“¿Saben
los fantasmas que lo son?”, me preguntó aquella mañana, a bocajarro,
sin darme tiempo ni para darle los buenos días.
Nunca tenía que llamar a su puerta. En cuanto oía el coche, salía a
recibirme con el resentimiento esculpido en su semblante, como si
llevara horas esperándome y me recriminara la tardanza. La vida de
un médico rural no tiene horarios ni permite cultivar las relaciones
sociales con regularidad; sin embargo, intentaba organizarme para
pasar a verlo casi todos los días.
Me preocupaba su salud. Un enfisema pulmonar le producía dificultad
para respirar. Y cansancio. Demasiado. Aborrecía a los médicos y,
hasta mi asalto a su castillo, no había seguido ningún tratamiento.
La falta de cuidados había consumido su cuerpo y, aunque él no lo
admitiera, también su espíritu.
Supe de él por casualidad. Me había empeñado en arreglar yo mismo la
casa que había comprado por un precio ridículo en el mismo pueblo en
el que estaba destinado. Si algo sobraba en ese lugar eran caserones
en venta y yo necesitaba una distracción para relajarme del estrés
que me producía practicar la medicina sin los medios adecuados.
Además, me iba haciendo falta un espacio que pudiera considerar
íntima y completamente mío, y aquella casa antigua necesitaba el
tipo de reparaciones que me sentía capaz de realizar yo solo.
Comencé a tirar tabiques y a levantar paredes de piedra en mis ratos
libres, siguiendo las recomendaciones de mis divertidos vecinos,
hombres curtidos en las faenas del campo, que no dejaban pasar la
oportunidad de reírse de la ignorancia y poca maña del médico para
tareas tan triviales. No les conté que para pagarme la carrera había
trabajado algunas temporadas como albañil y, conforme la casa empezó
a tener un aspecto habitable, fui ganándome su respeto.
Cuando comencé la mudanza me aconsejaron que reparara el muro que
cercaba el pequeño jardín que rodeaba la vivienda. “La casa del
médico es un imán para los ladrones”, sentenciaron.
Había que asegurar algunas piedras sueltas y, sobre todo, la puerta
de forja. Sin proponérmelo, me convertí en el centro de las
conversaciones de los ociosos jubilados del pueblo y, entre tomas de
tensión y auscultaciones, recibí toda clase de lecciones magistrales
sobre el arte de encajar puertas medio oxidadas.
Conseguí reforzar la tapia, bajo la atenta mirada de los que, ya sin
disimulo, venían a dirigir mis maniobras, pero al atacar la puerta
rompí, en un descuido, la aldaba con forma de puño que pendía de
ella. Me disgusté porque era una pieza muy hermosa y antigua.
El único que podía arreglarla era el herrero de Valdemón, según mis
espectadores. Me sorprendió que se refirieran a ese pequeño núcleo
en el que tantas veces me había fijado durante mis trayectos para
atender a enfermos de los municipios que me correspondían, pues lo
creía deshabitado, como tantos otros a lo largo de la carretera. De
hecho, aquel hombre no constaba en mi censo de posibles pacientes ni
había oído hablar de él en el año largo que llevaba ejerciendo como
médico de la zona. “Es el único que queda allí”, me contaron, y lo
describieron como el mejor herrero que había tenido la comarca.
Era domingo y no estaba de guardia, así que, después de comer,
recogí los pedazos de hierro y me dirigí a Valdemón con verdadera
curiosidad.
Nunca me había internado por el camino de tierra que moría en ese
lugar. Los campos que se extendían a ambos lados de la pista tenían
el mismo aspecto desolado que se repetía por la provincia: tierras
sin labrar, masías con los tejados hundidos y un silencio tan espeso
que cortaba la respiración.
Entré en el pueblo y dejé el coche junto a la iglesia. El abandono
era evidente. Escuché el sonido de una puerta que se abría en algún
lugar y esperé. Un anciano delgado, con el pelo y la barba largos y
completamente blancos, apareció por una callejuela y se me quedó
mirando. Durante unos segundos nos contemplamos sin hablar,
estudiándonos. Él con recelo; yo, intrigado.
Le mostré los restos de la pieza y me pidió que le siguiera. Me
llevó a su casa, la antigua herrería, y me invitó a un café. Nos
presentamos. Se llamaba Andrés Blasco y era el único habitante de
Valdemón. Hacía ya muchos años que los penúltimos vecinos, una
pareja de ancianos que se resistía a mudarse a la ciudad, habían
claudicado y se habían ido a vivir con un hijo a Zaragoza. Me
impresionaron sus maneras pausadas, la dignidad que emanaba toda su
persona. Hablamos durante un rato sobre el pueblo vacío, sobre la
vida, sobre la soledad. A él no le pesaba y prefería guarecerse
entre sus piedras, como él llamaba a la aldea, que trasladarse a
vivir entre desconocidos. Estaba mejor solo, con sus recuerdos.
Seguía cultivando la huerta y necesitaba poco. Cada 15 días, un
muchacho de mi pueblo le acercaba el pedido del supermercado y se
arreglaba bien. Observé su fatiga al hablar, aunque él intentaba
disimularla, y le propuse que pasara algún día por la consulta, pero
cambió de tema. Se quedó la aldaba y me prometió que la arreglaría.
No me fui tranquilo y, por la mañana, indagué sobre él en el
ambulatorio. Era viudo. Su mujer había muerto hacía más de 15 años
por un cáncer producido, según me contó la señora de la limpieza con
convencimiento, por la tragedia de perder a su único hijo en un
accidente con el tractor. Él se quedó solo y siguió trabajando en la
herrería hasta que sus clientes, subidos al carro de la modernidad,
ya no lo necesitaron. Nadie recordaba su edad exacta, pero estaban
seguros de que rondaba los 80 años.
Hasta la semana siguiente no pude volver a verlo. Esta vez me fijé
mejor en su casa. Era evidente que no limpiaba mucho, pero estaba
ordenada. La fragua, que ocupaba casi toda la parte baja, era su
santuario; me la enseñó orgulloso y, entre toses, me contó sobre la
utilidad de las herramientas que apenas utilizaba ya. Cogió el puño
reparado y me hizo acompañarlo a la cocina, donde nos esperaba una
botella de un licor de hierbas que él mismo destilaba.
Quedé impresionado: por el sabor intenso y aromático del brebaje y
por el trabajo que había realizado en la aldaba. Había reconstruido
todos los dedos de la mano perfilando uñas, nudillos, y hasta podían
distinguirse las falanges. No había señal de la rotura. No quiso
cobrarme e, incluso, me regaló una botella de su licor.
Abrí, entonces, mi maletín, que esta vez había llevado conmigo, y
saqué el fonendoscopio. Le pedí que me dejara auscultarlo, y, aunque
se resistió, conseguí realizarle un somero reconocimiento. Le tomé
también la tensión y me puse serio. Tenía que hacerle más pruebas y
tendría que venir a la consulta.
Se burló de mí. No se le había perdido nada en el ambulatorio y no
creía en los matasanos. Él seguiría allí, en su casa, esperando el
fin que ya tardaba en llegar y que no temía.
Unos días después, mientras colocaba la aldaba en mi portón, tracé
un plan. El domingo fui a verlo de nuevo y lo invité a comer. Había
preparado una fiesta de inauguración de la casa para todos los
vecinos que me habían ayudado y él tenía que venir. Le prometí que
lo llevaría de vuelta en cuanto él quisiera y, casi a empujones, lo
metí en el coche.
Fue una comida agradable. Mis parroquianos se alegraron de ver a
Andrés y los escuché hablar de sus cosas, de sus lamentos sobre la
huida de los jóvenes, de la naturaleza muerta que se iba adueñando
del paisaje.
A media tarde conseguí convencer a Andrés para que me acompañara al
consultorio. Un electro me reveló los datos que sospechaba y le tomé
muestras de sangre y orina. Necesitaba también una radiografía de
tórax para conocer con certeza el estado de sus pulmones, que no
podía ser muy bueno después de una vida entera en la herrería. No
aceptó que le llevara al hospital de Alcañiz; temía que no le
permitieran salir si lo pisaba. “No voy a dejar que Valdemón se
muera solo”, me dijo muy serio.
Por los ruidos que había escuchado en su pecho ya sabía que padecía
un enfisema. Le extendí varias recetas. Las rehusó, pero después de
explicarle que los fármacos no iban a curarle, sino que le ayudarían
a respirar, me pidió que las dejara en el supermercado; se
encargarían de ellas y las incluirían en la compra de la semana.
Lo llevé de regreso a su casa y le avisé que volvería para comprobar
si se tomaba la medicación.
En mi siguiente visita lo noté más animado, pero la tos continuada
me alertó que algo no iba bien. Me aseguró que se había tomado las
pastillas tal como yo le había indicado y me enseñó las cajas
empezadas que tenía en la mesa de la cocina.
Cambió enseguida de tema y me entregó un paquete. “Es para ti”, dijo
con una sonrisa. “Para que lo cuelgues en tu puerta”.
Lo abrí y me emocioné. Era una delicadísima reproducción en cristal
de la serpiente enroscada en la rama, la vara de Esculapio, el
símbolo de la medicina. Le pregunté cómo la había tallado y me
confesó que hacía algo mejor que trabajar el hierro: soplar el
vidrio. Yo creía que era un oficio extinguido, pero él afirmó que
aún no. “Desaparecerá con Valdemón y conmigo”.
Soplar para crear formas en el vidrio candente le convertía en un
pequeño dios; le proporcionaba el don de alumbrar vidas tan frágiles
como las humanas. “Un descuido y tu criatura se rompe… para
siempre”, murmuró mirando por la ventana. “Pero a los dioses acaba
fatigándoles la tiranía del tiempo y la obligación de seguir
habitándolo”, dijo para sí mismo.
Lo ausculté inmediatamente. Lo que menos necesitaban sus pulmones
era un esfuerzo de ese tipo. Intenté que lo entendiera y le pedí que
viniera conmigo al hospital. Necesitaba oxígeno y aquello no admitía
discusión.
No conseguí convencerlo. Afirmó, una vez más, que su lugar estaba
allí. No iba a dejar que el pueblo se desmoronara solo; estaba muy
cansado, sí, pero se apagarían los dos a la vez. Era lo justo
después de haber pasado toda su vida entre sus muros. No sabía
cuándo, pues incluso la muerte los había abandonado, pero hasta que
el olvido aprendiera sus nombres serían uno.
Me fui directo al hospital. Pedí un concentrador de oxígeno
portátil, rogué, supliqué, pero no había ninguno disponible para
préstamo domiciliario. Me pusieron en lista de espera, a pesar de
mis protestas por la urgencia del caso, y me despidieron.
Al día siguiente, por la noche, acudí a Valdemón. La tos de Andrés
había empeorado, pero su ánimo, en cambio, era inmejorable. Preferí
pensar que era producto de mis visitas, de esa atención que aliviaba
algo su soledad, y no por el presentimiento de que se acercaba el
final que anhelaba.
Me preguntó si jugaba al ajedrez, asentí y fue a buscar un tablero y
unas viejas piezas de madera. Aquella noche comenzamos una partida
lenta y medida, sin prisa. Yo me consideraba bueno, pero él era un
maestro. Me confesó que llevaba años jugando solo, ensayando ataques
para arrinconar a la Señora de Negro cuando se presentara. Le
ganaría y la obligaría a cumplir con su deber; no le permitiría que
volviera a abandonarlo.
En cada sesión intercambiábamos uno o dos movimientos y nos
despedíamos hasta la siguiente visita. Su fatiga era cada día más
alarmante. No comprendía por qué no lo aliviaban los fármacos y le
fui subiendo las dosis. La partida interminable, sin embargo, estaba
alegrándole los días. Yo, aunque había salido airoso de varias
encerronas, tenía ya pocas piezas para intentar un ataque que me
llevara a la victoria.
Una noche, derrotado, pese a mis desvelos por su rápido
empeoramiento que no comprendía, volví a pedirle que me acompañara
al hospital. Le confié que temía que no pudiéramos terminar la
partida y que era su obligación de jugador estar en las mejores
condiciones para hacerme frente. Rió y me apretó una mano. “Ya falta
poco; acabaremos la partida, no te preocupes”, me aseguró.
Al día siguiente, muy temprano, volví. Quería probar un nuevo tipo
de antibióticos que había recibido.
“¿Saben los fantasmas que lo son?”. Aquella pregunta tenía que
haberme puesto en guardia, pero estaba acostumbrado a sus tristes
reflexiones y no le presté atención. Le dejé las pastillas y le
prometí que continuaríamos la partida por la noche.
Una urgencia me impidió acudir a la cita. La intranquilidad me hizo
acercarme a la mañana siguiente, antes de comenzar la consulta. Me
preocupó que no saliera a recibirme, como siempre. Llamé a la
puerta, pero no me contestó. Empujé y entré.
En la cocina, sentado ante el tablero de ajedrez, descansaba con la
cabeza apoyada sobre la mesa. Observé las piezas: me había estado
esperando para rematarme.
En la mesa había algo más, una caja envuelta con papel de estraza
con mi nombre escrito en ella. Al abrirla, el brillo de unas piezas
de cristal iluminó mi ceguera, pues al instante comprendí, al fin,
el motivo del empeoramiento progresivo de Andrés.
Saqué una de las figuras. Admiré la regia belleza de la reina negra
y la coloqué delante de mi rey de madera: “¡Jaque mate!”, grité con
todas mis fuerzas. En la lejanía un perro ladró y comenzó a llover.
El autor:
Patricia Richmond
(Zaragoza, España). Es licenciada en Psicología por la Universidad
Nacional de Educación a Distancia. Fue finalista del XXVII Premio Ana
María Matute de Narrativa de Mujeres y ha publicado en antologías como
La última noche, la primera palabra (Torremozas, 2015) y
Terra vacua (Comuniter, 2018). Ha colaborado en revistas como
Tierra Adentro, Penumbria, Plesiosaurio y El
Callejón de las Once Esquinas.