad cesa. La mujer se deja caer al suelo. De cualquier manera. Sentada, como un muñeco de trapo. Sacude la cabeza en un gesto de negación y rompe a llorar. Solloza. El desconsuelo se palpa. Su cuerpo se quiebra en fuertes espasmos. Pero, al cabo de unos instantes, vuelve la calma. Quietud. El silencio de la noche, únicamente violado por el silbido del viento. La mujer se quita el zapato y se pone en pie. Sonríe tristemente, con la mirada perdida. Parece estar recordando. Su mano dibuja en el aire una silueta masculina y se lleva la mano al vientre. Un vientre plano, sobre el que ella dibuja una curvatura inexistente. Sonríe soñadora. El sosiego se interrumpe. Se oyen los cascos de un caballo. La sonrisa se interrumpe. Ella corre por la escena, se golpea contra las paredes. Mira por la ventana. El sonido se acerca, se oye cada vez más fuerte. Ella se detiene. Toca su vientre de nuevo. Los brazos se relajan y caen a su posición natural. Queda inmóvil. Despacio, su mano derecha asciende y busca algo bajo el manto. Extrae una daga. La mira fijamente y se la lleva al pecho donde la clava. Grita. La sangre mana. Cae al suelo y queda tendida en posición fetal. Aún sujeta el arma. De nuevo, vuelve la tranquilidad. El sonido de los cascos del caballo se aleja. Los focos dejan de iluminar a la mujer y se dirigen a la ventana, a la luna que se convierte así en el único testigo. Sólo queda el viento. |
“El aire la vela, vela. El aire la está velando.” |
Mónica Rodríguez Jiménez
Esta edición ha sido realizada,
por CIINOE/COMOARTES S. L.(ciinoe@hotmail.com)
en su Colección “Gaviotas de azogue” / 80, Febrero de 2009, Madrid, España.
Se autoriza la difusión sin fines comerciales por cualquier medio
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